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la espina del camaleón
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la espina del camaleón

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Ex veteranos de Afganistán y jóvenes profesionales forman el comando Operación Tabaco con la misión de sabotear y destruir plantaciones e instalaciones tabacaleras a fin de acabar con el flagelo del cigarrillo. Varios comandos son asesinados por sicarios a las órdenes de las tabacaleras por lo que, perseguidos y asediados, siete de ellos huyen a Etiopía para refugiarse en una iglesia que dirige un sacerdote amigo en las cercanías del lago Tana. A su llegada presencian un extraño fenómeno divino por lo que deciden adentrarse en el corazón del mítico lago, donde les esperan alucinantes revelaciones. Entretanto, en Valle Bajo del río Omo, al sur del país, otra pequeña expedición comandada por un misionero español que convive en la selva con los nuntii, esbeltos nativos de una ancestral tribu, parte hacia las misteriosas montañas de los Senogard en busca de los nidos donde fueron a posarse fulgurantes luces en forma de palomas que bajaron del cielo. Sin saberlo, las expediciones se funden en un solo propósito. Acción, aventura, suspenso e intrigas salpicadas de realismo fantástico, arroparán a todos los protagonistas hasta llegar a la morada de La espina del camaleón donde se les revela el destino de lahumanidad.

LanguageEspañol
Release dateSep 28, 2014
ISBN9781311213006
la espina del camaleón
Author

Diego Fortunato

SOBRE DEL AUTORDiego Fortunato, escritor, poeta, periodista y pintor italiano nacido en Pescara (Italia). Desde su más tierna infancia vive en Venezuela, su tierra adoptiva, país donde se trasladaron sus padres al huir de los rigores y devastación que dejó la Segunda Guerra Mundial en Europa. Cursó estudios académicos que van desde teatro, en la Escuela de Teatro Lily Álvarez Sierra de Caracas, pintura, leyes en la Facultad de Derecho y periodismo en la entonces llamada Escuela de Periodismo de la Universidad Central de Venezuela. Desde temprana edad fue seducido por las artes plásticas y la literatura gracias a la pasión y esmero de su madre, ávida lectora y pintora aficionada. Sus novelas, teñidas de aventura, acción y suspenso, logran atrapar en un instante la atención del lector. Sus poesías, salpicadas de delicada belleza, están tejidas de mágicas metáforas. La pintura merece capítulo aparte. En sus cuadros, de impactantes contrastes cromáticos y a veces de sutiles y delicadas aguadas, Fortunato establece sorprendentes diálogos con la luz y las sombras, como en el caso de sus series Mujeres de piel de sombra y La femme en ocre. La mayoría de las portadas de sus libros están ilustradas con sus obras pictóricas.ALGUNAS OBRASNovelas: La Conexión (2001). La Montaña-Diario de un desesperado (2002). Url, El Señor de las Montañas (2003). El papiro (2004). La estrella perdida (El Papiro II-2008). La ventana de agua (El Papiro III-2009). Atrapen al sueño (2012). La espina del camaleón (2014). 33-La profecía (2015). Pirámides de hielo-La revelación (2015). Al este de la muralla-El ojo sagrado (2016). La ciudad sumergida-El último camino (2017). Borneo-El lago de cristal (2019). El origen-Camino al Edén (2020). La palabra (2021). Cuentos: En las profundidades del miedo (1969). Dunas en el cielo (2018). Conciencia (2018).- Dramaturgia: Franco Súperstar (1988), Diego Fortunato-Víctor J. Rodríguez. Ensayos: Evangelios Sotroc (2009). Pensamientos y Sentimientos (2005). Poemarios: Brindis al Dolor (1971). Cuando las Tardes se Tiñen de Aburrimiento (1994). Lágrimas en el cielo (1996). Hojas de abril (1998). El riel de la esperanza (2002). Caricias al Tiempo (2006). Acordes de Vida (2007). Poemas sin clasificar (2008). Palabras al viento (2010). El vuelo (2011). El sueño del peregrino (2016). Sueños de silencio (2018).

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    la espina del camaleón - Diego Fortunato

    La espina del camaleón

    Por Diego Fortunato

    SMASHWORDS EDITION

    La espina del camaleón

    Copyright © 2014 by Diego Fortunato

    Smashwords Edition, leave note

    Thank you for downloading this eBook. We invite you to share it and recommend to your friends. This book is copyrighted property by its author and may not be reproduced, scanned, or distributed in any way for commercial or noncommercial use without permission. No alteration of content is allowed. If you liked this book, encourage your friends to download your copy. He appreciates your support and respect for the property of the author. This book is a work of fiction and any resemblance to persons, living or dead, or places, events or places is purely coincidental. The characters are products of the author's imagination and used fictitiously. If you liked this book, please return to Smashwords.com to discover other works by this author.

