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Playa De Arenas Movedizas
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Playa De Arenas Movedizas

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About this ebook

Max Fried es un forense informático ya retirado que ahora dedica su tiempo a nadar, beber y relajarse al cálido sol de las playas de Florida. Sin embargo, todos sus planes se verán truncados cuando un asesino decide cruzarse en su camino.
Un abogado muy persuasivo convence a Max para que localice los bienes y activos de un cliente que acaba de fallecer. Max acepta el trabajo, pensando que no le supondrá demasiado. En lugar de eso, un antiguo asesino con una nueva identidad entra en su casa, durante su ausencia, para hacerse con el ordenador del cliente.
Max no sabe que el ordenador contiene pistas que le llevarán a un asesinato ocurrido hace veinte años. Lo que el ladrón ignora es que Max conserva una copia del disco duro en su iPod. Para desgracia del asesino, en la copia hay pruebas que podrían llevarle al corredor de la muerte.
En ese momento, Max es la última persona con vida que conoce el porqué de todos esos asesinatos. Burlar al asesino es la única forma de poder volver a su taburete del bar de la playa. Si no lo logra, será la víctima número cinco.
LanguageEspañol
Release dateFeb 2, 2015
ISBN9781633390072
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    Playa De Arenas Movedizas - Falafel Jones

    CUATRO

    CAPÍTULO UNO

    ––––––––

    Me fijé en ellos en cuanto llegamos. Ella era una rubia muy exuberante. Llevaba un bikini azul que apenas le tapaba los pechos y sostenía un cigarro manchado de pintalabios. Él se parecía a un guapo jugador de fútbol irlandés, ya mayor, pero aún musculado, y no soltaba su vaso de whiskey. No había nadie más allí, aparte de la pareja y Jack, el barman y propietario del local.

    Estábamos sentados en unos taburetes admirando el océano cuando Jack nos trajo nuestras bebidas. Una cerveza AmberBock de barril para mí y un vodka con tónica para Mariel.

    Le di las gracias y, al levantar la jarra helada, el agua condensada goteó sobre mi entrepierna, así que decidí que era mejor no levantarme hasta que se secara.

    Jack pasó un trapo para secar la encimera y se inclinó hacia delante apoyándose en sus manos.

    —Max, te hemos estado esperando.

    —¿A quién? ¿A mí?

    —Sí, sé que vienes siempre a esta hora, así que les dije que esperaran.

    Mariel y yo nos miramos el uno al otro y después nos giramos hacia Jack. Nunca sabíamos cuándo estaba de broma y cuándo no.

    Jack, también conocido como Jack Jr., trabajaba en Bobbi and Jack’s Beachside Patio desde que era niño. Incluso asegura que nació detrás de esa misma barra cuando su padre llevaba el bar y, al parecer, su madre, Bobbi, dio a luz mientras servía trago y trago. A veces se aprovechaba de la ingenuidad de sus clientes y les contaba que su nombre real era Jack Daniel’s en honor a la bebida que su madre tenía sobre la bandeja en aquel momento.

    —Chicos, no quiero abusar de vosotros —dijo levantando una ceja —, pero uno de mis clientes habituales a la hora de la comida necesita un favor. Quizás podáis ayudarle. Ed es un abogado del barrio. Creo que está ya medio retirado. —Y señaló a la mujer y al hombre que estaban en el bar.

    No sabría decir si era una mujer atractiva bien conservada o una joven ojerosa que aparentaba más edad de la que realmente tenía. Fuera cual fuera su edad, yo diría que sentía algo por el hombre junto al que estaba sentada porque no paraba de rozarle con sus manos siempre que tenía oportunidad.

    Ignorando sus muestras de afecto, Ed nos dirigió una mirada en cuanto Jack le señaló.

    —No hay problema, hablaré con él —dije yo y Jack le hizo un gesto con la mano.

    El hombre se levantó del taburete y se inclinó para susurrarle algo a la mujer. Después se volvió a poner derecho y dejó algo de dinero sobre la barra. Ella le sonrió y le dijo algo que no alcancé a escuchar. Cuando volvió a inclinarse, se besaron. Él cogió su bebida y se dirigió hacia donde estábamos sentados Mariel y yo. Extendió su brazo derecho para saludarme mientras sujetaba un cigarro y el vaso con la otra mano.

