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El cazador de sombras: Un agente de los Estados Unidos infiltra los mortales carteles criminales de México
El cazador de sombras: Un agente de los Estados Unidos infiltra los mortales carteles criminales de México
El cazador de sombras: Un agente de los Estados Unidos infiltra los mortales carteles criminales de México
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El cazador de sombras: Un agente de los Estados Unidos infiltra los mortales carteles criminales de México

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About this ebook

The Spanish edition of The Shadow Catcher: a firsthand look inside U.S. undercover operations targeting the immigrant smuggling, counterfeiting, and drug rings of Mexico’s dangerous mafia.

Vivir bajo una identidad ficticia y arriesgar su vida eran parte del trabajo diario de Hipólito Acosta, agente del gobierno de los Estados Unidos. Trabajaba regularmente en operaciones clandestinas de gran importancia, infiltrando las bandas criminales de contrabando de inmigrantes y los carteles del narcotráfico mexicano.

Las investigaciones de Acosta son legendarias tanto entre las autoridades como entre los miembros de los carteles criminales que contribuyó a neutralizar. Acosta se hizo cruzar ilegalmente de México a Chicago en un camión lleno de inmigrantes pobres; se ganó la confianza de una banda internacional de falsificadores; se mezcló con algunos de los narcotraficantes más sanguinarios de México; y fue el objetivo de numerosos complots de asesinato por parte de los criminales a los que envió a la cárcel.

El cazador de sombras se lee como una novela policíaca. Este libro, más que un viaje por los bajos fondos de la frontera entre México y los Estados Unidos, es una conmovedora revelación de lo que tiene que sobrellevar un agente para garantizar que la ley se aplique y para mostrar el lado humano de la inmigración.
LanguageEspañol
PublisherAtria Books
Release dateJun 19, 2012
ISBN9781451666717
El cazador de sombras: Un agente de los Estados Unidos infiltra los mortales carteles criminales de México
Author

Hipolito Acosta

Hipolito Acosta is the most highly decorated officer in the history of the U.S. Immigration and Nationalization Service. The son of Mexican-American migrant workers, Acosta rose through the ranks from Border Patrol Agent to a key position in the Department of Homeland Security. Acosta and his wife live in Texas.

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    Es un libro documento y lo que me agrada es la sobriedad con que se enfoca en los casos delictivos. Sin protagonismo y sin perder de vista la secuencia del caso .
    Su vida esta bien conectada con las historias dado el caso de su pobreza y trabajo duro en condiciones donde la familia es numerosa.

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El cazador de sombras - Hipolito Acosta

CAPÍTULO UNO

Jugando al pollo de Juárez a Chicago

EL FRÍO DEL río recorrió mi cuerpo como una descarga eléctrica. La noche estaba oscura y sin estrellas, y el agua subía hasta mi cuello. Sentía que me sofocaba, el frío del agua y el aire me dejaban sin respiro.

Mi miedo se convirtió en pánico cuando la corriente amenazó tragarme. Había avanzado demasiado en el río para regresar y no estaba suficientemente cerca de la otra orilla para sentir confianza. Nuestro zalamero guía se movía sin esfuerzo en las rápidas aguas del Río Grande pero no se molestó en darnos ánimo. Había hecho este viaje muchas veces.

Era su forma de vida. Detrás de nosotros, más cerca de Ciudad Juárez, divisé lo que parecía ser un grupo de mujeres y niños. Los más jóvenes viajaban en los hombros de los mayores. Sabía que no pertenecían a nuestro grupo, pero todo el que llegaba hasta acá se encontraba exhausto tras días de viaje desde Centroamérica y otras partes de México para alcanzar el Río Grande. Estaban arriesgando la vida de todos los miembros de su familia en las implacables corrientes. Entre cuatrocientas y quinientas personas se ahogan cada año intentando cruzar el Río Grande, que constituye la frontera entre México y Estados Unidos, pero muchas de las muertes no son oficialmente informadas o registradas.

Pensaba en mi joven esposa e hijos esperando en Chicago mi regreso tras esta misión, tal como los inmigrantes que me seguían debían estar pensando en la familia que dejaban atrás. A nuestra manera, todos queríamos lo mismo. Simplemente, yo había nacido y crecido en el otro lado del río, aquel lugar por el que estas personas arriesgaban todo, incluso la vida.

