Los Surcos en la Tierra
By Miguel Angel
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... Tú, el soñador aspirante a escritor, tuviste que aprender a matar. No se te daba muy bien porque, al poco tiempo, los Muyahidines te apresaron. Tras ejecutar a tus compañeros, por algún motivo, tampoco supieron qué hacer contigo. Decidieron que convivieras con ellos, que te asentaras y formaras una familia. Pasaron los años y las guerras, los Muyahidines, los Talibanes y los Norteamericanos y tú, siempre tan dócil y obediente, acabaste convertido en un ser monstruoso. Antes de morir, sin embargo, quieres cerrar, de una vez por todas, esa herida que lleva supurando desde tu infancia: Nadia.
“Se sucedieron los días, las noches, el sol, la luna, el viento helado y el asco. Avanzábamos trabajosamente, progresando con lentitud sobre la nieve, surcando la inmensa llanura de aquella estepa desierta en la más absoluta soledad, atravesando campos yermos, incendiando aldeas en penuria y sembrando la infamia a nuestro paso. Estábamos todo el día mamados.
Aún la recuerdo, jamás la olvidaré. La descubrí junto a la cocina, una tarde de ventisca, asustada y temblorosa, apenas una sombra inmóvil en la penumbra. Me había parecido dulce pero infranqueable ante el ímpetu de nuestra depravada embriaguez, el último bastión a conquistar en aquel hogar recién devastado, la oculta recompensa a toda nuestra inmundicia. La cogieron en volandas, como a un chiquillo al que se le va a dar unos azotes. A pesar de la cogorza que llevaba encima grité. Nadie me oyó. Los seguí tras las risotadas y los enseres que estampaban contra las paredes a su paso, hasta que dieron un portazo, y me quedé solo en la cocina destartalada, con la cabeza apoyada en el quicio suplicando que no lo hicieran. Tras la puerta estalló un chillido agudo, metálico, que irrumpió como un ser sobrenatural al que se le acabara de invocar; el grito que recorre la eternidad, las lágrimas contenidas a la luz de la lumbre en el denso y sucio silencio de los recuerdos rotos. “
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Book preview
Los Surcos en la Tierra - Miguel Angel
1
Noviembre de 1982
"Mi dolor crece mientras mi vida se empequeñece;
moriré con el corazón lleno de esperanza"
Landai (forma poética de los pashtunes, exclusiva de las mujeres)
Para gritar tienes que tomar aire, contraer los músculos del abdomen, abrir la boca, tensar las cuerdas vocales y expulsarlo con todas tus fuerzas. Si haces todo esto, en su debido orden, podrás emitir un grito. Yo, si pudiera gritar, gritaría. Pero no puedo. Me lo impide un áspero trozo de trapo que me presiona la cavidad bucal hasta el límite del resquebrajamiento, y que, como si de algo con vida se tratara, repta perezosamente hacia la laringe, cuyos movimientos incompletos y casi involuntarios para tragar saliva lo impulsan más y más hacia el interior, adhiriéndose a cada cartílago que encuentra a su paso. También abriría los ojos, si pudiera, pero tampoco puedo. Si me arrancara el pañuelo que me los tapa podría ver cómo el camión en el que nos han hacinado surca algún mísero y pedregoso desierto del norte de Afganistán. Las manos maniatadas y el sol, inclemente, me abrasa el cráneo. Tengo miedo. Al fin y al cabo, tan sólo soy un muchacho de dieciséis años en un lugar extraño. Un adolescente que sabe que va a morir. Mi vida ha sido tan corta… Y pienso cómo he llegado hasta aquí. Pienso en aquella mañana de noviembre en la que, como de costumbre, me despertó mi madre:
Levántate, ¿no tienes que ir a la escuela de oficios? Ése es el interés que pones en todo… Anda, levántate que aquí ya empieza a oler a bodega.
