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Al garete
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Al garete

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About this ebook

Al garete es una narrativa contemporánea de la vida de un hombre común, Mario Quintanilla Rodríguez, la cual se nutre de historia y ficción, y trata de rescatar relatos de un pasado que reafirma la cultura y define la identidad de un pueblo del noroeste de Puerto Rico. Moldeado por las costumbres, lo miedos y las barreras de un pueblito costero y rural, Mario vive, sin saberlo, sumergido en el fanatismo y el prejuicio político y religioso que rige el diario vivir de su rincón caribeño. Crece en un pueblito que manufactura zapatos y calzoncillos, donde sus residentes aspiran al primer mundo, pero viven muy cómodos en el tercero, y se autodenominan nación cuando son hijos adoptivos de la República más poderosa del mundo. Al garete comienza por el final, justo con la procesión al cementerio donde los Quintanilla Rodríguez sepultan al protagonista bajo un sol candente en aquel verano del 2008, en el cual el desastre de la política nacional es opacado en los periódicos por la dramática visita de la primaria de Barack Obama y Hillary Clinton a suelo boricua. La narrativa retrocede al comienzo, cuando Josefina Rodríguez da a luz a Mario a finales de la década del sesenta, y poco a poco se describen las andanzas del protagonista y el paralelismo de la historia de las últimas cuatro décadas de su Islita, narrada a través de sus ojos. De todas formas, los hechos históricos son un tanto irrelevantes para el protagonista, quien abandona desde muy temprano la alternativa de búsqueda de conocimiento, propósito y superación. Con los años, el peso de sus frustraciones se multiplica de manera exponencial y se cimenta con el repertorio de malas decisiones que tomó en muchos momentos claves de su vida, lo que contribuye a que se embarque en un naufragio sin rumbo, donde navega a la deriva por el maretazo de la drogadicción y la miseria de la muerte en vida. La narración es amena, jocosa, trágica, existencialista y hasta cierto punto irreverente, e introduce personajes caribeños que fluctúan entre la realidad y lo imaginario, tales como sus tres panas y socios de toda la vida (Chiqui, Toño y Lucho) quienes deambulan drogados la mayor parte del día, su abuela Antonia espiritista por convicción, su padre pelotero y estadista, Merengue el dominicano puertorriqueñizado que regresó deshumanizado de Vietnam, Floro el santero nuyorican determinado a conseguir con sus tambores la última teoría universal, la doñita Dolores ramera de hombres pero fiel servidora de la Virgen del Carmen, el tío Arnaldo el mejor casanova del barrio latino del Bronx, Miguel el enfermero homosexual que viaja el mundo conociendo los monumentos megalíticos de la humanidad, y otros personajes cotidianos que complementan el realismo de Al garete.

LanguageEspañol
Release dateMar 15, 2013
ISBN9781482619119
Al garete
Author

Waldemar Hermina

Waldemar Hermina Gerena nació el 30 de noviembre del 1973, y se crió en Camuy, un pueblo de la costa atlántica del noroeste de Puerto Rico. Conocido como Waldy, es el menor de los tres hijos de Luis F. Hermina Acevedo y Luz S. Gerena Rubio. Cursó los años escolares en las escuelas públicas del municipio, y una vez terminó la escuela superior fue admitido en la Universidad de Puerto Rico en agosto del 1991. Cursó estudios en la Facultad de Educación, y obtuvo su Bachillerato en Artes en junio del 1996. En el otoño del 1996 fue admitido en Oregon State University, donde tres años después obtuvo el grado académico de Maestría en Fisiología del Ejercicio. Ha cursado estudios pos-graduados en Educación y en Educación Física para estudiantes con impedimentos en la Universidad Estatal de California en Northridge, y de Los Ángeles, y en Lenguaje Cros-cultural y Desarrollo Académico a través del programa de extensión de la Universidad de San Diego. Actualmente, reside en la ciudad de Glendale, California y trabaja como Profesor de Educación Física para el Distrito Escolar Unificado de la ciudad de Los Ángeles y para el Los Ángeles City Community College.Después de tantos años de lectura, estudios Universitarios, magisterio, y de perseguir un deporte —ciclismo— que consumió gran parte de mi juventud, he descubierto que tengo por destino la palabra escrita. Me empleo a la escritura en las noches y en las madrugadas para recrear y reinventar historias del pasado, y satisfacer la necesidad de inmortalizarlo con mi toque de imaginación. Me aventuro sobre el papel en blanco para dar sentido a mi existencia y comprenderme mejor, y en el proceso, doy riendas sueltas a esa capacidad creadora que brota de bien adentro, la cual intenta entretener y divertir con la narrativa, los diálogos y las crónicas, pero también intenta promover la justicia social, la búsqueda de conocimiento, y mejorar nuestra sociedad.Waldemar Hermina Gerena was born on November 30, 1973, and grew up in Camuy, a small town by the Atlantic coast on the northwest of Puerto Rico. Known as Waldy, he is the youngest son of Luis F. Hermina Acevedo and Luz S. Gerena Rubio. He studied his early years at the town’s public schools, and after finishing high school, he was accepted at the University of Puerto Rico, Rio Piedras Campus in August 1991. He was admitted to the Education Department, and five years later he obtained the Bachelors of Arts in Education in June of 1996. In the fall of 1996 he was admitted to Oregon State University, where three years later he obtained his Masters of Science in Human Performance. Waldemar continued post-graduate studies in Education, Adapted Physical Education in California State University Northridge, California State University Los Angeles, and obtained the Cross-Cultural and Academic Language Development credential from the University of San Diego Extension program. Currently, he resides in the city of Glendale, California, and Works for the Los Angeles Unified School District and the Los Angeles City Community College.