Yo había viajado cinco días antes a Ciudad Juárez como agente secreto del gobierno de Estados Unidos. Mi tarea era infiltrar una red de tráfico ilegal de seres humanos... era la primera vez que nuestra agencia intentaba una misión de este tipo. Me había visto obligado a reconocer que nuestros esfuerzos para capturar y deportar a los ilegales en Chicago no estaban teniendo ningún resultado, y yo estaba resuelto a hacer algo más proactivo: rastrear a los contrabandistas mismos en el punto de inicio de sus negocios.

Uno de tales lugares era el Bar La Rueda, un sitio abarrotado, lleno de humo, en una calle atestada de establecimientos similares en el centro de Juárez. No me tomó mucho tiempo encontrarlo. Según mis investigaciones previas, era uno de los principales lugares de contacto entre contrabandistas y pollos en Juárez. Se diferenciaba de los otros establecimientos de mala muerte de la zona por su estridente y feo color verde lima, y la inmensa rueda de vagón que colgaba sobre la entrada lateral. Los clientes mexicanos y americanos que holgazaneaban a la sombra en la acera, tomaban cerveza fría o tequila. La mayoría ignoraba totalmente las maquinaciones y negocios de tráfico de migrantes que se realizaban en su entorno.

Ciudad Juárez, México, es una ciudad pobre, sucia y peligrosa. Fue fundada en 1659 por exploradores españoles, pero su población se multiplicó en la década de 1970 cuando oleadas de inmigrantes mexicanos comenzaron a llegar de todo el país con la esperanza de conseguir trabajo en las plantas ensambladoras —conocidas como maquiladoras— de propiedad de los americanos.

Estas plantas contrataban obreros mexicanos para fabricar productos con materias primas americanas, una situación en que todos ganaban sin necesidad de cruzar la frontera: los obreros mexicanos y los propietarios de las inmensas granjas agrícolas americanas. A pesar de los miles de empleos seguros pero mal pagados que ofrecían las maquiladoras, los mucho más lucrativos negocios de drogas, prostitución y tráfico de personas atrajeron a gran cantidad de criminales despiadados a la ciudad. Juárez es una ciudad fronteriza que derivaba lentamente hacia la ilegalidad.

La vida nocturna de la ciudad no se vio afectada. Los americanos atravesaban por uno de los tres puentes fronterizos de control entre El Paso y Juárez para pasar una noche de diversión barata en la Franja de Juárez, una zona con más de cincuenta bares y clubes nocturnos ofreciendo bebidas, baile, comida y sexo. El Bar La Rueda siempre fue un destino especialmente popular.

Yo había visitado Juárez dos noches consecutivas para vigilar el lugar. En ambas ocasiones el antro era un hervidero de actividad: lleno a reventar de locales, prostitutas luciendo diminutas faldas y exhibiéndose con sus clientes, y borrachos en diversos grados de intoxicación. Yo me hacía pasar por un pollo. Un pollo es una persona que busca ingresar ilegalmente a Estados Unidos. Muchos en Estados Unidos se refieren a ellos despectivamente como los wetbacks (espaldas mojadas). Se los denominaba pollos por la forma en que siguen al contrabandista como pollos asustados a punto de perder la cabeza. Siendo hispano, mi disfraz no me exigía gran esfuerzo.

En mi investigación previa a la misión, había reunido suficiente información de informantes de la calle en Chicago —donde tenía mi sede— para saber que La Rueda era uno de los principales centros de contrabando de extranjeros. Como pollo, yo era el eslabón más bajo en la cadena alimenticia de dicho tráfico. Otros agentes se habían hecho pasar anteriormente por pollos pero solo en operaciones en Estados Unidos y con respaldo. Ningún agente había infiltrado una red de contrabando en México y, menos aun, solo.

Mi misión secreta me daría una visión real del funcionamiento de una organización de tráfico ilegal de personas que me facilitaría identificar a los líderes de la red y desmantelar la organización una vez reuniera suficiente evidencia. Estaría tratando directamente con los principales contrabandistas. También tendría que soportar el terrible viaje que miles de inmigrantes ilegales hacían a diario, arriesgando sus vidas para escapar de la miseria y pobreza de su tierra natal.

