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Guerra civil posmoderna
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Guerra civil posmoderna

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"Ser schmittianos para ser kantianos; ser schmittianos aplicando categorías de derecho público originariamente pensadas para las relaciones internacionales, para así avanzar en la configuración de un genuino Estado de derecho en política interior. Éste es el reto teórico de este libro que no puede ser leído al margen de situaciones concretas. Su relevancia reside en que esas situaciones no son circunstanciales, sino estructurales. Eso hace de este trabajo un genuino esfuerzo de pensar la política, de usar la filosofía política al servicio de los problemas angustiosos del presente." José Luis Villacañas. Coedición con EAFIT y la Universidad de Antioquia.
LanguageEspañol
Release dateMay 6, 2014
ISBN9789586653183
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    Guerra civil posmoderna - Jorge Giraldo Ramírez

    comprensión.

    Parte I

    LOS RÍOS OSCUROS

    Por los ríos oscuros

    donde no podía ver

    quién estaba acechando

    quién estaba cazándome.

    Por los ríos oscuros,

    en un amanecer herido,

    vivo mi vida en Babilonia.

    Leonard Cohen, The Rivers Dark

    Capítulo 1

    BRUMAS: EL CONCEPTO DE GUERRA CIVIL

    Cuando el pensador alemán Roman Schnur y el profesor italiano Pier Paolo Portinaro expusieron su necesidad de un programa de investigación para desarrollar una teoría de la guerra civil, todas sus indicaciones expresas caían sobre los tópicos que tal teoría debería abordar; sin embargo, una parte muy importante quedaba implícita: la necesidad de un concepto de guerra civil. Schnur resiente que el lenguaje de la teoría del Estado no dispone ahora de un diccionario, que la ponga en condiciones de formular todo lo esencial alrededor de la guerra civil (Schnur, 1986: 156). Aunque Portinaro no formule una pregunta específica por el significado del término guerra civil, sí dedica las primeras páginas de sus iluminadores Preliminari a la cuestión semántica y conceptual (Portinaro, 1986: 5-11). Varios años después un profesor de Vanderbilt University señalaba que uno de los rompecabezas de la guerra radicaba precisamente en cómo se usan las definiciones, cómo se relacionan con las conceptualizaciones y cómo distinguir una definición adecuada de una defectuosa (Vasquez, 1993: 14). Esa necesidad está expresada dramáticamente por el profesor de la Universidad de Colorado Francis A. Beer cuando introduce su obra Meanings of War & Peace: ¿Qué significan? Es una de las más desconcertantes preguntas que uno puede hacer sobre la guerra y la paz (Beer, 2001: xi). A Gaston Bouthol, frustrado inventor de la polemología, le encantaba contrastar su ejercicio definitorio con una expresión tajante de Pierre-Joseph Proudhon: ningún lector necesita que le digan lo que es, física o empíricamente, la guerra (Bouthol, 1971a: 39).

    Hay aquí un síntoma de la época. Cuando Proudhon soslayaba cualquier esfuerzo para pergeñar definiciones contaba, gracias a su tradición cultural, con un diccionario político construido desde los albores de la modernidad, cuando los juristas se enfrentaron a los teólogos en una auténtica lucha por las definiciones sociopolíticas y jurídicas, y los vencieron. Esta renovada preocupación es tan palpable como el hecho de que, a su vez, hay relativamente poco trabajo sobre el tópico específico del significado de la guerra y la paz (Beer, 2001: 8). En lugar de enfrentarse a esta labor, muchos de aquellos que han adoptado la guerra civil como su objeto de estudio han abandonado, casi siempre sin explicaciones, el antiguo y universal nombre para el fenómeno y no han dejado de ceder a la tentación de construir nuevas, curiosas e insatisfactorias candidaturas para reemplazarlo. En este estado de cosas resulta ineludible abordar esa discusión. En realidad, siendo rigurosos, el conjunto de este estudio y no sólo este capítulo, procura indicar una serie de cuestiones que permitirían, con mejores luces que las mías, clarificar el concepto de guerra civil. Si bien politólogos, historiadores y toda suerte de estudiosos de la vida social pueden escapar a esta tarea dejando sentadas graves peticiones de principio, remitiéndose a extensas descripciones o apelando a la seguridad y particularidad de las definiciones operacionales, un estudiante de filosofía no tiene escapatoria si se atiene al dictum de que lo que le incumbe al filósofo es la clarificación de los conceptos (Gadamer, 1993: 109).¹