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    Diego Fortunato

    La espina

    del camaleón

    §

    Editorial

    BUENA FORTUNA

    Caracas

    DIEGO FORTUNATO

    Editorial Buena Fortuna

    Caracas, VENEZUELA

    Todos los derechos reservados

    © Copyright

    La espina del camaleón

    Copyright © 2014 by Diego Fortunato

    Cubierta copyright © Diego Odín Fortunato

    ISBN 9781311213006

    Fotocomposición y Montaje: Graphics Center, c.a.

    Impreso en Venezuela por: Graphics Center, c.a.

    Primera Edición: mayo del 2014

    E-mail: diegofortunato2002@gmail.com

    Publicado por

    Diego Fortunato

    en www.smashwords.com

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, lugares, caracteres, incidentes y profesiones son producto de la imaginación del autor o están usados de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas actuales, vivas o muertas, acontecimientos o lugares, es mera coincidencia. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del autor y editor.

    A Dios y a todos los buscadores de la verdad.

    1

    Una mortecina luz alumbraba la sala de lo que había sido el alegre y festivo hogar de Doris Gable. Sentados en un largo sofá que en la penumbra parecía apagarse de pena, una joven rubia y un hombre de mediana edad se abrazaban protectores. Sus ahogados sollozos no le hicieron escuchar el impertinente timbre del teléfono que repicaba a sus espaldas. En instantes todo volvió a ser silencio.

    Pasado un pesaroso y mudo minuto, el aparato volvió a sonar. Esta vez con temblorosa insistencia. Parecía gritar desesperado para que alguien se apiadara y tomase la bocina.

    Esta vez la joven dejó el asiento y fue a atender la llamada. Levantó el auricular y se lo puso a la altura del oído.

    –Sabía que eras tú… Acabamos de regresar del cementerio –informó a su interlocutor. Escuchó un rato lo que le decían del otro lado de la línea y luego de una larga pausa, expresó–: Estoy decidida… ¡Iré!

    –¿Qué pasa? –interrogó el hombre, quien se había incorporado del sofá y caminaba hacia donde estaba.

    –Tenemos que irnos…–informó lacónica–. Descubrieron nuestra última base… La que creíamos la más segura de todas.

    –¡Estamos acorralados! –exclamó su acompañante.

    –¡No!… Todavía tenemos una salida... Iremos a Etiopía…

    –¿Etiopía? –respondió sorprendido el adusto hombre mientras se pasaba la mano por detrás de la cabeza.

    –¡Sí!… Allá nadie nos buscará… Sé que es el fin del mundo, pero no tenemos alternativa… Es nuestra única opción.

    –¿Y quién nos protegerá?... No conocemos a nadie en esas tierras –ripostó con fatiga su interlocutor.

    –Tenemos a alguien… Un misionero cristiano al que llaman Pablo, El ermitaño. Nos dará refugio… Nos ayudó a acabar con las plantaciones de Virginia y Pensilvania… Es de fiar –aseguró la joven decidida a emprender aquel largo viaje.

    –Etiopía está muy lejos… Mejor dicho, ni sé dónde queda exactamente… Sé que es en África, pero yo ya no estoy para dar esos saltos, hija mía. Ve tú, yo me quedo.

    –¡No papá! Si te quedas te matarán… –expresó la joven batiendo su hermosa cabellera rubia–. Pasará igual que con mamá… La gente de la Norris lo hará parecer un accidente y en realidad será un vulgar asesinato… Tú lo sabes… Hazlo por mí madre… Por tú amada Doris, a quien acabamos de enterrar.

    La conversación se desarrollaba entre Sarah Gable y su padre Gary, ambos pertenecientes a Operación Tabaco, un comando especial que se había formado con ex veteranos de guerra, jóvenes médicos, profesionales de distintas ramas y agentes retirados de alguna de la casi dos docenas de agencias de servicios secretos y espionaje norteamericanos, para acabar con el flagelo del tabaco, el cual estaba causando más muertes que cualquier guerra en el mundo. Su misión era sabotear e incendiar grandes plantaciones de tabaco. Con sus acciones buscaban salvarle la vida a los muchos cientos de millones de seres humanos que seguían encadenados a la adicción del tabaco, cuya muerte sería inevitable, lenta y dolorosa, más en los casos de severos enfisemas y cáncer.

