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Zombie Games (Sin salida) Tercera parte.
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Ebook281 pages4 hours

Zombie Games (Sin salida) Tercera parte.

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About this ebook

En un mundo de sangre, sudor y lágrimas, los sueños se echan a perder, pero la esperanza aún reside en los corazones de nuestros valientes supervivientes.

Ha sido un duro viaje, pero nuestros héroes al fin han llegado a Atlanta, donde el caos continúa, y se han dado cuenta de que los zombis no son el único peligro que acecha en esta gran ciudad.

El juego continúa con nuevos jugadores, peligrosos adversarios y más de una princesa que necesita ser rescatada…

Contiene temática y lenguaje para adultos. 

LanguageEspañol
PublisherBadPress
Release dateSep 9, 2019
ISBN9781633397828
Zombie Games (Sin salida) Tercera parte.
Author

Kristen Middleton

New York Times and USA Today bestselling author Kristen Middleton (K.L Middleton) has written and published over thirty-nine stories. She also writes gritty romance novels under the name, Cassie Alexandra.

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    Zombie Games (Sin salida) Tercera parte. - Kristen Middleton

    Como siempre, les dedico este libro a:

    mi familia,

    mis amigos

    y por supuesto...

    mis lectores.

    Capítulo uno

    ¿El desconocido?

    ––––––––

    Le dolía la cabeza.

    Mucho.

    Abrió los ojos y se quedó ensimismado mirando a la gravilla que tenía delante de la cara. Apretó los dientes para soportar el dolor punzante, se sentó y se sacudió los pequeños granos de arena de la mejilla.

    «¿Dónde diablos estoy?»

    No todos los días se despertaba uno en un callejón, tirado en la tierra. Nada le resultaba familiar y el silencio era atronador. Resultaba inquietante lo silencioso que estaba todo. No se oía el ruido del tráfico, ni el zumbido de los aparatos de aire acondicionado, ni siquiera un pájaro trinando desde los árboles. Se sentía como en un antiguo episodio en blanco y negro de La dimensión desconocida.

    Miró alrededor, aliviado de encontrarse solo en semejante estado mental. Bueno, eso no es del todo cierto. Había un cuervo picoteando un cuerpo sin cabeza que había en las inmediaciones y tres zombis, a unos treinta metros, que iban tambaleándose hacia él.

    «¿¡Pero qué cojones!?»

    Se incorporó torpemente, mirando con incredulidad a las siluetas, mientras estas, con su penetrante hedor, se iban acercando cada vez más.

    «¿Es posible que haya perdido la puta cabeza?»

    Tenía la mente nublada. De hecho, no podía recordar nada. Ni por qué había estado inconsciente, por qué había un hombre decapitado junto a él, o por qué había muertos caminando sobre la tierra. Y lo más importante: ni siquiera podía recordar quién demonios era. Por el dolor de cabeza resultaba obvio que se había dado un golpe en el coco y le estaba haciendo olvidar los detalles importantes.

    El hedor se aproximó más; una mezcla de huevos podridos y mierda fresca de perro. Sí, definitivamente podía oler, lo que significaba que no estaba soñando y por cómo pintaban las cosas, estaba algo jodido.

    Uno de los zombis gimió de entusiasmo e hizo que le recorriera un escalofrío. Esa maldita cosa le miraba como si fuese un suculento filete de ternera Kobe, muy poco hecho. 

    Gruñó.

    «No lo creo, colega.»

    Mientras la distancia entre ambos disminuía, su rostro se contrajo en una sonrisa enfermiza. Por las miradas hambrientas de los tres zombis y sus brazos estirados, estaba claro que buscaban algo más que un abrazo.

    Sacudió la cabeza y sonrió sin gracia. «Los putos muertos vivientes...»

    Bueno, los dos hombres y la mujer estaban mucho más que muertos con su carne podrida, la falta de algunas de sus extremidades, su piel grisácea y los ojos inyectados en sangre. Pero su hambre estaba viva y, como era evidente, sin saciar.

