Discover millions of ebooks, audiobooks, and so much more with a free trial

Only $11.99/month after trial. Cancel anytime.

13 con Alfred (La Saga Progreso, I)
13 con Alfred (La Saga Progreso, I)
13 con Alfred (La Saga Progreso, I)
Ebook288 pages4 hours

13 con Alfred (La Saga Progreso, I)

Rating: 0 out of 5 stars

()

Read preview

About this ebook

Valerie se prepara ilusionada para afrontar el momento más importante de su vida. Se trata del día en que dará a conocer a los principales inversores de su empresa el descubrimiento del milenio, y por supuesto que no está exagerando.

Sin embargo, como si los elementos de la naturaleza se hubieran aliado para desbaratarle sus planes, una serie de infortunios convierten esa mañana en un auténtico infierno para ella. Primero, el trayecto al aeropuerto a manos de un conductor de taxi -cuanto menos peculiar- que parece haberse propuesto amargarle la fiesta a cualquiera que ose subirse en su vehículo. Segundo, la llegada de un tifón con un radio superior a los ocho grados de latitud que coloca en situación de alarma y pánico a todo el estado de Illinois. Y finalmente, la anulación de la mayoría de los vuelos previstos para esa mañana.

Después de un par de horas de incertidumbre, su vuelo es el último que despega del aeropuerto de O’Hare. Lo que en un primer momento Valerie interpreta como un golpe de suerte, se revela como una verdadera pesadilla, ya que ella jamás llega a su ansiado destino. En vez de eso se ve obligada a pasar una semana entera con un puñado de personajes de lo más pintoresco y en un pueblo perdido de la mano de Dios.

Traiciones, amistades, conspiraciones, romances, aventuras y hasta un asesinato se sucederán en esos siete frenéticos días. ¿Conseguirá Valerie sobrevivir? Y lo más importante de todo: ¿Hallará finalmente lo que estaba buscando?

«13 con Alfred» es el primer volumen de «La Saga Progreso», una aventura que incluye tres novelas que combinan el género (smart) Chick Lit con el Thriller y la Comedia Romántica. A pesar de que las tres obras pueden ser leídas de forma independiente, «La Saga Progreso» posee el mismo hilo conductor. De esta manera, los lectores que conozcan la primera entrega estarán familiarizados con varios personajes que aparecerán tanto en la segunda como en la tercera novela.

Dentro de lo que se conoce como narrativa actual, «La Saga Progreso» trata sobre la búsqueda de la felicidad, e intenta hacernos reflexionar sobre ciertas cuestiones de la vida, siempre -no obstante- desde un punto de vista sorprendentemente humorístico, ingenioso, divertido, descarado, contemporáneo y -sobre todo- muy entrañable.

LanguageEspañol
Release dateMay 27, 2014
ISBN9781310436796
13 con Alfred (La Saga Progreso, I)
Author

Covadonga Lopez Iglesias

Aunque nació en Salamanca, pasó la mayor parte de su infancia y adolescencia en Alicante, donde su familia aún reside.Se licenció en Sociología por la Universidad de Alicante y en Ciencias Políticas por la Freie Universität de Berlín. Tras trabajar como analista en cuestiones de política internacional y de seguridad para su gobierno, institutos políticos, organizaciones internacionales y empresas privadas, con la novela "El último pitillo", Covadonga debuta como escritora.Covadonga ha vivido y trabajado en EEUU, Alemania, Luxemburgo y España.En la actualidad, vive con su marido en Berlín.

Related authors

Related to 13 con Alfred (La Saga Progreso, I)

Related ebooks

Thrillers For You

View More

Related articles

Related categories

Reviews for 13 con Alfred (La Saga Progreso, I)

Rating: 0 out of 5 stars
0 ratings

0 ratings0 reviews

What did you think?

Tap to rate

Review must be at least 10 words

    Book preview

    13 con Alfred (La Saga Progreso, I) - Covadonga Lopez Iglesias

    1

    ¿Y si me la tatúo?

    El interfono sonaba incesantemente mientras Valerie ensayaba su ponencia enfrente del espejo. La había practicado unas ciento cinco veces desde que llevaba despierta esa mañana. Se había puesto el despertador a las 06.00, pero había estado dando vueltas en la cama ya desde las 02.00.

    No todos los días se presentaban tan emocionantes para ella como el que ansiaba experimentar. Se trataba del día en el que iba a dar a conocer a los principales inversores de su empresa el descubrimiento del milenio, y por supuesto que no estaba exagerando.