    En este primer capítulo me ocuparé de discutir varias dificultades propias de los conceptos políticos, específicamente de los conceptos de guerra y guerra civil, empezando por defender un contenido mínimo y universal atribuible a la palabra guerra; después abordaré el problema de la proliferación terminológica referida a las guerras civiles, con la intención de mostrar su variedad y deficiencia, para dejarlas de lado; y, por último, esbozaré los motivos para elegir el nombre bajo el cual se desarrollará el resto de la reflexión en los siete capítulos restantes.

    LA PALABRA PARA LA GUERRA

    La claridad que Proudhon proclamaba cesó en algún momento después de la Primera Guerra Mundial. No interesa acá la precisión histórica ni el rigor documental sino la identificación de una tendencia muy fuerte en el mundo occidental, especialmente entre estadistas y juristas. Sin duda el pacifismo impulsado por Woo­drow Wilson en Versalles, y que alcanzó su cumbre en el Pacto Briand-Kellogg, constituyó el entorno institucional que alimentó esta concepción. La idea básica es que la palabra guerra debía usarse sólo para las guerras contra un enemigo perpetuo (Platón) o para los enfrentamientos legítimos entre agentes autorizados (Gentili). Con la meta ideal de eliminar la guerra en mente, esta tradición milenaria se tornó primero en el fácil recurso de eliminar la palabra guerra.

    Veamos, por ejemplo, un caso extremo y contemporáneo. El jurista italiano Luigi Ferrajoli parte de una definición de guerra como enfrentamiento armado y simétrico entre Estados llevado a cabo por ejércitos regulares (Ferrajoli, 2004: 58). Se trata de una definición con una fuerte intensión² que carece de otra aplicabilidad distinta a la historia, pues en tal acepción hablar de guerra en el mundo de la segunda posguerra mundial no tiene sentido, o porque está prohibida o porque las modalidades antes conocidas y admitidas no se presentan ya. En cierta forma se trata de un fenómeno anacrónico que parece gozar de continuidad, pero que se aparta radicalmente de sus expresiones afines contemporáneas que encarnan el mal absoluto, son injustificables y representan una regresión al estado salvaje (Ferrajoli, 2004: 44-45). En cuanto que es imposible negar que las características que otrora se atribuían a la guerra aparecen en el mundo actual de forma reiterada y palmaria, entonces parece necesario establecer un rango amplio de fenómenos que deberían clasificarse como no-guerra. Allí están: la legítima defensa, que no es guerra defensiva sino defensa frente a la guerra; el uso de la fuerza que, en tanto sea necesario, controlado, legítimo, regulado y ejercido por los entes autorizados (típicamente la ONU), no cuenta como guerra punitiva; las operaciones de policía definidas como uso de la fuerza estrictamente necesario no ya para ‘vencer’ sino únicamente para restablecer la legalidad violada (Ferrajoli, 2004: 32-37); las amenazas a la paz y a la seguridad que mientras sean agenciadas por entes no estatales tampoco deben considerarse guerras.³ Que no se trata de la posición excéntrica de un jurista que pretende extrapolar las condiciones del derecho penal estatal al ámbito internacional, lo demuestra la consideración de un profesor de Ohio State University de que la institución de la guerra está en clara declinación y que lo que existe hoy son apenas remanentes de la guerra, o en términos estrictos, una actividad predatoria de grupos —a menudo considerablemente pequeños— de criminales, bandidos y asesinos cuya domesticación puede y debe ser objeto de la policía (Mueller, 2003: 507, 510).⁴ Sin afanes normativos, la jurista sueca Ingrid Detter se limita a enumerar algunos hechos del siglo XX que no fueron asumidos como guerra por parte del bando más fuerte; entre ellos destaco la invasión de Vietnam a Kampuchea (1978), la guerra de Las Malvinas (1982), la guerra de la OTAN contra Serbia (1999) o las dos guerras contra Irak (1991, 2003).