    El comando había causado mucho daño a plantaciones de tabaco y fábricas de procesamiento de cigarrillos en todos los Estados Unidos, reportándoles pérdidas archimillonarias a las compañías que mercadeaban con la muerte. Operación Tabaco tenía operando casi dos años en el más absoluto sigilo. Nadie sabía de ellos o sospechaban quienes lo integraban. Se había tomado la extrema precaución de no reivindicar la autoría de los atentados a fin de confundir a las autoridades y no dejar pistas a través de las cuales pudiesen ser descubiertos.

    Los medios de comunicación, siempre hambrientos de noticias impactantes, atribuían los sabotajes incendiarios a una supuesta secta de extrema derecha llamada Apocalipsis. Los más amarillistas, a anarquistas y dementes religiosos. Incluso, con el afán de vender y hacer más sensacionalista sus primeras páginas, periódicos de cierto prestigio llegaron a afirmar que células terroristas de Isis, el autodenominado Estado Islámico, podrían estar detrás de los sabotajes a las tabacaleras.

    Mientras más confusión y desinformación, mejor para los comandos de Operación Tabaco. De esa forma se mantenían a salvo.

    No obstante, acuciosos investigadores contratados por la poderosa Norris International Tobacco, multimillonaria empresa transnacional de procesamiento y cultivo de tabaco, habían descubierto y localizado a algunos de los comandos. Desde ese momento se comenzó una despiadada persecución y a ajusticiar sin piedad a los que iban atrapando. No había juicio previo. La sentencia siempre era definitiva y la misma. La Norris tenía su brazo ejecutor y era infalible.

    En los últimos meses el pequeño grupo de comandos al que pertenecían Sarah y su padre había venido siendo sistemáticamente exterminado. De sus treinta y tres miembros activos, apenas quedaban siete. La mayoría había muerto de normales, aunque extrañas circunstancias, pero nadie nunca sospechó nada. Y no había porqué. Nadie debía sentirse amenazado o alarmarse si alguien moría de un infarto, electrocutado por una ocasional descarga eléctrica casera o asfixiado al atorársele una espina de pescado.

    Pero Sarah y los demás miembros del Operación Tabaco sabían que esas muertes no habían sido accidentales, sino perversamente planificadas. Que detrás de ellas estaba la Norris International Tobacco y un selecto grupo de exterminio que seguía sus órdenes. No lo integraba matones de poca monta o desequilibrados mentales obsesionados por sangre, sino hombres bien entrenados que manejaban el conocimiento y la tecnología con la que se podía camuflar un asesinato con un accidente doméstico o muerte por causas naturales. Su gran mayoría eran mercenarios y ex policías sin escrúpulos, renegados de sus fuerzas al comprobársele actos de corrupción y soborno, además de abusos de fuerza y unos cuantos asesinatos. Crímenes que nunca llegaban a los tribunales porque sus expedientes eran adulterados y las evidencias incriminatorias desaparecían como por arte de magia. El extravío obedecía a favores comprados de otros policías viciados y amigos que la Norris tenía dentro de los círculos policiales y en su nómina.

    Una de sus últimas víctimas fue Doris Gable, la madre de Sarah. Aunque nada tenía que ver Operación Tabaco y siquiera sabía de su existencia, murió junto a Jordi Alba, el novio español de su hija Sarah, al desbarrancarse el vehículo en el que viajaban. Las autoridades no sospecharon nada oscuro y lo consideraron un común y fatal accidente de tránsito. No obstante, no fue así. Fue una muerte premeditada y planificada hasta en su más mínimo detalle. Un micro dispositivo de alta corrosión había sido implantado en el sistema de frenos del auto de Alba, el cual lo dejaría inoperativo en exactamente veinte minutos. Tiempo calculado por los sicarios de la Norris para cuando el vehículo estuviese atravesando una peligrosa carretera llena de curvas y despeñaderos.

    El joven era miembro del Escuadrón de Asalto de Operación Tabaco y había sido descubierto semanas atrás. Desde ese momento, sin saberlo, su vida pendía de un hilo. Debían ejecutarlo sin levantar sospechas y así se hizo. Doris Gable fue un daño colateral por viajar ese día en el auto que conducía.

