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Corazones ensangrentados
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Corazones ensangrentados
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Corazones ensangrentados

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About this ebook

Se acerca el segundo aniversario de la muerte de su amada Elektra, pero Germán Pecci, Jefe del Gabinete 1906, no puede descansar un solo minuto. Tras haber arrebatado al joven Ion Sheffer de las garras de la organización secreta Medius, debe preparar a sus hombres para una posible guerra contra tan formidable enemigo. Además de esto, llegarán preocupantes noticias procedentes de Granada acerca del grimorio de Damián de Corva; quizá la posesión y muerte del primogénito de la familia no hayan sido más que el principio de algo terrible.

En esta segunda entrega de la saga nos acercaremos al pasado del enigmático Aruna Blacklabel Aton, conoceremos el origen de la organización y avistaremos algunas luces más allá de las puertas de la muerte.

LanguageEspañol
PublisherJ. G. Mesa
Release dateDec 27, 2014
ISBN9781311807076
Corazones ensangrentados
Author

J. G. Mesa

Juan González Mesa. Cádiz, 1975. Escritor y guionista. Coordinador de argumento en Tiempo de Héroes. Autor de Gente Muerta y El Exilio de Amún Sar. Guionista de Exnátura y Sombras. Ganador de varios premios literarios de relato.

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    Corazones ensangrentados - J. G. Mesa

    CORAZONES ENSANGRENTADOS

    (Libro 2 de las crónicas sobrenaturales del Gabinete 1906)

    J. G. Mesa

    CORZONES ENSANGRENTADOS. (Libro 2 de las crónicas sobrenaturales del Gabinete 1906).

    © 2014, Juan González Mesa. 

    ©2015, diseño de portada de Víctor Cifu.

    juangmesa.blogspot.com.es

    amun_sar@hotmail.com

    AGRADECIMIENTOS

    A los creadores de la plataforma Lektu. 

    Solo hacía falta buena voluntad. 

    ANTERIORMENTE, EN LAS CRÓNICAS SOBRENATURALES DEL GABINETE 1906…

    Año 2002. 

    Antesala del Infierno. 

    Ya no hay Niebla, sino algo peor, visión de cataratas allá donde mire, espejos empañados, efectos secundarios de drogas soñadas y, detrás de todos estos elementos de ruido y locura, lomos que se yerguen y vuelven a hundirse muy por debajo de sus pies. 

    Stigo Vana, el hombre con cara de lobo, lanza un zarpazo al aire para atacar a una de esas criaturas y se da cuenta de que su cuerpo, que ya no es un cuerpo, funciona como en esos sueños en que pegas pero no haces daño y todo el mundo se acaba riendo de ti, incluso las mujeres y niños que murieron por tu culpa. 

    Una de esas figuras se eleva metros y metros sobre su cabeza y murmura algo que, por un momento, le parecen palabras comprensibles. Stigo Vana aprieta los puños, saca pecho y grita hacia arriba. La cosa cae en picado. 

    Algo arrebata al sicario de ese lugar a una velocidad imposible de medir y con una fuerza más allá de los límites físicos. No lo hunde, sino que lo arrastra fuera del peligro. Está de nuevo envuelto en Niebla. No ve las criaturas amenazantes. Si ha escapado del infierno, ¿es aquello, entonces, el limbo?

    Vana no quiere el limbo en comparación al lago de fuego; sería lo mismo que fallar al meterse un tiro en la cabeza. Se revuelve, todavía en movimiento, pero no consigue nada. Luego es arrojado con menos fuerza a algo que no es suelo ni techo. 

    El rumano se gira en aquel suelo inestable, presto para enfrentarse a su captor, por mucho que sea su salvador al mismo tiempo. Ha de mirar hacia arriba; ambos están en el mismo firme, al menos, aunque la otra figura de pie y él en cuclillas. Vana sigue con problemas para enfocar la vista. 

    En una ocasión había huido a través de un bosque en llamas. Aquella vez había sentido todo el rato dedos húmedos y calientes frotando sus ojos y no veía más que sus lágrimas con forma parecida a la de los árboles. 

    En ese momento siente algo parecido, pero sin árboles y sin llamas reales.

    De cualquier modo, lo que tiene enfrente es una figura femenina. En los Juegos Olímpicos conoció ese tipo de espaldas de mujer, esos hombros redondeados y los muslos abultados hacia fuera como lomos de delfín. La silueta de lo que parece una melena se recorta, frente a la mezcla de Niebla y faro naranja que tienen por decorado, como un salpicón de trenzas africanas o de rastas jamaicanas o de colas ofídicas. 

