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Noches de luna roja
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Noches de luna roja

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About this ebook

Gabriel jamás creyó en el cielo o en el infierno, pero cuando en sus manos cae un extraño celular capaz de comunicarse con los muertos, su existencia da un giro inesperado: un ser sobrenatural llamado Seth se presenta ante él y en una noche le revela la existencia de ángeles, demonios, íncubos, y de infinitas alimañas que se pasean por el mundo disfrazadas de inocentes seres humanos.

Sin proponérselo, Gabriel escucha a través de sus auriculares las muertes que un despiadado asesino está perpetrando en la ciudad. Y Seth, el encargado de resolver los crímenes, acepta su ayuda, sin sospechar que Gabriel es mucho más que un simple chico en busca de aventuras.

Bajo la luna roja de Buenos Aires, Seth y Gabriel aguardan que el celular suene una vez más, mientras los sentimientos entre ellos se hacen cada vez más fuertes y el pasado de ambos resurge de las cenizas para cobrarse el tiempo perdido.

LanguageEspañol
Release dateJan 14, 2015
ISBN9788494128066
Noches de luna roja
Author

Sofía Olguín

Sofía nació en Buenos Aires el 8 de agosto de 1989. Durante su adolescencia, comenzó a escribir novelas y cuentos y a publicarlos en Internet. A los veinte años publicó en España su novela Menfis. En el año 2012 fundó Bajo el arcoíris, una editorial que hace libros infantiles de diversidad sexual y los pone en descarga gratuita. Es Editora graduada por la Universidad de Buenos Aires. Actualmente sigue escribiendo, editando y publicando. Es fan del metal gótico, los gatos y los sahumerios.

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    Noches de luna roja - Sofía Olguín

    GABRIEL

    Siempre sentí fascinación por la magia y el esoterismo. Aunque, si tengo que decir la verdad, en realidad no creía en ninguna de esas cosas. No creía en magias, en dioses, en tablas ouija, en fantasmas ni en nada que no pudiese ser comprobado o entendido por la razón humana. Claro, la razón nunca podrá abarcar todo, pero mi escepticismo era parte de esa fascinación. ¿Por qué si nada es real, la gente seguía poniendo su fe en los santos de las iglesias, en las velas, en las palabras mágicas…?

    Andá al quiosco de diarios de la esquina. Comprá la revista que se te antoje. Fijate en los anuncios de brujos y chamanes que ofrecen sus servicios. Ataduras. Hacé que vuelva tu pareja. Problemas de dinero. Depresión…

    Interesante, ¿no?

    Me llamo Gabriel…, aunque Gabriel no es mi nombre real. En esta historia, lo único falso que vas a leer son los nombres propios de las personas. Los barrios, líneas de colectivo, de subte, los lugares, edificios…, esos sí que son muy muy reales. Tal vez los conozcas.

    En aquel entonces tenía dieciocho años y, hay que admitirlo, era un poquito friki. Me gustaba ser así. La mochila que llevaba a la facultad estaba llena de prendedores de dibujos animados y en mis ratos libres leía cómics o me bajaba series de Internet. Antes tenía un grupo de amigos, chicos y chicas con quienes iba a los llamados «eventos de animé». En estos eventos pasaban proyecciones, vendían DVD, juegos de Play Station y cositas como llaveros, prendedores y cuadernos. A veces vendían ropa; ropa friki, claro. Y aunque me habría gustado vestirme así, no lo hacía. Había trabajado como repartidor en una heladería, pero llegado el invierno, se habían quedado con un solo repartidor: con el que tenía moto. Yo hacía los repartos en bicicleta y siempre tardaba más. Me dijeron que iban a llamarme cuando comenzara de nuevo el verano (era responsable y no llegaba nunca tarde) y lo hicieron. Pero ya no pude trabajar de nuevo para ellos…

    Ese grupo de amigos que mencioné antes se disolvió. O mejor dicho, yo me disolví. Ellos se seguían viendo, pero yo ya no iba a las reuniones. El motivo: los piojos. Y no, no me refiero a la banda de rock argentina, sino al insecto, al parásito. Tenían piojos, qué asco. Yo llevaba el pelo un poquito largo (hasta los hombros)… y bueno, imaginate. Además, ya no me sentía a gusto con ellos por otros motivos que no vienen a cuento.

