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Miedo En La Sombra
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Miedo En La Sombra

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En la prisión de mujeres de Fresnes, la muerte por los merodea Corredores y celdas las. El miedo Planea sobre el lugar, Côme consecuencia de unas muertes péché résolveur. Suicidios ... ¿o asesinatos? Louise llevará un cabo una investigación Québec Pondra en peligro su vida. ¿Sabe demasiado? ¿De dónde provienen todos los indicios Québec ha logrado averiguar? ¿Quién amenaza un AES mujeres encarceladas?
Tras los muros de piedra gris de la casa de arresto penitenciario de mujeres, el pasado de Louise ressurgissent par atormentarla.
Sin embargo, tendra Québec servirse de sus recuerdos par lograr la fuerza par enfrentarse un enemigo non invisible.
Miedo en la sombra es una novela de despiadado suspense, qué narra una historia policíaca, un través del prisma del mundo penitenciario.   
LanguageEspañol
Release dateDec 2, 1993
ISBN9781633391529
Miedo En La Sombra

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    Miedo En La Sombra - Héron-Mimouni

    6

    Corinne Héron-Mimouni

    Miedo en la sombra

    Novela

    Advertencia de la autora

    ––––––––

    Esta novela es pura ficción. Cualquier parecido de los personajes, las situaciones o los acontecimientos aquí narrados con la realidad son pura coincidencia.

    Prólogo

    ––––––––

    Encendió la televisión y la voz nasal del presentador inundó la habitación. Desapareció el silencio. El plato de la cena se enfriaba encima de la mesa. Otra noche más daba comienzo. Habían echado los cerrojos a las seis. Era de noche en pleno día. La voz de la mujer de al lado no le dejaba oír la televisión. «¿Quién tiene pitillos?». ¡Como si no hubiera otra cosa de la que preocuparse en ese momento! Esto todavía iba a crear un problema. Iba a berrear hasta que la vigilante apareciera detrás de su puerta. De todas formas, ella no iba a ser. Aunque la cogieran con las manos en la masa, diría que había sido la reclusa de al lado.

    ­­­—¿Es que no puedes callarte? —comenzó a gritar Linda.

    Al oír esa voz, Jessica sintió que se le helaba la piel. La prisión era insoportablemente dura, pero tenían que bailarle el agua a esa zorra de Linda, que convertía su vida en un infierno.

    —¡Cierra la boca! —le insultó otra.

    Mensaje enviado... Ese era su pequeño placer de la tarde. Escuchar lo que ella no era capaz de decir. Por miedo. A pesar de todo, Linda no era una mujer fuerte. Tenía los brazos delgados como fideos, una cara marcada por unas mejillas hundidas y los ojos de un azul descolorido de tanto ver mal a su alrededor y de desearlo diez veces más. Una boca apretada por la que solo podía correr el ácido. Y el ácido de Linda, en ese momento, era Jessica. Por ello, nadie se atrevía a hablar con ella, por miedo a las consecuencias. Entre rumores y mentiras, Linda había convertido el delito por robo de Jessica en malos tratos a niños. Según el humor que tuviera, también solía decir que había atacado a ancianos. Nada de lo que decía tenía sentido, pero se mantenía aferrada a su reputación como una araña a su tela. Con treinta y tres años, Jessica vivía su detención más dura. Y no iba precisamente encaminada a solucionarse.

    La vigilante merodeaba por el pasillo. Si la chica de al lado no se había tomado la molestia de echar un ojo a la vigilante, la iban a pillar. Jessica dio un golpe a una de las tuberías. Escuchó un golpe rápido a modo de respuesta. Mensaje recibido.

    Las alubias se estaban cuajando en medio de una salsa verdosa sobre aquel plato transparente. Jessica removió un trozo de carne con la punta del tenedor, se lo acercó a la nariz y lo olisqueó. No olía mal, solamente tenía color a sucio. «Tengo que comer», se dijo para sus adentros. «También he comido cosas repugnantes fuera de aquí. No me voy a hacer la exquisita ahora, cuando no lo he sido ni en los días de riqueza». El dinero de la droga y la comida recogida se convertían en un festín.