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    Al garete - Waldemar Hermina

    Justo al mediodía, mientras la familia Quintanilla Rodríguez se preparaba para dar el viaje final, el perro de más de un quintal de peso echó a correr con un metro de cadena colgando de su collar, y se abrió camino entre los carros que estaban estacionados en el patio de la casa. Se moría de cólera por el rechazo de aquella ocasión, y después de tantas horas de batirse con la cadena, reclutó alguna fuerza descomunal para romper los eslabones que lo mantenían confinado al palo de pana. Hizo su entrada triunfal por la puerta trasera de la casa, respingando como un toro salvaje por el pasillo hasta llegar a la cocina, donde aparte de tumbar la mesita con las galletas de vainilla y derramar el termo de café, le desgarró el delantal a Josefina con los eslabones rotos y punzantes de su cadena. Desbarató la corona de tulipanes mustios que los tíos maternos le habían obsequiado al difunto, y de un gruñido hizo correr al director de la funeraria, quien salió huyendo de la sala condenando los deseos póstumos de aquel infeliz que había exigido que lo velaran en la casa donde nació. El perro se sentó mansito frente al féretro y ahora eran los vecinos y amigos presentes quienes hervían de ira y enseñaban los dientes como si padecieran de rabia. Esteban Quintanilla corrió hasta la sala, desahogando todas las penas acumuladas en una prosa de maldiciones espontáneas, y tiró de la cadena, pero no pudo mover al perro más de dos pulgadas. Se le unieron los amigos y los cuñados, y bastaron cinco hombres para mover al animal, el cual de alguna manera sabía que su amo yacía dentro de aquella caja de metal, y era ley de su naturaleza mantenerse a su lado por siempre. Lo arrastraron en contra de su voluntad y lo volvieron a amarrar del palo de pana, donde al igual que muchos otros antes que él, había vivido la mayor parte de su vida. Esteban regresó adentro sin saber dónde esconder su cara de vergüenza, pero después de tanto sufrimiento, y después de tantos innumerables dolores de cabeza, ya todo le daba igual.

    El momento de decir el último adiós se acercaba, y con este, llegaría el punto final de unos trágicos e interminables seis meses de miseria que habían consumido al enfermo y deteriorado a quien lo cuidaba. El padre del difunto consintió en que su hijo fuera velado en la casa donde nació, pues no le quedaba otro remedio que cumplir su voluntad. Esteban Quintanilla no había dormido en los últimos cuatro días; al desvelo de la espera y el recuerdo de aquella noche que llevó a su hijo a la morgue, se le sumó la idea de tener el féretro de su hijo muerto en la sala de su casa.

    El muerto llegó de la funeraria a las tres de la tarde de ayer, dentro de un féretro de metal y arrastrado por lo que parecía una camilla de paramédicos. Prepararon la sala con arreglos florales y sillas de funeraria, y lo expusieron con la tapa cerrada de cinco de la tarde a once de la noche. La madre del difunto se ofreció para pasar la noche con Esteban en su antigua casa, pero después de uno de los tradicionales y predecibles desacuerdos que solían tener, se le esfumó el entusiasmo de revivir los tiempos en que se detestaban menos, y se marchó con su rencor a la casita del campo. Tras despedir al último visitante, Esteban se quedó solo con el muerto. Cerró la puerta del balcón, apagó las luces de la sala, recogió la cocina y, antes de ponerle la tranca a la puerta trasera, contempló por un segundo al pitbull que protegía solemnemente su palo de pana. Agarró una caneca de ron y se fue a su cuarto. Le puso seguro a la puerta, se cambió de ropa, le dio cuerda al reloj despertador hasta fijarlo en las siete de la mañana, y apagó la luz para implorar el sueño. Dio mil vueltas en la cama, y cada vez que encontraba la posición correcta y el sueño se asomaba saltaba temblando como si necesitara asegurarse que aún estaba con vida. Se mantuvo en un estado de vigilancia por varias horas, repitiendo la danza que cada diez minutos le arrebataba el sueño.

    —¡Que fastidio, no puedo dormir! Yo sabía que no iba a poder dormir, ¿para qué rayos inventaron las funerarias? —dijo Esteban en la soledad del cuarto—. No hubiese accedido a los deseos de este hijo mío… Quisiera saber a cuántos hombres les ha tocado dormir con un hijo muerto en la sala —continuaba Esteban en su monólogo.

    Dadas las circunstancias de aquella vigilia, se prohibió salir del cuarto a caminar por los pasillos o ir a la sala, pero para su infortunio, los dos tragos que se dio antes de acostarse ya se habían diluido en el torrente sanguíneo sin lograr el cometido. Comenzó a tocarse para calmar la mente, pero a su edad necesitaba bastante estimulación visual para conseguir una erección que valiera la pena. Trató sin éxito de forzar su mente a la encomienda, pero los recuerdos nefastos de los últimos días estaban demasiado vivitos en su mente. Sin mucho entusiasmo rebuscó en el hueco de su corazón, donde una vez había residido la fe, para pedirle a Dios que le devolviera la habilidad de dormir, pero en aquel hueco ya no existían conexiones que lo acercaran con el altísimo. Con lo único que logró conectarse fue con el reclamo del perro olvidado, que después de tantas horas resolvía su fatiga corporal ladrando.