    El hecho de que yo fuera bisexual es un elemento significativo en esta historia. Me atraían los chicos y las chicas, pero no vayas a pensar que era un descarriado o algo así. La gente ha cargado la palabra «bisexual» de una gran carga peyorativa. Lo mismo ocurre con la palabra «homosexual»… De hecho, era muy centrado. Nunca había estado de novio con nadie, aunque me había metido mano con un par de chicos y chicas. Pero sí, era virgen. Y si lo seguía siendo a los dieciocho años era porque yo mismo lo había elegido así. Oportunidades no faltaron. Mi última tranza había sido un chico (un gótico, superfriki, que trabajaba en un cyber), pero con él no hice más que besarme y un poco de manoseo.

    Otra cosa importante: yo no sabía el significado de la palabra familia. Tenía padre y madre, pero a veces me sentía como un huérfano. Ellos me querían, a su manera. Supongo. En algunas ocasiones pensaba, vos estarás de acuerdo o no, que hay gente que no sirve para criar hijos. Hay gente que sabe cantar, otra que sabe cocinar, hay gente que sabe enseñar, pintar, construir casas. ¿Por qué criar hijos bien sería una excepción? Como dijo Michael Levine, tener un hijo no te vuelve padre, de la misma manera en que tener un piano no te vuelve pianista. Pero al menos hay lugares donde te enseñan a tocar el piano. En cambio, no hay escuelas para padres. A lo que quiero llegar es a que mis padres no supieron criarme, solo fueron dueños de un piano. Y, teniendo en cuenta esto, deberían haber llorado lágrimas de agradecimiento porque no salí drogadicto, o ladrón o alguna de esas cosas. Bueno, me gustaban los hombres.

    Mi papá le llevaba dieciséis años a mi mamá. Ella tenía cincuenta y seis, y él… hacé la cuenta. Sí, eran mayores. El motivo: estuvieron toda la vida perdiendo el tiempo. Mi papá tenía problemas con el alcohol. Durante la crisis del 2001, perdió su negocio y tuvo que vender el auto. De él no sabía casi nada. Cuando yo era chico, él trabajaba jornada completa en el Jockey Club, de contador, y no pasábamos nada de tiempo juntos. Tenía libres solo los domingos y esos días los ocupaba emborrachándose.

    Mi mamá zafaba. De ella sabía más (dónde había nacido, el nombre de su primer novio, qué hacía antes de que yo naciera) y a veces pensaba que me habría gustado no saber nada…

    Mi mamá era uruguaya. Nació en el campo y a los diecisiete años se escapó y se vino a Argentina. Trabajó cuidando ancianos y también se prostituyó un poco. De joven era muy linda. No era alta, pero sí atractiva. Yo salí a ella. Por suerte yo era alto, pero tenía sus ojos verdes y su pelo castaño.

    Ella seguía cuidando viejos; trabajaba con cama, lo cual quiere decir que no vivía en casa. ¿El motivo? La plata. Ganaba casi tres mil pesos argentinos por mes. Se lo gastaba en ropa, zapatos y carteras (como hizo toda su vida; vivía en pensiones y se vestía como Susana Giménez), pagaba mi Internet, a veces la cuota de la casa, me tiraba unos pesos a mí y chau sueldo. Mi papá sabía que mi mamá malgastaba el dinero y eso le daba bronca. Por eso nunca le daba un centavo. Él, por su parte, había luchado toda su vida para cumplir sus sueños y había llegado a la vejez apenas con una casa que todavía no había acabado de pagar…

