Una Vida en Salud
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Una Vida en Salud - Johnny Rullán, MD
autor
PRÓLOGO
Cuando uno piensa en el Dr. Johnny Rullán, uno piensa en credibilidad. Pero, eso es sólo la primera impresión. Luego, uno piensa en Salud, Compromiso, Seriedad, Verticalidad, Entrega. Y luego uno da gracias porque Puerto Rico ha contado con él y él con Puerto Rico.
Es evidente mi «prejuicio» hacia él, pero, además, es postjuicio, ya que, luego de conocerlo, he validado todas las percepciones que como ciudadano observador del acontecer diario tenía de él. Para mí es un gran honor y privilegio poder escribir unos breves párrafos, a manera de prólogo de su inconclusa autobiografía.
Mi primer recuerdo de Rullán es verlo en televisión, vestido de bata blanca, orientando al país sobre nutrición. En aquel momento me llamó la atención que un Secretario de Salud, médico por supuesto, estuviese hablando de nutrición y de alimentación. Como que uno asocia a los doctores en medicina con medicamentos, alta tecnología, enfermedades, tarjetas de salud, pero no con alimentación.
En ese momento no entendí lo profundo de la revolución paradigmática que el intentaba introducir a la discusión pública. La alimentación como herramienta salubrista. Luego de esto, el Secretario Rullán se convirtió en uno de los portavoces con más credibilidad que el gobierno de entonces tenía. Y trascendió el cuatrienio, la administración y el color del partido de turno. Increíble. En un país de cínicos, escépticos y criticones (como yo, diría algún cínico) había un individuo que cuando hablaba todo el mundo le prestaba atención y confiaba en él. No importa cual fuera el mensaje, si lo había dicho Johnny Rullán, era verdad.
Muchos años más tarde, lo conocí no sólo personalmente, sino más íntimamente, en un contexto que no viene al caso en este momento. La vida me dio la oportunidad de trabajar de cerca con este mito de ser humano que se llamaba el doctor Rullán. Mi interés egoísta era entender cómo funcionaba su mente, para tratar de aprender un poco de cómo lograr el éxito que tenía en sus ejecutorias.
Logré darme cuenta de que había múltiples elementos. Primero, es un ser absolutamente estudioso, de lo que ahora, leyendo este libro, me doy cuenta que el conceptualiza como «ir de la información a la acción». Noten que en un país que se caracteriza por la improvisación diaria y donde a nadie le da vergüenza por sencillamente actuar intuitivamente sin base racional alguna, proponer que uno se informe antes de actuar es verdaderamente novedoso. Esa es la primera clave del método para lograr el éxito, que nos propone en su autobiografía.
Lo segundo que me impresionó, y que encuentro retratado en su autobiografía, es la honradez intelectual. Por eso, en múltiples ocasiones, vemos que en su vida se enfrentó a adversidades, tanto local como internacionalmente (Kourí, experiencias de España y AH1N1, para puntualizar algunas), y logró prevalecer, armado de la seguridad y el convencimiento intelectual que da el hacer recomendaciones bien informadas.
Como nos demuestra Rullán con su vida, a la larga, el tiempo le da a uno la razón, si la postura es producto de un análisis informado y honrado. Noten cómo en este libro Rullán se adentra en caminos que tal vez no asociamos con la medicina. Para los amantes de la meteorología (y las tormentas plataneras) hay toda una teoría de manejo de crisis en un huracán.
Para los salubristas y manejadores de temas como la reforma de salud, este libro debe abrir el entendimiento sobre cómo, con medidas de prevención, se puede, no solo aminorar los costos, sino encaminarnos a ser un pueblo más saludable. Verdaderamente impresionante el manejo de la diabetes en este texto. Una vez más, no buscando en la medicina tradicional de químicos y tratamientos, sino en sugerencias simples que a su vez son producto de una mente informada.