    —Ed McCarthy —dijo apretando mi mano. Después hizo lo mismo con Mariel.

    Ella le puso su mejor sonrisa.

    Ed llevaba puesto el uniforme oficial de la ciudad de New Smyrna Beach: bermudas de camuflaje de color marrón claro y sandalias. Para rematar el look, una camisa de flores azul y blanca de manga corta. Yo, por mi parte, llevaba un polo de manga corta negro, porque era invierno.

    —Jack me ha dicho que te has mudado de Nueva York a la esquina de este bar —dijo Ed, soltando una risita por su propio chiste—. Yo también soy de allí. Cuando estudiaba Derecho en la facultad estuve saliendo con una chica de Daytona Beach, así que me licencié en los dos estados. —Y le dio una calada al cigarro.

    Por la forma en que murmuraba, tenía pinta de haber estado esperando un buen rato en el bar. Bueno, por eso y por la cantidad de palillos de todos los cócteles que había alineados donde había estado sentado.

    —Un placer, Ed. —Me dio la sensación de que ya le había visto allí anteriormente. El bar siempre estaba más vacío durante la temporada baja, pero la clientela habitual no dejaba de frecuentarlo—. Yo soy Max y esta es mi mujer, Mariel. Jack nos ha dicho que necesitabas ayuda con algo.

    Ed respiró hondo.

    —Estoy llevando la herencia de un cliente. Su nombre era Ray y fue mi primer caso en Florida. Me pidió que escribiera su testamento y resultó que teníamos mucho en común. Solíamos ir juntos a pescar... Y esta mañana he estado en su funeral. Se tomó libre la tarde del viernes para hacer compras navideñas y, en lugar de eso, murió. Cuando escribes estos documentos de cara al fallecimiento de alguien, nunca piensas que vaya a llegar ese día.

    Mariel apartó la mirada de él y me miró fijamente durante unos segundos. Volvió a mirar a Ed.

    —Vaya, sentimos la muerte de tu amigo.

    —Gracias. Kathleen y Ray no tenían a nadie aquí, así que cuando acaben todos los trámites de la funeraria, ella se marchará a casa de sus padres. Está muy ocupada haciendo las maletas, por eso yo estoy bebiendo solo. —Sacudió la cabeza. Por lo que acababa de decir, deduje que la rubia no estaría bebiendo o que, simplemente, ella no contaba.

    Mariel parecía disgustada.

    —¿Kathleen es su mujer?

    —Sí. —Dirigió su mirada al cielo durante un momento y después otra vez hacia mí—. A la salud de Ray –dijo levantando su vaso y bebiendo otro trago.

    Mariel y yo hicimos lo mismo.

    Entonces Ed dijo:

    —Ya es suficientemente triste perder un amigo, pero cuando muere a manos de otra persona, es mucho más duro de aceptar.

    Estaba a punto de perder el hilo de lo que Ed estaba diciendo porque no paraba de decir cosas propias de un borracho melancólico, pero eso que acababa de decir captó mi atención de nuevo.

    —¿Tu amigo ha sido asesinado?

    —La policía ha encontrado su coche destrozado y volcado a un lado de la carretera en un día despejado, sin tráfico y sin marcas de derrape. Ha sido una muerte inesperada en extrañas circunstancias, así que están investigando un posible homicidio. Estoy esperando noticias del forense.

    —Si la policía ya está llevando el caso, ¿para qué nos necesitas?

    —Kathleen necesita localizar sus bienes. La policía ha encontrado su portátil entre los restos del coche y ahora ella quiere que lo examinen —dijo encogiéndose de hombros—. Dice que lo usaba para la banca electrónica. —Tomó un buen trago y dejó el vaso en la barra de un golpe.

    No me gustaba el cariz que estaba tomando aquello. Me había prejubilado porque me habían disparado y le había prometido a Mariel que me mantendría al margen de cualquier asunto turbio. Y este caso, con un homicidio de por medio, sonaba bastante peligroso.

    Ed tomó otro trago y empezó a hablar de nuevo.