    Ellos nunca se llevaron bien. Cuando yo nací, mi papá llevó a mi mamá al departamento donde vivía con su madre. Mi abuela se llamaba María y le hizo la vida imposible a mi vieja hasta tal punto que tuvieron que internarla en un psiquiátrico. Mi mamá tenía problemas mentales; había tenido una infancia dura y eso fue algo que jamás pudo superar. Yo no estaba de acuerdo con eso que suelen decir: en la vida todo se paga. Tal vez era porque aún era muy joven, pero no me vas a negar que hay gente que sale indemne de todas. Mi abuela no fue una de ellas. Vivió sus últimos días en una silla de ruedas y fue mi mamá quien tuvo que cuidarla y cambiarle los pañales. Una humillación. Para mi abuela, porque era demasiado orgullosa; y para mi vieja porque supongo que no le resultaría una tarea agradable. Mi tía, hermana de mi papá, era tan mala persona como mi abuela. Ojo, mi abuela me malcriaba, pero yo era demasiado chico para comprender las cosas.

    En ese entonces vivíamos en un departamento de Buenos Aires, en el barrio de Villa Urquiza. Dicho departamento estaba a nombre de mi tía, la mala persona. Cuando mi abuela murió (yo tenía seis años), mi tía nos echó. Así de simple. Ahora vivíamos en Villa Ballester, Provincia de Buenos Aires, en una casa grande, cómoda y vieja que mi papá había empezado a pagar y que tenía en alquiler. Creo que le dolió más tener que echar a la familia que vivía ahí que el hecho de que su propia hermana lo echara del departamento que habían comprado juntos…

    Acá comienza la historia. Pero no comienza en la casa grande y vieja. Ni por la noche. No llovía ni había tormenta. Era un día despejado, precioso. Y todo empezó en un salón de clases.

    CAPÍTULO UNO

    Era el día del segundo parcial de Semiología. Yo estaba en la carrera de Letras, en la Universidad de Buenos Aires. Antes de entrar en la correspondiente carrera que uno elige (y en su correspondiente Facultad), tiene que cursar un año de preparación llamado CBC, Ciclo Básico Común. Está formado por seis asignaturas en total, que dependen de la carrera que hayas elegido. Si te ponés las pilas, lees cuando tenés que leer y estudiás cuando tenés que estudiar, joya. Si no, te jodés. Por suerte, yo era aplicado. Podría no ser muy inteligente, pero leía y estudiaba. Y por eso me iba muy bien.

    En ese parcial de Semiología sabía absolutamente todo. Y a veces, saber tanto puede conllevar problemas. Eso fue lo que me sucedió.

    El parcial era larguísimo. Teníamos dos horas para hacerlo, muy poco tiempo. Además de ser aplicado, era nervioso. En los parciales solía relajarme, pero en aquel momento tenía los pelos de punta. Se nos acababa el tiempo y en la puerta estaban los chicos de la siguiente clase, que también tenían que rendir examen. En resumidas cuentas, nos echaban del salón.

    La clase comenzaba a las nueve de la mañana. El edificio del CBC al que concurrí está ubicado en Villa Urquiza, justo en la estación Drago de la línea de trenes Suárez/Mitre. Como yo vivía en Ballester, para llegar al CBC me tomaba el tren. Desde casa hasta la estación Ballester a veces iba caminando. Pero como eran diez cuadras las que separaban mi casa de la estación, había oportunidades en que me tomaba el colectivo 237. No recuerdo si ese día fui caminando o en colectivo, pero eso no es algo relevante. La cuestión es que, como al bajar del tren tenía un poco de hambre, me compré una botella de Sprite. No podía hacer el parcial con una hamburguesa en la mano.

    Mientras escribía acerca de implicaturas escalares, subjetivemas y deixis, tomaba un sorbito de Sprite. Naturalmente, al rato me dieron ganas de ir al baño. Y esto, sumado a que el parcial era eterno (y a que yo sabía mucho y escribía y escribía a tal punto que me empezó a doler la muñeca), no hizo más que contribuir a exaltar mis pobres nervios. Cuando por fin terminé el examen entró la tropa que aguardaba afuera. Había acabado justo a tiempo. Metí la botella de Sprite en la mochila y corrí hacia el baño. Hice lo propio y volví a bajar. Abajo, en la entrada del edificio, estaba el grupito de compañeros con el que me hablaba.