Llevaba varios años trabajando en la oficina de Chicago —fundamentalmente deportando ilegales— algo frustrante por decir lo menos. La deportación no es más que un inconveniente —nunca un elemento disuasorio— para las personas desesperadas. Yo sabía que los extranjeros deportados estaban de regreso en las calles de Estados Unidos a más tardar una semana después. La deportación es una reacción ante los extranjeros que ya habían cruzado la frontera. Pero lo que más me preocupaba era el negocio de contrabando de humanos que los llevaba hasta allí.

La Unidad Anti-Contrabando había sido tan solo un nombre hasta que mi colega Gary Renick llegó a Chicago dos años antes que yo. La unidad no tenía agentes asignados exclusivamente a ella, pero tenía un objetivo prioritario: la familia Medina. Los Medina eran un sindicato de traficantes de migrantes y drogas, extremadamente cerrado e impenetrable, bien conocido por los agentes del Servicio de Inmigración y Naturalización en Chicago y El Paso. Su lucrativo negocio funcionaba entre Juárez, en México, y Chicago y yo tomé la decisión de hacer lo que fuera necesario para destruirlos, incluyendo pasar a la clandestinidad en México para infiltrar sus operaciones en el origen de las mismas.

La misión puede haber sido imprudente pero no teníamos un modelo a seguir. Nos encontrábamos totalmente frustrados con los procedimientos normales de inmigración que estaban, francamente, estancados y eran poco efectivos —como intentar curar una hemorragia con una curita. Ansiábamos ensayar algo diferente. Nuestra información decía que los Medina usaban el Bar La Rueda como base para sus operaciones de contrabando y narcotráfico, así que ese era el lugar en el que podría establecer contacto con la familia.

Volé a El Paso con varios días de antelación a la fecha establecida para la operación. Mi hermana Minnie y su familia viven allí, así que me hospedé en su casa. Aproveché el tiempo para hacer un reconocimiento de la zona de Juárez que era mi objetivo.

La Rueda bullía todas las noches. Durante mis dos días de reconocimiento, había visto campesinos reunidos en la calle probablemente decidiendo quién entraría a negociar. Eventualmente, uno de ellos se dirigía al bar y regresaba con el contacto. El dinero cambiaba de manos en la calle sin que nadie se preocupara por ser arrestado.

Los uniformados mexicanos también ingresaban al bar y salían riendo y bromeando. Tenían que estar involucrados también, probablemente recibían sobornos.

Brutos al volante de inmensas camionetas iban y venían toda la noche. Los vi descender de sus vehículos luciendo armas calibre .45 en sus cinturones. Eran, obviamente, fichas clave del negocio de drogas que también funcionaba en el bar.

Mis jeans viejos y una camiseta desteñida lucían como los de cualquier trabajador mexicano, pero mi corte de pelo era un problema. Antes de esta misión, había acorralado a varios grupos criminales en Chicago y, para ello, me había dejado crecer un afro. Dicho corte pasaba desapercibido en las calles de Chicago pero no estaba seguro de que lo mismo sucediera aquí. Afortunadamente, en la multitud de inadaptados nadie me miró dos veces.

Pedí a mi hermana Minnie y su esposo Dick Hartnett que me dejaran a unas manzanas de La Rueda. Minnie siempre había sido un pilar de fortaleza en la familia y estar con ellos, cuando me preparaba para ingresar en ese mundo de sombras, era reconfortante. Aunque la misión que comenzaba era peligrosa, no había riesgos en el hecho de que Minnie y Dick me llevaran a Juárez. Los viajes durante el día a El Paso y otras ciudades de la frontera sur de Estados Unidos eran algo común debido a que los precios eran muy buenos en México. Además, me consolaba saber que un miembro de mi familia sabría dónde buscarme si me topaba con problemas.

Guardamos silencio mientras atravesábamos el Puente Internacional con destino a Juárez. Al acercarnos a mi destino, la voz preocupada de mi hermana rompió el silencio:

—¿Realmente necesitas hacer esto? —preguntó suplicante—. Y, ¿si te pasa algo? ¿Quién estará allí contigo?