La lectura de este libro sobre las andanzas por el planeta del Dr. Rullán, además de entretenida, sirve de «carta náutica» para navegar las profundas y revueltas aguas del Puerto Rico que nos ha tocado vivir.
Gracias, Johnny.
Luis Pabón Roca
Capítulo 1
LA CAÍDA
2006
Me faltaba poco para alcanzar la cima de Pico Guilarte, un lugar que me era doblemente familiar, por las muchas veces visitado y, a la vez, porque era un paraje en el entorno de una propiedad de mi familia. El terreno mojado estaba algo resbaladizo, pero no era algo que fuera nuevo para mí. Mi deseo de volver a contemplar toda aquella belleza natural desde la altura, y de compartirla con María (mi futura esposa), pudo más que cualquier otra consideración. Por eso, cuando me caí de espaldas, quedé, además de adolorido, muy sorprendido ante mi torpeza en un ambiente que conocía tan bien. En el momento, no alcancé a comprender el verdadero significado de lo ocurrido. Pronto sería evidente que aquella caída marcaría un antes y un después en mi vida.
Como médico, debí prever que algo así pasaría, pues era un episodio más en un reciente deterioro de mi salud, que, aunque nada alarmante, debió alertarme sobre que algo andaba mal. Tres años antes, cenando con mis buenos amigos españoles Paco y Wigberta Pozo en el restaurante Parrot Club del Viejo San Juan, me ocurrió algo muy extraño. Luego de intercambiar platos con mi entonces esposa Gretchen, y quedarme con su churrasco, no pude tragar el primer bocado. Ni eso ni otra cosa. Un examen posterior reveló que tenía una condición rarísima llamada hernia paraesofágica —desplazamiento del estómago a detrás del corazón— que requirió una complicada cirugía fuera de Puerto Rico. Un par de meses atrás me había caído subiendo unas escaleras en el Hotel San Juan, algo que no tuvo explicación aparente ni resulta usual que ocurra cuando se suben unos peldaños. Pero, mi tren de vida no se detenía ante nada, y pasé por alto unos dolores y molestias en la cadera y en el costillar que debieron ser atendidos adecuadamente. Mas, el médico, el epidemiólogo, el Secretario de Salud, el fiel creyente y practicante de la medicina preventiva no se aplicó los consejos profesionales que le daría a otros, y se autodiagnosticó de manera fallida.
Dos caídas en tan breve plazo acusaban un problema que no quise ver. Tampoco reparé en el reciente episodio en el Arizona Canyon Ranch, a donde había acudido luego de mi salida de la Secretaría de Salud, en busca de descanso para el cuerpo, sosiego para la mente y serenidad para el espíritu, y, aunque conseguí mucho de eso, terminé enfermando de lo que ellos llaman valley fever, condición producida por un hongo que se aloja en los pulmones. ¡Ironías de la vida!
La senda que me llevó a ese día fatídico en Cerro (Pico) Guilarte estuvo llena de señales que ignoré, no tanto por desconocimiento, sino por cierta ceguera que aflige a quienes transitan con éxito el camino de la vida. Cuando el triunfo nos sonríe desde pequeños, y somos aclamados y celebrados por logros y victorias en distintos campos y quehaceres, de manera subconsciente, desarrollamos una confianza que puede llegar a ser temeraria. En retrospectiva, supongo que algo de ello obraba en mí en esos días. Yo me había acostumbrado a salir airoso de todas las pruebas que había encontrado a mi paso en mi vida personal y profesional, por lo que hice caso omiso de lo que debió ser evidente. Como a Saulo de Tarso, de la caída me levantaría como un hombre renovado en mi espíritu.
Pero, antes debí pasar por un proceso físicamente doloroso y emocionalmente angustioso. Tuve que mirar la muerte a la cara muy de cerca, no ya como médico que debe dar una mala noticia, sino como el paciente que la recibe. Solo que, en mi caso, el paciente tenía el conocimiento para entender plenamente su mal y saber cuán difícil resultaría superarlo. No podía, pues, hacerme de muchas ilusiones. Las probabilidades estaban en mi contra.