    —Gabi, te chorrea la mochila —me dijo Sofía, una de las chicas, a la que yo conocía porque vivía a la vuelta de mi casa.

    Y bueno, como ya debés imaginarte, en mi nerviosismo, había guardado la botella de Sprite mal tapada. Mi mochila era una gran laguna pegajosa y dulzona. Mi libro de Semiología estaba empapado, así como mi cuaderno y, lo más importante, mi celular. Lo primero que hice fue prenderlo. Funcionaba. Yo, feliz, no me preocupé.

    El asunto es que esa misma tarde se quedó sin batería y cometí el estúpido error de ponerle el cargador y darle corriente. Eso no necesita mucha explicación; en la pantalla (ni la marca ni el modelo vienen al caso, pero era uno de gama media, con cámara y reproductor de MP3) vi un chispazo de luz blanca y… el celular pasó para el otro lado y se fue con Víctor Sueiro.

    Al otro día, el sábado, yo tenía que ir al cumpleaños de una chica llamada Cecilia. Era una compañera de Pensamiento Científico con la que me hablaba y que parecía haberse fijado en mí. Era linda, con el pelo lacio y castaño, largo, y los ojos cafés. Me había mandado un mensaje de texto el día anterior (el jueves), invitándome a su fiesta, que consistía en «tomar el té». Yo, que siempre he sido muy mal pensado, interpreté lo siguiente: tengo pileta, traé traje de baño, va a haber mucha marihuana, cerveza y vodka. Y no te olvidés los forros.

    Su SMS decía algo así como:

    Gabi, te aviso, por si no te acordás, que el sábado es mi cumple y estás invitado. Entre las 16:30 y las 17 hs. te espero en mi casa, para «tomar el té». Ojalá puedas venir. Besos. Ceci.

    También incluía su dirección. Cecilia vivía a pocas cuadras de la estación de tren de San Andrés. Desde Ballester a San Andrés hay dos estaciones. Y como el tren de la línea Mitre, del ramal Suárez, juega un papel importante en la historia, voy a contarte, por si no estás familiarizado, el orden de las estaciones.

    Es así: José León Suárez (que es una zona un tanto peligrosa, porque está llena de villas), Chilavert, Villa Ballester (donde vivía yo), Malaver, San Andrés (donde vivía Cecilia), San Martín, Miguelete, Pueyrredón (el límite entre la Ciudad de Buenos Aires y la Provincia), General Urquiza (la estación del barrio donde viví hasta los diecisiete años), Drago (donde está el CBC), Belgrano R., Colegiales, Ministro Carranza, 3 de febrero y Retiro (la terminal, que está en el centro de la Ciudad de Buenos Aires).

    La casa donde trabajaba mi mamá estaba a una cuadra de la estación de Urquiza.

    Ese viernes en que estropeé mi celular mi madre me dio dinero para ir a comprar otro, haciéndome jurar que le devolvería la plata cuando volviera a trabajar en la heladería. En la estación de Ballester había un local chiquito de una de las compañías de telefonía móvil y allí pregunté si mi teléfono tenía arreglo. No sé si el tipo me mintió o exageró, pero dijo que el equipo jamás quedaría cien por ciento bien. Y, teniendo en cuenta que yo lo había enchufado, había que ver si no se le había jodido la cámara de fotos. En resumen, me convenía comprar uno nuevo.

    Si alguna vez se te moja el celular, por favor, te lo ruego, no le conectes el cargador. Si prende, si vive, dejalo al sol una semana para que se seque completamente. Y ahí sí, cargalo y sé feliz. No hagas como hice yo.

    El tipo del negocio (un local minúsculo, con apenas un escritorio y tres estantes donde exhibían los equipos) me dijo que podía ofrecerme mi mismo celular (el mismo modelo) a ciento cincuenta pesos. No lo tenía ahí, en el local; yo debía ir hasta el centro de Buenos Aires, donde un amigo suyo tenía su propio negocio. La idea me sedujo, quería quedarme con un poco de la plata que me había dado mi mamá y en verdad mi teléfono me gustaba. De manera que me fui hasta el centro. Me tomé el tren hasta Retiro y

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