    Antes de saber que habían sido descubiertos, a fin de evitar cualquier relación con el tabaco, el nombre clave de Operación Tabaco había sido cambiado por el de Vita Vitae, que traducido del latín quería decir Vida, Vida. Con ese simbolismo pretendían demostrar que no eran unos vulgares y desalmados terroristas, como comenzaban a ser llamados en los medios, y que su fin era salvar la vida de cientos de miles de personas adictas al tabaquismo. Evidenciar públicamente, cuando tuviesen la oportunidad de hacerlo, que millones de muertes en todo el mundo quedaban impunes y sin ningún responsable visible, aunque era sabido por los cuatro vientos que la mano ejecutora, el arma letal, había sido un pitillo de cigarro y quien la ponía en las manos de sus víctimas eran las grandes tabacaleras.

    En sus comienzos Operación Tabaco incendió y saboteó las plantaciones más vulnerables y menos vigiladas del estado de Virginia, en la costa Atlántica, al sur de los Estados Unidos, el cual paradójicamente recibió su nombre por la reina Isabel I de Inglaterra, quien, al no haberse nunca casado, se le llamó La reina virgen. Ahora en Virginia nacía la muerte. La pureza virginal, castidad y virtud angelical, se transmutaban en desolación y agonía.

    En Virginia los estragos causados por los comandos fueron considerables y arrojaron pérdidas multimillonarias a las tabacaleras, aunque sin víctimas humanas que lamentar porque siempre extremaban precauciones para evitarlas. Luchaban por la vida y la salud, no por la muerte.

    En aquel entonces, después de incendiar las plantaciones los comandos dejaban en un lugar visible un pequeño cartel que decía Por mí madre, cosa que causó gran confusión entre los investigadores porque Virginia también era conocida como Madre de Presidentes, por ser el estado donde nacieron ocho presidentes estadounidenses, incluidos cuatro de los cinco primeros mandatarios del país, entre ellos George Washington.

    Después de los sabotajes iníciales, los comandos pasaron a acciones más sofisticadas y ya no volvieron a dejar ninguna pista o cartel que pudiesen ponerlos al descubierto. Poco a poco se les fueron sumando nuevos miembros, los cuales eran reclutados en círculos profesionales y su brazo armado entre los numerosos descontentos veteranos de guerra y ex agentes de los Servicios Secretos norteamericanos. Ninguno de ellos de la CIA, sino de filiales muy poco conocidas por la gente común, pero si temidas por organizaciones similares paralelas.

    El único de todos los comandos que trabajó en la DIA, Defense Intelligence Agency, la Agencia de Inteligencia de la Defensa de los Estados Unidos, era Gary Gable, el padre de Sarah. Durante siete años fue uno de sus dieciséis mil quinientos trabajadores al servicio de la principal agencia productora de Inteligencia Militar para el Departamento de Defensa de los Estados Unidos, entre cuyas funciones estaba coordinar las actividades del Ejército, Marina, Cuerpo de Marines y de los integrantes de inteligencia de la Fuerza Aérea.

    La DIA se encargaba también de proporcionar inteligencia militar a políticos, comandantes y planificadores dentro del seno del Departamento de Defensa y la llamada Comunidad de Inteligencia, la cual agrupaba a muchas pequeñas y secretas agencias de espionaje, cuya directriz estaba en manos del Departamento de Estado.

    Gary tenía años retirado de sus actividades de inteligencia. Había comenzado como analista y fue ascendiendo rápidamente dentro de la plataforma de la Agencia por su disciplina y alto profesionalismo. No obstante, al enterarse de ciertas irregularidades y manejos oscuros en su seno, defraudado en sus más fieles principios democráticos y religiosos, renunció y pasó a ocuparse de las tranquilas labores de su hogar. Pero esa paz duró poco.

    Las noticias sobre los desmanes de las tabacaleras seguían llegando a sus oídos. Indignado por la hipocresía política y militar de su país, que sin ningún escrúpulo protegía a las grandes transnacionales que estaban acabando con la salud de la humanidad y del pueblo norteamericano, gracias a las grandes sumas de dinero que asignaban a sus campañas políticas de elección o reelección, un buen día se unió al grupo que militaba su hija Sarah, una joven y destacada médico que no era indiferente a esos acontecimientos.