    Ya el jurista Arnold McNair había previsto con esperanza, en la década de 1920, que en el futuro podrían delimitarse actos de fuerza no considerados como guerra (McNair, 1925: 39). Para McNair las represalias bélicas y los bloqueos militares no son guerra, mientras las intervenciones armadas internas, externas o punitivas caen en la niebla de este difícil tópico.

    En la década siguiente un profesor de la New York University expuso sus objeciones a esta tendencia que pretendía erigir una suerte de estatus intermedio entre la guerra y la paz, constituido por una variedad de actos de fuerza (Ronan, 1937). Cuando Carl Schmitt escribió su importante artículo Inter pacem et bellum nihil medium (1939), mucha agua había corrido bajo los puentes: en 1923 Francia había ocupado militarmente Renania, y Japón había invadido China en 1931, en actos que el hegemón ginebrino no consideraba bélicos. Podía afirmar que la sentencia ciceroniana que había tomado para su título cesaba en su vigencia, puesto que las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial habían impuesto una situación que creaba un estadio intermedio de facto.⁶ Schmitt atribuía esta creación ex novo a los acuerdos de Versalles, los mandatos proteccionistas surgidos de allí y la expansión de la guerra total que contaminaba la paz mediante hostilidades económicas, propagandísticas e imposiciones revestidas de juridicidad por las cuales la paz se convertía en un procedimiento de la guerra por otros medios (Schmitt, 2005: 630). Las consecuencias de tal maniobra eran no sólo la indeterminación de la guerra y la paz, sino la eliminación de la diferencia de estatus entre los combatientes y los no combatientes y, en consecuencia, el desconocimiento de cualquier derecho de gentes que depende de estas distinciones. En eso consiste el nihilismo que Schmitt atacó con tanto ardor. El diplomático y jurista estadounidense Philip Jessup esboza el intermediate state a partir de la conjunción de tres características: una situación de hostilidad y presión, que no termina con la solución de ningún problema tangible singular y la ausencia de intención (Jessup, 1954: 100-101). Es evidente que la erección de un tal estatus intermedio depende de la subestimación de los medios, esto es, del uso de la fuerza física y de una pura decisión que usualmente se reduce a que el agresor ataca diciendo que no hay guerra y el agredido sufre clamando porque tal estado no sea declarado. Por supuesto, de lo que aquí estamos hablando es de una situación polémica, en términos del pensador francés Julien Freund, que es un estado potencial caracterizado porque los protagonistas se enfrentan como enemigos y en cuya eventualidad la violencia constituye un caso límite que no es inmediatamente indispensable (Freund, 1995: 71, 148).⁷ No obstante, situación polémica no es guerra, y en cambio sí se identifica con la paz negativa y se regiría por las pautas normativas previstas para un estado de paz. Este juicio se apoya en la tradición filosófica, política y jurídica según la cual el estado de paz es normal, mientras que la guerra es excepcional.⁸

    A la sazón estaban dadas las condiciones para que el pensador alemán aseverara que el concepto de la guerra se ha vuelto problemático (Schmitt, 2005: 630), y más de medio siglo después, a principios del siglo XXI, el historiador inglés Eric Hobsbawm pudiera afirmar, hablando de los referentes nominales creados por el imperio para suplantar guerra, que la época estaba saturada de lo que Hobbes llamaba ‘discurso insignificante’, palabras que no significaban nada, y de sus subvariedades ‘eufemismo’ y ‘neolengua’ (George Orwell), esto es, palabras destinadas deliberadamente a engañar mediante una descripción equívoca (Hobsbawm, 2007: 42). El engaño ya era patente cuando la acción militar italiana en Etiopía era condenada como guerra y se estableció, de hecho, que en adelante las guerras de los imperios dominantes serían aceptables: las de Estados Unidos y la Unión Soviética durante la Guerra Fría, y sólo las estadounidenses después. Que estos hechos afectaban el derecho de gentes se hizo patente en las novísimas doctrinas de criminalización de los combatientes, de juzgamiento de los derrotados e impunidad para los agresores miembros de las coaliciones dominantes en el globo o sus regiones más importantes (Zolo, 2007).