    —Le dije a Jack que no conocía a nadie que pudiera registrar ese ordenador. Necesito saltarme las contraseñas y conservar la información para su uso en los tribunales. Ya sabéis, por si alguien impugnara el testamento o reclamara la herencia. Jack me ha dicho que solías trabajar en esos asuntos.

    —Tú lo has dicho, solía. Antes de retirarme trabajaba para el Estado como forense informático.

    —¿Eso significa que puedes registrar un ordenador, desbloquear contraseñas y encontrar cosas?

    —Sí, eso es a lo que me dedicaba.

    Ed dejó su bebida. Se apoyó en la barra con las manos y se inclinó hacia mí.

    —Max, eso es exactamente lo que necesito. ¿Lo harás por mí?

    —Lo siento, pero no puedo. Estoy retirado. Ahora dedicamos el tiempo a cuidarnos. Por nuestra jubilación anticipada, Mariel y yo seguimos una rutina. Caminamos más de 3 kilómetros para llegar aquí a diario, nos tomamos algo y volvemos a casa de nuevo.

    Ed echó la cabeza para atrás y entornó sus ojos hacia mí.

    —Nunca pensé que ir de bares podría considerarse hacer ejercicio.

    —Bueno —me defendí—, cuando no hace demasiado calor también solemos recorrer cerca de un kilómetro de distancia cruzando la isla de Flager Avenue desde el mar hasta la orilla del río. A Mariel le gusta ir de tiendas y yo, mientras, voy probando los bancos de la zona.

    Sacudió su cabeza de nuevo. No creo que Ed pensara que me tomaba eso de hacer ejercicio suficientemente en serio.

    —¿Conoces a alguien más que pueda hacerlo? –preguntó.

    —En Nueva York sí, pero aquí no.

    —Si tuviera que contratar a un desconocido, ¿qué debería buscar?

    —Yo soy un desconocido, pero tienes que encontrar a alguien que tenga un certificado en Informática Forense. Fíjate en que tengan las letras ENCE, ACE o CCFE en su tarjeta de visita.

    —¿Tú estás certificado?

    Se dibujó una sonrisa en mi boca de inmediato.

    —Sí, tengo el certificado ACE.

    —¿Y eso qué significa?

    —Soy examinador certificado de acceso de datos. La compañía AccessData expide estas certificaciones. Se dedican al desarrollo de herramientas de informática forense. Pero ahora ya no. Ahora estoy totalmente retirado y dedico mis horas a tostarme al sol en la playa.

    —Jack dice que tienes licencia de investigador privado.

    —Sí, en muchos estados se exige que los examinadores tengan la licencia.

    —¿Así que trabajas como investigador?

    Me reí.

    —No, nunca llegué a utilizarla. La obtuve antes de que me dispararan. Solo la quería por si tenía necesidad de trabajar una vez me hubiera jubilado. Era mi «plan B» y, con mi personalidad, no conseguiría trabajo ni como empleado en Wal-Mart dando la bienvenida a los clientes. A base de experiencia, resultó que estaba suficientemente cualificado para obtener una licencia de investigador privado en Florida, oposité y me la dieron, pero eso es todo.

    —¿Te dispararon? ¿Qué pasó?

    —Sobreviví... Y la verdad es que preferiría no hablar de ese asunto.

    Ed se sentó en el taburete que estaba a mi lado, esperó un momento y después continuó hablando.

    —Max, necesito a alguien capaz de acceder a ese portátil y a su información de cuentas bancarias, inversiones y demás datos financieros. Joder, no he conseguido a nadie. ¿No podrías hacerme tú el favor?

    —Me encantaría ayudarte, pero llevo ya un año retirado, vendí la casa y me mudé aquí para no tener que trabajar nunca más. Todavía conservo parte del equipo y la licencia por si necesito trabajar, pero ni lo necesito, ni quiero. Tampoco tengo ganas de renunciar a mis ratos de playa, ni a mi tiempo con Mariel. La vida es como un rollo de papel higiénico, se gasta muy rápido. –Y levanté mi vaso para echar un trago cuando terminé de hablar.

    Ed hizo un gesto con la mano.