    A Operación Tabaco se les fueron uniendo jóvenes y brillantes científicos. Estos diseñaron un sofisticado plan operacional que cambiaría las llamas y los explosivos incendiarios por una especie de virus que atacaría directamente al terreno de cultivo de tabaco con capacidad de destruir extensas plantaciones en sólo cuestión de días. El letal virus mataba todo. La toxina actuaba con tal vivacidad, que en cuestión de horas las verdes y grandes hojas de tabaco comenzaban a palidecer y tomar un color marrón rojizo, como si el otoño les hubiese arrebatado la vida. En otros sembradíos, dependiendo de la estación del año, se tornaban de un macilento violeta. Al despuntar el nuevo día, cada planta, tallo y hoja estaban postradas inertes sobre la tierra que las vio germinar. Lo mejor de todo, era que el suelo quedaba infértil por más de cinco años.

    Desde ese momento y con esa innovadora arma en sus manos, los comandos ya no tendrían que llevar con ellos peligrosos explosivo. Sólo debían escabullirse de noche por las plantaciones, sembrar el virus e irse sin ser detectados. De esa forma se evitaba tomar riesgos innecesarios o cualquier muerte accidental causada por las llamas, aunque siempre se cercioraban de que no hubiese personas en las cercanías de las plantaciones al momento de activar los explosivos incendiarios. Ya no haría falta minar y hacer volar por los aires a las fábricas procesadoras de cigarrillos. La ecuación era simple: al no haber hojas de tabaco las fábricas quedaban inactivas y con muy escaso inventario de producción.

    El mundo entero estaba impactado por lo que estaba sucediendo en los Estados Unidos. En Delhi y otras ciudades de la India se formaron otros grupos secretos de exterminio a plantaciones de tabaco. Igual aconteció en Rusia, donde el índice de mortalidad por tabaquismo seguía siendo uno de los más elevados del mundo.

    El virus de la salud, como comenzaron a llamarlo algunos medios, se propagó por todo el planeta. Incluso llegó a China y a algunos países latinoamericanos, más que todo a Brasil y Venezuela, donde el índice de muertes por tabaquismo era alto, aunque en esta última nación no existían estadísticas de nada ni de nadie, porque el gobierno comunista y dictatorial imperante prohibía la difusión pública de cualquier registro que no les convenía.

    Los que habían iniciado un grupo de decididos y valientes jóvenes, ahora tenía repercusión mundial y muchas eran las voces que se levantaban en su apoyo. Se preveía un final feliz para la humanidad, aunque todavía había un largo camino por recorrer. La chispa había sido encendida y siquiera el gran poder del dinero de las trasnacionales de la muerte y sus aliados políticos podría apagarla y evitar lo que irremediablemente devendría. El fin del oprobio, de la muerte de uno de los mayores tóxicos de consumo masivo que la humanidad haya conocido jamás.

    El timbre del teléfono volvió a sonar. Esta vez fue Gary quien levantó la bocina.

    –¡Tenemos que salir ahora!... Vienen por nosotros –alertó y enseguida colgó.

    –¿Quién era, papá? –preguntó Sarah sobresaltada.

    –Buz –respondió mientras se dirigía hacia una de las habitaciones.

    –¿Dónde vas?

    –Por armas y municiones –dijo mientras apuraba el paso–. Apaga todas las luces y apártate de puertas y ventanas –advirtió mientras se perdía en la oscuridad de la casa.

    2

    Cipp Derrik, un prominente directivo de la Norris International Tobacco había sido citado a una reunión a puerta cerrada por un Comité Especial del Senado de los Estados Unidos. Los congresistas querían saber de viva voz y de boca de uno de sus más altos jerarcas qué estaba pasando y el porqué de los ataques incendiarios a las instalaciones y plantaciones de tabaco a todo lo largo del país. También les habían llegado denuncias de que algunas personas supuestamente ligadas a los actos terroristas contra las tabacaleras habían muerto de forma extraña y sospechosa, según se desprendía de ciertas investigaciones de carácter secreto ordenadas por un juez superior que había recibido evidencias de qué algo irregular estaba ocurriendo alrededor de los atentados.

    Aunque el motivo de la citación de Derrik obedecía a la estricta realidad, se había omitido la razón primordial que desencadenó la investigación y conformación del Comité Especial del Senado. Y esa fue el hallazgo del cuerpo sin vida de un joven completamente desnudo en el dormitorio de su casa. Al principio se pensó que la muerte había ocurrido por una supuesta sobredosis de drogas, pero pronto esa hipótesis fue desechada. Lo que activó las sospechas de los investigadores fue el hecho de que en macabro rito su cadáver fue rodeado por una gran cantidad de cajetillas de cigarrillos. Y eso no tenía nada que ver con drogas, bandas, cobro de factura ni con ritos satánicos. Debían hallarle un significado.