Pero, yo sentía que Dios estaba conmigo, y que, si esa era su voluntad, yo me levantaría de mi lecho de enfermo.
Así fue, y esta es mi historia. La historia de un médico que curó a otros, fue curado y, más importante aún, sanado.
Capítulo 2
EL COMIENZO
Por raro que parezca, en un principio —y durante bastante tiempo— yo no soñé con ser médico. Digo raro porque nací y crecí en un ambiente en el que el ejercicio de la medicina estaba presente de manera directa. Mi padre era un destacado otorrinolaringólogo, y mi madre era una muy competente enfermera graduada. Igualmente, una tía de mi padre (Tía Elvira) era ginecóloga y obstetra y su hermano, mi tío Pedro Juan (PJ) era cirujano, junto a su esposa Mimosa, quien era pediatra. Pero, en aquellos primeros años de mi niñez en la segunda mitad de la década de los cincuenta y principios de los sesenta, yo quería ser pelotero. En parte por la natural inclinación de un muchacho por los deportes. Como muchos otros muchachos de mi edad, yo «jugaba a la pelota», haciéndome tiradas, en el patio de mi casa todos los días. Mas, en mi caso se daba una peculiaridad. Descubrí muy temprano una cierta fascinación por las estadísticas, y el beisbol es un deporte en el que éstas figuran prominentemente. Así que yo disfrutaba conociendo al dedillo las cifras que medían el desempeño de los jugadores, que yo escuchaba todas las noches por radio.
Después me entusiasmé con la idea de ser banquero y baloncelista, rara combinación que tenía una sola explicación: yo admiraba a Juan «Pachín» Vicens, el mejor baloncelista de su época y oficial del Banco Crédito y Ahorro Ponceño. Me parecía extraordinario que él trabajara de día en el banco y jugara baloncesto por la noche. En el baloncesto no me fue mal. Con la mentoría de don Eddie Ríos Mellado, destacado entrenador deportivo, creador del canasto de los tres puntos a nivel mundial y forjador de juventudes, practiqué el deporte con cierto destaque.
Incluso, durante un tiempo en esa niñez y temprana adolescencia, por la influencia del padre Leonard en la Academia San José, consideré el sacerdocio como opción de vida entregada a los demás. Pero, esa hermosa ilusión terminó cuando me enamoré por primera vez, de Sari, y entonces comprendí que yo debía servir a Dios desde el mundo seglar y en el contexto amoroso de una familia propia.
Yo era el menor de cuatro hermanos. Mi hermano Pedro, dos años mayor que yo, asistía a la escuela maternal, y yo me colaba en la guagua que lo llevaba a la escuela. Por esa iniciativa y por ser muy sociable, me pusieron en la escuela maternal de Mrs. Padial a los dos años. Para esa época, mi hermana Jane, que cursaba el tercer grado, se contagió con un brote de hepatitis A, por lo que tuvo que permanecer en la casa durante cuatro o cinco meses, lapso en el cual me enseñaba de lo que ella aprendía, por lo cual yo adelantaba en mis conocimientos. Yo asistía a la Academia San José, con buen aprovechamiento, pero me aburría porque me resultaba fácil aprender y, como suele suceder en estos casos, me dedicaba a hacer travesuras.
Aunque jugué algo de pelota, no tardé mucho en decidirme por la natación, deporte en que mi hermana mayor Jane me precedió. Comencé a tomar clases de natación con Mr. Tom Forte, entrenador del Caparra Country Club, con una gran capacidad para motivar a sus alumnos. Aunque los nadadores no simpatizaban mucho con sus estilos, lo cierto es que la disciplina cuasi militar y el énfasis en la práctica rendían frutos. Pronto, me di cuenta de que tenía condiciones naturales que, con mucha práctica, me permitirían destacarme y olvidarme de mi asma bronquial que me afectó de niño. Y a eso le dediqué buena parte de mi niñez y adolescencia, con resultados