    Aquella cosa, o mujer, está demasiado tranquila. A la vez, también parece demasiado peligrosa como para pertenecer a un comité de bienvenida del limbo y de seguro no cuenta entre los querubines. Stigo Vana siente que, poco a poco, el globo absorbido de su interior vuelve a recuperar su forma y su consistencia. Las formas no se le revelan aún, pero al menos está algo más ubicado y los sonidos ya no parecen generarse dentro de su cabeza. 

    —¿Quién eres? —se atreve a preguntar.

    No espera haber acertado a la primera en el idioma, pero ciertamente lo que ha hablado no le ha parecido rumano ni a sí mismo. 

    —¿Quién eres? —repite en castellano.

    ¿Es castellano aquello que ha pronunciado?

    —¿Quién eres? —pregunta en alemán. 

    La mujer levanta una mano; no saluda a nadie sino que le ordena que deje de hacer preguntas. Una fracción de segundo después se ha puesto en cuclillas, no porque aquello tenga sentido en ese lugar, sino como una especie de deferencia ante el que ha llegado desde lejos y no conoce las costumbres. 

    Se encuentran a la misma altura. Ella habla.

    —La muerte ha estado cerca de alguien que me interesa y tú has estado cerca de esa muerte. Me ha costado olfatearlo, pero ya está hecho. Aquí estoy.

    Stigo Vana no hace ningún gesto, ni niega ni acepta, pero sigue escuchando.

    —Quiero que me cuentes cosas de esa persona que has intentado matar —dice la mujer—. La echo de menos. 

    —¿Quién eres?

    La mujer se yergue, se cruza de brazos y ladea la cabeza. 

    —Creo que no estamos en ese punto en el que tú me haces preguntas y yo te respondo. Aquí tú eres mi puta y yo tu reina —y añade—. Llámame cruel, pero esto es así. 

    Año 2002. 

    Mansión De Corva. Madrid. 

    —¿Qué quiere saber? —musita Damián De Corva, el magnate, entre dientes.

    Germán piensa que a ese hombre le está haciendo falta romper a llorar de inmediato y que, seguramente, su presencia allí se lo impide. Siente una abominable punzada de asco hacia sí mismo porque sabe que, a pesar de todo, no se irá sin respuestas. Solo necesita presionar un poco más. 

    —El demonio que usted invocó y que poseyó a su hijo vive en un lugar terrible, donde están todos los que son poseídos y todas las almas que son devoradas. En ese sitio te pueden torturar durante miles de años sin descanso. 

    Damián de Corva frunce el ceño, algo confuso, y luego suelta una carcajada que suena mecánica y artificial. Germán, en cualquier caso, mantiene el farol. El Gabinete no tiene una idea más veraz del origen y fin de los demonios de la que los hombres prehistóricos habían tenido acerca de los relámpagos o los terremotos. El Gabinete no puede afirmar la existencia del alma. No saben cómo es el Infierno. El Gabinete no puede investigar esos términos y solo se atreve a diferenciar entre seres recuperables, como había sido Elektra, e irrecuperables. Y, si el Gabinete no sabe si aquello que ha dicho Germán es o no cierto, Damián de Corva tampoco, así que su risa no puede ser más que otro síntoma de que el hombre está perdiendo el equilibrio mental por momentos. 

    —Pero eso ya no sucederá —concluye—. Su hijo ha muerto en paz, puede usted estar tranquilo.

    El magnate no hace ningún gesto de alivio. Germán necesita toda su templanza para seguir con los dedos cruzados y el gesto sereno. Se miran y, por fin, una lágrima cae del ojo izquierdo del anfitrión, abierto como un disparo, concentrado y azul.

    Esa es la primera vez que a Germán se le ocurre: «Algo va mal». Siente que aquel gesto, aquella lágrima brotando de un ojo que no parpadea, es algo que no ha visto nunca, y un escalofrío se hace dueño de su espalda y sus cojones. Ni shock ni autocontrol ni hostias; algo va jodidamente mal en la expresividad de aquel cabrón engreído. Sin embargo, no puede entender lo que sucede ni concentrarse en ello en ese momento. Damián mira el suelo como si se acabara de dar cuenta de alguna cosa. Se seca discretamente la lágrima y muestra las manos para solicitar a Germán que le haga cualquier pregunta. 

    Germán tuerce la cabeza en un tic nervioso rápido y poco perceptible, como de pájaro, antes de continuar. 

    —La invocación, ¿la podría hacer ahora, si yo se lo pidiese?

    El hombre niega con la cabeza y dice, sirviéndose un té:

    —Necesito un grimorio... y preparativos. 

    Germán capta su mirada. De Corva vuelve a mostrar unos minutos más de esa entereza cada vez más extraña. 

