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Codicia e intelectualidad
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Codicia e intelectualidad

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Este es un breve repaso de las actuaciones de los intelectuales en la política. También está aquí una mirada hacia la codicia que va de la mano con las aspiraciones intelectuales. Se repasan muchos personajes, sus nombres y acciones que dan fe de que en muchos casos, intelectualidad, poder y codicia, no son independientes.

LanguageEspañol
Release dateJun 27, 2012
ISBN9781939048189
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    Codicia e intelectualidad - Victor Roura

    Primera llamada. El esplendor de la palabra

    Segunda llamada. Decires y haceres

    Tercera llamada. Silencio en la sala

    Primer acto. La representación y el significado

    Intermedio. El augurio de Paracelso y la certeza de Maquiavelo

    Segundo acto. Argucias y enmascaramiento

    Telón. Ni ingleses ni franceses

    Fábula tras bambalinas. El desgraciador de vidas

    Camino a casa. Rebeldía autorizada

    Bibliografía

    Primera llamada. El esplendor de la palabra

    En los años treinta, si uno se ganaba la vida

    los demás lo respetaban. En los noventa,

    tenía que demostrar que era un personaje

    prometedor en las filas de la codicia.

    Norman Mailer

    La cultura y la conversación

    Hace algo más de dos mil años, Pericles juró entregar a sus sucesores un pueblo más sano y conversador. César dejó especificado en las leyes romanas que la entrada en magistraturas debía contemplar la sabrosa conversación del aspirante. Jesucristo consideraba que conversar era la tarea. Buda dijo: El hombre que conversa conoce el significado de la palabra libertad. Y Mahoma escribió: Conversa con todos. Las otras cosas necesarias de la vida se te darán por añadidura. El hombre no puede vivir aislado, solo, sin conversar. Vivir y conversar, dice el cubano José Luis García Rodríguez, son actos conectados. En un texto publicado en el número 130 de la revista alemana Humboldt, García Rodríguez asegura que en Latinoamérica, a lo largo de 500 años, el concepto conversación se describe con 28 términos distintos, entre los que resalta garla, parona, palique, parleta, picoteo, muela y descarga. Seguramente hay más entre tanto eslang y neologismo que pervive entre las nuevas generaciones, pero lo que asombra es la persistencia sobre la importancia del diálogo a través de la historia del hombre. Los sistemas de comunicación (redes de noticias, medios de transporte) son muy viejos —apuntan los editores de dicha revista cultural—. Esquilo menciona los fuegos que utilizaban los griegos para comunicarse. Heródoto elogia a los jinetes mensajeros de los persas, Augusto instauró las estaciones de descanso y de relevo (manso posita y mutatio posita) en las vías de comunicación del imperio romano. Posita, la posta, está en el origen del servicio postal. La telecomunicación, el teléfono, el teletipo, la televisión, forman parte desde hace tiempo de la historia de la comunicación, que no se puede ver. En la mayoría de las ocasiones es un suceso incoloro, tiene lugar masiva e incesantemente, depende de que esté disponible más de una persona y ocurre, cuando ocurre, muy rápidamente. Quien la transcribe, la filma o monta, tiene después un texto en las manos que, si bien puede convertirse asimismo en objeto de una comunicación, ya no es la comunicación originaria. La comunicación es un fenómeno extremadamente fugaz, irrepetible en sentido estricto. La comunicación no es un objeto.

    El cubano García Rodríguez se encarga de elaborar un gran mural de voces a través de los siglos. El guatemalteco Miguel Ángel Asturias expresó: En estas tierras nada hay más lírico, por decirlo así, que un hombre cuando le pide a otro: ‘Vamos a conversar’; si el hombre agrega ‘para ponernos de acuerdo’, eso es ya una redundancia. Aunque en El Llano en llamas y Pedro Páramo casi nadie conversa, Juan Rulfo opinaba: Dos hombres conversando son una multitud. Julio Cortázar decía: En América Latina la misma conversación creará su mundo mejor. Sin embargo, García Rodríguez ha oído la queja, cada vez más constante, acerca de la extinción del arte de la conversación. José Lezama Lima dijo antes de morir: Sobre la conversación está cayendo un maleficio de difícil conjuro. Nos estamos convirtiendo en mudos y plácidos testigos. En 1920, José Ingenieros había comentado: El hombre moderno encuentra placer en los movimientos del baile, en el paso armonioso de una mujer, en las líneas curvas en general, pero pocas veces percibe la bendición que existe en el acto de conversar. Ya en el siglo xix, Kierkegaard advertía: Se aproximan siglos en que los hombres han de poner cuidado en conversar no como hecho casual, sino como ceremonia.