    Con estos precedentes, la discusión acerca del nombre de la guerra tiene una trascendencia inimaginable. No se trata sólo de si es posible establecer algún acuerdo suficientemente firme acerca del concepto de guerra como para desarrollar sobre él una discusión intensa acerca de los contenidos de una teoría de la guerra, sino también, y más importante quizá, si hay manera de asignar los discursos normativos correspondientes, sean ellos morales, jurídicos o políticos. Son dos piezas del rompecabezas de Vasquez, definiciones y conceptualizaciones que intentamos encajar. Acudamos, entonces, a dos puntos de partida para dilucidar el aprieto, provenientes de sendas autoridades de la filosofía política del novecientos. John Rawls, siguiendo una indicación de Herbert Hart, asume como punto de partida, para elaborar su teoría de la justicia, la idea de que el concepto de justicia es distinto de las diferentes concepciones de la justicia, por lo cual es posible llegar a un acuerdo acerca de una descripción de la justicia y, a la vez, sostener discusiones que suponen interpretaciones diferentes de los arreglos indispensables para que la justicia se cumpla (Rawls, 1995: 19). Esta separación es determinante para la ulterior elaboración de la teoría, en tanto los conceptos se entienden como nociones generales, compartidos como intuiciones abstractas, mientras las concepciones son aplicaciones particulares sobre las que suelen surgir discrepancias. Bobbio también está convencido de que tiene que existir un acuerdo conceptual que permita elaborar el lenguaje común sobre el cual vienen a ser factibles y razonables todas las discrepancias propias de una metafilosofía prescriptiva, y por ello sería ineludible una función filosófica orientada al descubrimiento y el análisis de las definiciones léxicas (Bobbio, 2003: 101).

    Podría pensarse en una idea alternativa tal como la de que existen conceptos esencialmente polémicos y que esta posibilidad bobbiana, fuerte, de elaborar un metalenguaje para la política sea una quimera. La tesis de que existen unos conceptos esencialmente polémicos se debe al filósofo inglés Walter B. Gallie. En su argumentación recurre a un ejemplo artificial en el que diferentes equipos disputan el campeonato de un juego abstracto, pero a pesar de tener una idea de lo que significa ser ­campeón acostumbran disputar interminablemente acerca de quién es efectivamente el campeón. Para Gallie, las muy diferentes concepciones sobre cómo debería jugarse [correctamente] son posibles a partir de un "proceso de imitación y adaptación de un modelo" (Gallie, 1956: 176). Justamente, la polémica interminable que Gallie encuentra en su ejemplo gira en torno a quién es el campeón (derivada de la ausencia de parámetros comunes acerca de cómo se disputa el campeonato), pero sólo es posible si existe una idea común acerca del juego. John N. Gray analiza tres aristas de la idea de polemicidad esencial, de las cuales la pertinente para mi exposición indica que son conceptos identificables por los usuarios por apelación a un núcleo común de significación.¹⁰ Las otras dos facetas de la noción son, una, que los contendores mantendrán desacuerdos sobre los criterios correctos de conceptos contextualizados que, sin embargo, avalan un uso definido de una completa constelación de conceptos satélites y, la tercera, que la polemicidad sugiere que los conflictos entre cosmovisiones no pueden ser resueltos solamente por la evidencia empírica, uso lingüístico o por los cánones de la lógica (Gray, 1977: 344).¹¹ Mi punto acá estriba en señalar que las disputas sobre la guerra se refieren básicamente a concepciones y a conceptos funcionales y específicos a esas concepciones, dentro de las que aún así sería posible hablar de un contenido nuclear común a todas las concepciones. De este modo creo plausible una analogía con la distinción de Hart y Rawls de que no es indispensable disentir en el contenido nuclear del concepto para que existan muy diversas, incluso antagónicas, concepciones.