    —Este perro no ha para’o de joder desde que trajeron la caja —murmuró mientras salía a auxiliarlo.

    Esteban no tuvo más remedio que violar su primera prohibición y salir del cuarto a confrontar a Chepe. Clavó su mirada en los ojos brillosos del canino, y por un instante conectó su mente con la del animal. Entendió que aquel perro solo quería estar con su amo y decidió soltarlo hasta observar incrédulamente como Chepe subió a la casa y se tiró de panza a dormir en frente del muerto. Volvió a su cuarto rendido del cansancio, pero imposibilitado en su afán de dormir. Se sentó frente a la computadora y comenzó a rebuscar en las pocas páginas de deporte que conocía en el Internet hasta que pasadas las cuatro de la mañana se quedó dormido encima del teclado de la computadora.

    Despertó dos horas después, alrededor de las seis y media de la mañana, con un ruido que provenía de la cocina y le aterrorizó la idea de ver al muerto caminando por la casa. Se puso la mano en el pecho para tratar de calmar las revoluciones del corazón y le costó varios segundos incorporarse del terremoto que trastabillaba su cuerpo. Los rayos del sol que entraban por la venta lo animaron a salir de la habitación, como si la luz le brindara la valentía necesaria para confrontar al muerto. Le quitó el seguro a la puerta y salió a confrontar al difunto con las teclas bien marcaditas en su cachete, pero se le esfumaron los aires de guapetón al ver a Josefina en la cocina.

    —¡Ah, ya llegaste! —dijo Esteban con alivio.

    —Sí, báñate que ya va a estar listo el café, y tenemos que hacer un montón de cosas antes de ir al cementerio —le dijo Josefina enseñándole la lista de todo lo que había que hacer.

    —¿Y Chepe?

    —En el palo de pana.

    Sin decirle una palabra más a Josefina, se fue al baño hablando solo y diciendo incoherencias que solo él entendía.

    —¡Que mierda! lo traje recién nacido por esa sala y hoy lo voy a sacar muerto —se decía a sí mismo—. Es que por más que uno le dijera… Este hijo mío no le hacía caso a nadie —continuaba Esteban mientras dejaba el agua de la ducha correr.

    Comió y se alistó para comenzar a hacer llamadas telefónicas. Luego salió en su carro para cumplir con las diligencias compulsorias para enterrar a un muerto: ir al banco, a la funeraria, al cementerio, al supermercado y al cuartel de la policía. Regresó antes del mediodía, y después de amarrar a Chepe del palo de pana y de recoger galletitas de vainilla y pétalos de tulipanes mustios del piso, clavó sus ojos en el reloj de la pared. El mal humor comenzó a cocinarlo a fuego lento, de adentro hacia fuera, ante el retraso del entierro y optó por desquitarse con la madre de su hijo.

    —Los funerales son para los vivos —repetía mientras mentaba la madre de los dueños de las motoras que no acababan de llegar.

    —¿De qué tú hablas? Esto es para honrar a mi difunto hijo… Todo esto es para él. Déjate de estupideces, que se supone que una madre no entierre a su hijo. —contestó Josefina molesta.

    Esteban aprovechó la ocasión para dar riendas sueltas a la antipatía de sus entrañas, pero no alcanzó a refutarle que el muerto ya no tenía ni voz ni voto en su funeral porque el sonsonete de las Harley Davidsons lo interrumpió. Entre las aceleraciones, las ruedas chillando y el ruido ensordecedor de los motores se cayeron los marcos de fotos del difunto que estaban encima del féretro, lo cual le añadía más angustia a la cara de Josefina, quien también lamentaba los deseos póstumos de su hijo. A pesar de que los médicos habían advertido a Josefina sobre la poca probabilidad de vida que le quedaba a su hijo, aún sentía que la muerte había llegado sin avisar. Fuera anunciada o repentina, no dejaba de ser la muerte de su hijo, y se le escuchó en numerosas ocasiones reiterar que los hijos son los que tienen que enterrar a los padres, como si fuera una regla universal de la naturaleza.

    Muchos de los vecinos supersticiosos repugnaban que todavía hubiera gente que velara a los muertos en la casa, y algunos se atrevieron a sugerir que después de haber tenido al hijo muerto en la sala tendrían que vender la casa, porque su fantasma se quedaría vagando en el lugar. Los allegados a la familia resumían y recontaban la secuencia de los hechos, como para elaborar una repetición de la triste y miserable condición en la que vivió el pobre hombre en sus últimos meses. Otros presentes consolaban a los allegados, recordándoles que el muerto ya no sufriría más y que la odisea de vivir una semana de cada uno de los pasados seis meses en los hospitales había terminado. En la sala se escuchaba todo tipo de comentarios y refranes populares: ¡Ay bendito! ¡Que Dios lo tenga en su reino! ¿Por qué no le tocó a otro? ¡Bendito sea Dios! ¿Cómo es que hay gente que sufre tanto en esta vida?, y otro sinnúmero de reclamos, reproches y comentarios que circulan en el diario vivir de los caribeños. No era para menos, pues el difunto se había quedado corto de alcanzar las cuatro décadas por tan solo veinticinco días. Pero no era el momento oportuno para ponerse a cuestionar el reloj infalible de la madre naturaleza. Incuestionablemente, entre cada segundo del reloj unos van y otros llegan, unos trabajan y otros duermen, unos nacen y otros mueren, y en aquel instante tan solo habían pasado treinta y seis horas desde que se apagó la luz tenue de la habitación 501 del hospital regional y el muchacho de la motora, los pitbulls y los carros alborotosos dejó de existir. Dos años y medio de enfermedad bastaron para que su cuerpo sucumbiera ante los fallos metabólicos, los cuales se agravaron al llevar una vida de una poca autoestima y bastante falta de amor hacia sí mismo. De esa manera, Mario Quintanilla Rodríguez pasó a formar parte de los nueve mil novecientos humanos que cesaron de existir entre las nueve y las diez y media de la noche del martes 25 de julio de 2008.