    Ortega y Gasset: La vida es una tragedia para aquellos que sienten, una comedia para los que conversan. Akira Kurosawa: Si los hombres conversaran para adquirir una visión más optimista, no habría tantos suicidios. Albert Einstein tenía la convicción de que la conversación será el imperativo del futuro. Según el catedrático chileno Carlos Sepúlveda, en los campos de América Latina se conversa el triple que en las grandes ciudades. Y en Europa sucede otro tanto, afirma el sociólogo ruso Varlam Pugachov. Es un hecho —sostiene García Rodríguez—: el alma rural encierra una pasión intrínseca por el acto de conversar y se precisa de poquísimo para que ese sentimiento se manifieste. En los campos de Cuba (por el sembrado, por el bohío) es prácticamente obligatoria, es un reflejo, y el rechazo puede ser tomado como una grosería. Una conversación, corta o larga, es el verdadero saludo y en el caso del extraño es la presentación por excelencia. La imagen convencional de la Grecia de Pericles ofrece invariablemente el espectáculo de hombres que conversan animadamente. En tal atmósfera de amistoso discurrir nacieron los pilares de la filosofía universal. Según Platón, conversar es lo sagrado. Y cuenta Plutarco que los griegos se quedaban dormidos de tanto conversar: Y así habló Sócrates hasta que todos sus interlocutores fueron atrapados por el sueño, salvo Aristófanes y Agatón. Exclama Sófocles: ¡Oh, sempiternos conversadores, soltad el chorro feliz de las palabras en competencia con los parleros manantiales! Cuenta Cornelio Lucio que, en el fragor de las guerras púnicas, César concibió la llamada cama del último deseo para tenderse con una mujer o un hombre que poseyera la donosura de conversar.

    A pesar de este formidable fresco de voces que exaltan el don del parloteo, hoy en día el panorama de este arte no es del todo optimista: Los estorbos que se alzan en el camino de los conversadores urbanos son los laberintos de la indiferencia innumerable —dice García Rodríguez—; son los clavos de latón que luce el aparejo social y su mecánica hastiante y la burocracia que se traga las horas y el eterno, rabioso anonimato y los expertos comunicadores probándose sombreros en espejos de tres horas; son los apogeos de las pantallas y los entretenimientos solitarios; son los recintos donde la conversación del día toma la forma de un gigantesco reloj humeante. Lo ambiguo de la situación, dice García Rodríguez, es que en la gran ciudad todo el mundo ansía tener una conversación y a todo el mundo le horroriza. Tan sólo una gran minoría de los ciudadanos sostiene la certidumbre de que el hombre moderno debe y puede sobre— pasar sus silencios, a pesar de la gran ciudad. Cuesta decirlo, pero de cara al siglo xxi quienes conversan animadamente en una populosa esquina continuarán teniendo ese aire de rareza, casi diríamos sensacional. A lo largo de los últimos dos mil años, la conversación ha sido madre, clan, bálsamo, musa, sentido de libertad, personalización... pero también ha errado por caminos hundidos y ha sido madre de castas, sostén de lealtades perrunas, esbirro de la administración y las finanzas y en boca de no pocos políticos se ha comportado como una auténtica mujerzuela de parranda. Pareciera que el cubano García Rodríguez conoce a la perfección a los políticos mexicanos encumbrados en el poder, y ya no se asombra de la desvergüenza de sus protagonistas, que no le tienen el mínimo respeto a la palabra. No vayamos tan lejos: un literato no es, las más de las veces, lo que sus letras parecieran reflejar. Si el intelectual conversa, y a partir de la conversación va ampliando su mundo cultural, lo hace precisamente en función de su propia expansión de intereses personales. El discurso del intelectual es uno y su personalidad es otra, el uno va por una ruta y la otra por un sendero distinto. Sin embargo, esta ausencia de cohesión en el intelectual es percibida de manera natural en su medio. Lo mismo es un detractor de las políticas gubernamentales que un enriquecido asesor de una, oh sí, dependencia oficial. Por unos cuantos miles de pesos, a veces cientos de miles, a veces ciertamente millones de pesos, el intelectual ha dejado pronto en el olvido una crítica lacerante pronunciada, con cálido fervor, apenas unos ayeres, pero su lúcida, y lucida, conversación es siempre halagada y entronizada en los circuitos selectos de la sociedad. Desmoronado el PRI en el año 2000 luego de siete décadas de triunfalismos y corrupción, la intelectualidad mexicana se vistió con los colores azul y blanco del nuevo partido panista en el poder. La historia es la misma, pero bajo otras consignas políticas: el intelectual no ha modificado su perfil pragmático, ni convenientemente utilitarista. Y en el centro de su codicia está siempre, reinando adusto, el esplendor de la palabra.