    Valerie, que previamente había trabajado para una compañía alemana, había sido recientemente fichada por la empresa farmacéutica más grande del mundo. Tras trabajar seis años para Bayer, había recibido una oferta de Pfizer imposible de rechazar. No sólo por el suculento salario que esta firma estadounidense le ingresaba en su cuenta bancaria cada mes, sino porque el puesto estaba relacionado con un traslado.

    Aunque como buena berlinesa Valerie no se imaginaba que hubiera una ciudad en el mundo mejor que la capital alemana, siempre le había atraído la idea de vivir y trabajar en EE.UU. Esta oportunidad brindada por Pfizer significaba un gran cambio en su vida, que estimó le vendría de maravilla.

    «La ciudad del viento», situada a orillas del lago Michigan, encajaba perfectamente con sus preferencias. Era urbana, moderna, dinámica, tenía una oferta cultural más que interesante, y no era la que solía escoger el público en general, por lo que no era la tendencia predominante o mainstream. Por no decir que Chicago era de donde procedían los Smashing Pumpkins, una de sus bandas favoritas y autores del tema «Today», que ella llevaba escuchando durante toda esa mañana:

    Today is the greatest

    Day I've ever known 

    Can't live for tomorrow 

    Tomorrow's much too long 

    I burn my eyes out 

    Before I get out 

    Además, la empresa que la había fichado contaba con una sede en un barrio periférico establecido a principios del siglo pasado, es decir, que se trataba de una compañía con una enorme tradición en la región.

    Desde hacía casi tres años, Valerie había estado investigando sobre un compuesto que revolucionaría el sector de la estética -no es ningún secreto que desgraciadamente las empresas farmacéuticas invierten más dinero en crecepelos que en enfermedades raras-. Por eso, arriesgando su reputación y pese a temer ser tachada de superficial si después de haber finalizado los estudios de Química con Magna Cum Laude no se dedicaba a investigar sobre medicamentos que curaran enfermedades mortales, Valerie intentaba justificar su decisión dilucidando que el tema de la calvicie no era para nada algo fútil, y que éste preocupaba más a la gente de lo que cualquiera se pudiera imaginar. De hecho, la alopecia tenía efectos devastadores en la autoestima de las personas -no es pequeño el porcentaje de hombres que sufren tremendas depresiones, casi imposibles de curar, precisamente por eso, la caída del cabello-.

    La cuestión es que Valerie había estado trabajando en una fórmula -confidencial- que combinaba el finasteride (ya presente en el crecepelo bajo el nombre comercial Propecia) con un aminoácido y elementos tan simples y naturales como: pimienta, frambuesa, ginseng e hinojo. La combinación de ese medicamento con una proteína determinada y los elementos naturales contrarrestaban los efectos secundarios terribles que se le atribuyen a los crecepelos convencionales, a saber, la pérdida del apetito y potencia sexual (que como os podéis imaginar es un auténtico horror para todas las mujeres desinhibidas de este mundo). Además, como el crecepelo de Valerie también podía ser utilizado por mujeres (algo sin precedentes hasta la fecha), esto le convertía en un producto extraordinariamente innovador.

    Valerie le debía mucho a la empresa Bayer, allí lo había aprendido prácticamente todo. Sin embargo, es de sobra conocido que cuando una persona lleva mucho tiempo trabajando para la misma organización y con los mismos colegas, pierde la visión global y necesita abstraerse; guardar distancia con el objeto en cuestión para poder visualizar la imagen completa (no hay nada más cierto que lo que sugiere el dicho: «Los árboles nos impiden ver el bosque»). Y prueba de ello es que Valerie apenas llevaba once meses en EE.UU. y ya había conseguido subsanar el error en uno de los pasos de la fórmula magistral que la hacía fallar siempre.

    Así, mientras guardaba su ponencia y la receta secreta en todos y cada uno de los dispositivos electrónicos inventados hasta el momento, Valerie se preguntaba si no habría una forma más segura de grabar el hallazgo del milenio. La cuestión es que cualquier persona podría sentirse tranquila después de haber guardado un documento cifrado en una tableta, un Smartphone, un Kindle, un portátil, un pendrive y en el servicio cloud del correo electrónico. Sin embargo, a Valerie le aterraba la simple idea de que su revelación cayera en manos de la competencia. ¿Qué pasaba si le pinchaban su cuenta de correo electrónico? Algo que no resulta raro en la actualidad, como ha puesto de manifiesto el escándalo Snowden. ¿Y si la atracaban? O ¿qué ocurriría si de camino al aeropuerto sufría un accidente, le sustraían sus pertenencias -o éstas se extraviaban- y ella sufría un ataque de amnesia?