    Éste no es el lugar para —ni está a mi alcance— terciar en esta discusión. Lo cierto es que respecto al concepto de guerra existe un amplio consenso alrededor del peso que la tradición, el sentido común y la opinión pública le otorgan a una definición compartida de guerra. Beer está convencido de que la guerra y la paz significan, al menos parcialmente, lo que la gente dice que ellos significan (Beer, 2001: 15). Por ello propone un esquema de análisis conceptual que permitiría comprender cómo una noción universal simple va haciéndose cada vez más compleja, según los contextos y los vocabularios utilizados, hasta que finalmente puede condensarse en múltiples categorías, cada vez más intensivas, que pueden alojarse dentro de cosmovisiones particulares, constituyendo, de paso, una multiplicidad de significados específicos, al punto de que la proliferación de conceptos y términos promete crear un nuevo metavocabulario que puede similarmente abrumar sus referentes (Beer, 2001: 30). Para despejar esta producción abrumadora de léxico, Beer procura identificar un contenido nuclear en medio de los efectos moduladores ocasionados por los distintos contextos históricos y narrativos (cuadro 1). El contenido nuclear cumple la importante función de distinguir guerra de no-guerra y se enfoca en la guerra como un término de amplia cobertura que incluye todos los usos de la palabra: científico y popular; actual y potencial; pasado, presente y futuro (Beer, 2001: 31). De esta manera habría un significado de guerra fijo que cambia de tiempo en tiempo en relación dependiente de las circunstancias históricas y de las prácticas discursivas. Es posible, por consiguiente, que de acuerdo a unos particulares criterios de guerra se incluyan unos fenómenos y se excluyan otros, lo que de suyo no implica que desaparezcan como hechos de la vida mundana sino sólo que la aceptación de ese significado las hace desaparecer como guerras (Beer, 2001: 28).

    La explicación de Beer permite asumir que mientras en el nivel I opera básicamente el contenido nuclear, el aporte del nivel II procede de los propósitos utilitarios o normativos del concepto, mientras el nivel III refleja la explosión semántica y las peculiaridades discursivas.¹² De esta manera las discrepancias de intereses o valores, las diferentes formas como entendemos el comportamiento durante la guerra, los criterios con los que juzgamos la conducta y los resultados de una guerra determinada, pueden ser comprendidos en tanto entendamos los términos del discurso y, obviamente, el más definitivo de todos ellos: guerra.

    Cuadro 1

    Diagrama de Beer

    Tomemos, por ejemplo, la exposición de Quincy Wright al comienzo de su A Study of War y apliquémosle el diagrama de Beer en su forma más elemental, esto es, ignorando el detalle de los elementos particulares de cada uno de los tres niveles de significación.¹³ Wright suministra tres definiciones de guerra que son, en orden descendente de generalidad, amplia, material y legal, que podrían ser útiles para distintos tipos de estudios. Específicamente señala que una definición amplia de guerra es útil para los trabajos históricos, y nosotros podemos deducir que la definición material sirve mejor a los propósitos de las ciencias políticas, mientras que la definición legal debería ser la materia prima sobre la que operen los juristas. Wright no supone —ni nadie debe suponer— que las definiciones no son mezcladas por sus usuarios cada vez que se enfrentan con su labor particular (cuadro 2).