    Este libro trata de ellos, los intelectuales. Y sobre su entorno. No es un estudio profundo de su desarrollo, ni es un ensayo de su origen, sino sólo una visión, acaso parcial e irreverente, sobre su mundo, siempre adusto, elitista, inabordable. Pero están algunos pasajes clave de su eclosión y de su natural comportamiento. También echamos una mirada al orbe del dinero, que ha levantado en derredor de los pensadores una codicia insospechada: ahora, con la globalización económica, los intelectuales, con menos discreción, se introducen en las oficinas de los poderosos capitalistas —sean éstos grandes empresarios (¿qué grande empresario, hoy, no tiene metidas sus manos en el catálogo de la cultura?) o políticos encumbrados, y hasta con los no encumbrados— ya como asesores o como funcionarios o, de plano, gente de sus abiertas y enteras confianzas. En México, por ejemplo, intelectuales de envergadura como Jorge G. Castañeda o Adolfo Aguilar Zínser, veteranos opositores, recluidos en partidos como el de la Revolución Democrática (PRD), a quien Aguilar Zínser, incluso, dedicó todo un libro (¡Vamos a ganar! , de casi quinientas páginas, en 1995, anticipando el triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas en el gobierno del Distrito Federal), se volvieron prontamente panistas y ocuparon, en el gabinete de Vicente Fox Quesada, privilegiadas carteras en las secretarías de Estado; pero su oportunismo político los hizo naufragar con rapidez: ni medio sexenio duraron en la administración foxista, siendo despedidos en su primer yerro ministerial. Ya otros partidos los acogerán, o ellos solicitarán ser acogidos de acuerdo con los avances de los partidos en los escaques del ajedrez electoral. El acomodamiento político, por supuesto, no es exclusivo de México. Basta traer a la memoria el caso del senador John Kerry, recordado por Noam Chomsky en su libro Estados canallas: de haber sido una paloma liberal que destacó en el ámbito nacional como opositor a la guerra de Vietnam en los sesenta, tres décadas después, maduro y curtido intelectualmente, Kerry advertía, desde su escaño senatorial, que Estados Unidos podría, si cede a las presiones de las normas internacionales, estar subordinando su poder a las Naciones Unidas, lo que le parecía una catástrofe innombrada. Por lo mismo, pugnaba por una legítima invasión, ya, a las tierras iraquíes de Saddam Hussein. Y no se diga de las actitudes intelectuales en la literatura: ahí está el tema interminable de Charles Augustin de Sainte-Beuve (1804-1869), el crítico francés cuyo poder era capaz de silenciar, en las páginas de los diarios donde él escribía, las novedades bibliográficas de Stendhal (1783-1842), Balzac (1799-1850) y Victor Hugo (1802-1885), porque estos tres grandes escritores lo consideraban, a Sainte-Beuve, un autor menor... y en efecto lo era.

    Los intelectuales, por lo menos la mayoría, no son ya los discretos pensadores preocupados por el bien de la sociedad —y aquí podríamos resaltar la insigne figura, digamos, de Justo Sierra (1848-1912), y acaso de sus discípulos Antonio Caso (1883-1946), del dominicano Pedro Henríquez Ureña (1884-1946) y Alfonso Reyes (1889-1959), consagrados en el famoso grupo Ateneo de la Juventud, conformado en octubre de 1909, mismos que padecieron, pese a su esmero intelectual, penurias económicas; mencionar, cómo no, a José Vasconcelos (1882-1959), eminente educador, y al veracruzano Jorge Cuesta (1903-1942), nuestro peculiar Sócrates desarraigado, según los editores de La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, de agosto de 2002: El primer intelectual público realmente moderno en México, quien plantó el árbol genealógico en donde crecerían autores como Octavio Paz, José Revueltas, Gabriel Zaid, etcétera—, sino convencidos protagonistas de la política práctica, defensores a ultranza de sus metamórficas posturas ideológicas, favorecedores de las clases abiertamente dominantes y, por primera vez, mecenas de sí mismos. Si bien es cierto que los intelectuales han pugnado, desde diversas tribunas, e influido en grandes sectores de la sociedad civil (sobre todo a partir de 1968, cuando el Estado autoritario exhibe un vil desprecio por el comportamiento cultural, y decisivamente después del terremoto del 19 de septiembre de 1985), por una actitud transparente de la clase política —en un discurso teóricamente democrático que lo han desmoronado en la práctica misma—, también no deja de ser verídico que en cuanto han tenido oportunidad de participar en la vida pública su verbo se ha contrapuesto visiblemente con su escritura: su pensamiento es autónomo de sus vivencias, parecieran ambos elementos —teoría y práctica— confrontarse permanentemente.