    Todos esos temores le habían llevado semanas atrás a valorar hacerse un tatuaje con la fórmula en cuestión. Si el bomboncito de Michael Scofield (protagonista de la serie «Prison Break») fue capaz de sacrificar su bonito cuerpo para salvar a su hermano Lincoln de la pena de muerte tatuando todo su delicado torso con los planos de la cárcel donde éste estaba preso, ¿por qué ella no iba arriesgar un pequeño y discreto lugar de su cuerpo para grabar con tinta indeleble la clave que sacaría de la miseria a millones de personas?

    Lo cierto es que debajo de su edificio había un estudio de tatuajes y sus dudas sobre si debía o no dibujarse en su piel la receta magistral, la habían llevado a observar el escaparate del establecimiento más detenidamente de lo normal durante las últimas semanas. Esto había provocado que el dueño de la tienda, Tommy (o como se le conocía en la escena, «El Largo») hubiera reparado en ella e incluso le hubiera ofrecido, por su condición de vecina, un precio especial.

    Valerie había estado a punto de tatuarse, pero (sinceramente) Tommy tampoco le inspiraba demasiada confianza. Conociendo lo mucho que le gustaba estar enterado de todo lo que acontecía en el barrio, Valerie sabía que éste haría demasiadas preguntas sobre el significado del dibujo en cuestión. Además, con la pinta que tenía Tommy y su afición a las hierbas -no precisamente consumidas después de las comidas y a modo de infusión-, seguro que se olvidaba de una letra o de un número crucial. No sería la primera vez que un tatuador cometiera faltas de ortografía, recapitulaba Valerie, y acabar: interponiendo una demanda a su vecino; saliendo en los titulares de la prensa internacional; y desvelando a todo el mundo cuál era la letra o cifra ausente en su combinación química secreta, fueron razones determinantes para disuadirla de la idea.

    Pero ya era hora de bajar por fin a la calle y no irritar más al taxista, que -bastante cabreado, por cierto- la había amenazado con dejarla tirada y sin medio de transporte al aeropuerto si no aparecía inmediatamente, puesto que llevaba treinta y cinco minutos esperando en doble fila en una calle de un solo sentido.

    2

    Debí haber cogido el metro

    —Ya era hora de que bajara, señorita. Si llega a pasar un minuto más, me voy y le dejo aquí colgada. ¿Es que no se da cuenta de lo mal que se aparca en doble fila en este barrio?

    —Sí, disculpe. Pero es que tenía que cerciorarme de que no se me olvidaba nada. Hoy es un gran día para mí.

    —Pues después de los casi cuarenta minutos de retraso, espero que así sea y que no me haga volver a su apartamento a mitad de trayecto. Bueno, entonces camino al aeropuerto.

    —Sí, así es, al aeropuerto de O’Hare.

    —Yo la llevo, pero la aviso que igual se queda sin volar.

    —¿A qué se refiere?

    —¿No ha escuchado las noticias? No, cierto, ha estado con la música a todo trapo treinta y nueve minutos mientras yo me las veía y me las deseaba haciendo maniobras imposibles en una calle de sentido único para dejar pasar a los coches, cuyos conductores me han pitado, insultado y casi escupido. ¿Conoce la persecución espectacular que protagonizó Sean Connery en la película «La Roca» al volante de un Hummer en las calles de San Francisco? Sólo le diré una cosa, ese escocés es un auténtico novato a mi lado, incapaz de superar mis excelentes dotes de conducción demostradas esta mañana.

    ¡Vaya!, pensaba Valerie, creo que el trayecto al aeropuerto se presenta muy, pero que muy largo. El tipo está cabreadísimo; es un exagerado (todo el mundo sabe que en EE.UU. el claxon está de adorno y que nadie lo utiliza porque está mal visto), y encima cree que puede compararse con el único e inigualable Sir Thomas Sean Connery. Me temo que me va a tocar aguantarle el palique a este gañán y de esta manera resarcirle por el retrasito de nada, si no quiero que me eche del coche. En realidad, yo sólo quería repasar la ponencia..., se lamentaba.

    —Pero ¡dígame! ¿Qué han dicho en las noticias? —preguntaba ella, fingiendo interés.