    Cuadro 2

    Diagrama de Beer aplicado a Q. Wright

    La forma como Wright describe su sentido amplio, que lo entenderemos como contenido nuclear, se concentra en las palabras, que considera más delicadas, contacto y distintas. Así, contacto quiere decir que el ejercicio de la violencia entre las partes implica una acción que confluye en el tiempo y el espacio. Otros autores pueden hablar aquí de choque o de enfrentamiento. Y distintas enfatiza en que mediante la observación externa sea posible identificar las partes combatientes (Wright, 1942: 8-9), donde otros autores pueden hablar de dos o más grupos u organizaciones. La especificación de Wright podría haberse remitido directamente al diccionario. De hecho, las palabras más problemáticas de su definición adquieren su polemicidad no en el contenido nuclear en sí mismo, sino en su desarrollo en los niveles II y III, en los cuales el concepto ya tiene la finura y la configuración apropiadas para una concepción y una teoría particulares de la guerra. Esas palabras son entidades y similares. En efecto, entidades podrían ser tribus, reinos, sectas religiosas o empresas, pero en el nivel II se aclara que se trata de Estados, mientras la similitud podría absolverse, por ejemplo, con las características de autarquía que Aristóteles le atribuye a una república perfecta, pero en el nivel III se indicaría que Estados son sólo los que son llamados así en el lenguaje jurídico internacional, es decir que la similitud es legal. En el primer nivel la definición incluye las guerras civiles y las coloniales (aceptando provisionalmente que sean distintas); en el segundo nivel se excluyen ambas, y en el tercero se excluirían las guerras entre dos países, siempre que uno de ellos no tenga estatus jurídico internacional. Por ejemplo, en el nivel I entran prácticamente todas las guerras, con excepción de ficciones como La guerra de los mundos, entre extraterrestres y humanos, pues alguien podría sostener que no son similares los contrincantes en muchos sentidos; en el nivel II se excluiría una confrontación como la Guerra Civil Española; mientras en el nivel III la Guerra de Secesión de los Estados Unidos quedaría por fuera.¹⁴

    Entendido que tenemos buenas razones para admitir que puede existir un contenido nuclear para la palabra guerra, veamos una argumentación específica a favor de ese contenido y de postulación de una definición. Para ello profundizaremos en el pensamiento de Norberto Bobbio, quien cumple con el requisito de buscar ese núcleo para el concepto guerra.

    Habíamos dicho que, para Bobbio, una de las tareas imprescindibles de la filosofía política es la que se relaciona con la investigación de las categorías fundamentales de la política y el análisis del discurso político. Éste es, probablemente, el principal de los rasgos filosóficos del pensamiento de Bobbio, y una de las tantas características de su perfil profundamente moderno. La exigencia cartesiana de conceptos claros y distintos, que se remonta a Hobbes específicamente para los estudios políticos, es su mayor obsesión.¹⁵ En sus manos, el análisis conceptual es una mezcla de fina artesanía que incluye siempre incursiones lingüísticas, lógicas e históricas, atadas meticulosamente a lo que denomina la lección de los clásicos. Ese celo por atender y discutir los conceptos con apego a la tradición filosófica, siempre con los clásicos grecolatinos a la mano, aquellos modernos inevitables y sus maestros de principios del siglo XX.

    El peso del análisis conceptual es tal que Michelangelo Bovero se atreve a concluir que la teoría general de la política de Bobbio consiste en un metalenguaje descriptivo (Bovero, 2003: 23). Hay muchos indicios de que tanto el maestro como el discípulo aluden a la idea expuesta por Bertrand Russell ante la lectura de Tractatus logico-philosophicus de Ludwig Wittgenstein (1918) de que "todo lenguaje tiene una estructura de la cual nada puede decirse en el lenguaje, pero que puede haber otro lenguaje que trate de la estructura del primer lenguaje" (Russell, 1994: 197). Ese metalenguaje en manos del pensador piamontés es descriptivo, porque él cree que debe afrontarse la tarea de identificar categorías analíticas que luego permitan confrontar los diferentes juicios de valor.

    El estudio de los conceptos fundamentales no comienza de forma caprichosa. Bobbio recurre al menos a tres puntos de vista para definir cuál es el término más importante para el análisis. Uno es el enfoque lógico según el cual debe precisarse primero la pareja de conceptos opuestos para determinar luego aquel que pueda definirse de manera independiente, en rigor, sin referencia al otro. Otro es el punto de vista ético-jurídico, que nos exige explicar y justificar el comportamiento distorsionado, no el regular (Bobbio, 2003: 551). Una tercera aproximación combina las percepciones de la historia y del sentido común que nos convocan alrededor del término que denota la situación existencialmente más relevante (Bobbio, 2003: 549). Estos tres puntos de vista conducen a atender el concepto guerra con preferencia respecto al de paz.