Era inútil repetirle que las clases eran por la tarde; cada mañana me soltaba la misma retahíla, con esa admirable obstinación forjada durante todos sus años de abnegado servicio a la formidable y disparatada burocracia soviética. Aquel día, aprovechando el buen tiempo, había decidido visitar a la tía Emilia, cerca de Zarafshan, para llevarle unos dulces preparados por mamá. Mientras los empaquetábamos, mi padre nos observaba en silencio. Había dejado de trabajar tras habérsele detectado una dolencia pulmonar contraída en la mina del pueblo. Desde entonces, se pasaba las horas sentado en la cocina. Hacía ya tiempo que había dejado de reñirme; supongo que prefería delegar tan tediosa tarea en mi madre, mucho más perseverante que él. De vez en cuando, dejaba entrever mis planes de trabajar en el periódico de la capital y él, sin más argumentos, me replicaba que aquello no era trabajo ni era nada; claro que toda su vida trabajó de minero y cualquier oficio que no requiriese esfuerzo físico le parecía poca cosa. Nunca le dije abiertamente que quisiera ser escritor, lo descubrió por sí mismo: una noche, al llegar de la escuela de oficios, encontré mis escritos sobre mi mesilla de noche. No era más que un esbozo de un par de folios que, finalmente, se transformaron en un inconcebible relato de ochenta y seis páginas. En ellas, mi padre había marcado con rotulador rojo las palabras que consideraba más relevantes:
3: "sintió un cosquilleo en el pene"
7: "le cogió fuertemente la polla"
12: "y profirió aquella amenaza agarrándose los testículos"
19: "tengo una polla que no me la merezco"
26: "me da igual: que me coman todos el rabo"
31: "tuvo una violenta erección"
42: "aquella mañana su polla se despertó mucho antes que él, como de costumbre"
57: "no puedo vivir sin ti, le dijo mientras recordaba sus antológicas mamadas"
64: "el viento chocaba contra los árboles, tiesos como falos"
71: "no se había parado a pensar" (¿por qué demonios señaló esta palabra?)
86: "se la chupó… y se la metió. FIN"
Bien, de acuerdo: no era precisamente el tipo de obra con la que pretendía consagrarme pero, por aquél entonces, quería impresionar a una chica con un relato romántico. Lástima que toda la melosidad del principio acabara tornándose en un delirante exhibición de pornografía y vulgaridad. ¿Qué queréis? Tenía poco más de catorce años y uno, al fin y al cabo, escribe sobre lo que le ocupa sus pensamientos… Desde luego, a partir de aquél día, el que mi padre no viese con buenos ojos mis planes para convertirme en escritor era el menor de mis problemas, era lo que él consideraba una interés enfermizo por los penes lo que había pasado a un primer plano de sus recelos. Sin embargo, hacía tiempo que ya no me decía nada, simplemente se limitaba a toser, sentado en la cocina. De hecho, creo que había decidido comunicarse a través de la tos; lo sé porque, a veces, emitía un largo y molesto carraspeo de desaprobación. Juro por Dios que prefería mil veces cualquier bronca a aquel gruñido irritante. Yo sabía que era por mí, ¿por quién si no? Mi madre había aprendido, con los años, a serle obediente, sin embargo yo no era más que un iluso mocoso, el hijo un tanto amanerado que quería convertirse en escritor. Como no podía quedarme callado, cada vez que carraspeaba solía responderle con una sonora expectoración. Así fue como nos estuvimos comunicando durante meses.
Aquella mañana recorría el largo trayecto hacia Zarafshan en un destartalado autobús atestado de campesinos y gallinas. Dejábamos atrás las casitas encajonadas de los arrabales, los minúsculos colmados, los hornos de pan y las mugrientas tabernas y para sumergirnos, durante más de una hora, en el aire granuloso que brotaba de las siderurgias y la central térmica. Antes de finalizar su recorrido, sin motivo aparente, el autobús solía rodear Zarafshan con la parsimonia de un submarino cuando se aproxima a los cascotes de un barco hundido. Ya en tierra, el sol empezaba a enfriarse. La pequeña ciudad de provincias parecía desierta: algo habría sucedido para que, a aquellas horas, no hubiera nadie en la calle. Los árboles se agitaban. Aún me quedaba una larga caminata sobre la hojarasca para llegar a la aldea de mi tía. Un viaje emprendido tantas y tantas veces desde niño que, a veces, para conciliar el sueño, recorría mentalmente sin pasar por alto ningún árbol, casa, fuente o huerta hasta que el paisaje se disolvía en el rojizo rocío del atardecer que precedía a la oscuridad de los sueños olvidados, a cuya entrada aguardaba siempre el dulce rostro de Nadia, que me tendía sus manos y me arrimaba a ella hasta que con mis labios podía rozar sus ardientes mejillas; entonces me sonreía y se evaporaba en la eterna inconsciencia.
