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Voces y voceros de la megalópolis: La crónica periodístico-literaria en México.
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Voces y voceros de la megalópolis: La crónica periodístico-literaria en México.

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Múltiples y variadas son las posibilidades que se abren a la hora de pensar la ciudad latinoamericana en este cambio de milenio. La Ciudad de México, convertida en megalópolis polisémica, inabarcable Babel contemporánea que se presenta nimbada de una imagen aparentemente opaca y caótica, aparece como uno de los máximos exponentes de esa reconfiguración urbanística, política y cultural de las grandes ciudades de la actualidad. El tránsito de las ciudades a las megalópolis trae consigo no sólo nuevas experiencias urbanas, sino también nuevas formas de narrar y representar sus espacios. En esta obra, Anadeli Bencomo se interroga acerca de las particularidades de
la representación urbana en un género muy concreto de las letras mexicanas: la crónica periodístico-literaria. Género privilegiado al encontrarse inscrito dentro de los parámetros de la cultura urbana y masiva que modelan las condiciones de vida en las sociedades contemporáneas.
Con relación a estos cambios de paradigma, Voces y voceros de la megalópolis analiza la obra cronística de Elena Poniatowska, una de las grandes artífices de la renovación de los géneros narrativos y periodísticos en la producción mexicana de los últimos treinta años; Carlos Monsiváis, intelectual de amplia presencia en el México actual; y José Joaquín Blanco, quien se caracteriza por una heterogénea producción literaria.
LanguageEspañol
Release dateJun 1, 2014
ISBN9783865278036
Voces y voceros de la megalópolis: La crónica periodístico-literaria en México.

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    Voces y voceros de la megalópolis - Anadeli Bencomo

    mío.)

    CAPÍTULO I

    1. La megalópolis: un mapa que se des-tra(o)za

    El caos es también propuesta estética, y al lado de las pirámides de Teotihuacán, de los altares barrocos y de las zonas del México elegante, la ciudad popular proyecta su vehemencia formal, una de las versiones posibles –la brutalmente masificada– del siglo venidero.

    Carlos Monsiváis

    En 1957, un temblor en el DF mexicano, ocasionó el derrumbe de uno de los máximos símbolos de la ciudad: el Ángel de la Independencia del paseo de la Reforma. La caída del icono urbano por excelencia podría leerse como el inicio de un proceso de transformación de la Ciudad de México, de aquella que Fuentes nos describiera en 1958. En 1985, un terremoto de mayor magnitud devastaría el casco central de la ciudad y, unos años antes –en 1978–, unas excavaciones al lado de la Catedral desenterrarían las impresionantes ruinas aztecas del Templo Mayor¹.

    Estos acontecimientos marcharon paralelos con el deterioro general del proyecto de la ciudad moderna, su organización y gobierno. Los terremotos hicieron visibles las fisuras de un modelo urbano que había acompasado al programa modernizador cuyo auge se había celebrado durante tres décadas de rápido crecimiento capitalista y cuyos resultados invocaban la idea del Milagro Mexicano (1940-1968). Los resultados de este período se midieron no solamente por el crecimiento económico y la industrialización creciente del país, sino también por la explosión demográfica polarizada hacia las áreas urbanas². Así, una ciudad que en 1940 contaba con un poco más de millón y medio de habitantes, alcanzó una población cercana a los diez millones en 1970, y de 14 millones en 1990³.

    En 1948, en Nueva Grandeza Mexicana, Salvador Novo registraba algunos de los veloces cambios registrados por la ciudad capital y el influjo del progreso capitalista en su fisonomía exterior, pública, pero también en el ámbito privado, familiar y en el terreno de los hábitos y costumbres. La crónica de Novo se sirve del pretexto del paseo turístico ofrecido a un visitante de la urbe y, a través del recorrido, el cronista despliega la historia de la ciudad y la confronta con la nueva realidad de mediados de siglo:

    Habíamos visto una ciudad transformada, modernizada, en pleno crecimiento […] los bancos hipotecarios; un aumento notorio de la natalidad; el centripetismo demográfico nacional; la inmigración de prolíficos refugiados –polacos en 1925, españoles en 1937-1938–; el turismo favorecido por el cambio, y por último, la inflación, que según los sesudos economistas tiende a guarecer el dinero en la tangibilidad de los bienes raíces: todos estos factores juntos, explicaban la fiebre de construcciones que presenciábamos desbordar por doquiera a la ciudad, crecer hacia arriba en módicos rascacielos, faltarle lógicamente el agua, abrirse paso con los codos su tránsito por la fuerza de nuevas, arrolladoras arterias por qué impulsar su sangre nueva (Novo, 1996: 229).