    —Pues si hubiera visto el telediario, en vez de cantar «Great Things» de Echobelly una y otra vez, que por cierto tengo el placer de conocer por cortesía de mi sobrina que acaba de regresar de Brighton entusiasmada con la música indie y el estilo britpop de los noventa que nos obliga a escuchar «24/7» —comentaba con sorna el taxista—, sabría que se aproxima el huracán de la década. La madre de todos los tifones, vamos. Ya lo han bautizado como el ciclón «Enriquito». Viene pisando fuerte desde el Golfo de México, donde se ha formado. Se prevé que cruce la zona como un huracán clasificado como moderado, pero que cogerá fuerza y se dirigirá con toda su ira a Oklahoma y Kansas. No sé adónde vuela usted, pero el espacio aéreo se está viendo perjudicado, como es lógico. La mayoría de los vuelos están siendo anulados.

    No me lo puedo creer, este tío no sólo entiende de cine y de música indie -mí música, por cierto-, sino que también está enteradísimo en meteorología, se agobiaba Valerie. ¿Cómo voy a sobrevivir el trayecto si llevo escasamente dos minutos subida en su coche y ya estoy a punto de tirarme por la ventana?

    —Supongo que no será para tanto. Ya sabemos que después del trauma que causó el Katrina, los estadounidenses enseguida se alertan ante cualquier temporal de nada —apuntaba Valerie, intentando de esta forma ganar la simpatía del taxista con un más que claro trasfondo migratorio.

    —¿Temporal de nada? Mire, mi cuñado está muy cascado de los huesos y sufre unos ataques lumbares terribles cuando cambia el tiempo. Tiene una capacidad tan asombrosa de prever cualquier modificación leve de las condiciones meteorológicas que incluso salió en el programa de Larry King, a raíz de lo cual la cadena de televisión Fox quiso hacerle un contrato como «hombre del tiempo» —proseguía el taxista con una conversación que se había convertido prácticamente en un monólogo, y no precisamente del club de la comedia.

    Lo que este hombre estaba narrando era una auténtica pesadilla. Ella ya no quería oír más detalles, ni de «Enriquito», ni del cuñado, ni de la madre que los parió a los dos. Ella lo que quería era llegar finalmente al aeropuerto y coger el vuelo a San Francisco.

    Definitivamente debí haber cogido el metro, se arrepentía Valerie. No habría tenido que aguantar el discurso apocalíptico de este truhan. ¿Es que no se dará cuenta de que me importa un bledo lo que me está contando? Además, él dirá lo que quiera pero yo vuelo hoy a San Francisco como que me llamo Valerie Kahl. Sí, lo de Kahl os parecerá curioso, que precisamente el apellido de la chica que va a revolucionar el mundo con su invento del crecepelo signifique precisamente «pelado» o «con poco pelo». Pero si os dijera que una vez se me estropeó la nevera y el tipo que vino a repararla se llamaba Sr. Frost («la helada»), seguro que no pensaríais que el mío es el colmo de todos los apellidos. Y es que eso es lo que tienen los nombres alemanes, que a veces son un tanto ridículos, sobre todo cuando el colega vago de turno en la oficina, el típico que no da palo al agua durante toda la jornada laboral, se apellida Sr. Feierabend, que significa «fin de la jornada» y uno se cuestiona: ¿qué fue primero el huevo o la gallina? ¿Es vago y por eso se apellida así o es el apellido lo que le ha hecho ser un gandul?

    Tantas veces habían hecho broma sobre su apellido, que Valerie siempre tenía ese discurso preparado.

    Pero a lo que iba, razonaba Valerie en silencio, mi casa está muy bien comunicada con la línea azul, precisamente la misma que va directamente al aeropuerto. No habría tenido siquiera necesidad de hacer trasbordo. Cuando me trasladé a Chicago, recordaba, procuré buscar un barrio que no me hiciera extrañar el mío de Berlín, tenía que ser tan hipster como Kreuzberg pero no tan pijo como Prenzlauer Berg. Leí sobre Wicker Park, que fue fundado por alemanes a principios del siglo pasado, y creí que aquí me sentiría como en casa. La estación del metro Damen está a tres minutos andando y encima podría haberme puesto los auriculares y disfrutar de la música que me gusta, como el tema «Clouds» de Epic Season (un grupito nuevo de seis chicos muy majos de Nuevo Hampshire que hacen superbuena música y que cada vez que los escucho tengo la sensación de estar tumbada observando un precioso atardecer en una bonita playa californiana de arena blanca y aguas cristalinas).

