Memorias del tercer nacimiento
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«¿Qué queda cuando ya no queda nada?».
Santiago, un anciano buscador, parte en pos de la última esperanza para la tierra: una semilla. Entretanto, en el campamento de los supervivientes, las luchas de poder se suceden y un extraño artefacto es hallado justo cuando extrañas criaturas comienzan a acecharles...
Magín Méndez Sanguos nos trae una historia de supervivencia que avanza a ritmo trepidante acompañada por las imágenes de Diego Bober en una edición ilustrada, inspirada en los antiguos libros de aventuras. Perfecta para los amantes de la ciencia ficción postapocalíptica y de las historias directas y veloces en las que prima la acción.
Magín Méndez Sanguos
Licenciado en Ciencias del Deporte, Magín Méndez Sanguos se define como lector empedernido y escritor novato, y según él mismo afirma, lo seguirá siendo hasta que muera: «aunque lea o escriba cientos de novelas, me gustaría ser siempre los suficientemente novel para escribir textos frescos y entretenidos, y mantener las ganas y la ilusión que me permitan seguir admirando textos variados de todas las épocas y temáticas». Desde La rebelión de los Peces, un relato inclasificable, hasta el último publicado, Fiesta retro, una distopía de humor, pasando por la novela Mosin Nagant (Extinta e-ditores, 2013), crónica fantástica histórica, con lo que más disfruta Magín es explorando temas nuevos y escribiendo siempre cosas distintas. Memorias del tercer nacimiento es su trabajo más personal, al que el autor tiene un especial cariño. Aunque la premisa es entretener, tomando como guía algo que a él mismo le gustaría leer, Magín retrata varios de sus intereses, mezclando la acción con metáforas e ideas que harán reflexionar al lector.
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Memorias del tercer nacimiento - Magín Méndez Sanguos
Quisiera expresar mi agradecimiento a Francisco Suñer por su esfuerzo y sabios consejos en las primeras correcciones de esta obra, a Lola por sus ánimos y a Violeta y la editorial Valinor por su apuesta por mi trabajo.
Me gustaría dedicar la novela a mi mujer y mi hija, que soportan estoicamente mis rarezas y desvaríos.
NOTA DEL ILUSTRADOR
A Magín, por confiarme este trabajo tan ilusionante.
A mi mujer, por su apoyo incondicional pese al sufrimiento que sé que mi caótico ritmo de trabajo ocasiona a mi alrededor.
Deo gratias.
PRIMERA PARTE
"… la frontera planetaria circunscribe un organismo vivo, Gaia, un sistema constituido por todos los organismos vivos y el medio ambiente. No hay en ningún sitio de la tierra una distinción clara entre materia viva y no viva."
James Lovelock
1. Orgullo y miedo
Se apretaron todos los botones. Orgullo y miedo se adueñaron de los hombres. Carreras, maletines, ceños fruncidos, luces parpadeantes y sudor. Los últimos en llegar, los más inteligentes, quizá los que consiguieron estar más cerca de dios, el Homo sapiens, en su desbordante arrogancia, supo al fin rematar la gran faena. Arrasaron la biosfera. Como ese niño inconsciente que derrumba el castillo de arena al que tantas horas dedicó el artista por el simple hecho de ver cómo se deslizan los granos hasta su posición original. En este caso, eran arenas vivas. Arenas de Gaia.
La corteza terrestre sufrió. No pudo soportar aquella increíble presión. Las placas tectónicas impactaron empujadas por las fuerzas desatadas por el hombre. Maremotos, seísmos, volcanes, una avalancha de desastres que aniquilaron con velocidad continentes enteros. La litosfera se fragmentó en más pedazos y el perfecto puzzle construido en decenas de miles de años se quebró para siempre. La temperatura aumentó lo suficiente para quemar y asfixiar. Todo se tornó amarillo. La salinidad de los océanos los convirtió en desiertos en pocas semanas, devolviéndolos a su aspecto precambriano. El sol primero brillaba tenue, sin fuerza, y la radiación bañaba los suelos como un manto de niebla de primavera, y después, se volvió ardiente hasta el dolor. Un asesino lento y eficaz.
La destrucción de la clorofila fue un paso decisivo. La vida vegetal se marchitó, y con ella, se derrumbó la cadena trófica. Todas las plantas vasculares desaparecieron, dejando atrás toneladas de raíces que se pudrían poco a poco. El planeta azul y verde se convirtió en marrón tierra y negro ceniza.
Los animales vertebrados, tanto en los valles como en las tupidas selvas o en los fríos mares, perecieron rápida o lentamente, inexorablemente. Ninguno sobrevivió.