    Josefina había sufrido más que nadie la trágica partida de su hijo mayor, pero su conciencia estaba clara y tranquila. Dentro de su dolor existían también pizcas de alivio: su sufrimiento se mezclaba con la satisfacción de reconocer que había dado hasta la última gota de energía por su hijo. No solo lo cuidó de su enfermedad, sino que también soportó exigencias, insultos, y sobre todo, humillaciones de su parte. Sin lugar a dudas, el dolor de enterrar a su primogénito le apuñalaba profundamente, justo donde se conecta el alma con el cuerpo, y al mirar al muerto, la pobre Josefina solo visualizaba la cara de aquel bebé que vio nacer.

    El entierro estaba programado para la una de la tarde, bajo el achicharrante sol caribeño de verano. Las motoras se habían retrasado, pero cumplían la encomienda de alborotar en la calle que conectaba la residencia de Esteban Quintanilla con la calle principal. Los seis hombres, vestidos con chalecos de cuero que los hacían brillar de sudor, llegaron rugiendo las motoras hasta que llenaron de humo la calle. Harleys de cien caballos de fuerza, que rugían como bestias, se preparaban para orquestar la salida. El féretro era cargado del lado derecho a manos de Esteban, los tíos Juan y Saúl, y por el lado izquierdo, por los mejores amigos de Mario: Toño, Chiqui y Lucho. Esteban cargaba el féretro con un gran sentido de culpabilidad que cada vez lo hostigaba con más intensidad. Trató de distraerse pensando en que hubiese sido mejor cargar el féretro con la camillita que había usado para bajarlo del carro fúnebre, pero fue en vano. No podía parar de lamentarse de no haber podido disciplinar a su hijo y no haberlo apoyado emocionalmente a tener éxito en la vida. Como uno de los ciento cuarenta y cuatro mil testigos de Jehová que serán salvados por el Creador, el tío Juan no tenía nada que lamentar porque estaba claro que su sobrino había procurado su final con la vida que había llevado. De hecho, para él aquel entierro era pura hipocresía, ya que lo valioso de un entierro era memorar la vida que tuvo el difunto, y en el caso de la vida de su sobrino, no había mucho que recordar. Estaba loco por que terminara aquel protocolo para llegar a su casa y desplomarse en el sofá a mirar el resumen semanal de las Grandes Ligas. En cambio, Saúl llevaba un regocijo inexplicable por dentro, porque sabía que, horas antes de fallecer, Mario se había arrepentido de sus pecados, y en aquel momento yacía en la morada del Señor. Cargaba la caja gris con su mano izquierda, justo detrás de Juan, batallando con las críticas y prejuicios que corrían por su mente: le causaba molestia cargar el féretro con aquellos tres idiotas a su lado. Los miraba con el rabito del ojo y no podía evitar pensar que si aquellos tres infelices no se arrepentían de sus pecados irían directitos pa’l infierno.

    Toño, el amigo dos meses menor que Mario, era el primero que sujetaba el féretro por el lado opuesto con su mano derecha, y llevaba entre sí más miedo que honor de ir cargando el féretro, porque su vida hasta el momento había sido idéntica a la de Mario. Había aceptado el reto de ir sobrio al entierro, por lo que andaba ansioso, como si lo fueran a enterrar a él. Su conciencia le planteaba que si no cambiaba su ritmo de vida tendría un final idéntico al de su pana. Lucho y Chiqui seguían detrás de él, y sujetaban también con la mano derecha el féretro de quien fue su cómplice y socio por toda una vida.

    —Quien diría que este cabrón nunca estuvo preso, pero se murió primero que nosotros —susurró Lucho al oído de Chiqui.

    —Sí, mano, está cabrón. Brother, yo todavía no lo puedo creer —balbuceó Chiqui, quien era un año menor que Mario.

    Lucho y Chiqui habían perdido la capacidad humana de enfrentar la realidad, así que se fumaron dos onzas de marihuana y se empeparon con varias Xanax para poder sobrellevar la ocasión. Andaban suficientemente embollados, con gafas sobre los ojos y vestidos como si fueran para un juego de pelota. Lo único que alcanzaban balbucear era: «está cabrón…, si mano que jodienda». Hacerlos hablar más allá era un reto monumental para el poco intelecto que les quedaba. Era lamentable que las Xanax no hubiesen llegado a las manos de Julia, la mayor de las hermanas de Mario, quien entre el pánico y el descontrol emocional había arruinado las camisas de todos los hombres presentes, al usarlas como paños de lágrimas. Colapsó varias veces en la cocina e insistió en abrir el féretro, en contra de la voluntad del difunto. Su incapacidad de sobrellevar aquella situación, a la cual nunca dedicó pensamiento alguno, la hizo declarar un paro que estancó su humanidad. Julia sabía que la vida tenía final, pero prefería eludirlo, como si su vida o la de los suyos no tuvieran fecha de expiración.