    Incluso antes de coger el metro, me habría dado tiempo a pasar por el quiosco donde curra este tío tan gracioso de Hamburgo para comprar el New York Times, el único diario que me quiere vender. Podríamos haber rajado de los vecinos -como solemos hacer- riéndonos sobre cómo éstos se mimetizaban con su entorno, cambiando ostensiblemente su forma de vestir, apenas diez días tras su llegada al barrio. También habríamos hecho la apuesta de la semana, que consistía en adivinar si un grupo recientemente descubierto por él tenía posibilidades de triunfar. El que ganaba la apuesta se encargaba de comprar las entradas imaginarias para el concierto. Lo cierto es que este Mirko tenía un trabajo envidiable, se limitaba a vender de vez en cuando un periódico e intercambiar unas palabras sin trascendencia con los residentes de Wicker Park. El resto del tiempo lo dedicaba a empaparse de todo lo que ocurría en el mundo, puesto que tenía acceso ilimitado a toda la prensa internacional, libros y revistas de toda clase. Es decir, que ¡le pagaban por formarse! Y eso es lo que hacía él, aprender incesantemente, sobre todo en materia de música. ¿Cómo era el nombre del último grupo que escuché en su tienda? ¡Ah sí, buenísimo!, proseguía imaginando Valerie. Se trataba de Weekend Phantom, unos chavalines de Lucerna que son un auténtico crack. Valerie estaba segura de que el tema «Living a cliché» se colocaría enseguida a la cabeza de la lista de los iTunes más descargados y que pronto acudirían al concierto cuyas entradas Mirko habría tenido que comprar, ya que desde un principio ella vio que estos suizos llegarían a lo más alto.

    Sin embargo, en vez de eso me toca tragarme el rollo del «conductor sabelotodo», se quejaba en silencio. ¿Por qué no se presenta como candidato al concurso «Quién quiere ser millonario» si es tan listo?, se preguntaba Valerie de forma irónica al tiempo que arqueaba una ceja.

    La observación sobre unas calles congestionadas por el tráfico más intensamente de lo habitual, desvió a Valerie de sus pensamientos, en los que incluso se había imaginado yendo en su fixie al aeropuerto. En una ciudad probicicleta por excelencia como es Chicago y que cuenta con más de 160 km en ciclovías, probablemente se podría llegar en este medio de transporte tan ecológico incluso hasta O’Hare. Aun habiendo tenido que atarme las maletas a la cabeza como hacen en Bangladesh, todo con tal de no tener que escuchar más sobre la hecatombe que según este pedante está a punto de llegar, reflexionaba Valerie irritada.

    —¿Por qué hay tanto tráfico? —interpeló, curiosa y preocupada.

    —Señorita, ¿no ha escuchado nada de lo que le he estado relatando durante los veinte minutos pasados, verdad?—. La gente se está preparando para evitar quedarse incomunicada. —Me pareció mejor coger la autovía que circunvala la carretera donde se encuentra Walmart, pero parece que esa idea la han tenido otros —comentaba el taxista con guasa, mientras Valerie ya algo convencida de la catástrofe que se avecinaba, luchaba por intentar ocultar los escalofríos que recorrían su cuerpo entero al no cesar de ver furgonetas llenas de galones de combustible y leche, velas, linternas, aprovisionamiento de víveres para diez meses, mantas, etc. circulando a toda velocidad en dirección contraria.

    —Bueno —intentaba tranquilizarse Valerie—, ya sabemos lo exagerada que es la gente en este país. Es lo mismo que pasa en Alemania cuando hay un día festivo a mitad de semana. La gente va al LIDL y compra provisiones para, como mínimo, ocho semanas. Yo siempre me pregunto: ¿Pero es que va a caer un meteorito o algo? ¿No se dan cuenta de que pasado mañana las tiendas vuelven a estar abiertas? —bromeaba.

    —Señorita, se lo repito ahora despacito para que tome nota y con buena letra —remarcó el chófer sarcásticamente y ya con un tono típico de aquel al que están sacando de sus casillas, parecido al que tu madre solía utilizar cuando a los trece años te decía: «Si te tengo que volver a decir que recojas tu habitación, la vamos a tener bien gorda»—. «Enriquito» va a tener repercusiones devastadoras. —Mi cuñado lleva infiltrándose en la zona lumbar desde hace cuatro días, y con el Katrina sólo necesito dos inyecciones de antiinflamatorios —puntualizaba.