Los insectos, que tantas catástrofes habían soportado desde hace millones de años, no habían dado señales de vida.
Probablemente, algunos extremófilos habían sobrevivido en sus criptas inexpugnables o en profundidades abisales. El hombre aún no había alcanzado ese nivel de destrucción. Era un penoso consuelo.
En las áreas más pobladas todo fue muy rápido. En los pretenciosos países desarrollados, con su alto nivel de vida y perennes sonrisas, solo hubo miedo, caos, y muerte. La terrible habilidad para la destrucción del cerebro humano había hecho bien su trabajo.
Llovió.
Como lágrimas sin fin, la lluvia ácida remataba el trabajo. Las nubes dispersaban las partículas volátiles y llevaban el terrible legado del hombre a los últimos refugios del planeta.
De las cinco extinciones en masa que la superficie de Gaia había sufrido, esta fue la más cruel, rápida y poderosa. También fue la primera en la que un ser diminuto, con vanidad de dios todopoderoso, arrojó su rabia y su tecnología sobre su propia cabeza. No había meteoritos, ni vulcanismo, ni glaciación a quien culpar. Unos suaves dedos, untados de caras cremas, y una mente atormentada por años de injusticias, pasiones y violencia fueron suficientes.
Los estudiosos, desde sus púlpitos, ensimismados escuchando sus propias voces, se equivocaron en una cosa. El invierno nuclear duró poco, lo que realmente fue insoportable vino después. El verano nuclear, que convirtió el mundo en un desierto y al hombre en el único animal en peligro de extinción.
Un nuevo límite K-T, aunque este con un culpable bien definido.
Todo cambió. Solo la arena siguió siendo arena. Se desperdigaba con los huracanes y las riadas la arrastraban, pero resistía tenazmente el paso del tiempo. Trocitos de cuarzo, hierro, yeso y pequeños foraminíferos fosilizados. Una meteorización brutal. Todo lo vivo, muerto, y lo ya muerto, desgajado.
Sin embargo, el ataque del hombre no fue suficiente para destruir el planeta. La órbita seguía fija, su rotación no había variado, los polos magnéticos, intactos, la capa de ozono, recuperándose, el sol, imperturbable, y la luna, aún iluminando las solitarias noches. Las esporas de hongos y de algunos líquenes se multiplicaban en las entrañas de la tierra. Tal vez el ser humano se creyó dueño cuando en realidad no era más que un siervo. Una minúscula partícula que apenas gateaba en un descomunal universo. Tal vez Gaia sintió un pescozón, o tal vez un gran dolor infinito…tal vez.
2. La semilla de la esperanza
Una lágrima surcó su mejilla y oscureció la coriácea superficie. Su rostro apoyado sobre la corteza, estaba marcado por profundas arrugas y cicatrices con terribles historias. Mientras el líquido resbalaba por su tez y se fundía con el tronco, la emoción provocaba un temblor incontrolable en el anciano. Sus brazos rodeaban el tronco, abrazándolo como quien se reencuentra con un hijo después de muchos años. Sus dedos, ahora mustios y ásperos, aún sentían la rugosidad y el tacto del árbol, que lo embriagaba, como el líquido que destilaban en el campamento oeste. Sus piernas se asentaban sobre la tierra, bordeando las raíces, al pie de aquel ser de otros tiempos.
Estaba alcanzando el éxtasis. La iluminación…
De pronto todo se oscureció. Una forma inmensa apareció de entre las sombras. Intentó escapar, pero sus piernas resbalaban torpes en un suelo de hielo. No tardó el hercúleo gigante en atraparlo con un solo brazo, mientras que con el otro arrancaba de cuajo el árbol como si fuese un hierbajo cualquiera… ¡Dolor inenarrable!
Abrió los ojos bruscamente, y al darse cuenta de dónde estaba, acomodó la tela que lo cubría e intentó volver a dormir.
Se levantó del lecho con las primeras luces del alba. Sudoroso. Dándole vueltas a los últimos retazos de esa horrible pesadilla. Triste y ojeroso. Su cabello, blanco y descuidado, caía sobre sus hombros.
Santiago se sentó en la piedra de la choza y meditó con los ojos entreabiertos, más despierto que dormido. Su vida estaba llegando a su fin. Podía sentirlo en el alma. Ya casi no quedaban antiguos en el campamento, él estaba entre los últimos. Dos meses antes, había muerto su vecino Clot, el más viejo del lugar. El mal azul, habían concluido los doctores. Tenía miedo. Esas bacterias atacaban los cuerpos inmunodeprimidos con la edad, hombres de otros tiempos con hematocritos demasiado bajos y una falta de nutrientes dolorosamente regular. Él había nacido en otra época, antes de la última gran guerra. Antes. . .. Antes de que la lluvia fuese venenosa. Mucho antes.
