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Este relámpago, esta locura
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Este relámpago, esta locura

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Premio Ignotus a la Mejor Novela Corta 2000

Un sacerdote en mitad de una crisis de fe. Una orden religiosa que maquina en las sombras y construye algo que quizá no pueda controlar. Una ciberpirata que ayudará a desentrañar el misterio quizá a costa de su propia vida. Un adolescente que sólo quieres ser, eso, un adolescente, pese a que el universo entero parece conspirar para que sea algo más.

Con estos ingredientes Rodolfo Martínez construye una narración trepidante y llena de misterios en la que, sin embargo, sigue habiendo espacio para la reflexión y las preguntas.

LanguageEspañol
PublisherSportula
Release dateSep 29, 2012
ISBN9788493988562
Este relámpago, esta locura
Author

Rodolfo Martínez

Rodolfo Martínez (Candás, Asturias, 1965) publica su primer relato en 1987 y no tarda en convertirse en uno de los autores indispensables de la literatura fantástica española, aunque si una característica define su obra es la del mestizaje de géneros, mezclando con engañosa sencillez y sin ningún rubor numerosos registros, desde la ciencia ficción y la fantasía hasta la novela negra y el thriller, consiguiendo que sus obras sean difícilmente encasillables.Ganador del premio Minotauro (otorgado por la editorial Planeta) por «Los sicarios del cielo», ha cosechado numerosos galardones a lo largo de su carrera literaria, como el Asturias de Novela, el UPV de relato fantástico y, en varias ocasiones, el Ignotus (en sus categorías de novela, novela corta y cuento).Su obra holmesiana, compuesta hasta el momento de cuatro libros, ha sido traducida al portugués, al polaco, al turco y al francés y varios de sus relatos han aparecido en publicaciones francesas.En 2009 y con «El adepto de la Reina», inició un nuevo ciclo narrativo en el que conviven elementos de la novela de espías de acción con algunos de los temas y escenarios más característicos de la fantasía.Recientemente ha empezado a recopilar su ciclo narrativo de Drímar en cuatro volúmenes, todos ellos publicados por Sportula.

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    Este relámpago, esta locura - Rodolfo Martínez

    Como siempre, Walter se acerca sin hacer el menor ruido, y es ese vago hálito de solterona que lo precede el que me advierte de su presencia. Alzo la cabeza de mi escritorio y lo veo, enjuto y pálido, con la sotana negra flotando a su alrededor y el asomo impreciso de una sonrisa asomando a sus labios casi inexistentes.

    ¿Lo tienes? —pregunto. Es una pregunta innecesaria. Walter nunca hubiera entrado en mis aposentos de no tener lo que le he pedido.

    Asiente en silencio y me tiende una delgada y reluciente oblea de plástico negro. La sostengo en mi mano y por unos instantes la contemplo incrédulo, incapaz de aceptar que algo tan minúsculo y prosaico tenga lo que busco.

    ¿Está todo? —pregunto.

    Todo lo que había en nuestros archivos, Eminencia —responde Walter, siempre cauto. No es corriendo riesgos como ha llegado a ser amanuense del Provincial de la Orden en Mundoálbrez.

    De acuerdo. Puedes retirarte. No te necesitaré más esta noche.

    Walter asiente y da media vuelta en ese gesto tan fluido y perfecto que en otro parecería afectación y en él sólo es eficacia. Lo veo irse, su silueta oscura diluyéndose lentamente en las sombras al otro lado de la estancia. Finalmente desaparece, como si la oscuridad se lo hubiera tragado y yo quedo solo en la habitación, sin más compañía que el murmullo sordo de mi proc y el pequeño chip que gira entre mis dedos.

    ¿Está todo? pienso de nuevo. No, sé que no lo está, sé que lo único que hay codificado en los átomos del chip son los hechos. Sólo eso. El resto no está ahí, no puede estarlo. Tampoco hace falta, porque sé dónde está. En el mismo lugar que ha estado todos estos años, por supuesto, dónde si no.

    Introduzco el chip en el proc y el pin de conexión en el eslot tras mi oreja derecha. Cierro los ojos para facilitar un mejor contacto y comienzo a desentrañar la delicada estructura de los ficheros que Walter me ha traído. No es nada demasiado complicado. Un índice cronológico en el que los años destellan intermitentes, como señales de salida en una autopista transitada. El resto de los índices esperan a que yo los invoque: bíos personales, evaluaciones del sujeto, conclusiones de la comisión, holos de noticias, datos médicos, aparentemente un batiburrillo sin sentido pero que, bajo la estructura multirrelacional de la base de datos a que hacen referencia cobran enseguida un significado claro y preciso. No es más que el intento de atrapar la vida de una persona en un cúmulo de ficheros informáticos. Un intento condenado al fracaso, por supuesto, porque no contienen otra cosa que información, datos, hechos, y eso es lo menos importante a la hora de definir cómo era él. No importa, los hechos son suficientes, al menos por ahora.