    Éste es un breve repaso de sus representaciones en el teatro de las ideas —y su consiguiente drama—, no su historia. No caben aquí el origen, ni el desarrollo, ni la desaparición de los renombrados grupos que, en uniones compactas y sólidas, han construido (o reconstruido) la ruta de la cultura en México. Este libro no pretende recoger minuciosamente la historia de las congregaciones intelectuales (Los Poetas de la Arcadia reunidos en torno a Carlos María de Bustamante [1774-1848], los acuciosos escritores de finales del siglo xix, como Ignacio Ramírez [1818-1879], Ignacio Manuel Altamirano [1834-1893], Francisco Zarco [1829-1869], el ya nombrado Ateneo de la Juventud, los Contemporáneos donde militaba Octavio Paz [1914-1998], la creación del Fondo de Cultura Económica el 3 de septiembre de 1934 cuyo primer director sería Daniel Cosío Villegas [1898-1976], la poderosa Mafia de Fernando Benítez [1912-2000], el estrecho círculo de la Universidad Nacional Autónoma de México de los sesenta encabezado por Jaime García Terrés [1924-1996], el grupo de Carlos Monsiváis [1938-] en la revista Siempre!; Nexos, de Héctor Aguilar Camín [1946-] o Letras Libres de Enrique Krauze [1947-], que crea su revista después de la muerte de Paz, quien dirigía el grupo Vuelta), sino marcar, y remarcar, cómo la concepción de las ideas culturalistas, y sobre todo de quienes las representan, se han ido empequeñeciendo, aminorando, disminuyendo, conforme la sociedad se va habituando más a las nuevas tecnologías de la comunicación o va adaptando y acentuando, mejor aún, su visión a la visión globalizadora de las imponderables empresas de la información telemática.

    Pero no sólo eso: está también una leve mirada a los dineros que, de manera cada vez más codiciosa, ha embriagado, desde el principio de los tiempos, a los hombres. Por algo, Cayo Mecenas (h. 69 a.C.-8 d.C.) reunió en torno suyo, protegiéndolos y estimulando pecuniariamente sus actividades, a los más ilustres pensadores de la Roma antigua (¿habría que rememorar a los científicos de los tiempos de don Porfirio Díaz para constatar cómo los intereses personales se resguardan bajo las ampulosas faldas del poder?). Lo curioso del asunto es que, hoy, un intelectual que no posea algunas exitosas propiedades o no se roce con los altos personajes de la política nacional, no es respetado y su influencia, por lo tanto, es prontamente minimizada. En el periodo sexenal de Carlos Salinas de Gortari, un ínclito economista, de reconocido avasallante izquierdismo, se plegó al presidencialismo y, antes de que terminara el primer año administrativo de aquel mandatario, estrenaba ruidosamente —en una fiesta inolvidable del jet set mexicano— una suntuosa residencia que, según su muy orgulloso discurso, había conseguido por sus redituables esfuerzos intelectuales. Hoy, una renuncia al Nobel tal como lo rechazó Jean Paul Sartre (1905-1980) en 1964 por dignidad intelectual, es, sencillamente, una sonora estupidez. Porque, vamos, sólo un imbécil —dicen los pragmáticos pensadores de principios del siglo xxi— por pruritos de vacuo y extemporáneo decoro, se niega a recibir millones de dólares: la dignidad es una palabra que, en la actualidad, ha extraviado su íntimo significado humano.