    —Sí, sí. Te entiendo, pero esto no te llevaría mucho tiempo, ¿no? Los resultados no tienen que estar listos en una semana y por el estilo de vida que llevaba Ray, tiene que haber algo de dinero aquí. Te podría pagar lo suficientemente bien como para que te mereciera la pena el esfuerzo.

    —Mira, no busco problemas. No quiero más peligros en mi vida.

    Ed movió la mano con desgana.

    —Ah, por eso no te preocupes. Es un trabajo seguro. La policía ya está llevando el caso de su asesinato, así que lo único de lo que te tienes que ocupar tú es de localizar las cuentas bancarias familiares. Nada más.

    Noté la mano de Mariel sobre mi brazo.

    —Si tú quieres hacerlo, no me parece mal –dijo mirándome apenada–. No me importa. Hay varias cosas que quiero hacer que seguro que a ti te resultan aburridas. Además, me siento mal por su mujer y estamos en diciembre, así que tampoco ibas a pasar mucho tiempo en el mar de todas maneras.

    Escuchar a Mariel hablar hizo que yo también me sintiera mal. Me puse en su piel y no me gustó la idea de que alguien rechazara ayudar a Mariel si yo acabara de morir. Tenía razón. Sí que tenía tiempo libre últimamente y no había ningún motivo para no dedicar unos días a esto. Tampoco parecía haber ningún riesgo real y no me venía nada mal un dinerillo extra para comprar una baca para llevar el kayak en el coche. Incliné mi cabeza hacia Mariel.

    —La jefa ha hablado. Acepto el caso. ¿Qué opinas de un precio por hora fijo más gastos sin depender de qué encuentre o deje de encontrar?

    Por primera vez desde que nos habían presentado, Ed sonrió.

    —Muy bien, gracias. Tengo que volver a la oficina a terminar algo de papeleo. ¿Cómo lo hacemos? Puedo preparar un acuerdo de prestación de servicios ordinario para que lo firmes. Pásate en una hora más o menos. Mientras lo revisas, llamaré a la policía para saber cuándo devuelven el portátil.

    Asentí dándole a entender que estaba de acuerdo y leí la tarjeta de visita que me extendió Ed. Su oficina estaba a tan solo unos pasos de Flagler Avenue.

    Cuando Ed se levantó para marcharse, la rubia le lanzó un beso. Él sonrió y le devolvió el saludo. Me provocaba mucha curiosidad la relación entre ellos, pero no creí correcto preguntarle quién era ella.

    Cinco minutos después de que se marchara, ya me había olvidado de que había estado allí. Estábamos pasando una soleada tarde de diciembre en New Smyrna Beach, ciudad también conocida como «NSB». Había unos veinticinco grados de temperatura y las navidades estaban a la vuelta de la esquina.

    En Bobbi and Jack’s, un dúo musical tocaba Rudolph, el reno de la nariz roja. Una batería iba marcando el ritmo de la melodía, mientras una guitarra acústica servía de acompañamiento. Nos gustaba decir NSB, también dándole el significado de «No seas bobo». Llevábamos ya seis meses allí. En New Smyrna Beach, quiero decir, no en el bar. Bueno, aunque eso otro también era prácticamente cierto.

    Ahora que Ed se había marchado, yo me sentía bastante bien y relajado. Tenía una pensión fija, un día soleado y un taburete de bar en la playa, música en directo y una mujer preciosa. ¿Qué más daba si hoy me había hecho un año más viejo?

    —Feliz cumpleaños, Max —dijo Mariel acercándome una pequeña caja envuelta en papel de regalo.

    —No me sueles dar mi regalo hasta la cena. No es que me parezca mal, eh, pero has conseguido despertar mi curiosidad de verdad. ¿Por qué me lo estás dando ahora?

    —Ya lo verás cuando lo abras. He pensado que igual quieres utilizarlo dentro de un rato. Además, para la noche tengo un regalo de otro tipo.

    Abrí la caja y saqué un iPod de su interior.

    —He pensado que te podía venir bien para cuando salgas a correr por la playa —dijo ella.

    —¡Vaya, es genial! Muchas gracias. Ya no tengo excusa para no estar en forma.