    —De acuerdo —respondía Valerie, bastante crispada—. Parece que de ésta no sale vivo ni Dios, pero yo me voy a la costa oeste y allí estaré segura, quizás no pueda volver a mi casa nunca más, pero al menos sobreviviré. —Usted es quien me parece que lo va a tener negrísimo para regresar a su casa, por lo que cuenta. A todo esto, si cree que el fin del mundo está tan cerca, ¿qué hace que no está preparando su casa y pasando las últimas horas en este planeta junto a su familia?

    —Soy un currante nato, llevo trabajando desde hace treinta y dos años. Si me tiene que pillar «Enriquito», pues que lo haga currando y no en casa tirado a la bartola —apuntaba—. Ya hemos llegado —concluía finalmente, mientras Valerie no sabía cómo apresurarse a salir del vehículo cuanto antes, dejando atrás y para siempre a aquel «aguafiestas».

    ¡Menudo viaje me ha dado! Con lo contenta que estaba yo esta mañana, reflexionaba Valerie. Ha sido peor que el tren de la bruja en la feria. No, me rectifico, este periplo ha sido aún peor que lo que me imagino sufriera Álex, el protagonista de la película de Stanley Kubrik «La naranja mecánica» (basada en la novela de Anthony Burguess publicada en 1962 y convertida rápidamente en objeto de culto entre las vanguardias pop de Londres de aquella época) cuando le aplicaban la «Técnica Ludovico», es decir, aquella que consistía en inyectarle una sustancia que al cabo de cierto tiempo le provocaba náuseas y horribles espasmos; mientras por medio de unas pinzas quirúrgicas le sujetaban los párpados y la cabeza obligándole a ver películas de apaleamientos, asesinatos, violaciones, etc., logrando que su cerebro quedará afectado, «condicionado» para siempre.

    —Muy bien, gracias por todo —se despedía Valerie, aliviada de ver que finalmente había llegado a su ansiado destino.

    —¡Suerte! —le deseaba el taxista, mientras Valerie se alejaba taconeando a toda prisa y desconfiando claramente de los buenos deseos de éste.

    Ya casi cuando ésta había cruzado el umbral de la puerta de la terminal de salidas creyendo haber dejado atrás y para siempre al sabidillo, oyó que éste le voceaba: —¡No se olvide de saludar a mi primo si decide visitar Alcatraz!

    ¿Alcatraz? No me fastidies que tiene familia allí. Pues ni de broma le pregunto, que seguro que me cuenta un rollo que ahora sí que me quedo en tierra pero porque pierdo el avión, estimó Valerie. Debe ser algo que me ha contado cuando he desconectado un rato.

    —Sí, descuide, le daré recuerdos de su parte —añadió, aparentando saber perfectamente que era aquello a lo que el listillo se estaba refiriendo.

    3

    Buscando un cabeza de turco

    Nunca había estado tan contenta de deshacerse de una persona. De verdad que no entiendo a la gente que no sabe cerrar el pico en el momento oportuno y no disciernen cuando su opinión ni cuenta ni le interesa a nadie. No hay nada más cierto que el refrán que reza: «La ignorancia es atrevida». Aunque pensándolo bien…, el tipo de ignorante no tenía ni un pelo, de hecho estaba más enterado de la actualidad que yo, reconocía Valerie -avergonzada-. Bueno, a ver si encuentro mi mostrador de facturación.

    Su alegría de entrar en el edificio del aeropuerto, se disolvió como un azucarillo en un café tan solo unos segundos más tarde, al advertir el auténtico caos que allí reinaba. La gente corría desorientada de un lado a otro. Arrastrando enormes maletas y equipados con sombreros panamá o sombreros boho; bufandas, los unos; y capazos de playa, los otros, cualquiera podía adivinar el destino escogido por cada uno de los chiflados que por allí circulaba.

    El aeropuerto O’Hare se asemejaba al primer día de rebajas en unos grandes almacenes. Me refiero a antiguamente, es decir, a la época de Felipe González como presidente y cuando aún no se habían inventado los Outlets.

    Al igual que cuando veías unos pantalones ideales en la talla 38 y te lanzabas a aquella montaña de ropa con un ímpetu y motivación desconocidos por ti hasta el momento e incluso te peleabas con otra chica (algo

    Enjoying the preview?
    Page 1 of 1