Apenas recordaba ya aquellos días. Vivir en una bonita casa de campo, tal vez blanca, con un gran jardín, un invernadero y un huerto en la parte de atrás. Su padre era horticultor y botánico. Admiraban juntos los árboles. Su grandeza. Plantaban las semillas, cubrían con plásticos en el invierno las hortalizas, protegiendo de las frías noches a los plantones jóvenes. Extraían con esmero las malas hierbas cada pocos días. Abonaban la tierra con productos naturales, que producían luego unos excelentes sabores en las legumbres. Se entristecían juntos cuando uno de sus arbustos moría o cuando el hongo blanco marchitaba las hojas en el húmedo invierno.
Y allí estaba con sus recuerdos. No era la primera vez que tocaba fondo. Sentado en el duro catre de piedra, su estómago rugía, vacío, y el dolor en la espalda iba in crescendo. Inspiró y se irguió. Ya no tenía edad para tonterías. Era lo que era. Era un buscador. El más veterano. Cogió la mochila, que colgaba de un gancho al lado de la puerta, y comprobó su mugriento contador Geiger. Saliendo por la puerta, se agachó para coger el trozo de polietileno que usaba de bastón en su esfuerzo por caminar. El camino estaba desierto. Los barracones de enfrente se mostraban grises y silenciosos. Giró y comenzó su penoso andar hasta la puerta del recinto.
—Tenga cuidado, abuelo. Anoche me pareció ver un mutante merodeando por el borde exterior —le comentó el guardia de la puerta mientras cerraba la verja con un rechinante crujido.
Lo miró. No tuvo ganas de contestarle. Para él era muy triste que volviesen a existir seres humanos de segunda clase. El «tercer mundo», se les llamaba hipócritamente en la antigüedad. Ahora ya no había mundos. Todo era lo mismo. Destrucción, ceniza y lluvia ácida. Los que tenían la mala suerte de nacer con malformaciones genéticas, o con altas tasas de radiación, eran catalogados como mutantes y asesinados sin piedad. Si los síntomas no se manifestaban pronto podían llegar a adultos, aunque debían pasar el examen a los seis años, y entonces los que tenían algún indicio en su cuerpo eran desterrados del poblado para siempre. Este era uno de los horrendos legados del egoísta y ruin ser humano.
El viejo solía verlos en sus caminatas. Siempre a lo lejos. Temerosos, solitarios y tristes. La mayoría morían a los pocos días de vagar sin rumbo. No eran tan distintos a él. No eran peores que nadie.
Comenzó su ruta con paso regular, acostumbrado al esfuerzo físico y a los escasos nutrientes. Tragó una de las pastillas que las gemelas le habían dado. No sabía si esta vez conseguiría regresar. Había calculado al menos una semana de marcha, alimentándose de lo que encontrara, que podía ser poco, muy poco, o sin suerte incluso nada. Su petaca estaba bien repleta de agua sucia y maloliente. Con un PH seis, concentración de hidrogeniones asumible por el aparato digestivo, siempre era mejor que cualquier charco que pudiese encontrar en esos inhóspitos lares.
Barro, piedras y tierra negra. La erosión y la desertificación creaban un paisaje marciano por donde quiera que mirase. El cielo enrojecido por las partículas en suspensión remataba el cuadro como un macabro sombrero.
Caminó durante horas, dirigiéndose al norte. Ningún buscador iba al norte. Ni siquiera los más jóvenes y valientes. Había todavía algunas construcciones en pie, y a la mayoría les daban miedo. Tenían ya sus propias leyendas urbanas. Fantasmas de otro tiempo, mutantes salvajes, nubes de gases mortales, aguas envenenadas… quizá esas historias que contaban en la barra del bar les habían salvado la vida en alguna ocasión.
Siguió avanzando. Venía habitualmente por este camino. Conocía cada traición: agujeros, terraplenes o zonas rojas con radioactividad. Pisaba ceniza y barro, arenas de Gaia, en otro tiempo rebosantes de vida.
Hacía solo unos cuantos años que el mundo vivo había comenzado a recuperarse. Aunque hasta ahora, a pleno sol, solo había visto briofitas y algunos líquenes. ¡Qué curioso, que las primeras plantas que aparecieron en el Paleozoico, volviesen a ser las primeras en renacer!