    Segunda llamada. Decires y haceres

    El retorno del honor

    Las palabras inquietan a los escritores. Las palabras significan. Las palabras apuntan. Son flechas. Flechas clavadas en el cuero tosco de la realidad. Y mientras más portentosas, mientras más generales sean las palabras, más se parecen también a cuartos o túneles. Pueden expandirse, o cavar. Pueden venir para ser llenadas con un mal olor. Puede haber sitios de los que perdimos el arte o la sabiduría de habitar. Y eventualmente aquellos volúmenes de intención mental que ya no sabemos cómo habitar, serán abandonados, bardeados, cerrados. Así comienza la escritora estadounidense Susan Sontag su discurso de recepción por el Premio Jerusalem, que le fuera entregado a principios de mayo de 2001. Lo transcribe íntegro la revista Nexos (julio, 2001). ¿Qué queremos decir, por ejemplo, con la palabra ‘paz’? ¿Queremos decir una ausencia de pleito? ¿Queremos decir olvido? ¿Queremos decir perdón? ¿O queremos decir una gran lasitud, un agotamiento, un vaciarse de rencor? Me parece que por ‘paz’ lo que la mayoría de la gente quiere decir es victoria. La victoria de su lado. Eso es lo que la paz quiere decir para ellos, mientras que para los otros quiere decir derrota. Igual puede suceder con la palabra honor. O cualquier otra. Todos los escritores que han ganado el Premio Jerusalem, digamos, ¿han sido realmente campeones de la Libertad del Individuo en la Sociedad, tal como es el nombre completo de dicho galardón? ¿Es eso lo que ellos, ahora debo decir nosotros —se pregunta Sontag—, tenemos en común? Yo creo que no. No sólo representan todos ellos un amplio espectro de opinión político. Algunos de ellos apenas han tocado las grandes palabras: libertad, individuo, sociedad. Pero no importa lo que un escritor dice, sino lo que un escritor es. Los escritores son emblemas de la persistencia (y la necesidad) de la visión industrial.

    Sin embargo, en nuestro tiempo la incesante propaganda por ‘el individuo’ se me hace profundamente sospechosa, igual que la palabra individualidad se vuelve cada vez más un sinónimo de egoísmo. Una sociedad capitalista responde a intereses creados al elogiar la individualidad y la libertad, que pueden significar poco más que el derecho a la perpetua exaltación del yo, y la libertad de ir de compras, adquirir, gastar, consumir y volverse obsoleto. Sontag no cree que haya ningún valor inherente en el cultivo del yo. Y no creo que haya cultura (usando el término de manera normativa) sin un estándar de altruismo, de cuidado por los otros. Sí creo que hay un valor inherente en ampliar nuestro sentido de lo que puede ser una vida humana. Si la literatura se apoderó de mí como proyecto, primero como lectora y después como escritora, fue en la forma de una extensión de mis simpatías a otros yoes, otros dominios, otros sueños, otros territorios de concernimiento. Las ideas de la literatura, a diferencia de las ideas, digamos, sobre el amor, casi nunca surgen, a no ser como respuesta a las ideas de otra gente. Son ideas reactivas —dice Sontag—. Yo digo esto porque tengo la impresión de que tú, o la mayoría de la gente, está diciendo aquello. Por tanto quiero hacerle lugar a una pasión más vasta o a una práctica diferente. Las ideas dan permiso, y yo quiero darle permiso a un sentimiento o a una práctica diferentes.

    La narradora norteamericana no cuestiona el derecho de un escritor para engancharse en el debate de asuntos públicos, de hacer causa común y práctica solidaria con otras mentalidades afines. Tampoco plantea que tal actividad aparte al escritor del recluido, excéntrico sitio interior donde se hace la literatura. Así ocurre con casi todas las otras actividades que conforman el tener una vida. Pero una cosa es engancharse voluntariamente, animado por los imperativos de conciencia o por el interés, en el debate público y en la acción pública, y otra cosa es producir opiniones, cháchara moralista, bajo pedido. No: estar ahí, hacer aquello. Sino: por esto, contra aquello. Porque un escritor no debería ser una máquina opinadora. Como lo puso un poeta negro en mi país, cuando algunos compañeros afroamericanos le reprocharon el que no escribiera poemas sobre las indignidades del racismo: ‘Un escritor no es una rocola’. El primer trabajo de un escritor no es tener opiniones sino decir la verdad... y el rehusarse a ser un cómplice de las mentiras y la malinformación. La literatura es la casa del matiz y del ir en contra de las voces de la simplificación. El trabajo de un escritor es hacer que sea más difícil creerle a los saqueadores mentales. El trabajo del escritor es hacernos ver el mundo como es, lleno de muchas y diferentes demandas y partes y experiencias.