    Suspiró y miró a su alrededor para buscar algo con lo que defenderse. Lo que encontró fue algún tipo de milagro: un hacha, apoyada contra una de las puertas de garaje. Se acercó, la cogió y avanzó hacia los zombis.

    ***

    Veinte minutos después se daba una ducha fría en una casa abandonada. No había electricidad pero, por suerte, sí había agua. Tras cerrar las puertas y localizar algunos artículos de baño junto con algo de ropa y comenzó a lavarse toda la porquería sangrienta del cuerpo.

    Las duchas frías eran un asco, pero al menos era algo.

    Cerró los ojos mientras el agua helada caía sobre su rostro, suspirando mientras flashes de imágenes le venían a la mente. Una en particular comenzaba a molestarle en serio. Un soldado, un tío rubio de sonrisa arrogante que había amenazado a alguien cercano a él. Alguien llamado... ¿Tex?

    Se le volvió a quedar la mente en blanco y dio un puñetazo en la ducha debido a la frustración. Estaba tan cerca de recordar algo... algo sobre Atlanta. Tenía la certeza de que era vital que llegase a Atlanta.

    ¿Se encontraba en Atlanta?

    No tenía ni idea de cuál era la ciudad o el estado en el que se encontraba. Tendría que dar una vuelta por la casa en busca de facturas u otras pistas.

    Terminó de darse la ducha, se enrolló una toalla a la cintura y localizó algo de paracetamol en el armario de las medicinas. Cuando el dolor de cabeza se hizo soportable, se puso unos desgastados Levis y una camiseta que había encontrado en el baúl de uno de los hombres. Por suerte, los pantalones le quedaban bien, aunque la camiseta, que llevaba impresa un par de ojos de búho y decía I love Hooters, le quedaba algo ajustada.

    Sonrió y sacudió la cabeza. Puede que no recordara exactamente quién era, pero sí que recordaba haber comido en ese restaurante en particular.

    Al pensar en alitas de pollo su estómago empezó a rugir, de forma que bajó a la cocina, donde encontró una única lata de ravioli. Ayudó a bajar la comida gracias a una lata de cerveza tibia que encontró en la nevera y eructó satisfecho. Después cogió el hacha y fue al garaje, donde encontró otro salvavidas. Parecía como si alguien estuviese cuidando de él.

    ―Genial ―dijo asintiendo con la cabeza mientras admiraba la Harley V-Rod negra que el dueño de la casa había dejado abandonada con una llave junto a ella en el suelo. Estaba en perfecto estado y era obvio que había sido el tesoro de alguien. Ahora era su transporte a Atlanta y, con suerte, el medio para hallar respuestas. Sorprendentemente, incluso con su pérdida de memoria estaba bastante seguro de sus habilidades para conducirla. Estaba claro que sabía de motos.

    Un cuarto de hora más tarde, tras haber conseguido un mapa, se subió a la moto y se dirigió hacia su destino que, afortunadamente, se hallaba a sólo una hora.

    Capítulo dos

    Paige

    Por lo que debía ser la centésima vez en esa misma hora, Paige se abstuvo de utilizar el bate. Su madre y Enano estaban volviendo a lanzarse besos y aquello la estaba volviendo completamente loca.

    «Parecen un par de adolescentes que no pueden tener las manos apartadas del otro», refunfuñó para sí misma.

    De todas formas, lo bueno era que Enano había conseguido evitar que su madre siguiese fumando más de sus amados palitos de cáncer.

    ―Fumar es malo para ti ―había regañado a su madre en tono bromista cuando ella le había pedido que buscase más tabaco tras quedarse sin nada.

    ―Oh, creo que tú también eres malo para mí ―había contestado su madre mientras hacía pucheros.

    ―Cariño, soy malo, pero te garantizo que sepo mejor que un cigarrillo ―dijo riendo entre dientes.