    —¿Cuál es su segunda pregunta?

    —Mi segunda pregunta es —dice Germán—: ¿No cree usted que debería entregarme ese grimorio?

    Año 2002. 

    Granada. Fundación Sílex.

    El grimorio de Damián de Corva está dentro de una vitrina. Ha sido transportado y depositado allí por manos expertas enfundadas en guantes especiales. En el fondo del habitáculo hay varios instrumentos para manipular páginas y tapas, pinzas o fórceps pequeños con mango de madera. El investigador no los necesita, ya que posee la suficiente habilidad y experiencia con los guantes especiales. Usa la presión precisa para levantar la tapa y dejarla caer sobre el atril, inclinado en un ángulo de treinta grados sobre el lecho de la urna. Siglo XVIII. Papel bien conservado la mayor parte del tiempo, pero con un oscurecimiento en los bordes que indica que, durante algunos años, estuvo expuesto a la humedad, quizá la del mar. 

    Cuando ve los detalles de la impresión niega con la cabeza y suspira. Piensa, y no es la primera vez que lo hace, en la necesidad de dar un severo curso de formación a los agentes de campo acerca de los rudimentos de la identificación de objetos, piezas de arte y restos arqueológicos varios. 

    Saca las manos de la vitrina y coge el walkie

    —Permiso para salir. 

    —¿Ya has terminado la identificación?

    —Esto no es un grimorio. Es un libro de viajes.

    CAPÍTULO I — RESISTO

    «El mundo con el que sueño no será más seguro ni más bello; pero será más justo».

    Annais Nald. 

    EL INTERROGATORIO. EL TODO ES MAYOR QUE LAS PARTES

    Óscar Galgo había vuelto a dormirse a pesar del dolor, por efecto del cansancio y la necesidad de escapar de algún modo de su encierro. Lorena de Miedes no tardó demasiado en regresar a los sótanos y encontrarse con el cadáver del sicario y a sus dos compañeros encerrados en una de las celdas. Aceptó las sucintas explicaciones de su Jefe y guardó para ella el asombro por cómo podría haber conseguido que un hombre de ese tipo se suicidara.

    Después de que recogieran la sangre y restos de la cabeza de Vana, y guardaran su cuerpo en una bolsa, Germán Pecci se preparó un gran café y solicitó que volviesen a repasar lo que sabían. Todo el tiempo compartían información, pero el Jefe del Gabinete 1906, en ocasiones, veía necesario escucharlo todo de seguido, desde un principio, para cotejar posibles errores de interpretación y dar a la situación un cierto grado de objetividad.

    En orden cronológico de sucesos, Germán había recibido una información preocupante de uno de los miembros de la Bodega, Juan José Lobato, celador en el anatómico forense. Aparecieron muertos unos mendigos sin ningún signo de violencia pero, aun así, se había ordenado hacer unas autopsias. Tanto el resultado de las autopsias como los cadáveres habían desaparecido.

    Investigando en la calle, Germán dedujo que los mendigos no estaban demasiado asustados por estas muertes. Indagando entre los nede, que controlaban desde las alcantarillas hasta los más altos edificios de Madrid, Aruna había averiguado que debía tratarse de un exnatura, alguien con algún tipo de poder que se salía de lo científicamente conocido. 

    Germán se infiltró entre los mendigos. Así contactó con unos sicarios que conducían un coche blindado y que perseguían al mismo asesino de mendigos que él. A través de la matrícula del coche, Germán Pecci pudo obtener información acerca de una organización llamada Medius que, al parecer, adquiría todo tipo de material de defensa civil. Con un retrato robot hecho por él mismo, consiguieron averiguar la identidad de Stigo Vana, un sicario que había pertenecido a la securitate rumana durante el régimen comunista y que, tras su caída, se alquilaba como hombre de fortuna. A través del número de teléfono de contacto que proporcionaba a los mendigos, pudieron obtener su localización vía GPS. Todo ello gracias a un hacker conocido como ThalosTres que, al ser descubierto, había tenido que desaparecer por temor a Medius y sus hombres.

    Siguiendo el móvil de Stigo Vana, consiguieron atrapar al asesino de mendigos, Óscar Galgo. Durante la reyerta observaron cómo este mataba con el solo roce de sus manos desnudas, cualidad que los sicarios parecían conocer y temer. También comprobaron que hablaban unos con otros en rumano, aunque Galgo demostró posteriormente dominar el castellano sin ningún acento.