Antes de que pudiera responder, mi cuñado saltó en defensa de mi decisión.

—Él sabe lo que está haciendo —aseguró—. Alguien tiene que hacerlo. Estará bien.

—No te preocupes —sonreí mientras colocaba mi mano en el hombro de mi hermana. De debajo de mi asiento extraje una pequeña bolsa de ropa vieja que había preparado para mi aventura. Llevarla haría parecer más convincente mi papel de alguien que ha estado de viaje por México. Mi hermana me observó mientras descendía de la camioneta. Desde la acera la vi alejarse... aquí comenzaba el show.

Crucé la calle e ingresé a La Rueda por la puerta lateral. Además de mi corte de pelo, mi español tex-mex no era el de un nativo mexicano así que tendría que ser cuidadoso con lo que decía. Esta gente no dudaría en asesinarme aun si me identificaban como agente del gobierno americano.

Avancé nerviosamente entre la multitud hacia la barra en forma de herradura. Me habría sentido mejor estando acompañado, pero habíamos tomado la decisión de que iría solo debido a restricciones de presupuesto. Mis ojos se adaptaron lentamente a la penumbra. Los únicos clientes visibles a través del humo de cigarrillo eran las prostitutas. Sonaba una de mis canciones favoritas, Tragos de amargo licor de Ramón Ayala, pero las risas impedían entender la letra y nadie ponía atención. Me apretujé entre dos matones que tomaban tequila con un par de señoritas y me senté en un taburete en la barra. Coloqué mi mochila a mis pies. Tenía conmigo, en el bolsillo derecho trasero, una pequeña Derringer calibre .25.

Sin decir palabra, uno de los cantineros se acercó a mí desde el otro lado de la barra. Pedí una cerveza y coloqué en la barra un billete de veinte dólares.

—Me llamo José Franco. Busco a alguien que me lleve a Chicago —le dije. Escogí el apodo José Franco porque me era fácil recordarlo. José era un nombre común en México y Franco era el segundo nombre de mi padre.

El cantinero sirvió mi cerveza y tomó mi billete. Cuando regresó con el cambio, exigió saber quién me había enviado.

—Cuando pregunté en la estación de autobuses cómo llegar al norte, alguien me dijo que viniera aquí —respondí, pasándole diez dólares del cambio.

—Espere —me dijo— veré qué puedo hacer. Cuando entre alguien que le pueda ayudar, le avisaré.

Mientras observaba los rostros en el bar, sentí sanas dosis de miedo y respeto por el lío en que me había metido. Tal vez mi nerviosismo contribuyó a convencer a los contrabandistas de que era un verdadero pollo. Estaban acostumbrados a ver la angustia en el rostro de los campesinos desamparados que ponían sus vidas en sus inescrupulosas manos.

Tenía que proceder con cautela. Esperaba ser escogido por alguno de los miembros del clan Medina, pero escoger al coyote que acabaría haciéndose cargo de mí estaba fuera de mis manos, como tantas otras cosas en esta misión. Llevaba conmigo un poco de dinero más del que necesitaba y no tenía ninguna insignia o respaldo en caso de tener problemas. Bebí mi cerveza y observé con fingida indiferencia a la multitud. Vi unos cinco o seis pollos entrar y salir del bar tras hablar con un pequeño grupo de hombres, presumiblemente coyotes.

Dos horas después pensé que el cantinero se había olvidado de mí o me engañaba. Quería acercarme a un grupo de coyotes por mi cuenta pero decidí que sería mejor tener paciencia. Finalmente, cerca de la una de la mañana, noté a tres hombres conversando en voz baja con el cantinero. El cantinero señaló a varias personas sentadas en el salón y, por último, me señaló a mí. Cada coyote escogió un pollo y se le acercó. El hombre que se dirigió hacia mí había estado en medio del pequeño grupo cuando ingresaron al bar. Era más bajo y delgado que los otros dos pero, sin duda, era el líder del grupo. Lo reconocí. Era José Medina, uno de los principales miembros de la familia Medina. Lo había logrado.

—Oye güey, me dicen que quieres ir al norte —exclamó con un gesto arrogante.