    ―Vale... vale... vale... ―dijo Paige bruscamente, interrumpiendo su cháchara―. Recordad que seguimos aquí detrás y no hay bolsas para el vómito en este vehículo. O buscáis una habitación en algún motel abandonado o cortad esas desagradables insinuaciones.

    Kristie se giró para fruncirle el ceño a su hija mayor.

    ―¿En serio, Paige? Solo estamos intentando pasarlo bien. De verdad que deberías relajarte, cielo.

    ―¿Relajarme? Todos nuestros amigos han DESAPARECIDO. Por lo que sabemos, podrían yacer muertos en una zanja en cualquier lugar. Y vosotros dos ni siquiera parecéis estar preocupados.

    Había ocurrido poco después de que un devastado Bryce hubiese llevado a Cassie de vuelta al otro todoterreno. Al parecer la chica había perdido la conciencia después de ser mordida por Eva, quien se había convertido en la Zorra Zombi del Infierno. Y lo que era peor aún era que Paige no tuvo la oportunidad de darle la estocada final. La habían engañado y no había perdido la oportunidad de matar al único zombi por el que Paige hubiera dado un brazo para poder destruir. Qué ironía, todavía la carcomía por dentro. 

    El ataque a Bryce había ocurrido después de colocar a Cassie en la parte trasera del todoterreno. Un Doge enorme y negro había parado detrás del coche de Dave y antes de que nadie supiera lo que ocurría salieron a relucir las armas. En cuanto se hubieron realizado los primeros disparos, Enano había salido disparado como alma que lleva el Diablo. Por desgracia, el todoterreno de Dave no le siguió, como hubiera sido de esperar. Cuando al fin Enano se hubo vuelto para ver si Dave y Bryce necesitaban ayuda, todos habían desaparecido.

    ―Oye, estamos preocupados ―dijo Enano apretando las manos alrededor del volante―. De hecho, me siento como una mierda por haberles dejado atrás tan rápidamente. Lo que pasa es que no quería dejar que nada os pasara a vosotras, chicas. Ni a ti, abuelo. 

    Para tratar de reconfortar a su hija, Kristie se inclinó y le apretó levemente un hombro con la mano.

    ―Sé que estás asustada, pero tienes que recordar que son un grupo duro de pelar. En el fondo de mi corazón creo que solo nos hemos separado durante un breve periodo. Antes de que te des cuenta estaremos en Atlanta y te percatarás de que todos están bien. Ten un poco de fe, cielo.

    Paige se apartó y miró por la ventanilla, intentando no echarse a llorar.

    ―Espero que tengas razón ―dijo.

    ―Tu madre está en lo cierto ―dijo Enano―. Y nosotros deberíamos llegar a Georgia dentro de poco, así que podrás verlo por ti misma.

    Paige se irguió.

    ―Sobre eso... Enano, no dejas de repetir cada cierto tiempo que no tardaremos en llegar a Georgia y aún no hemos visto ninguna señal en la carretera que lo confirme. Te has perdido, ¿verdad?

    Henry, quien había estado durmiendo hasta ese momento, se aclaró la garganta y rio entre dientes.

    ―Por supuesto que no se ha perdido. Ha viajado por todo el país y es probable que haya estado en Georgia una docena de veces. ¿Verdad, chico?

    Enano, que era luchador profesional y probablemente hubiese dado un puñetazo en la cara a cualquiera que se refiriese a él como chico, simplemente asintió hacia Henry.

    ―Eh, sí, abuelo. He estado en Atlanta unas cuantas veces.

    ―¿Y has llegado a conducir hasta allí? ―preguntó Paige mientras cruzaba los brazos por debajo del pecho.

    ―Bueno ―contestó él con su aguda voz, que sonaba muy parecida a la de Michael Jackson y no parecía pertenecer al gigante hercúleo que conducía la furgoneta ―, he volado la mayoría de las veces, pero no puede ser tan difícil si sigues las señales de tráfico.

    Y aquel había sido el problema. La última señal indicando Georgia que Paige recordaba haber visto la habían pasado hacía un par de horas y aún no habían llegado al estado. Al parecer, Enano no se había parado a pensar en lo extraño que resultaba.