    Con la cabeza apoyada sobre la almohada, las piernas estiradas a lo largo de la áspera manta, Jessica estaba intentando conciliar el sueño. Pero, para su desgracia, la angustia que sentía no le dejaba olvidar aquella asquerosa miseria. Notaba los latidos de su corazón bajo su delgado pecho, tan fuerte que parecían martilleos. No escaparía. Como cada tarde, la batalla contra la ansiedad la iba a vencer un poco más. «Necesito librarme de un poco de tensión», se dijo con decisión. «A estas alturas, una pastilla más o menos no me va a matar». Siete, iba a un ritmo de siete al día. ¿Qué era eso en comparación con las mezclas explosivas que habían corrido por sus venas llenas de agujeros? Necesitaba pasar a ocho.

    Mañana arreglaría el problema.

    «Bueno, Jessica, cariño, ocho pastillas, además de las que tomas por tu tratamiento de sustitución a la droga, es mucho». Pero tampoco quería palmarla en su celda por culpa de la ansiedad. Y era esto lo que le esperaba si no le cortaba el paso a esa bestia retorcida que irrumpía cada noche durante los primeros momentos de silencio. ¡Parecía aquello un medicamento milagroso! Mucho mejor. Jessica no podía soportar más aquellas crisis que la oprimían hasta apoderarse de ella en la noche, en el mejor de los casos, o en cualquier otro momento.

    Jessica troceó las diminutas pastillas rosas. Tomar dos cuando se vea venir, en caso de angustia. «Por la noche, a la vez que el somnífero, como se te ha indicado. Con eso dormirás como un bebé».

    Es curiosa la vida. El simple hecho de ver las dos pastillitas rosas encima de la mesa ya lograba que se calmara. Pero aún era pronto. Se imaginaba el carrito que deambulaba por el suelo de cemento del pasillo. Detrás de las puertas, las chicas obedientes o asustadizas esperaban con el plato en la mano. ¿Y qué más?

    —Travier, la comida.

    —Ya voy, ya voy —refunfuñó Jessica— ¿Qué prisa hay? No veo dónde está el fuego...

    El plato estaba sobre la mesa. La pastilla rosa junto a él. Era una lástima que no tuviera el valor de afrontar sus miedos nocturnos. Ni los diurnos tampoco. Porque Linda no la dejaba tranquila. Esa mañana, se la había encontrado diciendo en mitad del patio que Jessica contaba su vida y la de las demás a las vigilantes y que ella, Linda, se la iba a cargar como no parara de hacerlo. Una amenaza para asustarla. Aunque con Linda, a saber. Esa guarra había soltado su mentira con tanto aplomo que, las chicas, ruidosas como abejas alrededor de una colmena, se habían tragado todos sus chismes. Aquel maldito silencio, tan repentino como siniestro, le había cortado la respiración. Jessica lo detestaba. No tenía forma de librarse de su miedo, ni de darle a la zorra de Linda de su propia medicina y hacerle cerrar la boca al menos por una vez. Porque, claro, lo que contaba de ella no era cierto. Y las otras chicas lo sabían. De ahí a bromear con Jessica... No se podía pedir demasiado a esas jóvenes que no habían pasado todavía años en la cárcel como ella. En su cabeza quedaban lejos los días en el centro de arresto penitenciario de Aviñón. ¡Qué equipo formaban todas juntas! Había un ambiente formidable. Tenía que salir de este sitio, había cárceles mucho más «cools» que esta en la que estaba. Pero, ¿cómo podía justificar que la transfirieran?

    De hecho, la idea no era buena y Jessica lo sabía. Lo único que ganaría con ello es que la aislaran de las demás. Y ya se sentía lo suficientemente sola.

    En sus recuerdos, la angustia trazaba el anuncio a sus asaltos. Enclaustrada en la noche... La opresión era fuerte. Se volvía a convertir en la única realidad. El mundo desaparecía. Jessica ya no era más que un montón de carne. Un ataúd que contenía su cuerpo. A duras penas, su alma volaba por encima.