    Las investigaciones se mantuvieron en estricta reserva. Muy pocas personas sabían que el occiso era sobrino de Dwight F. Palmer, el severo e influyente Juez Superior del condado Adams, en Washington D.C., y descendiente directo de Robert Gray, el primer estadounidense que en 1792, junto a una expedición de cazadores y comerciantes partió desde Boston para explorar las tierras vírgenes que rodeaban al hoy estado de Washington. Al desembarcar en su litoral, Gray reivindicó los derechos norteamericanos sobre ese vasto territorio y todo lo que alcanzase a ver con su vista.

    Lo que más extrañó al juez Palmer era el hecho de que su sobrino, Rick Palmer, no fumaba y era un acérrimo luchador antidroga desde sus primeros años de secundaria, aunque por su aspecto desgarbado se podría suponer otra cosa. Ann, la hermana del joven asesinado y el juez lo sabían, no así los que perpetraron el horrendo crimen. Debido a ello, por ser su sobrino Rick una persona de elevados principios morales, conducta irreprochable y adversario de todo lo que atentase contra la salud del ser humano, sospecharon que pudo haber estado involucrado o conocía a algunos de los saboteadores de las plantaciones tabacaleras. Y que, precisamente por ese motivo, se debían las cajetillas de cigarrillos dispuestas en forma tenebrosa alrededor del cuerpo del infortunado joven. De otra manera, no tendría sentido ni significado.

    La indignación del juez se exacerbaba a medida que leía los informes sobre los actos incendiaros que recibía de sus colaboradores casi a diarios. No había que ser muy perspicaz para intuir que algo muy turbio estaba ocurriendo dentro del mundo del tabaco. Esos hechos y otros, detectados gracias a su experiencia como juez, lo condujo a tomar decisiones drásticas y utilizar toda su influencia política para que se acelerase una formal y secreta investigación.

    El magistrado estaba en lo cierto. Los primeros resultados indicaban que otros jóvenes, aparentemente saludables, habían fallecido en raras circunstancias en la ciudad durante las últimas semanas y, lo más escamoso, todos eran conocidos defensores de los Derechos Humanos.

    Media hora antes de lo acordado, Cipp Derrik, escoltado por su chofer y guardaespaldas, llegó al sitio de reunión. No fue recibido con halagos o prebendas por la gendarmería de turno, sino gentilmente invitado a sentarse en la sala de espera, cosa que rechazó con insolentes movimientos de su tosco cuerpo.

    Derrik no era hombre de esperar a nadie y fastidiado salió del recinto. Le dijo a su chofer que lo aguardara en el auto y que cuando todo hubiese terminado lo llamaría para que fuera a buscarlo. Mientras el obediente conductor caminaba hacia el auto que estaba aparcado en un lugar especial para visitantes distinguidos, el panzudo ejecutivo de la Norris se dirigió hacia los jardines del Capitolio. Quizás quería estar a solas y meditar las respuestas que les daría a los incisivos congresistas, a quienes entre sus amigos llamaba depredadores de oficio.

    Al reloj marcar la hora prevista para la discreta reunión, de la que siquiera los veteranos sabuesos del New York Time o del Washington Post se habían enterado, se inició con toda calma y con un toque de sobriedad. Las primeras fueron preguntas simples, sin suspicaces intenciones de confundirlo. Era evidente que se estaban sopesando fuerzas y argucias.

    Ambas partes habían acordado de antemano que Derrik debería ir sólo a la cita, sin corte de abogados, ayudantes o secretarias, ya que sería una reunión de rutina y a puerta cerrada. Además, de esa manera se evitaría que trascendiese a los medios de comunicación, a los que tanto temor tenían los directivos de las tabacaleras. De rutina no tenía un ápice ya que una comisión del Congreso no se constituía por motivos banales. Sólo eran apariencias para ahuyentar a los depredadores de prensa. Fue una petición especial de las tabacaleras y le fue concedida. Ese día estarían representadas por el alto ejecutivo de la más poderosa de todas ellas, la Norris.