    Vago por las autopistas de datos con indiferencia, como si yo fuera un turista y este mi parque temático virtual exclusivo. Recorro avenidas por las que la luz se derrama como un fluido lento y espeso y me sumerjo en laberintos interminables cuyo fin está conectado irremediablemente a su inicio. Lejanos sillares de piedra fría tiemblan a lo lejos, titilan, parpadean indecisos a medida que me acerco a ellos, llego a su lado, los rebaso sin apenas una mirada de interés. Un muro de hielo rugiente se alza a mi paso, una imposible muralla erizada de aristas, una ola infinita detenida para siempre a mitad de un gesto. Casi sin proponérmelo, lo atravieso, y la pared de hielo defensivo cruje su protesta inútil mientras se hace añicos a mi alrededor.

    Aquí estoy, en lo más hondo, en lo más oculto del sistema de ficheros, allí donde sólo alguien con mi rango de seguridad puede llegar. En apariencia no hay nada muy distinto de lo que he dejado atrás: las mismas avenidas de luz lechosa y densa, los mismos laberintos sin sentido, las mismas estructuras pétreas y temblorosas que veo cada vez que me sumerjo en la red de datos y navego por ella en busca de un fichero. Pero no es cierto, sé que no lo es, porque bajo su apariencia trivial, inocua, casi prosaica, esos archivos contienen lo que ha estado oculto todo este tiempo, lo que permanecerá oculto cuando yo haya terminado mi inspección y dé la orden de destruir el chip por el que ahora navego.

    Me acerco a un fichero de forma casual, indiferente. Lo elijo al azar entre el cúmulo que me rodea. Dos manos afiladas y pálidas (que no son mis manos, nunca han sido mis manos, pero son las manos que uso cuando viajo a la red) acarician con suavidad su superficie de mármol inquieto, encuentran el resorte oculto para todos menos para mí y abren su estructura como si esa puerta hubiera estado allí desde siempre.

    Sí. Lo veo. Le veo. Está frente a mí, solo, aislado por completo del resto del universo, aunque él no lo cree así. Veo su cuerpo enfundado en el traje de datos, la delicada estructura de electrónicas venas negras que atan todas y cada una de sus terminaciones nerviosas a la fantasía que él cree su vida, que ha creído su vida desde su mismo nacimiento. Su nacimiento. Está ahí, frente a mí, en otro fichero que se abre con la misma facilidad que éste. Su nacimiento. No de mujer. No hubo útero alguno en el que flotar durante nueve meses, ningún cálido líquido amniótico le dio cobijo durante su concepción, ninguna mano tierna calmó sus pesadillas de nonato. Su nacimiento a partir de una única célula de un donante anónimo, conservada celosamente, guardada durante años, alimentada y protegida por la división biológica de la Orden a medida que los nanoconstructores subían peldaño a peldaño la interminable escalera de caracol de su código genético y alteraban un escalón aquí, otro allá, eliminaban éste, potenciaban aquél, suavizaban el siguiente, hasta que la doble hélice fue tal y como los ingenieros genéticos querían y la célula estuvo lista para crecer, reproducirse, copiarse una y otra vez a un ritmo febril.

    Él no recuerda nada de eso. Flotando sin más compañía que el traje de datos recuerda una infancia que no fue la suya, una familia que no tuvo jamás.

    Lentamente, el tiempo pasa. Se necesitaron varios años para alterar su código genético hasta obtener lo que se buscaba, bastaron meses para que se desarrollase de una única célula a lo que parecía un ser humano en mitad de la adolescencia y apenas unos días para que aquella mente en blanco se empapara de las ilusiones que aprendería a identificar como su vida, la fantasía a la que él llamaría sus recuerdos.

    Así que las últimas imágenes giran en la moviola de su cerebro y hay una transición suave que él no capta de la ilusión a la realidad. Abro un nuevo fichero y lo veo, otra vez solo, tratando de conciliar el sueño en una cama que cobija su cuerpo por primera vez y a la que él recuerda desde siempre. Lo veo dar vueltas, buscar hasta encontrar la postura adecuada, veo esa mente que nunca ha transitado por el mundo intentando descender, peldaño a peldaño, en la oscura y escurridiza escalera del sueño. Al fin lo consigue y, por primera vez desde que fue creado, duerme. Por primera vez desde su nacimiento sueña y consigue distinguir sus sueños de la realidad. Porque por primera vez aquéllos y ésta no son lo mismo.

    Una semana antes de iniciar el curso, el director me llamó a su oficina. Cuando llegué, no era él quien estaba allí: tras la mesa de su despacho alguien hojeaba un expediente y pasaba las páginas virtuales con un índice y un pulgar que se humedecía previamente con la lengua. No pude evitar enarcar una ceja ante un anacronismo tan aparatoso, pero el desconocido ni siquiera reparó en mi presencia. Siguió leyendo, como si aquellas palabras que el láser proyectaba frente a él fueran lo más importante del universo y tuviera todo el tiempo del mundo para leerlas.