Acordamos un precio y le informé que pagaría el total cuando llegáramos al destino.

José esbozó una sonrisa sarcástica en su duro rostro:

—No amigo, tienes que pagar la mitad del dinero por adelantado y ya. Claro, si quieres ir...

Dudé, haciéndome el que contemplaba mis opciones.

—Mira, tienes que confiar en nosotros —agregó Medina y procedió a explicarme el sistema. Los pollos eran despachados dependiendo de una combinación de factores: destino, personas en el grupo y orden de llegada. No había ninguna posibilidad de que yo partiera inmediatamente, pero de todas maneras tendría que acompañarlo a cierto lugar si estaba interesado. En el mejor de los casos, haría el cruce en uno o dos días.

—No te apures güey, tiene mi palabra —prometió—. De todas formas siempre me encuentro aquí.

Los líderes del clan Medina obligaban a los pollos a hacer un pago inicial y comprometerse. Le entregué a José Medina mis billetes y pedí otra cerveza. Dos compañeros se unieron a José y le pasaron generosamente varios billetes de veinte dólares al cantinero... su comisión.

Terminé mi cerveza y me puse de pie cuando José nos lo indicó a mí y otros de sus clientes. Nos guió en dirección a una camioneta estacionada cerca. Yo había escuchado demasiadas historias sobre inmigrantes que pagaban las tarifas y luego eran llevados en vehículos a unas cuantas millas de la ciudad para ser golpeados, robados, abandonados o asesinados al lado de la carretera. Muchos desaparecían. Aun así, me subí a la camioneta con los otros pollos.

Para mi alivio, nunca abandonamos la ciudad. Fuimos directamente al Hotel El Correo, un establecimiento de mala muerte a diez minutos de La Rueda —a esa hora, cuando las calles están desiertas. El vestíbulo, poco iluminado, se encontraba invadido por veinte hombres, mujeres y niños, listos para comenzar su viaje tan pronto llegara el guía y las camionetas. Pasamos frente a una pequeña recepción y un anciano que dormía con la cabeza apoyada en el mostrador. Si era empleado del hotel, no se estaba tomando la molestia de registrar a los huéspedes.

El término hotel era poco apropiado. El Correo no era un hotel de guía turística. Era un centro de distribución del tráfico ilegal de personas, utilizado por varios traficantes de Juárez. Al igual que otros establecimientos de este tipo, las actividades que se realizaban allí eran bien conocidas y aceptadas por las autoridades, quienes también recibían parte de las ganancias del negocio. Algunas veces realizaban batidas en los hoteles para sobornar a los migrantes, pero lo normal era que los traficantes les pagaran por mantenerse alejados. En el interior, quince o veinte personas dormían en el suelo, ya fuera sentados en sillas de metal o recostados contra una pared usando sus mochilas como almohada. Otras cinco personas se amontonaban en una cama sencilla en medio de la habitación. Nadie se molestó en mirar dos veces a nuestro grupo cuando ingresamos con José. Nos acomodamos como pudimos, pasando por encima de las personas que estaban en el suelo. Al ver a José, las mujeres estrechaban a sus hijos contra su pecho.

Me dirigí a un rincón ocupado por un joven que dormía sentado. Cuando apoyé mi mano en la alfombra para sentarme a su lado, descubrí cucarachas, pulgas y chinches dedicados a su parásita misión. Afortunadamente, media hora después de sentarme, un contrabandista abrió la puerta y llamó a cuatro pollos por sus nombres. Uno de los hombres se puso de pie y yo ocupé su silla. Prefería descansar y dormir en la silla y no en el suelo pero, a pesar de ello, cuando partí dos días después, seguía con picazón de pies a cabeza.

Dormir periodos largos era imposible debido a la incomodidad y el ruido. Tan pronto algunos de los compañeros de habitación salían para ser despachados a través de la frontera, llegaban nuevos grupos a reemplazarlos. Cada dos o tres horas, un contrabandista abría la puerta y llamaba por su nombre a unos cuantos pollos que recogían nerviosamente sus exiguas posesiones y lo seguían en menos de dos minutos. Para la segunda noche, ya me había adaptado a dormir todo lo posible antes de caer de mi silla.