    Maritza, la menor de los tres hermanos, había viajado desde Nueva York la noche anterior, pero mostraba tranquilidad, compostura, y andaba reprochándole a su hermana mayor lo escandalosa que se encontraba.

    —¡Ya está bueno mija! Tú eres la mayor y tienes que dar la cara. Deja de hacer el ridículo. Mira que tus hijas están asustadas de verte así. —le repetía Maritza con coraje.

    Julia llevaba el maquillaje que le quedaba regado por toda la cara y el traje muy maltrecho y estrujado. El vestido negro que había escogido para enterrar a su hermano mayor, el cual era más apropiado para ir a bailar a una discoteca, se le ajustaba al cuerpo, sobresaltando las grandes caderas y voluptuosas nalgas con las que habían soñado muchos de los hombres allí presentes. Llevaba un escote que invitaba a todos los machos presentes —incluyendo al reverendo— a distraerse con sus majestuosos pechos, los que, a pesar de tener más de treinta y seis años y veintitrés de uso, todavía desafiaban la fuerza de gravedad e iban, sin sostén, bien parados, apuntando hacia el horizonte. Sus dos niñas adolescentes, de catorce y quince años, habían heredado la belleza exterior de su madre, pero eran un poco más tímidas y más recatadas a la hora de coquetear con los hombres. En cambio, Maritza era un morenita de belleza ejemplar, una modelito delicada, sin las curvas de vedette que caracterizaban a su hermana mayor, pero con un rostro radiante que era envidiable. La docena de tatuajes que demostraba en su piel —escorpiones, culebras, gárgolas mitológicas y dragones—, todos realizados con el amor y la tinta artística de su marido contradecían su habitual delicadeza de mujer. Era más reservada e introvertida que Julia, y hacía siete años que vivía en Nueva York, donde tenía un hijo con su artista de tatuajes.

    Las motoras adelante escoltaban el carro fúnebre por las tres millas de carretera que llevaban al cementerio Campo de Paz. La familia Quintanilla iba en la limosina de Méndez Memorial detrás del carro fúnebre, seguidos por los familiares y amigos en caravana. El último viaje de Mario Quintanilla estaba dirigido por el presidente de la funeraria Méndez Memorial, quien daba órdenes sin disimular la prisa de que en tres horas llevaría otra procesión al mismo cementerio. La economía andaba de mal en peor, y dos pájaros de un tiro venían requete bien para el bolsillo de aquel hombre que se ganaba el sustento con el negocio de los muertos.

    —Miren, señores, vayan tranquilos y con calma, entre diez a quince millas por hora, ¿ok? —les vociferó a los motociclistas.

    En la limosina los Quintanilla se miraban las caras y apaciguaban la tensión para evitar una trifulca. Aunque Josefina y Maritza estaban a punto de explotar con Julia por querer abrir el féretro, no se dijeron ni una palabra en los diez minutos que les tomó recorrer las tres millas del camino. Detrás de la limosina iba el vehículo de Gabriel, el esposo de Carmín, la hermana mayor de Josefina, quienes llevaban cuarenta y dos años casados. Como de costumbre, Gabriel sobrellevaba el calor caribeño a pulmón: con un pañuelo y sin aire acondicionado en su Cutlass Supreme del '85. Aferrado a sus hábitos y rituales, los cuales gobernaban todos los aspectos de su vida, se la pasaba todo el día discutiendo con Carmín por todos los detalles y quehaceres de la rutina diaria. «Siempre atrás como los güevos del perro», figuraba entre sus frases favoritas para referirse a Carmín, y la predilecta para referirse a sí mismo: «A mí no me parieron, a mí me cagaron». Los horarios de Gabriel para llevar a cabo los por menores de su vida estaban precisamente regulados por las manecillas del reloj, y eran estrictamente controlados por su ansiedad generalizada y su compulsión severa, dos condiciones que nunca había tenido el valor de confrontar. Entre sus costumbres de hombre nervioso y obsesivo, estaban: acostarse a las ocho de la noche, levantarse a las cinco de la mañana, nunca cenar pasadas las cinco de la tarde, no manejar de noche, nunca usar la autopista estatal para no tener que pagar peaje, y despedir el año viejo roncando en la cama. Sus allegados le permitían todas aquellas conductas irracionales y lo justificaban diciendo que él era cascarrabias porque por sus venas corría la sangre «colorá» de un español. Gabriel y Carmín eran dos polos opuestos, se repulsaban cada vez que se tenían cerca; eran como el agua y el aceite en un mismo envase. Gabriel se cantaba de ateo, aunque quizás era de la boca para afuera porque de seguro nunca había dejado de creer por completo, y Carmín, una fiel hermana de la iglesia evangélica. Nadie se atrevía a preguntar el secreto de semejante unión, aunque después de tantos años se podía presumir que era por la conveniencia de ambos. A pesar de ser grosero, repugnante y amargado, y de que se moría por soltar el huracán de críticas que tenía en la punta de la lengua, tenía un doctorado a la hora de olfatear el ánimo de su mujer y sabía mejor que nadie identificar los momentos justos para hablarle. Por más fuerte que había sido Carmín en su vida, resumía su dolor con un silencio sepulcral. Le afectaba mucho ver cómo la artritis iba consumiendo a su hermana, y cómo había empeorado desde que tuvo que cuidar a Mario sin la ayuda de sus hijas y con la ayuda intermitente de su ex marido. En cuanto al dolor que sentía por el difunto, se había resignado hacía mucho tiempo a la idea de que la muerte era la única salida de su sobrino y entendía perfectamente que Mario había cosechado lo que sembró. Finalmente rompió su silencio para hablarle a su marido.