    La manera más frecuente, quizás, como definió la guerra, reza así: La guerra es a) un conflicto, b) entre grupos políticos respectivamente independientes o considerados tales, c) cuya solución se confía a la violencia organizada (Bobbio, 1992: 162).¹⁶ Las explicaciones más relevantes tienen que ver con lo que significa propiamente un grupo político y con la violencia. Grupo político sería aquel organizado para el mantenimiento o la conquista del máximo poder posible entre y sobre hombres que conviven: el máximo poder posible es el de aquel que puede disponer del monopolio de la fuerza física con el fin de obtener obediencia a las propias órdenes (Bobbio, 1992: 163). Esta precisión está conectada con los conceptos de poder y poder político, que Bobbio ha recogido de Bertrand Russell y de Max Weber, esto es, que el poder es la capacidad de obtener los objetivos deseados y que el poder político se distingue de otras formas de poder porque la violencia es el medio del que se vale. En 1981, aclarará que el sentido weberiano de la expresión es más amplia que ‘Estado’, para abarcar también a los grupos independientes, dotados, de cualquier manera, de fuerza propia (Bobbio, 2003: 551).¹⁷ Este grupo aspira a la independencia y a monopolizar la soberanía, lo que suele presentarse a modo de autoproclamación, pero que también puede expresarse como demanda de reconocimiento por parte del antagonista o de terceros, o tenerlo efectivamente.

    Las circunstancias exigen dedicar un instante a este punto. Weber habría formulado claramente la imposibilidad de que el grupo político pudiera ser definido mediante el contenido o el objetivo del mismo, dado que ambos son políticos sólo por referencia a su naturaleza. Las explicaciones de Weber en Economía y sociedad son tan exhaustivas como las que expone Bobbio en Los confines la política. Lo que distingue específicamente al grupo político es el uso de la violencia y, por tanto, el contenido mínimo que posee "es el de garantizar el dominio de hecho sobre el territorio de modo ‘permanente’ (in der fortgesentzten Sicherung)" (Bobbio y Bovero, 1985: 25). Para el autor de Liberalismo y democracia, el poder político es el poder que emplea como instrumento, para obtener los efectos deseados, la fuerza física (Bobbio, 2003: 584). No se trata, pues, de cualquier violencia. Bobbio fue testigo del abuso del término violencia, de la desmesurada extensión que se le atribuyó desde la década de 1960, e hizo siempre las digresiones indispensables para que se entendiera que la violencia era un género, lógicamente hablando, del que la guerra era apenas una especie, así se tratara de la especie más visible e importante en la esfera pública. La guerra es violencia organizada, lo que presupone en principio un aparato predispuesto y adiestrado para el objetivo (Bobbio, 2003: 554).

    Hay dos tópicos cruciales, especialmente para la aplicación, que se derivan de esta acepción. Uno tiene que ver con la duración, lo que podríamos llamar la dimensión temporal de la guerra. Organizarse implica planear y coordinar acciones y demanda tiempo. La guerra se prolonga en el tiempo en su condición de conflicto, pues clama por la satisfacción de los intereses que se están disputando. Otro tiene que ver con el territorio, lo que se refiere a la dimensión espacial de la guerra. Colectiva, continua y territorializada son características que se estipulan en el afán de establecer diferencias claras con otras especies de violencia política. La primera es una distinción tradicional que se remonta al pensamiento medieval, que procuraba separar el duelo como especie distinta y que, en tanto acción individual, podría asimilarse también al tiranicidio de aquel tiempo, sin el honor de la forma pero probablemente justificado, o al atentado personal instalado en el panorama político desde el siglo XIX. La continuidad procura establecer límites con la violencia esporádica e incidental que se da, aún entre Estados, sin la trascendencia que supone el hecho bélico. El territorio, en esta argumentación, aparece asociado a la continuidad y quiere excluir los incidentes fronterizos entre Estados, es compatible con todas las interpretaciones modernas y con las leyes internacionales. Sin embargo, para el mundo posmoderno que ha descubierto y usado dimensiones extraterritoriales, no porque desborden un territorio determinado sino porque pueden eludir el contenido moderno del espacio, esta última acotación puede resultar muy restrictiva. La naturaleza de ciertas situaciones contemporáneas, como la de ETA en España o de Al Qaeda en el nivel internacional, puede variar y cuestionarse significativamente según esta cláusula. ¿Qué pasa si dentro de la nota de durabilidad se separan las dimensiones temporal y espacial?