    Llenó su vaso de agua con la mano temblorosa. Por una vez, no había tenido el reflejo de contener la respiración para no tener que aspirar el olor a orina que provenía de los retretes. El líquido resbaló por su garganta. La pastilla rosa se deslizó por las paredes de su tubo digestivo. Sintió como el medicamento penetraba dentro de ella, devolviéndole el sentimiento de existencia.

    «Para garantizar el efecto, es necesario tomar el somnífero al mismo tiempo que la pastilla rosa», le habían explicado.

    Hacía diez minutos que Jessica estaba estirada sobre su cama. Los medicamentos acababan de empezar a hacerle efecto. Sus músculos se distendían. Los latidos de su corazón ya no retumbaban amenazantes en el fondo de su pecho. Se sentía en paz.

    El pie de la vigilante rozó la puerta. El ruido trajo a Jessica del profundo sueño en el que estaba inmersa. ¿Estaba despierta? No... Era como si estuviera flotando. Sin duda, era un sueño...o una alucinación exagerada... Veamos, ¿quién le había vendido la dosis ayer? No podía recordarlo... Estaba intentando ordenar las imágenes del día anterior. Una calle, una casa, un comienzo del rompecabezas sobre el que empezar a organizar la historia de esa tarde.

    Jessica trató de removerse en la cama. Solamente un movimiento para activar su cerebro, que parecía estar congelado contra el cráneo. Nada... Entonces la mano, un dedo... Su cuerpo ya no le obedecía. La paz que la inundaba algunos segundos antes estaba esfumándose. Había algo que no encajaba... ¿Dónde estaba? ¿Y por qué no podía acordarse de la cara del camello? ¿Quizás no había habido ninguno? Sí, sí que lo había. Una mano, una pastilla rosa. Tomar por las noches, con el somnífero. ¿Quién es la persona que habla? Dos ojos detrás de una puerta. Cerrada. Y después, rejas. Y el silencio, la noche. Cárcel... ¡Estaba en la cárcel! Entonces, no había sido ninguna sobredosis... Mucho mejor, creía que iba a morirse ahí. Pero no. Estaba en la cárcel, durmiendo en «su» cama. Jessica estaba relajada gracias a la pastilla. En ese caso, ¿por qué no podía mover la mano? ¿Por qué su cuerpo se negaba a obedecer a aquella necesidad imperiosa de saber si estaba viva? La inquietud se apoderaba de ella otra vez. Se acercaba a ese estado de serenidad a pesar de la certeza. Porque ella lo sabía... Pero, ¿por qué? Había sobrevivido al infierno de la droga a través de un tortuoso camino del destino para... ¿Para ir a morir a esa prisión?

    Los pasos de la vigilante resonaban en el pasillo. Jessica trató de reunir la poca fuerza que le quedaba. Tenía que gritar, pero no pudo articular ni una sola palabra. Volvió a intentarlo, una y otra vez, una y otra vez. Entonces, resignada, aliviada por la plenitud que le invadía, Jessica dejó de luchar contra la muerte.

    Parte 1

    1

    ––––––––

    Nunca tomé la decisión de dejarme guiar por los acontecimientos. Me sentía mal conmigo misma ya desde pequeña, cuando me resigné a no luchar contra mi destino. No deseaba grandes cosas, simplemente ser feliz. Aunque mis anhelos eran inalcanzables con una madre perturbada por el odio hacia su propia hija.

    No siempre fui así, indolente y sin futuro. Sin embargo, tampoco era mejor, solamente diferente. Poco a poco, me fui convirtiendo en lo que soy hoy, una mujer joven que no pone trabas a dejar que su cuerpo flote. Sé que sería inútil oponer resistencia... Hay una fuerza en mí, la única a la que obedezco, muy a mi pesar, que es la que va marcando las pautas de mi historia.