    ―Cielo... ¿te has confundido en algún cruce o algo? ―preguntó Kristie mientras entraban en el pequeño pueblo de Deer Ridge.

    Paige sintió que el pelo de la nuca se le erizaba mientras aminoraban. Deer Ridge no parecía ser otra cosa que un erial zombi por fuera, pero ella sentía que en él había algo incluso más siniestro. De hecho, era como estar conduciendo por un pueblo fantasma en el que rodaban las plantas corredoras y había ojos que te espiaban desde el otro lado de las oscuras ventanas. En ese momento, se hubiera apostado cualquier cosa a que los muertos vivientes se tambaleaban en alguna parte, puede que a punto de atacar.

    Enano espetó:

    ―¿Confundirme en un cruce? No creo.

    ―Podríamos mirar un mapa ―dijo Paige―. Para asegurarnos.

    La última vez que habían llenado el depósito a Enano se le había perdido el que tenían al aplastar una mosca y lanzarlo por ahí de forma distraída.

    ―Sí, buena idea. Vamos a llenar el depósito en la próxima gasolinera y cogeremos uno ―respondió Kristie.

    ―Estad atentos a los ladrones ―dijo Henry―. Van a estar acechando por todas partes, ¡vaya!

    ―Por cierto, Henry ―dijo Kristie―. ¿Qué tal tu espalda? ¿Crees que lo conseguirás?

    Hacía alrededor de una hora habían aparcado a un lado de la carretera para que los chicos pudieran hacer sus necesidades. Henry se había caído hacia atrás sobre una roca y se había quejado de que le dolía la espalda.

    Sacudió la cabeza.

    ―Duele un poco pero os voy a decir una cosa... este semental aún le queda mucho trote. Todavía me quedan muchas horas de ser cabalgado.

    Kristie sonrió con amabilidad.

    ―Claro que sí, Henry.

    Con un brillo en los ojos, añadió:

    ―Si quieres cepillarme la montura, preciosa, solo tienes que pedirlo.

    Paige gruñó. Le gustaba Henry pero llevaban horas en el mismo vehículo y ya era hora de que dejase de hablar de su habilidad para montar.

    ―Ay, abuelo ―rio Enano.

    ―Henry ―dijo Paige―, creo que deberías olvidarte de tu montura y ayudarnos a averiguar dónde demonios estamos.

    ―Estamos perdidos, está claro, ahí es donde estamos ―dijo mientras sacaba su lata de tabaco de masticar―. No hace falta ser un genio, cariño.

    ―¿Crees de verdad que estamos perdidos? ―preguntó Kristie con aire de preocupación.

    Esa vez Enano no respondió y Paige quiso gritar.

    Capítulo tres

    Kris

    Kris se sentó frente al doctor, cuyo rostro se volvió borroso tras su discurso imparcial. Se enjugó las lágrimas y sacudió la cabeza.

    ―Es que no lo entiendo. Quiero decir, usted me dijo que estaba mejorando. Incluso recuperó la consciencia varias veces.

    Él le pasó un pañuelo.

    ―Sé lo duro que es.

    ―Quiero verla ―exigió ella.

    ―Lo siento, pero no puedo permitirlo. Ha estado en cuarentena y le vamos a hacer una autopsia. Mire, entiendo su pesar. Yo también he perdido a casi toda mi familia. Es trágico. Terrible. Pero tiene que ser fuerte por el resto de su familia.

    Sus ojos eran inexpresivos y no mostraban auténticos signos de compasión. Resultaba difícil creer que hubiera perdido a alguien.

    ―No, ¡quiero ver a mi hija! ―gritó. Su voz se volvió estridente―. ¡Me dijo que estaba mejorando! Y he estado junto a ella en todo momento hasta esta mañana, cuando usted se la llevó lejos de mí. He estado expuesta al maldito virus desde el primer día, de forma que, como puede ver, doctor, ¡no importa si vuelvo a acercarme!