    Inmutable, con un cinismo diabólico dibujado en su rostro, fastidiado de tantas preguntas y con ganas de marcharse, el regordete vicepresidente de la Norris comenzó a juguetear con los sobrios y severos cinco miembros del Comité Especial.

    –No me digan que también estamos bajo investigación por muertes por arrollamiento o por los miles de suicidios que hay en el país y que estos fueron causadas por el consumo excesivo de cigarrillos… No me hagan reír –soltó con descaró Derrik.

    –Recuerde que está bajo juramento. Nuestras preguntas son concretas. Esperamos, en aras de la verdad y la justicia, respuestas directas y veraces –requirió pausado el presidente del comité, en cuyo mesón-escritorio estaba una placa de bronce donde se leía Peter J. Prince.

    –¿Me podría volver a repetir la pregunta? –requirió con descaro Derrik, quien seguía inmutable y con la misma irónica e irreverente sonrisa en los labios.

    –De acuerdo, pero por favor responda conciso –exigió el presidente del comité–. ¿Manejan ustedes o están bajo las órdenes de las compañías tabacaleras que representa algún Escuadrón de la Muerte? Dicho de otra forma, ¿ustedes les pagan a mercenarios, asesinos o a alguna persona o personas para que asesinen a los que están incendiando y acabando con sus instalaciones? –demandó preciso el congresista.

    –Usted está confuso… –dijo Derrik llevándose una mano a la barbilla–. Las están incendiando, pero no acabando –aclaró prepotente–. ¡Nunca acabarán con el fruto de nuestro trabajo y sacrificio de muchos años!... ¡Somos libre empresa y estamos amparados por la Constitución!... ¡Nadie acabará con nosotros!... ¡Nadie! –comenzó a vociferar en forma irreverente y muy fuera de tono–. ¡Nadie!... Somos parte del país y sostén de sus instituciones… Sin nosotros ustedes no estuviesen sentados donde están.

    –¡Orden!... ¡Orden!... –solicitó riguroso, pero sin perder la compostura el presidente de la sala.

    –Disculpe que haya ofendido la dignidad de la sala –se excusó con fingida mansedumbre Derrik–. Es que me vino a la memoria los nombres de todos los políticos que nos llaman constantemente en busca de ayuda económica para sus campañas –remató arrogante el vicepresidente de la Norris.

    –Debe ceñirse a responder a nuestras interrogantes… Lo que afirma no nos interesa y tampoco es ilegal. El país necesita de buenos ciudadanos que apoyen a nuestros políticos para que puedan lograr excelentes reivindicaciones sociales para los habitantes de nuestra nación –manifestó visiblemente comprometido en algo brumoso el senador presidente, de allí su condescendencia.

    –Me abruma escuchar tantos cuentos, pero siempre van a suplicarnos a nosotros… Ahora parece que todos sufren de amnesia –prosiguió Derrik en desafiante desacato.

    –No evada más la respuesta. Ocúpese a contestar la pregunta del senador Prince –constriñó mal encarado el congresista segundo al mando en el comité.

    –Aquí todos conocen de la respetabilidad de la Norris, mucho más usted, senador Rutenford, quien ha visitado nuestras plantas en más de una ocasión –respondió el gordinflón directivo tabacalero dirigiéndose al senador que ahora lo inducía a responder la interrogante del presidente del comité–. Si quieren saber si nosotros matamos a alguien, pues les confesaré que sí, matamos a muchas personas… –Derrik hizo una pequeña y de reojo observó que había captado la atención de todos. Luego, entornando sus perversos ojos, agregó–. Pero de placer y con una sonrisa en los labios mientras saborean nuestros cigarrillos –remató con punzante insolencia.

    –Usted sigue estando fuera de orden y si persiste en su actitud lo haré arrestar –le advirtió un viejo senador que debía estar cerca de los ochenta años de edad.

    Aunque la reunión del comité era a puerta cerrada, por una entrada lateral que daba hacia las oficinas del congreso, de vez en cuando entraban y salían algunas secretarias y mesoneros que se ocupaban de los servicios de agua, café y otros requerimientos de menor importancia que ordenasen los congresistas.

    –Señor Derrik, le vuelvo a recordarle que está bajo juramento delante de un Comité de Investigación del Senado de los Estados Unidos y su irreverencia y desacato pueden ser tomados como delito contra el Estado. ¿Me entendió bien? –amenazó muy serio y sin rodeos el senador Prince a fin de terminar de una vez por todas con la burlona actitud del directivo de la Norris. Habían sido muy complacientes, pero ya Derrik había derramado el vaso y la paciencia de los congresistas.