    A ojos de las pocas personas con las que me relaciono, soy lo bastante dócil y sonriente como para ser útil. Por ejemplo, puedo imitar el efecto de un jarrón de porcelana en las veladas en las que los invitados escasean o cuando uno de ellos decide no acudir en el último momento. Como no digo a nada que no, cuento con un círculo de conocidos suficientemente extenso. Ninguna de esas personas tiene interés en profundizar en nuestra relación y, si fuera ese el caso, yo huiría a toda velocidad. Pero estoy siendo injusta, porque sí que hay un ser que se interesa de verdad por mí. Hablo de mi hija. Por desgracia, hace bastante que tuvo que comprender que algo no marchaba bien en mí. Emma tiene cuatro años y la quiero. No vivimos juntas. No porque yo no quiera, sino, sencillamente, porque no soy capaz de ocuparme de mi pequeña. Eso es todo.

    No hay que plantearse siquiera si me deshice de Emma para «vivir mi propia vida» o cualquier otra estupidez parecida. Para nada. Un día dejé el capazo en casa de su abuela y, después, se quedó ahí, nada más... ¿Qué otra cosa podía hacer? Esas hermosas teorías sobre el amor maternal, el instinto y todas esas tonterías solo sirven para rellenar las páginas de revistas femeninas y series de televisión. La realidad es totalmente diferente. No, era mejor que la dejara con mi madre. No es perfecta, por supuesto. Incluso podría decir que tiene muchos defectos. Y hablo con conocimiento de causa. Sin embargo, es capaz de ocuparse de Emma. No me queda más que contentarme con ello.

    Mi hija no es como yo; ella es inteligente. A menudo, me observa con sus pequeños ojos furtivos, como juzgándome, examinándome. A veces, mira debajo de mi ropa y, con sus rollizos deditos, me levanta la falda o el bajo de los pantalones o desliza sus manos por debajo de las mangas de mi jersey, como para sentir lo que se esconde detrás de mi apariencia. En esos momentos, es tan grande la ternura que me invade, que no puedo evitar estrecharla con fuerza entre mis brazos. Es mi manera de expresarle que la quiero.

    Desde hace algún tiempo, no desperdicio ninguna ocasión para meterme en líos y mi vida se derrumba en todos los sentidos, más todavía, si cabe. Para empezar, he vuelto a cambiar de trabajo. No sé en qué momento decidí dejarlo. De hecho, no estaba del todo mal en mi último puesto. No era nada del otro mundo, nada con lo que nadie pudiera fantasear, pero no me sentía demasiado amenazada. No había hombres que rondaran a mi alrededor, era un trabajo fácil en el que lo único que se me cansaba era el brazo de tanto pegar las etiquetas sobre los paquetes de patéticos trapos para los supermercados de la esquina. Mal pagado, pero eso no era nada nuevo, claro.

    No fue hasta que escuché a ese tipo, igual de colgado que yo, hablarme de sus proyectos, de su amigo, que se estaba lanzando a montar un negocio que, al parecer, les iba a hacer de oro. Tenía que decidirlo en el momento. No había tiempo para reflexionar. «¿Quieres un trabajo de verdad o no?» me dijo. En mi cabeza, una voz me susurraba que ese hombre era un hortera y que las historias maravillosas no existen. Sin embargo, mi respuesta fue «sí».

    Me encontré atrapada entre un mostrador y cajas de cartón vacías. En el mismo instante en que crucé la puerta de lo que en ese momento llamaba mi empresa, me di cuenta de que había cometido un error. Uno de tantos, que, esta vez, me había dejado en el paro.

    Después, por supuesto, me puse enferma. La cabeza me acribillaba a preguntas. Explicaciones razonables daban vueltas por mi mente, sin que yo pudiera retenerlas. Si hubiera logrado asimilarlas, no habría hecho tantas tonterías. No habría tenido una hija sin un padre, me habría apuntado a la oficina de empleo y tendría un apartamento para mí sola.

    Todo lo peor que vino más tarde, derivó de mi soledad y mi falta de trabajo. Como de costumbre, sin saber cómo, todo se me volvió en contra.

