PEQUEÑA BIBLIOTECA DE UNA LECTORA VICTORIANA
Imaginemos una lectora que hubiera nacido en el mismo año que la reina Victoria, en mayo de 1819, y que llegara a la edad de leer un libro por sí misma. Una superviviente, como la propia Victoria. Solo las muertes de primas y tíos, y la imposibilidad de que los niños de su familia nacieran vivos permitieron que la hija de un cuarto hijo llegara primero a reina y luego a emperatriz.
Habría compartido generación, con muy pocos años de diferencia, con tres hermanas de York, también las únicas que quedaban de una gran familia apellidada Brontë, y antes de cumplir los treinta años podría haber leído la obra de varias de ellas; en rápida sucesión, en 1847, aparecieron Jane Eyre, Cumbres borrascosas y Agnes Grey. Aunque ocultas bajo pseudónimos masculinos, los nombres de Charlotte, Emily y Anne Brontë gozaron pronto de una enorme popularidad.
Pese a que irrumpía con desagradable franqueza en un país acostumbrado a que las apariencias se mantuvieran por encima de cualquier sacrificio personal, y algunos párrafos de Anne apenas se podían leer bajo las meticulosas tachaduras de institutrices y padres responsables, que deseaban proteger a sus hijas de historias de alcohol y maltrato, las obras de las Brontë se convirtieron en un éxito imparable. Las novelas, el género de moda entre las niñas, se prestaban y se copiaban, y por muy al tanto que estuvieran los padres, la corrupción de la lectura y la fantasía entraba en las casas.
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