    —Chico, esta Julia sí que es… Pa’ qué habrá abierto esa caja, si él estaba flaco en la quilla y no estaba totalmente embalsama’o —dijo con pena.

    —Pa’ que tú veas cómo es esa mujer. Tremendo susto que se llevó —dijo Gabriel.

    Les seguían Juan y Saúl en la Chevy Astrovan de Juan, con sus respectivas esposas, pero sin sus hijos. Hacía más de diez años que los hijos de ambas parejas residían en el estado de Florida, y dada la escasez de recursos financieros no habían podido asistir al entierro. El tío Arnaldo hubiese ido sentado en aquella Astrovan, pero un retraso en el vuelo desde Nueva York le hizo perderse el entierro. Tras numerosas batallas verbales que nunca generaban cambio en el oponente y que mucho menos alcanzaban un fin, estos hermanos habían decidido, sin decirlo explícitamente —modo telepático—, nunca tocar el tema de la religión. En los pocos momentos que compartían juntos hablaban estrictamente del deporte nacional: la política. Ambos compartían las mismas ideas y filosofías de cómo se tenía que gobernar el país y el mundo. Aunque en casi todas las familias el tema de política estaba oficialmente prohibido, era el único tema en el que Juan y Saúl podían compartir opiniones. Ambos eran estadistas, conservadores y juraban que la solución a los problemas que confrontaba la nación norteamericana se resolverían resucitando a Ronald W. Reagan. Vivían orgullosos de haber servido en el ejército estadounidense, que desde la ley Jones de 1917 estaba conformado por los colonos que defendían los intereses americanos. Para el Congreso americano, un favor se pagaba con otro favor, y desde entonces había reclutado a más de 250,000 soldados de sus territorios, lo cual también servía como escapatoria económica para muchas familias que batallaban contra las largas filas del desempleo isleño. Saúl y Juan nunca habían pisado suelo fuera de los territorios americanos y les era imposible entender cómo funcionaban las otras repúblicas que no tenían el Star Spangled Banner como himno nacional. Para estos dos hermanos nada superaba los productos «Made in the USA», el dólar era lo más importante en sus vidas y nadie hacía nada mejor que los gringos.

    —Al que no le guste, que se vaya a vivir a otra isla en el Caribe pa’ que sepa lo que es bueno —repetían a coro.

    En el carro el tema caliente del momento era la campaña por la presidencia norteamericana, en la que se avecinaba la posibilidad de que ganara por primera vez un hombre de la raza negra. Por el momento no se atrevían a tomar una posición firme al respecto, pero ese era el tema que corría de boca en boca por los pueblos y que superaba el desastre de la política nacional. En el ámbito local, existía una comedia satírica entre Luis Fortuño, un estadista republicano muy conservador que venía muy a favor de las decisiones del presidente George W. Bush, y el gobernador Aníbal Acevedo Vilá, quien enfrentaba diecinueve cargos federales por mal uso de fondos.

    —Imagínate, hasta Bill Clinton y su hija Chelsea estuvieron en Lares para las primarias demócratas —dijo Saúl.

    —Claro, acuérdate que Obama y Hillary también estuvieron aquí para sus campañas de primarias —dijo Juan.

    —Como son las cosas en este país… podemos votar en las primarias, pero no podemos votar por el Presidente en las elecciones generales —continuó Juan.

    —Para que tú veas que nosotros los residentes de las colonias americanas somos ciudadanos de segunda categoría —argumentó la esposa de Juan, quien había sido criada bajo ideales nacionalistas.

    Juan y Saúl siempre la ignoraban, al no tener respuestas a las verdades políticas o existenciales de las que no era conveniente hablar.

    Chiqui, Toño y Lucho, mejor conocidos como los Cuatro, a pesar de que ahora serían tres al perder a Mario, viajaban en una van de quince pasajeros que Chiqui había pedido prestada a uno de sus tíos que era chofer de carros públicos. Toño iba manejando porque la intoxicación que traía Chiqui lo forzó a pasar las llaves y sentarse como copiloto. Lucho se sentó en la última fila como si fuera un muchachito que andaba en una excursión escolar. Ya no tenía la lucidez que había poseído en su juventud. Parecía que a sus cuarenta años su cerebro había retrocedido y estaba renegociando una segunda infancia. En las mañanas se levantaba al natural, sobrio, y lograba aumentar la actividad de su cerebro a la capacidad de un adolescente. Pero ya a la hora del almuerzo resumía su vital intoxicación, que lo llevaba de vuelta a aquella niñez extraña e inexplicable en la que pasaba casi todo el día. Al parecer, Lucho necesitaría muchos días de sobriedad para tratar de funcionar como el adulto que nunca había sido, lo cual quizás, lo mataría del susto. Entre viejos, parientes, compadres y niños, los tres panas apretujaron en los asientos a diecinueve almas, todos murmurando chismes y rumores a la misma vez y ofreciendo opiniones de cómo manejar la van. Nadie jamás recordaría palabra alguna del trabalenguas que se habló en aquella van de camino al cementerio.