    Durante unos segundos miré a mi alrededor, indeciso. Al final, puesto que aquel individuo seguía empeñado en no hacerme caso, decidí que centrar mi atención en él era una estrategia tan buena como cualquier otra y lo observé con el mismo cuidado e intensidad con los que él leía. Era delgado, y posiblemente más alto que yo, aunque estando sentado resultaba difícil de decir. Su cabeza parecía un huevo casi perfecto, algo acentuado por su calva y lo afilado de sus facciones. Tenía una boca pequeña, pálida, casi cruel y en lo más profundo de sus ojos brillaba una sombra que, sin saber por qué, me produjo una punzada de inquietud. En aquellos momentos cruzaba los dedos de sus manos mientras su mirada resbalaba sin prisas por la página virtual: eran unos dedos largos, huesudos, y parecían tener más articulaciones de lo normal.

    Terminó de leer, disolvió la holopágina y alzó la vista. Sólo entonces pude ver el minúsculo emblema rojo cosido en un lado de su chaqueta negra: el martillo que se abatía sobre la rueda. Él vio la dirección de mi mirada y asintió casi sin mover la cabeza, al tiempo que sus labios casi inexistentes se tensaban en una sonrisa lánguida.

    Estaba ante un miembro del Círculo Interno, lo que los seglares llamaban la policía de los soytos, lo que un día, más de tres mil años en el pasado, se había llamado la Inquisición.

    —Siéntese, De Charden —me dijo con una voz tan fría como un punzón de acero.

    Tomé asiento frente a él, tratando de no apartar la mirada de aquellos ojos oscuros que sin embargo parecían relucir, tratando de fingir una calma que no sentía en absoluto.

    —He estado leyendo su expediente.

    Asentí, como si eso fuera lo que se esperaba de mí. Por supuesto, yo era consciente de que él se sabía mi expediente de memoria, que la charada de fingir leerlo frente a mí era un espectáculo montado para mi único y exclusivo disfrute. Había tenido éxito.

    —Una carrera prometedora, aunque un tanto irregular. —Entrecerró los ojos y el brillo que acechaba tras ellos aumentó. Sólo entonces lo comprendí. Estaba ante un ciborg, ante un híbrido de neuronas y filamentos de memoria. Había oído los rumores, por supuesto, cómo evitarlos en el seminario: los temibles inquisidores del Círculo Interno, mitad hombres mitad máquinas, todo fanatismo y dedicación a la pureza espiritual de la Orden. Hasta aquel día no les había dado crédito.

    —¿En qué sentido? —me oí preguntar a mí mismo, y me sorprendí de que mi voz no sonase ni la mitad de asustada de lo que estaba.

    —Bueno... digamos que tiene tendencia a intimar demasiado con sus alumnos. Algunos de ellos, al menos.

    Tragué saliva y fue un esfuerzo casi heroico.

    —Comprenda bien una cosa, de Charden. No hay nada que usted haya hecho, dicho o pensado que nosotros no sepamos. No nos importan sus... eh... lapsos morales mientras no atenten contra la doctrina, pero en caso necesario podemos emplearlos para nuestros propósitos.

    Chantaje, pensé, y fue casi como si lo hubiera dicho en voz alta.

    —Si quiere verlo así... Más bien prefiero pensar en ello como un... incentivo.

    —Comprendo.

    —Eso espero. Porque a partir de ahora y hasta que termine este curso, usted nos pertenece. Oh, nos ha pertenecido siempre, por supuesto, desde el día en que puso sus pies en el seminario. Digamos que hemos venido a reclamar lo que es nuestro.

    —¿Qué quiere que haga?

    —Como he dicho, tiene usted una carrera prometedora en la Orden. Es un buen profesor y nunca ha mostrado ninguna desviación doctrinal que haya sido motivo para que centremos la atención en usted. Es brillante, pero acepta la disciplina. También tiene ambiciones. Nada que objetar a eso. Al contrario.

    Entrecerró de nuevo los ojos y una página virtual se proyectó frente a los míos. Era un expediente académico: Karl Kennington, 17 años, procedente de Campoestela, matriculado para el último curso en el Instituto Álbrez, buenas notas, aunque nada sobresaliente. Había un holo del chico y me mostraba un rostro inofensivamente guapo coronado por una prieta y rebelde mata de pelo negro: un mechón le caía sobre la frente. Lo que más me llamó la atención fueron sus ojos, de un azul intenso, porque parecían perpetuamente sorprendidos... no, fascinados ante lo que veían.

    —Kennington será su alumno este año. Desde ahora hasta que acabe el curso va usted a convertirse en su sombra, pero también será algo más que eso. Será su amigo, su confidente, su hermano mayor, su padre si es necesario.

    —¿Cómo lo haré?

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