    El aspecto de Mariel ya suponía suficiente incentivo para que cualquiera quisiera mantenerse en forma. Teníamos la misma edad y, sin embargo, todo el mundo pensaba que ella era diez años más joven que yo. No había cambiado nada desde que fuimos juntos al baile de fin de curso de secundaria. Ella era la que aparentaba ser más joven, yo aparentaba mi edad.

    Siempre se ponía tacones altos que dejaban ver sus piernas torneadas. En esta ocasión, llevaba un vestido veraniego holgado con estampado ámbar, que le sentaba muy bien a su tono de piel dorado. El vestido se ataba al cuello con una fina cuerda y se le pegaba a su vientre liso y sus delgadas piernas. A pesar de ser menuda, la parte de arriba le quedaba genial. En realidad era difícil que algo le quedara mal a Mariel.

    Yo llevaba pantalones cortos, una camisa y sandalias. Mi cumpleaños era un «evento especial», así que nos teníamos que «arreglar», lo que significaba que los dos nos poníamos nuestros anillos de boda y ropa interior. Y digo esto porque la mayor parte del tiempo no nos quitábamos el traje de baño y dejábamos nuestros calzones en los cajones, al igual que hacíamos con las joyas y demás complementos.

    Después de habernos pasado toda la vida en el helador nordeste, que ahora viviéramos siete días a la semana sin quitarnos el bañador se había convertido en un símbolo que reflejaba la banalidad de la vida en aquella isla a la que habíamos ido a parar.

    Hasta el momento, no había muchas otras ocasiones en las que usarla aparte de días especiales como aquel, viajes al aeropuerto o días fríos, que no eran nada frecuentes. Habíamos, incluso, ampliado la regla de llevar puestos los anillos de casados solo para cuando lleváramos ropa interior. Si Mariel me preguntaba si llevaba calzoncillos, yo simplemente tenía que enseñarle mi dedo anular para que supiera la respuesta.

    Jack, que no había parado de deambular por el bar, se dirigió de nuevo hacia nosotros.

    —¿Otra ronda?

    Mariel y yo negamos con la cabeza.

    —No, gracias —dije.

    —¿Qué tienes ahí? —preguntó mientras echaba una ojeada al envoltorio que estaba sobre la barra.

    Le mostré el iPod.

    —Regalo de cumpleaños de Mariel.

    Levantó una ceja y asintió mirándola. Ella le sonrió, contenta de ver que mi regalo le parecía una buena elección también a él.

    —¡Eh, feliz cumpleaños! —exclamó apartando los billetes que yo había dejado sobre la barra—. A esta ronda invito yo.

    —Gracias, te lo agradezco. —Y levanté mi vaso hacia él.

    —Muchas gracias, Jack —dijo Mariel y, a continuación, le tocó la muñeca—. Eres muy amable. —Después se volvió hacia mí—. Max, nos tenemos que ir. Le has prometido a ese hombre que irías a su oficina.

    Nos despedimos de Jack y nos dirigimos a la salida. Cuando acepté ayudar a Ed pensé que podría hacer el trabajo en un abrir y cerrar de ojos. ¿Quién iba a pensar que las cosas se pondrían tan mal y que mi jubilación se iba a volver tan peligrosa?

    * * *

    Íbamos hacia el oeste por Flager Avenue caminando sobre las baldosas gravadas que vendía la Asociación de Comerciantes de Flager. Por 50 dólares cada una, tanto turistas como locales tenían la oportunidad de dejar inmortalizadas unas palabras para que todo el mundo las viera. Mariel se paró a ver la baldosa que había comprado para conmemorar a su padre.

    Después de caminar unos cuantos bloques de edificios, giramos a la izquierda para llegar a la oficina de Ed. La dirección que me había indicado nos había llevado hasta un edificio concreto de una sola planta. Había un letrero en la ventana de la fachada en el que se podía leer un número de teléfono y un anuncio que decía «Se alquila, 2 hab. 1 baño». En cualquier caso, subimos los escalones que llevaban a la puerta principal y tocamos. No contestó nadie. Volví a comprobar la dirección con la tarjeta que Ed me había dado, pero estábamos en el sitio correcto. Al buscar el timbre, me di cuenta de que había un camino de piedra que llevaba a la izquierda del edificio.