Nadia era la hija de unos vecinos de mi tía. Mi primera imagen de ella se remonta a la infancia. Recuerdo cómo la perseguía por el jardín de su casa, apartando con mi rostro y mis pequeñas manos aquellas sábanas blancas tendidas, radiantes y perfumadas de lavanda mientras el sol centelleante acariciaba intermitentemente mi cara. La veía correr ante mí, como una ensoñación esquiva, con sus inalcanzables cabellos dorados. Ya desde entonces sabía que la amaría para el resto de mi vida, y que nadie más la amaría como yo. Pasaron los años, crecimos juntos, y, sin embargo, nunca dejé de amarla en silencio.
Pero todo cambió un día de verano, ya adolescentes. Solía pasar las vacaciones en casa de Emilia, sólo con tal de estar cerca de Nadia. Era por la tarde y, como de costumbre, habíamos recogido la ropa sucia que la madre de Nadia amontonaba en el zaguán y bajamos al río a lavarla. Como llevábamos puesto el traje de baño por debajo de la ropa, aprovechamos para darnos un chapuzón después de apilar cuidadosamente la ropa recién lavada en el cesto de mimbre. Aquella tarde transcurrió plácida, bromeábamos y nos reíamos a carcajadas. Luego, sentados en una roca, dejábamos que las gotitas de agua se escurrieran sobre nuestra piel, antes de que se evaporaran ante el implacable sol del verano. Mientras ella, con la cabeza inclinada, observaba el cielo, yo la miraba, y deseaba besarla. Una gota de agua relucía en el lóbulo de su oreja. Gruesa, traslúcida y cristalina, como un diamante en bruto. Tantas veces lo había deseado en silencio. Tantas veces había soñado ese beso. Planeaba el modo en el que el que me aproximaría: muy despacio, con el pretexto de recoger del suelo alguna piedra de formas insólitas, cuando ella me devolvió repentinamente la mirada y sonrió, entre sorprendida y alborozada. Era el momento de decírselo: acerqué lentamente mi cara a la suya pero volvió a ladear la cabeza para mirar de nuevo aquel cielo cálido y limpio. No me detuve. Seguí aproximándome y, cuando mis labios ya casi acariciaban el lóbulo de su oreja, le susurré que la amaba, que siempre la amé y que nunca nadie la amaría como yo la amaba. Musitó algo que jamás, en todos estos años, he sido capaz de desentrañar, extendió su delicada mano para sellar mis labios y me apartó suavemente. Miró al suelo, con una sonrisa.
Uy, uy,uy, dijo
Me sobresalté. El corazón me latía con fuerza.
¿Qué ocurre? ¿Te enfadas conmigo?, le contesté.
No, para nada.
Nadia, yo te quiero, eso es todo. ¿Es que tú no sientes nada por mí?
No es eso…
¿Qué es, entonces? Dímelo…
Esa mirada… La he visto antes; muchas veces.
No te entiendo.
Tú no conoces a mi padre; seguro que crees que es un buen hombre, pero no lo es: maltrata a mi madre. Hay noches que regresa a casa enfurecido y, aunque ella jamás le replica, la emprende a golpes y pisotones con ella. Cuando sucede eso, me cubro con las sábanas y me tapo los oídos. Algunas veces, después de que hubiera pasado todo, corría a mi madrea abrazarla, entonces él aparecía de nuevo. La veía tirada en el suelo y la levantaba y la besaba, y le suplicaba que le perdonara. Era en aquel momento cuando veía esa mirada. La misma mirada que acabo de ver en ti. Conozco bien esos ojos. Puede ponerlos muy bien un hombre que alberga en su corazón el deseo de pegar a una mujer.
¿Por qué me dices eso? Yo jamás haría algo así, le repliqué.
Qué más da lo que puedas ser capaz de hacer. No quiero casarme, ni quiero estar sometida a ningún hombre.
¿Cómo puedo demostrarte que puedo ser un buen marido? Dime ¿qué quieres que haga? Sería capaz de cruzar a nado este mismo río ahora mismo si me lo pidieses.
No hay nada que puedas hacer. He tomado esa decisión hace mucho tiempo.
Pero si aún somos muy jóvenes, no puedes decir algo así. Si sigues pensando de ese modo, serás infeliz toda tu vida.
Se hizo el silencio. Todo estaba inundado por un sol abrasador, llameante y alegre, pero que allí, en aquél riachuelo, empezaba a vaciarse de sentido. Entonces me miró, recogió una rama caída en la hierba y trazó un círculo en la tierra humedecida.
Mira, el amor es como un círculo, sólo lo reconoces que cuando se cierra. Así que, si algún día nuestro círculo se cierra, sabré que te quiero y que siempre te habré querido.