    En ese preciso momento, dos jóvenes soldados entraron en la sala.

    ―¿Va todo bien, doctor Hill?

    Ella ignoró a los soldados pero suplicó en voz mucho más baja:

    ―Doctor, déjeme ver a mi niña. Por favor.

    El médico suspiró.

    ―Lamento mucho su pérdida. Si hubiera algo más que pudiera hacer, lo haría. Por desgracia, son órdenes del gobierno y tengo las manos atadas.

    Era obvio que, en realidad, no estaba de su parte, y eso la enfureció.

    Se le estaba acabando la paciencia.

    Estaba cansada de tanta mentira.

    Kris se levantó y se inclinó sobre el escritorio, colocando su rostro justo en frente del de él.

    ―Vale, bien, ¡quiero hablar con quién sea que esté dando las órdenes, doctor! Exijo hablar con sus superiores. ¡Ahora mismo, joder!

    El soldado más alto dio un paso hacia ella, pero el doctor Hill alzó una mano, haciendo que se detuviera.

    ―No... no pasa nada ―dijo y se volvió hacia Kris―. Por favor, siéntese. Esto no es necesario.

    Ella se retiró, pero no se sentó.

    ―¿Y bien? ―preguntó tensa, intentando mantener la compostura.

    El doctor Hill se pasó la mano por la cara y al final asintió.

    ―Veré lo que puedo hacer, señora Wild. No puedo garantizarle nada, pero lo intentaré. De momento, ¿por qué no intenta descansar un poco?

    Ella espetó:

    ―¿Descansar? Ya he descansado suficiente. Si no puedo ver a mi hija ahora mismo, entonces quiero intentar llamar a mi marido otra vez ―dijo―. ¿Puede, por favor, dejarme un móvil que pueda usar?

    Él se puso en pie y cogió los papeles que había sobre su mesa.

    ―Veré lo que puedo hacer ―dijo sin dirigirle la mirada.

    «Su frase favorita», pensó ella con amargura. No había sido muy eficiente con nada de lo que había prometido y ahora decía que su hija menor había muerto a causa del virus zombi. Pero aquello no tenía sentido y algo en sus entrañas le decía que la estaba engañando. Tenía que estar mintiendo. Sufriría un ataque de nervios si aquello era verdad.

    Los dos soldados la escoltaron de vuelta al dormitorio que había estado compartiendo con otro par de supervivientes. Estaban en el hospital en el que el resto de científicos de los C.D.C., aquellos que curiosamente no se habían puesto la vacuna, habían instalado un nuevo laboratorio de investigación. Los zombis habían infestado las antiguas instalaciones, así que habían tenido que ser transferidos a ese hospital. Había más de un centenar de supervivientes y casi cincuenta soldados que ayudaban que el lugar fuese seguro.

    ―¿Qué ha pasado? ―preguntó Carly, que se encontraba sola en la habitación leyendo un libro. Era otra superviviente que había llegado al hospital sola y asustada hacía solo dos días. Toda su familia había sido asesinada y ella casi había sido violada por una banda de saqueadores. La joven tendría unos veintitantos y estaba claro que tenía una gran determinación por sobrevivir. De hecho, a Kris le recordaba mucho a su hija mayor, Cassie.

    Kris se sentó en su catre y se puso la cabeza entre las manos.

    ―Me han dicho que Allie está muerta. Pero no me lo creo. Carly, ¡no puede ser!

    Carly se quedó con la boca abierta.

    ―¿De verdad te han dicho que ha muerto?

    Kris alzó la mirada hacia ella. Las lágrimas brillaban en sus ojos.

    ―Sí ―dijo con voz ahogada―. Han dicho que Allie... mi niña... ¡está muerta!

    ―Ay, Kris ―dijo Carly, arrodillándose junto a ella―. Lo siento mucho. Aunque eso no tiene sentido. ¿Están... tratando de engañarte? Me dijiste que estaba

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