    Detrás de la van, seguían los dos hijos de Gabriel y Carmín, quienes eran los únicos primos presentes, y viajaban en vehículos separados con sus respectivas familias. John y Carmen eran el típico símbolo de superación: entre los presentes. Nadie había acumulado tantos logros y méritos académicos, profesionales o personales como ellos. Criados con los retazos y la tacañería de un funcionario gubernamental que traía el único salario al hogar y llegaba borracho a la casa unas diez veces al mes, aprendieron las reglas básicas de disciplina en el hogar, la escuela y la calle. Se les inculcó el hábito de estudio a temprana edad, y jugaron varios deportes desde los cinco años. Según pasaban los años y los estudios se complicaban, lograron subir de Magna Cum Laude a Suma Cum Laude, hasta llegar a Valedictorian. John era ejecutivo, experto en contabilidad y finanzas, y manejaba grandes cantidades de dinero en una empresa norteamericana con sede en el Caribe. Carmen, por su parte, se había echado en el bolsillo la Química Orgánica, la Inorgánica, la Bioquímica, y todas las otras Ciencias Naturales que eran requisito para lograr el grado de Pediatra. Había sido muy juiciosa con sus decisiones en sus cuarenta y un años de vida, hasta establecer un consultorio pediátrico en uno de los municipios del norte de la Isla. Como superaban a los presentes en capacidad oratoria, Josefina les pidió que comenzaran el discurso familiar en el cementerio, el cual se rifaron y recayó sobre John.

    La única hija del difunto, Rosaura, quien todavía no alcanzaba los dieciséis años, viajaba con su madre en el Honda del 2004 que Mario había comprado antes de morir con los fondos por incapacidad que había recibido del gobierno. Su madre y su padre hacía más de diez años que no se veían y el único enlace humano que tenían era Rosaura, a quien habían traído al mundo sin querer, en una noche de locura y lujuria. Lorena, la madre de Rosaura, tenía los ojos clavados en aquel sedán de cuatro puertas, y llevaba todo el día elaborando un plan para quedarse con él. Rosaura era flaca, mal cuidada y, según muchos, desnutrida. Representaba menos edad de la que tenía y le costaba mucho razonar de la misma manera que lo hacían otros chicos de su misma edad. Vivía con dos hermanos y dos hermanas de diferentes padres, y muchos rumoraban que hubiesen sido varios más de no ser que la madre se deshizo de otros embarazos para no seguir complicándose la vida. Rosaura se crió con su madre, sin una figura varonil en la casa a quien llamar papá. Su fenecido padre biológico era un hombre que veía de vez en cuando, a pesar de que vivió a dos horas de distancia de ella casi toda la vida. Además de ausentarse físicamente por periodos prolongados, Mario nunca había estado presente emocionalmente. El contacto entre padre e hija mermó con el pasar de los años, y, lamentablemente, a Rosaura no le quedaban recuerdos de momentos fraternales, placenteros o memorables con su padre. En su conflictiva memoria, Rosaura estaba muy confundida; sentía grandes deseos de llorar, más bien por tradición que por dolor.

    Llegaron al cementerio a la una y cuarenta y cinco de la tarde y el director del entierro puso manos a la obra, preocupado por la escasez de tiempo que tenía para completar sus compromisos. El cementerio Campo de Paz era el más moderno de los tres cementerios en el municipio costero. Construido a principios de la década de los ochenta, carecía de tumbas y mausoleos. Era un gran jardín de gramas verdes, similar a un campo de golf, donde las fosas eran cavadas por una máquina de construcción y los féretros eran sepultados en la tierra, al mismo nivel de la grama, y llevaban la lápida encima. Básicamente era un campo de lápidas donde se requería un mapa para poder encontrar las fosas de algún difunto en particular. Desde allí se podía apreciar la espuma blanca de las olas del océano Atlántico que rompían sobre los peñones de la orilla. A tan solo cien metros de distancia del mar, los olores del salitre y del mangle proveían una fragancia aromática que acariciaba las narices de las personas que visitaban el Campo Santo.

    El director de la funeraria estaba hasta la coronilla de los protocolos fúnebres y de los entierros. Solo esperaba pegarse en la lotería algún día y dejar el negocio de dieciocho años que cada vez producía menos capital. Estaba tan hastiado que hasta prefería las cremaciones aunque dejaran menos dinero. La cremación apenas estaba en sus comienzos en aquella zona del noroeste del país, y, aunque había sido patrocinada por políticos y religiosos, los isleños todavía preferían enviar los cuerpos enteritos al más allá.