    Sontag pide el retorno del honor de la literatura y del proyecto de tener una voz individual: Los escritores serios, los creadores de literatura, no deberían tan sólo expresarse a sí mismos de modo diferente a como lo hace el discurso hegemónico de los medios masivos. Deberían estar en oposición al zumbido comunal del noticiero y del talk show. El problema de las opiniones es que uno se queda pegado a ellas. Y donde quiera que los escritores estén funcionando como escritores ellos siempre ven... más. Cualquier cosa que esté, siempre está algo más. Cualquier cosa que ocurra, siempre hay algo más también. La información nunca remplazará a la iluminación, sentencia Susan Sontag. Pero algo que suena parecido a, de no ser porque es mucho mejor que, la información (me refiero a la condición de estar informado, me refiero al concreto, específico, detallado, históricamente denso, conocimiento de primera mano) es para un escritor el prerrequisito indispensable para expresar sus opiniones en público. Dejemos que los otros, las celebridades y los políticos, nos hablen desde arriba; que mientan. Si ser al tiempo un escritor y una voz pública redundara en algo mejor, consistiría en que los escritores tomaran la formulación de opiniones y juicios como una grave responsabilidad. Hay otro problema con las opiniones. Son agencias de la autoinmovilización. Lo que hacen los escritores debería liberarnos, sacudirnos. Amplias avenidas de compasión y nuevos intereses. Recordarnos que podríamos, tan sólo podríamos, aspirar a volvernos diferentes, y mejores, de lo que somos. Recordarnos que podemos cambiar.

    Hermoso, el discurso de Susan Sontag.

    Dice la novelista que, después de todo, no importa lo que un escritor dice sino lo que un escritor es.

    Pues nomás se diera una vueltecita por estos lares para percatarse de que, en franca refutación con sus pareceres, los intelectuales mexicanos las más de las veces no son lo que dicen, lo que dicen no refleja lo que en verdad son, sus decires se distancian de lo que son, sus opiniones, en todo caso, son similares a lo que se dice en los noticieros (muchas veces incluso ellos mismos son los creadores de esos noticieros) y participan ardorosamente en escenográficos talk shows dispuestos exclusivamente para sus respectivas contemplaciones discursivas. No son como sus escrituras. Incluso, es aún más complejo el asunto: sus escritos, que no lo que verbalizan, están muy distantes también de lo que son, son apariencias de lo que les gustaría ser, los escritos dicen justamente lo que no son los escritores. Aquí sí importa lo que digan y no lo que son, que para ellos el honor literario corre en un sentido exactamente inverso a la premisa sontaguiana.

    Tercera llamada. Silencio en la sala

    El misterio de las cartas portuguesas

    Cinco cartas portuguesas de amor, editadas en Francia en 1669, conmovieron hondamente a la sociedad de su tiempo, al grado de publicarse, con prontitud, distintas versiones en otros idiomas. De la noche a la mañana la ‘traducción’ de la obra ‘portuguesa’ se convirtió en lectura de moda, prototipo de las cartas de amor y fuente de inspiración para numerosos volúmenes epistolares publicados después —dice Laura Emilia Pacheco en el prólogo a este breve libro, apenas una treintena de páginas—. Sin embargo, tanto la identidad de la autora como la del destinatario permanecieron en la oscuridad. A falta de una publicación que reseñara el intempestivo éxito de las Cartas portuguesas, surgió una serie casi interminable de falsificaciones. En Grenoble se publicó la noticia de que el destinatario de las cartas era uno de los hombres más renombrados de la aristocracia francesa y, por primera vez, se mencionó a Guilleragues como traductor de la obra. Nadie sabía quién era la monja atormentada por la pasión del hombre que la abandonara cruelmente después de haberla elegantemente seducido, pero tampoco nadie sabía quién era este amante desvergonzado. No obstante, se hicieron un sinfín de conjeturas.

    Hacia fines del siglo xvii, dice Laura Emilia Pacheco, las Cartas portuguesas se volvieron ya no sólo portuguesas sino ‘de la religión portuguesa’ y se inició en forma la leyenda de su autenticidad. Hubo quien explotó el lado novelesco de la aventura de la monja y no faltaron las afirmaciones de testigos que juraban haber visto al propio Chamilly en campaña en Toulon y Candie (donde, en efecto, combatió en 1669) leyendo las Cartas y ofreciendo enormes sumas de dinero a los marineros para que las salvaran de la destrucción. Las habladurías, recuerda la prologuista, "llegaron al grado de

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