    –¡Claro, su señoría! –respondió el regordete ejecutivo.

    –¿Va a responder corta y concisamente a todas nuestras preguntas?

    –¡Claro, su señoría! –repitió impasible.

    –¿Dirá la verdad y solamente la verdad?

    –¡Claro, su señoría!–seguía respondiendo con cínico sarcasmo como si el interrogatorio se tratase de un juego.

    –¿Aprueba y está usted de acuerdo con la majestad de este comité?

    –¡Claro, su señoría!

    –¡Está usted bien?

    –¡Claro, su señoría!

    –¿Está usted drogado o algo similar? –increpó otro de los cinco senadores que formaban el comité.

    –¡Claro, su señoría!

    –¿Cómo? –reventó estupefacto el senador...

    –El que fuma se droga –afirmó delirante Derrik.

    –¡Usted es un animal! –respondió furibundo el congresista.

    –¡Claro, su señoría!

    –Un burdo animal inconsciente –calificó ante de levantarse de su asiento y dirigirse hacia la puerta lateral de salida.

    –¡Claro, su señoría! –prosiguió inmutable el alto directivo.

    –Irá la cárcel por su irreverencia –advirtió mientras los otros congresistas también comenzaban a dejar sus puestos.

    –¡Claro, su señoría!

    –¡Quiero orden!… ¡Está fuera de orden! –gritó el senador Prince fuera de sí.

    –Ningún orden… El orden somos nosotros, imbéciles… Nosotros tenemos el dinero y nosotros los convertimos a ustedes en senadores con la misma facilidad como se hacen muñecos de plastilina –gritó desvariado Derrik, quien parecía estar intoxicado por alguna droga.

    Al terminar sus últimas palabras en la sala se escucharon varios disparos. Todos buscaron resguardarse, menos el envalentonado Derrik, quien permanecía en visible éxtasis sentado en su asiento con una sarcástica sonrisa en sus labios. Definitivamente, estaba aletargado por los efectos de alguna droga.

    Un silencio mortuorio invadió el recinto. Siquiera la cantidad de micrófono abiertos suspiraron. El vicepresidente de la Norris permanecía atado a su asiento como si nada ocurriese a su alrededor. Era su show particular y se había propuesto disfrutarlo al máximo. Se sentía invulnerable. Sabía que saldría airoso de aquel interrogatorio porque nada podrían hacerle debido a que, como decían en la Norris, las tabacaleras somos un pilar importante de la democracia de nuestro país, el sostén del Estado y sus instituciones porque pagamos por su elección, los financiamos y, además, sufragamos impuestos millonarios por nuestras operaciones. Somos los que aportamos más fondos que cualquier otra empresa o ciudadano para sus campañas electorales. Si salen elegidos son nuestros hombres, nuestros senadores y pertenecen a nuestro inventario. Se deben a nosotros y no podrán traicionarnos porque sus almas están en nuestras manos.

    Varios agentes de seguridad se apersonaron al recinto del comité para investigar qué había sucedido. Los senadores habían abandonado el lugar al escuchar los disparos, por lo que sólo quedaba Derrik en el recinto. A simple vista todo pareció deberse a una confusión. A veces el ruido de la calle penetraba con disonante eco en algunos lugares del Capitolio.

    En esta ocasión no fue así.

    Los disparos habían sido hechos adentro de la sala del comité. En el mismo lugar donde se celebraba la reunión con el vicepresidente de la Norris y había tenido una víctima.

    El cuerpo inerte de Derrik, con su semblante opaco, muy lejos de la sonrisa que esbozó durante su confrontación con el comité, manaba sangre por el pecho. Una mancha roja sobre en su chaleco color marfil, a la altura del corazón, anunciaba que su vida y con ella la miserable conducta con la que arrastraba hacia el vicio del cigarrillo y a la muerte a millones de seres humanos, había acabado, aunque, lastimosamente con ella no se fue el flagelo del tabaco.

    3

    El aeropuerto Addis Abeba Bole estaba más atestado que de costumbre. Fue una gran ventaja para los siete viajeros que así sucediese porque evitaron estar expuestos a requisas y muchas preguntas.

    Habían llegado a Etiopía en el vuelo LH598 de Lufthansa procedentes de Washington, ciudad donde pudieron llegar gracias a la ayuda de un amigo de Gary que sospechaba de sus actividades, empero

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