    2

    ––––––––

    «Louise, cariño, no es un buen programa» me digo a mí misma. Pero cuanto más me convenzo de lo absurda que es mi idea, más tiempo permanezco sin apartar la mirada de los anuncios. Veamos...no, ese de ahí es muy antiguo, no voy a volver a la gerontología...Rubio, cuarenta y tantos, nunca casado, ejecutivo, este toma a las mujeres por tontas... Lo peor de todo es que me entran ganas de dejarme engañar. La hoja sale volando y va a apilarse junto al montón que cubre el suelo. Los anuncios de empleo están repletos de anotaciones y de rayones de lápices llenos de ira.

    Nada, el vacío.

    No quiero enfrentarme a un nuevo día sin una entrevista de empleo, así que me he rebajado a los anuncios de citas.

    Estoy cansada de estar sola. Sobre todo, de sentirme sola. Conozco a gente. No es que tenga la agenda llena de nombres, pero sí los suficientes como para llevar a cabo un simulacro de vida social. También tengo una hija de cuatro años y, aunque eso limite mucho, puedo contar con una familia lo bastante solidaria como para ocuparse de ella. A pesar de todo, un sentimiento de desolación ocupa demasiado espacio en mi cabeza. De hecho, ocupa tanto espacio que ahoga la vida que queda en mi corazón. Por ello, he decidido, y esa es la segunda razón, buscar un hombre que sepa comprenderme.

    De ahí la idea de los anuncios, aunque soy consciente de que carecen por completo de seriedad alguna.

    Mi mensaje se publicó la semana siguiente en un sitio de citas gratuito. Era exageradamente escueto, tan solo ocupaba una línea. Mujer joven, 32 años, busca hombre. ¿Qué más podía decir? No sé quién soy, apenas sé describir el color de mis ojos o de mi pelo. De todas formas, es mejor así. No quiero gustar a un hombre por mi rubio de bote o por el marrón miel de mis ojos. Quiero que se sienta atraído por mi alma, si es que la tengo.

    Una semana más tarde, obtuve una respuesta. Abrí el sobre, sin querer mirar, con la ayuda de un abrecartas que mi madre me ofreció un día deseando que me cortara las venas. Era de un viudo, jubilado y sin dinero, en busca de una compañera de piso, que fuera puta y criada. Lamenté haber perdido el tiempo escribiendo aquella confusa línea. Unos días más tarde, llegaron más mensajes. Uno de ellos me gustó, a saber por qué. Las frases llegaban hasta el final de la página. Aquel borboteo de palabras me dio dolor de corazón. Tuve que leerlo varias veces para asimilar que acababa de perder su trabajo, su casa y a su mujer, todo a la vez. Era un hombre pudiente, que se había encontrado, de repente, desorientado en la vida. Me vi reflejada en su desesperación, así que decidí quedar con él.

    Entre la multitud, le reconocí por el periódico que tenía doblado en la mano. Se acercó a mí con la espalda encorvada bajo una enorme trenca. Caminaba con inseguridad, lo que me recordó a las frases cortas y en dirección descendente de su carta. Nos miramos el uno al otro, un poco embobados, avergonzados por habernos encontrado gracias a un anuncio, que yo había escrito y al que él había contestado. Ninguno de los dos se mostraba capaz de dar el paso para conocerse.

    Como no sabe qué contarme, me habla de su divorcio. Su mujer debía de ser un encanto. Su imagen danza delante de mis ojos y los rasgos de su cara se definen tanto que yo me siento fea y torpe.

    Intento salvar nuestra nueva relación y hablo de la lluvia, que tardará poco en llegar. Él hace una mueca infantil, como si le estuviera quitando su juguete preferido. En la esquina de la calle, giro a la derecha sin avisar.

    El vacío que vuelvo a sentir tras esta deprimente cita me demuestra que no puedo esperar nada de Internet. Tomo la determinación de no leer ninguna respuesta más que pueda llegar, si es que

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