El viejo tenía una teoría. Y buscaba. Cada mes hacía una salida revisando sistemáticamente las cuadrículas de terreno. Se dirigía a Ciudad Dormida, a muchos días de camino del campamento. No tenía miedo. Había vivido mucho. Creía en su objetivo, y este era más importante que su propia vida.
Buscaba semillas. Los últimos recipientes viables de nueva vida. Una difícil empresa. En las cuevas abundaban las esporas, pero lo que él deseaba más que nada, era el resurgir de las plantas vasculares. Tallos, hojas, raíces, semillas…
Cuando aún era un niño, comenzaban a imponerse las semillas modificadas artificialmente. Más resistentes y más grandes. Necesitaban menos agua y les valía cualquier tipo de clima. Más dinero, sí, pero también genes eliminados para no volver a germinar. Abominaciones estériles que no respetaban uno de los principios de la vida: la reproducción. Alteradas para únicamente aceptar sus propios productos fertilizantes. Modificadas para resistir las plagas, pero con pesticidas únicos y caros. Con esto, las grandes compañías se aseguraban seguir vendiendo su producto, acumulando beneficios. Los dividendos fluían y la vida se lamentaba en silencio. Muy poco pudieron disfrutar de su absurdo dinero.
El viejo tenía confianza. Esperaba encontrar semillas anteriores a esta época transgénica desatada.
Al atardecer llegó al Río Muerto, un caudal de aguas embravecidas que serpenteaban desde una montaña lejana. Bajaba el agua roja, teñida por los sulfatos. Altos niveles de metales pesados, cobre, cadmio, manganeso… Era tan ácida que quemaba la piel al contacto con solo salpicar unas gotas. Hasta los mutantes habían aprendido a tenerle respeto. Agua color cadáver. Un oxidado contenedor de uno de esos camiones de dieciocho ruedas hacía de improvisado puente. El anciano trepó por la portezuela y se introdujo en el contáiner asentando bien sus pies. Tenía multitud de agujeros por los que entraban haces de luz que permitían ver para seguir avanzando. Oía el río rugiente bajo sus botas. Eran solo unos metros, pero nunca le había gustado sentir tan cerca esa agua veloz y mortal. Con una mano en la pared y la otra en el bastón, avanzó con premura. Llegó al otro extremo y puso un pie en tierra firme. No pudo evitar exhalar un suspiro de alivio. Comprobó su Geiger y continuó su camino.
Decidió andar algo más rápido procurando llegar al refugio antes de que anocheciera. Aún quedaba un largo trecho. Entre gravilla, rocas y barro, caminaba arrastrando los pies. Le costaba elevar las rodillas. Muchas veces tropezaba con alguna piedrecilla del sendero, que salía disparada rebotando y rompiendo la monotonía del lugar.
Una botella de vidrio cayó tintineando desde un montón de plásticos y restos de cristales que había a su derecha. Giró la cabeza y un ligero sentimiento de inquietud se apoderó de él. Hizo acopio de valor y se acercó a investigar más de cerca. Alargó el cuello y miró entre los desperdicios pero no vio ni oyó nada.
Ocultarse no era un comportamiento habitual mutante, aunque sus costumbres habían cambiado desde hacía unos años. Se acercaban más al campamento y a veces se les veía incluso en pequeños grupos. ¿Qué otra cosa podría ser? Los animales estaban extintos desde hacía décadas.
Decepcionado, continúo su camino. No había nada vivo allí. Era raro encontrar humanos tan lejos del campamento y un mutante no se acercaría a hurtadillas a una persona. Concluyó que tal vez, el viento y la física le habían jugado una mala pasada.
Estaba ya cerca del refugio. Ascendió la última colina. El sudor corría por su frente recordándole la dura pendiente en la que se encontraba. Ya en la cima, descansó unos segundos y se enjugó la cara con la manga.
Al levantar la vista hacia su destino, distinguió varias figuras en movimiento. Una mueca de sorpresa se dibujó en su cara. Al pie de la colina estaba la destartalada casucha del doctor. Solía parar allí a descansar siempre que hacía aquella ruta. Sabía bien que, por regla general, él era la única visita en meses. El refugio era un lugar apartado y solitario. Sin embargo, en aquel momento podía distinguir claramente cuatro figuras. Una de ellas era enorme, y las otras tres, mucho más pequeñas, lo flanqueaban moviéndose con dificultad.
Se acercó sigilosamente, temeroso a causa de la inusual novedad. Su precaución, adquirida con los años ya le