    El nuevo ritmo de la ciudad reseñado por Novo, conlleva la valoración creciente de la vida modernizada/capitalista y los espacios públicos en contraposición al ámbito reducido y tradicional de la vida privada. Se inicia así una nueva ciudadanía pública, aquélla volcada enérgicamente a la conquista de los bienes y modos de vida ofrecidos por la modernización. Novo se manifiesta entusiasmado ante esta transformación, pero la posterior crisis política, económica y social de los sesenta traerá consigo el escepticismo crítico y el afán de denuncia que inauguran el giro temático y estilístico de la crónica urbana que nos ocupará en las siguientes páginas.

    El desenvolvimiento de la capital mexicana a mediados del siglo XX puede leerse dentro del marco de un fenómeno de urbanización latinoamericana que ha sido estudiado por José Luis Romero en su texto sobre las transformaciones de las ciudades y sus ideologías. En este libro, se presenta el modelo de la urbanización latinoamericana del presente siglo como un proceso que conduce a sociedades escindidas entre el paradigma de la ciudad tradicional o normalizada y la irrupción de otra ciudad marginal que crece en la medida en que los contingentes de inmigrantes se desplazan hacia los centros urbanos atraídos por el auge de los procesos de industrialización. Para Romero, estos nuevos sectores urbanos se caracterizan por el carácter anómico de sus inserciones dentro del marco más amplio de la ciudad y por su afán de incorporación a la matriz de la urbe tradicional. Por otro lado, el crítico argentino señala que con el advenimiento de estas comunidades anómicas podemos señalar el punto de partida del concepto de masas urbanas, tanto en el sentido cuantitativo o demográfico, como en el aspecto ideológico.

    Sin embargo, el ya clásico estudio de Romero no llega a abarcar la problemática urbana en Latinoamérica más allá de la década de los setenta, momento de dislocación del paradigma de la metrópolis de cuño moderno. La urbe masificada –momento epigonal del mencionado estudio– se articula gracias a la reflexión de Romero dentro de un modelo de determinismo histórico: se presentó el conjunto de la sociedad urbana como una sociedad escindida, una nueva y reverdecida sociedad barroca (Romero, 1976: 336).

    Ángel Rama, en La ciudad letrada, se pliega igualmente al modelo de análisis histórico e ideológico en el proceso de conformación de las urbes latinoamericanas. Convergiendo con Romero, el crítico uruguayo se detendrá en las postrimerías de la ciudad masificada y moderna como manifestación episódica de una trayectoria cuya lógica se teje en el tramado ineludible de una identidad histórica y regional. Más aún, la norma que subyace tras los análisis de estos críticos es la noción de una especie de causalidad que modela a los centros urbanos en conformación con una realidad continental particular que se asocia a la idea del carácter nacional y/o regional. Las urbes descritas por Romero y Rama no pueden ser sino expresiones de una identidad latinoamericana y de su modo particular de hacerse moderna.

    En este sentido, el caso mexicano se inserta dentro del paradigma de este desarrollo escalonado de la modernidad urbana y atiende al proceso señalado por Romero.

    El crecimiento de la clase media, los intercambios entre capitalinos y emigrados del campo y el triunfo del modelo norteamericano fueron las piezas adicionales de un largo trayecto de la historia contemporánea de México: la génesis de la cultura urbana moderna en el país, que tuvo tres períodos. El primero va de 1921 a 1950, cuando se afianzó el ejemplo de la Ciudad de México para el país; el segundo se da entre 1950 y 1960, en que la gran Ciudad de México se ve reproducida en otras ciudades medias; y, la etapa crítica, cuando la capital, ya megalópolis, se convierte en emblema del desarrollo mexicano moderno, con sus logros y enormes inconvenientes y su aspecto actual: una especie de collage o montaje arquitectónico y visual que reúne restos de otras épocas, rascacielos, multifamiliares, ejes viales, anuncios publicitarios y cinturones de miseria (González Rodríguez, 1996: 264).