    Lo seguimos y encontramos otra entrada. Volví a tocar a la puerta. Esta vez, se abrió. La casa tenía una pequeña habitación a un lado convertida en oficina con su propia entrada. Ed nos guió hacia su interior.

    Me agarró de la mano y me la estrechó.

    —Max, Mariel, muchas gracias por venir —dijo—. Por favor, tomad asiento. —Y nos indicó dos sillas rígidas de madera con asientos tapizados reservadas para los clientes. No pegaban nada con el resto de la decoración de la estancia. Me pregunté si vendrían de un juego de sillas de comedor. Quizás una se había roto durante un acuerdo de divorcio—. ¿Qué os parece? —preguntó echando un vistazo general al despacho.

    Estaba decorado con un estilo mitad playero, mitad despacho serio de abogados. Entre símbolos relacionados con la navegación y un diploma de la Liga Ivy, también se podían ver estanterías llenas de libros, requisito imprescindible en cualquier despacho que se preciara. Parecía que tenía todo lo que necesitaba ahí dentro, por no decir todo lo que había sido publicado hasta ese día.

    —Estás bien equipado, eh... —le dije.

    —Gracias. —Ed cruzó la sala hasta llegar al equipo de música junto a un reproductor de CD y unos altavoces. Empezó a sonar música clásica.

    Bajó el volumen y se sentó en un inmenso escritorio de madera. Era antiguo, pesado y de color oscuro y parecía sacado del camarote de un capitán de barco. No podía imaginar cómo habría logrado meter semejante mueble por la puerta, ni tampoco cómo era capaz de encontrar algo sobre él.

    Había tantos papeles que ni siquiera se veía la superficie y, de no ser porque me había fijado en el cable que subía desde el suelo, no me habría dado cuenta nunca de que había un teléfono ahí encima. Aparte de las baldas, sillas y el escritorio, no había más muebles en la estancia. Si los hubiera, no creía que Ed pudiera caber también.

    —Es...muy acogedor —se atrevió a decir Mariel.

    Ed abrió la boca para contestar, pero un sonido amortiguado, que provenía de entre los papeles, se lo impidió.

    —Uy, disculpadme, por favor. —Levantó una carpeta de color marrón y contestó la llamada.

    —McCarthy Law, ¿en qué puedo ayudarle?... Vaya, lo siento. Estoy en una reunión ahora mismo... No, a mí también me ha gustado volver a verte... No, no sé si eso será buena idea... Bueno, igual está demasiado cerca... No, nadie tiene interés en alquilarlo... Sí, de verdad, me lo he pasado muy bien, pero... Sí, lo siento, pero es que no puedo hablar ahora mismo... Volveré lo antes que pueda y podremos hablar entonces... Vale.

    Ed colgó y evitó cruzar la mirada con nosotros. A continuación sacó una carpeta de la montaña que había sobre el escritorio.

    —Gracias. Ahora hablemos de negocios. —Y continuó la conversación con nosotros como si el teléfono no hubiera sonado.

    Decidimos acordar una tarifa por hora y, mientras Mariel y yo leíamos el acuerdo de servicios, Ed llamó a la policía. Tenía razón sobre el tema del dinero. Acabábamos de terminar de leer el acuerdo cuando colgó el teléfono.

    —La policía devolverá el portátil mañana por la mañana. ¿Por qué no me dais vuestra dirección? Iré a recogerlo y me pasaré por vuestra casa. —Rebuscó entre la pila de cosas de encima de la mesa y sacó un trozo de papel.

    —Claro —contesté y le dije la dirección. Él la anotó y el papel volvió a desaparecer sobre el escritorio.

    —Pero que no sea muy temprano —añadió Mariel—. Creo que el chico del cumpleaños va a acostarse tarde hoy.

    CAPÍTULO DOS

    ––––––––

    Estaba dormido. Soñaba que me encontraba en un auditorio. La música empezaba a sonar, pero la orquesta solamente tocaba dos notas. Primero una nota alta; después, una baja. La combinación sonaba familiar y ese par de notas se repetían sin parar. Cuando me desperté, me di cuenta

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