    Muertos dos de los sicarios, atrapado Stigo Vana con un balazo en la pierna y Óscar Galgo con un balazo en el hombro, habían visto en él detalles que hacían pensar que matar era algo que no deseaba. Luego Aruna Aton había ido a deshacerse de los cadáveres y del coche de los sicarios, un Lervus Cabal. Hablando con Arturo Armendáriz, otro miembro de la Bodega, pudieron saber que, si estos pistoleros estaban siendo rastreados a través de sus teléfonos móviles o del coche, sus jefes quizá conocían la localización donde Aruna los había hecho desaparecer. Por el momento y, que supieran, eso no había sucedido, dado que su contacto, el que le ayudaba con esos asuntos, parecía estar sano y salvo.

    Por otra parte, el móvil de Stigo Vana no les iba a causar mayores problemas. Además, les había proporcionado una lista interesante de números de teléfono. Durante el interrogatorio de Vana, entrando en contacto con su Oculto, Germán había averiguado los nombres de sus actuales jefes: Arnold Stuggerff, Iván Ivanovich, Abdul Shaffir Muhalmaddar, Ingra Palenti y Sibila de Varnes.

    Si Germán sabía algo más sobre estos tipos, prefirió no decirlo en ese momento. La única información adicional que aportó fue que Óscar Galgo parecía haber pertenecido a la misma organización de Stigo Vana, Medius, que en su huida había matado a uno de sus jefazos y que, al parecer, un exnatura le había freído el cerebro, haciéndole perder la memoria. Aunque ese punto estaba aún por demostrar.

    Según Lorena, Vana y Galgo discutieron en rumano. Solo pudo deducir que no eran amigos y que Stigo Vana se dirigía al otro como Ion Sheffer. Salió a relucir el nombre de Igrain Sheffer. Benjamín añadió que, al parecer, Vana había estado martirizando a Óscar Galgo, o Ion Sheffer, recordándole los múltiples asesinatos que había cometido perteneciendo a Medius y presionándole con la amenaza de que la tal Igrain Sheffer, la madre de Ion, seguía viva y en manos de la organización.

    En cualquier caso, el joven no se había comportado como un frío asesino, los olores que emitía así se lo indicaban a Benjamín Tierra, y por su grado de confusión parecía que realmente no recordaba nada, ni siquiera a esa madre con la que debían haber estado chantajeándole. A pesar de esto, conservaba algunas habilidades de su pasado, como el dominio de un idioma que no era el suyo natal, ya fuera este el castellano, el rumano, o cualquier otro. 

    Al fin y al cabo, Sheffer era un nombre centroeuropeo.

    Lo poco más que sabían de él no podía constatarse con hechos, como sus terribles dolores de cabeza, su amnesia o su reticencia a matar. Pero si mentía, era un actor que podía superar sin problemas el mejor polígrafo del mundo.

    Germán no podía tocarlo para contactar con su Oculto, o al menos no viviría como para poder contar a nadie lo que había visto en lo más siniestro de su alma. Con respecto al primer acercamiento que había tenido Benjamín, solo había sacado en claro que aquel tipo, se llamase como se llamase, no parecía muy dispuesto a recibir ayuda ni a confiar en nadie, y tampoco intentaba convencer a nadie de que confiasen en él; más bien al contrario.

    —Seguro que he hecho algo mal o le he hablado demasiado brusco —dijo Ben recordando su conversación—. ¡Es que estoy hecho un burro, joder!

    —Podríamos pedir ayuda a Adrián Galiano —propuso Lorena—. Según me contáis, se le daba bastante bien tratar con la gente.

    Germán sonrió, recordando detalles de su propia instrucción y sus primeros encuentros con el antiguo Jefe. Actualmente mantenía un despacho en la calle Velázquez número 7 y escuchaba los problemas de agentes muy quemados, como él mismo. Pertenecía a la Bodega; ya no era agente de campo.

    —Algún día —reflexionó Germán—, tendré que asumir que yo soy el que manda aquí, ¿no te parece? A lo mejor es suficiente con que todo el mundo me haga caso.

    Los ojos serenos de Lorena no mostraron que se sintiese en absoluto aludida, pero Ben, que había captado la momentánea tensión, abrió el asunto por la mitad con su habitual franqueza.

    —Bueno, ¿lo dices por mí?

    Germán lo miró aún con más dureza que a Lorena, pero el rayo de su mirada duró solo un segundo. Después parpadeó varias veces, sacudió la cabeza como un grajo y respondió:

    —Tú no eres un agente experto. Yo tampoco puedo decir que sea un agente experto, pero soy lo que tenemos como Jefe y me gustaría que, si te digo que quiero que Lorena esté presente cuando hablas con determinado preso, lo esté. Si algo sale mal, que sea porque me he equivocado yo. Así solo habrá una persona que pueda equivocarse. 

    Ben sintió tal nudo

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