La Ciudad, tres momentos
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En La Ciudad, tres momentos asistimos a algunas de las primeras historias que Rodolfo Martínez situó en en ese territorio urbano que nunca nombra, esa ciudad que es como cualquier otra en la superficie, pero que bulle de misterios extraños y sombras de formas inquietantes bajo ella.
Tarot (Premio UPV de Relato Fantástico, 1998): Un hombre apuesta sus sueños en una partida de póquer que se juega con cartas de Tarot. Y quizá, sin saberlo, está apostando algo más.
Piensa lo que quieras: ¿Qué harías si uno de tus amigos te dice de pronto que, no sólo puede leer los pensamientos de los demás, sino influir en ellos?
En territorio ajeno: Aquélla no era su ciudad, no era su territorio. Sin embargo, allí encontraría la más inesperada de las cazas, la más sorprendente de las emociones.
«La Ciudad, tres momentos» es editado conjuntamente por Sportula y NGC Ficción! y, en su momento, se ofreció como regalo sólo a aquellos que adquirieran «El abismo en el espejo» o «Fieramente humano» directamente a través de cada editorial. Ahora, ambas editoriales han decidido liberarlo y ponerlo gratis a disposición de todos los lectores.
Rodolfo Martínez
Rodolfo Martínez (Candás, Asturias, 1965) publica su primer relato en 1987 y no tarda en convertirse en uno de los autores indispensables de la literatura fantástica española, aunque si una característica define su obra es la del mestizaje de géneros, mezclando con engañosa sencillez y sin ningún rubor numerosos registros, desde la ciencia ficción y la fantasía hasta la novela negra y el thriller, consiguiendo que sus obras sean difícilmente encasillables.Ganador del premio Minotauro (otorgado por la editorial Planeta) por «Los sicarios del cielo», ha cosechado numerosos galardones a lo largo de su carrera literaria, como el Asturias de Novela, el UPV de relato fantástico y, en varias ocasiones, el Ignotus (en sus categorías de novela, novela corta y cuento).Su obra holmesiana, compuesta hasta el momento de cuatro libros, ha sido traducida al portugués, al polaco, al turco y al francés y varios de sus relatos han aparecido en publicaciones francesas.En 2009 y con «El adepto de la Reina», inició un nuevo ciclo narrativo en el que conviven elementos de la novela de espías de acción con algunos de los temas y escenarios más característicos de la fantasía.Recientemente ha empezado a recopilar su ciclo narrativo de Drímar en cuatro volúmenes, todos ellos publicados por Sportula.
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La Ciudad, tres momentos - Rodolfo Martínez
Tarot
Para Carolina y Marisa
—Bien, señor Rodríguez. Hemos jugado a su juego y usted ha ganado. Creo que va siendo hora de que juguemos al mío.
Aquello me pilló por sorpresa. Acababa de ligar los dos dieces que me hacían falta para un full y trataba de impedir que mis dedos empezaran a tabalear sobre la mesa, traicionándome. Alcé la vista y sólo entonces me di cuenta de que en la mesa quedábamos dos jugadores nada más. El resto se había ido largando a medida que transcurría la tarde y sus fichas pasaban a engrosar el montón multicolor junto a mi mano derecha. Mi único oponente conseguía mantenerse no demasiado mal, perdiendo un poco a veces, ganando un poco otras. Era un jugador prudente. Rara vez arriesgaba. Esos son los más difíciles de tumbar: nunca darán el golpe, pero sus pérdidas jamás son excesivas.
—¿Por qué no? —dije, respondiendo a su oferta, mientras juntaba los dos dieces con el resto de las cartas. Si jugábamos a algo que realmente le gustase quizá cometiese algún error del que yo pudiera aprovecharme—. Pero primero terminemos esta mano, ¿no?
Él asintió y me miró con un brillo extraño en los ojos. Hasta entonces no me había fijado demasiado en él, y eso era curioso, porque al fin y al cabo el póquer no deja de ser un juego de carácter, más que de azar o habilidad. Es fundamental que conozcas las manías y los tics de los otros jugadores, porque sus cartas y el modo en que las juegan son tan importantes como las tuyas. Recuerdo que al sentarme en la mesa le lancé una mirada distraída y lo catalogué sin pensármelo mucho como el típico primo de fin de semana, que no ganaría nada pero tampoco perdería mucho. En su momento me pareció un poco demasiado gris, demasiado desvaído, como si él mismo no estuviera muy seguro de su realidad. Ahora, sin embargo, se había producido un cambio sutil en él. Desde el momento en que acepté su desafío pareció volverse más nítido y hasta sus ademanes cambiaron, encontrando una decisión que había estado ausente de ellos toda la tarde.
Jugamos aquella última mano y gané con absurda facilidad, pese a que intentó echarse un farol con un trío de cuatros. Incluso en eso no puso un gran empeño, como si faroleara porque eso era lo que se esperaba de él en esa situación y no quisiera defraudar a los demás haciendo añicos la imagen que teníamos de él.
—Puede recoger sus fichas si lo desea, señor Rodríguez. Haré que el crupier se las cambie.
Aquello no tenía sentido y la expresión de mi rostro debió ser bastante evidente. Una sonrisa tenue apareció en aquellos labios delgados y pálidos.
—No necesitaremos dinero. Se lo aseguro. —Chasqueó los dedos y un crupier apareció a su lado, entrando repentinamente en el haz de luz que caía sobre la mesa—. Cambie las fichas del señor Rodríguez. Y tráigame mi baraja. —Se volvió a mí—. Por supuesto, puede examinarla si lo desea, para asegurarse de que no está trucada.
Hice un gesto poco comprometedor con los hombros. El crupier recogió mis fichas y se fue de allí con una celeridad casi mecánica. Entrecerré los ojos y una idea asomó a mi cabeza.
—¿Es usted el dueño de esto?
—Digamos que tengo cierta influencia con él. —Otra vez aquella sonrisa—. Bien, aquí está.
El crupier, después de dejar una bandeja con un abultado fajo de billetes a mi lado, le tendió un extraño mazo de naipes, mucho más alargados que los normales y, aparentemente, más gruesos. Su parte posterior, que era todo lo que yo podía ver de ellos en aquellos momentos estaba decorada con unos motivos extraños: no había en ellos nada figurativo, pero tenían una cualidad inquietante que, sin saber por qué me puso nervioso, como esas decoraciones geométricas que los árabes tanto usaban; parecían prefigurar algo que existía pero no debería existir, quizá abismos inesperados y curvas inverosímiles. Agité la cabeza, aquellos pensamientos no tenían el menor sentido.
—¿Desea examinarlas?
—Si no le importa.
Me las tendió. Efectivamente eran más grandes, más alargadas y más gruesas que las cartas normales. También eran de mucha mejor calidad. Y tremendamente antiguas: el satinado que les daba brillo se había ido desgastando y por un momento me imaginé el cansancio paulatino de su superficie después del roce de miles de dedos. Les di la vuelta y las contemplé: parecía una prosaica baraja española, oros, copas, espadas, bastos, con la salvedad de que había ochos, nueves y dieces. Estaban ilustradas en un estilo primitivo y algo recargado en las decoraciones de los palos,