Para el tercer día, yo era uno de los veteranos en la habitación. Tomé una ducha fría, la única posible en El Correo. A pesar del frío de noviembre, me hizo sentir bien. Me enjaboné y enjuagué rápidamente, me sequé y volví a vestirme con mis ropas sucias, sintiéndome un hombre nuevo. Nunca había estado cautivo y me había sorprendido lo pronto que la libertad se disuelve en la oscuridad y desesperación. Una breve ducha fría fue suficiente para recordarme cuánto agradecía mis libertades, sin importar su magnitud.

Durante tres días había estado observando los rostros detrás de las historias que se contaban en la habitación. Los sacrificios que habían hecho para llegar a Estados Unidos eran aterradores e increíbles. Algunos ya habían vivido allí pero habían sido deportados tras ser descubiertos por nuestras autoridades de inmigración. Otros hacían la travesía por primera vez. Cada uno tenía su propio sueño americano; educación para sus hijos, alimentos para la familia y, tal vez, un viaje a México para visitar a los parientes, si se presentaba la oportunidad. Un hombre joven anunció que se alistaría en el ejército americano para probar que era capaz de sacrificar su vida a cambio de la oportunidad de ser ciudadano estadounidense.

Algunos hablaban sobre el cruce del río y me sorprendió que no sintieran más miedo. El principal tema era lograr cruzar el río y alejarse de la frontera tan rápidamente como fuese posible. Para ese momento ya no había marcha atrás. El miedo se reservaba para los familiares aun en el pueblo, sin frijoles o tomates en la huerta, al borde de la inanición y con un futuro sombrío marcado únicamente por el continuo ciclo de enviar a sus miembros al norte y darles esperanzas. En comparación, las raudas corrientes y los poco confiables guías parecían amenazas menos serias.

Muchos de los inmigrantes habían tomado dinero prestado con exageradas tasas de interés solo para poder hacer el pago inicial del viaje. Los parientes que los esperaban al otro lado pagarían el resto de la tarifa cuando llegaran. Niños tan pequeños como los míos, de edad preescolar, se acurrucaban con sus madres, ajenos a los peligros que les esperaban. Recé para que todos lográsemos reunirnos con nuestras familias, sin importar el resultado del caso que investigaba.

Tras tres interminables días con sus noches, en una habitación privada de todo e invadida por el olor de cuerpos humanos y orina, José Medina entró y gritó dos nombres: José Franco y Alejandro Cortez. Un hombre moreno, de hombros anchos y un bigote juvenil se puso de pie conmigo y se limpió las manos en sus ya mugrientos jeans. Le había oído decirle a otro pollo que él se dirigía a Chicago a hacer dinero para enviarle a su madre y sus cinco hermanos menores que sobrevivían de la limosna que les daban otros parientes también cortos de dinero. Su padre había seguido esta misma ruta cuando la exigua producción de la granja ya no alcanzó para sostener a la creciente familia. Desafortunadamente, nunca volvieron a saber de él y probablemente fue uno de los muchos que mueren en el camino, nunca son identificados y quedan sepultados por cientos en tumbas sin nombre a lo largo de la frontera.

Tomamos nuestras mochilas y, en silencio, seguimos a José hasta una pequeña camioneta en la que se amontonaban por lo menos otros diez pollos y guías en los asientos traseros. Nos dirigíamos hacia Zaragoza, un polvoriento pueblo en las afueras de Juárez plagado de hoteles baratos y bulliciosos bares. Unas pocas millas antes del pueblo, nos detuvimos en un punto conocido como la curva, donde el río se curva oscureciendo la vista de la orilla opuesta. Yo conocía bien este punto. Los agentes de fronteras estadounidenses patrullaban agresivamente su orilla en las noches, arrestando a tantos contrabandistas y sus cargas como les era posible. Desde luego, muchos aprovechaban cuando los agentes se encontraban atareados y salían disparados; como conductores que rebasan a un policía que multa a otro. Los bandidos en el lado mexicano se aprovechaban de los insensatos que se lanzaban a cruzar el río sin un coyote a su lado. Se sabía que los contrabandistas conspiraban con estos ladronzuelos, señalándoles a aquellos

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