    Desde el púlpito de la capilla del Campo de Paz, el Reverendo dio la bienvenida, imploró un cántico y honró a Dios con una oración de agradecimiento por recibir a su hijo en el Reino, además de pedirle que tuviera misericordia con la familia. Sin muchos preámbulos, y como si hubiese sido sobornado por Méndez Memorial para que avanzara, le entregó el micrófono al representante de la familia. John, mientras manejaba al cementerio, había hecho un esfuerzo admirable de rebuscar en los escondites de su memoria para encontrar algún tema oportuno para la ocasión. Durante los últimos meses de vida de su primo y pese a todos los compromisos que tenía en su agenda, había sacado tiempo para ayudarlo con citas médicas, transportación y apoyo moral. No obstante, su memoria anterior a esos meses, lo remontaba dieciséis años atrás a la última vez que había dialogado con Mario cuando apenas cursaba el tercer año de universidad. Como no encontró qué decir de los años más recientes en la vida de Mario, comenzó el discurso con la niñez.

    —Los primos son nuestros primeros amigos en la vida y son las personas con quienes comenzamos a explorar nuestros alrededores. Aun cuando crecemos, siguen siendo nuestros amigos. Por toda la vida ocupan un espacio especial en nuestras memorias y nuestros corazones, y, aunque quizás no sean parte de nuestro diario vivir o vivamos separados por la distancia, nunca están lejos de nuestros pensamientos y recuerdos. —expresó John.

    Habló de cuando eran niños y jugaban en la casa de la abuela Antonia y de cómo siempre lo recordaría como el más arriesgado de todos sus primos y el más consentido y mimado por la abuela. Mientras los entretenía con su discurso, en su interior reprochaba haberse distanciado de Mario por tantos años, pero no le costó mucho convencerse de que la persona que se esfumó todos esos años, como si se hubiese dado de baja de la vida, había sido Mario. Como de costumbre, y siguiendo el orden del protocolo, John cedió el micrófono para que algunos presentes dieran su pésame. Maritza y Esteban dieron sus pésames y agradecieron a los presentes por asistir y brindarles apoyo en un momento tan difícil. Julia ni intentó hablar, ya que hacía un esfuerzo sobrehumano para controlarse. En su lugar, un tal Florencio, vestido de blanco de la cabeza hasta los pies, tomó la palabra y, con lágrimas que le goteaban por las mejillas, sorprendió al Reverendo y a los cristianos presentes con un ruego a Obatalá, que proclamó en algún dialecto africano por la paz y armonía del alma del difunto. Le siguió Toño, quien para finalizar ofreció varias palabras en honor a su amigo, cediendo el micrófono al director. Este, con la prisa de siempre, dio la orden de que bajaran el féretro a la fosa, mientras el tocadiscos cumplía el último deseo póstumo de Mario de descender al ritmo de los versos de, «todo tiene su final, nada dura para siempre», de Héctor Lavoe.

    Nadie se quedó para ver el tedioso trabajo del sepultador, de cubrir la fosa con tierra, encajar la lápida y plantar la grama San Agustín encima. Todos enfilaron lentamente hacia sus carros —excepto el director de Méndez Memorial que desapareció en un abrir y cerrar de ojos— saludándose, deseándose buenas tardes, unos tristes, otros bien cansados, pero nadie llorando o desplomándose encima del féretro como mucha gente esperaba. Al parecer, las lágrimas se les habían secado a los llorones, o tal vez estaban locos por salir de aquel calor sofocante, o a lo mejor estaban hartos del tema y estaban contentos de que todo había terminado. A Josefina, quien fue la última en despedirse de Mario en la fosa, le bastaron treinta y nueve años, once meses y siete días para despedirse de su hijo primogénito con las únicas palabras que el corazón le pedía a gritos que dijera: «¿Por qué me hiciste sufrir tanto?».

    ********************

    El principio

    Josefina Rodríguez de Quintanilla llevaba horas en un doloroso proceso, tan antiguo como la humanidad misma, que abatía y castigaba a la primeriza en la sala de partos, y que tan solo llevaba su cerviz a dilatar siete centímetros.

    —Ok, respira que vamos de nuevo… ¿Lista? ¡Puja! ¡Puja! Vamos con fuerza. Dale. ¡Puja! ¡Puja! Descansa. —le instruía la enfermera a Josefina.

    —De nuevo: puja duro, puja desde abajo. Eso, eso, muy bien… y descansa. —continuaba la enfermera.

    —Hay que seguir tratando. Acuérdate pujar desde bien abajo, desde el coxis. De nuevo, vamos. —le exigía la enfermera mientras gritaba la primeriza.

    —¡Ay, ya no más! ¡Ya no puedo más, por Dios que salga ya! —crujía Josefina.

    Una y otra vez seguían en aquel interminable y doloroso ritmo de pujar y descansar. Pujaba cuando las contracciones comenzaban a apretar, y descansaba cuando las contracciones recesaban. La enfermera que insistía y Josefina que ya no podía, parecían un coro: la enfermera; «Dale, dale, puja, puja, que tú puedes», y Josefina con el: «Ay, no más, ya no puedo, duele mucho». Las horas pasaban y nada.

    Para continuar con la labor, el cuerpo de Josefina exigía más oxígeno del que sus pulmones le podían proveer, y la presión arterial le seguía añadiendo más esfuerzo al corazón. A las tres y diez de la mañana llegó el ginecólogo, quien entraba en la habitación a revisar el proceso del parto cada media hora. Hizo los chequeos de rutina y se convenció que de nada valía seguir pujando.

    —No hay tiempo para más, prepárenla para la cirugía —dijo el ginecólogo mientras ordenaba una cesárea de emergencia.

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