    Dentro de estas observaciones acerca de los cambios suscitados dentro del modelo urbano mexicano, se apunta al carácter caótico del estadio contemporáneo de la urbe. La noción del collage y el aspecto entramado de su reciente cartografía, el estilo espacial y arquitectónico de rapiña aleatoria (Jameson, 1991) nos sugiere la idea de una multiplicación y explosión de los códigos a partir de los cuales descifrábamos el carácter urbano y su identidad local o regional⁴. En el terreno de la narrativa mexicana, La región más transparente de Fuentes exploró en los modos narrativos capaces de contener y expresar la multiplicidad de personajes, tiempos y hábitos que se entrecruzaban dentro de la capital mexicana desbordada por los cambios suscitados por la modernización posrevolucionaria. De manera similar, Agustín Yáñez convocaba en Ojerosa y pintada (1961) las posibilidades de narrar el caos urbano, haciendo uso del personaje taxista que recorría la vasta ciudad, transportando a heterogéneos pasajeros.

    La remodelación urbana que respondía en parte al influjo de la inmigración interna y al boom modernizador/industrializador a partir de los años cuarenta, se enfrenta en las décadas finales de nuestro siglo a otras condiciones más inquietantes si insistimos en prolongar la lectura a la que nos habían acostumbrado los textos de la crítica moderna y regionalista⁵. Las recientes cartografías de urbes como la Ciudad de México se convierten en versiones locales de un proyecto de perfil globalizador y trasnacional:

    Somos las desoladas unidades habitacionales prefabricadas, erizadas de antenas de televisión. Somos los transitores, los champúes y los desodorantes; la pizza y la hamburguesa. Somos la música disco, las videocaseteras y las películas que lo mismo triunfan en México que en Nairobi y El Cairo. Somos los aviones, los wolkswagens, la Kodak, las computadoras, las microondas. Somos Xerox, General Motors, IBM, ITT, Mobil Oil, Dupont, Chase Manhattan Bank. Somos la comida industrial, la higiene industrial, el bienestar industrial, la miseria industrial, la cultura industrial… (Blanco, 1989: 12-3).

    Lo que sugiere esta cita de Blanco es el panorama de una ciudad mundial o global, esto es, una urbe postindustrial definida más por las ofertas en el área de servicios y de finanzas que por su carácter industrial. La ciudad global no sólo deja de ocuparse primordialmente de la manufactura de bienes, sino además de la manufactura de lo local en concordancia con el Estado nacional centralmente operativo. Asistimos, al fortalecimiento y mayor visibilidad de las corporaciones multinacionales y los mercados de capitales como fuerzas modeladoras de nuevas alianzas y localizaciones urbanas⁶. Frente a la globalización económica y la mundialización cultural, la identidad urbana-local sobrevive como residuo y como hallazgo ilusorio de mecanismos simbólicos que intentan conjurar esta atomización de la fisonomía hasta entonces familiar de la ciudad que se dejaba abarcar por los mecanismos de la representación moderna. De ahí, que se reconozca en la tarea representativa de la crónica urbana una versión de este esfuerzo por reconstituir los rasgos de un imaginario urbano al cual no se renuncia fácilmente:

    En una época globalizadora en que la ciudad no está constituida sólo por lo que sucede en su territorio, sino por el modo en que la atraviesan migrantes y turistas, mensajes y bienes procedentes de otros países, el imaginario propio y el de los otros, la experiencia urbana se expande y se potencia. No sólo proyectamos la fantasía en el desierto, en las salidas de fin de semana buscando la naturaleza que rodea la ciudad, sino en la proliferación de textos, que, desde dentro y desde fuera, la imaginan: los relatos de informantes, las crónicas periodísticas y literarias, las fotos, lo que dice la radio, la televisión y la música que narran nuestros pasos urbanos (García Canclini, 1993: 26)⁷.

    Ante la irrupción del renovado paisaje cultural urbano no se diluye entonces la inquietud por representar, dilucidar o imaginar los contornos y significaciones de la experiencia urbana contemporánea. Más aún, la consideración de la experiencia urbana, ligada a las condiciones espaciales que modelan y regulan el ámbito público urbano (Olaquiaga 1993), conlleva a un cambio de perspectiva crítica a la hora de acercarnos a la definición de las nuevas identidades y subjetividades dispersas a lo largo de la cartografía de las ciudades. A esto se refiere García Canclini cuando apunta que: las megaciudades nos ponen a pensar si el sentido que hasta ahora buscábamos en una lógica temporal unificada no debe ser explorado en las relaciones simultáneas que se dan en un mismo espacio (García Canclini,

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