    La cuestión es que la durabilidad de la guerra pertenece al núcleo de la definición bobbiana, aunque no aparezca en las fórmulas habituales, y probablemente su incorporación esté relacionada con el carácter político de la guerra y de los contendientes. De hecho, la continuidad es un síntoma parcial de que hay motivaciones o comportamientos que se orientan a sostener el enfrentamiento y a validar la acción de las partes. La continuidad no es un mero hecho (Bobbio, 2003: 258).¹⁸ Hay aquí un implícito que se desarrolla extensamente cuando discute el problema de la legitimidad. De la tripartita taxonomía weberiana, la legalidad le resulta obvia (aunque insuficiente de cara a la guerra),¹⁹ el carisma simplemente lo ignora (cómo no después de la hecatombe que produjeron los líderes carismáticos en Europa durante su vida personal); entonces acaricia largamente la explicación sobre el eterno ayer. La continuidad del poder no sólo les da a los grupos políticos su carácter distintivo, sino que también parece ser la piedra angular de esa nebulosa región de la legitimidad. Esa región está allende la legalidad, y toda pretensión jurídica de fijar un estatuto para las entidades que pueden hacer uso de la guerra choca contra la rigidez de la tosca materia. El límite se refiere a la guerra o a la multiplicación de grupos que compiten por obtener el monopolio de la violencia, cada uno para sí. Más allá del límite está el poder desnudo, legibus soluti (libre de leyes), o una pluralidad de poderes que no permiten que el derecho se cristalice y que están en la médula del dinamismo social.

    Debo dejar explícito que un contenido nuclear como el expuesto se ajusta mejor a las teorías de la guerra que pueden vislumbrarse en pensadores como Carl von Clausewitz, Weber y Schmitt, pero que son el punto de partida de otras vertientes. En las teorías de la guerra justa constituye el punto de partida de lo que Michael Walzer denomina la realidad moral de la guerra (Walzer, 2001a: 43) e, incluso, de aquellas que le niegan a esa realidad el nombre de guerra.²⁰ El hecho es que estas teorías, como las de Oldendorp o Ferrajoli, para cuestionar la aplicabilidad de la categoría guerra, recurren siempre a los ejemplos que cumplen con las condiciones del contenido nuclear. Como se dijo antes, tras las gafas jurídicas de Ferrajoli se escucha la proposición esto no es una guerra siempre ante situaciones como Irak (1991 y 2003) o Kosovo (1999), y nunca ante fenómenos más elusivos como las acciones de la mafia napolitana, los ataques piratas en las costas de Somalia o las asonadas en los suburbios de París a comienzos del siglo XXI. El debate sobre la guerra no podría desarrollarse como se da hoy en medio de una selva semántica si no existiera algún acuerdo alrededor de lo que un contenido nuclear le adscribe a la palabra guerra. La argumentación sobre el carácter político de las guerras que parecen menos políticas se desarrollará en los tres capítulos siguientes, pero en gracia de discusión aún la definición bobbiana puede dar un paso atrás para dejar como contenido nuclear la que esbozara Bouthol: la guerra es una lucha armada y sangrienta entre agrupaciones organizadas (Bouthol, 1971b: 35). En términos de Vasquez, una definición de este tipo aporta al menos tres funciones útiles: a) ayuda a delimitar el ámbito empírico con un criterio que permite decidir qué se excluye y qué se incluye; b) suministra al menos alguna consistencia de uso, de tal modo que la palabra se refiera a la misma cosa; c) nos permite conversar con otros sobre el tema (Vasquez, 1993: 15).

    LAS PALABRAS QUE OCULTAN LA GUERRA CIVIL

    La proliferación de términos aplicados en los estudios políticos a la guerra civil, entendida provisionalmente como la aplicación del contenido nuclear de guerra a una misma unidad de civilización (Platón), política (Hobbes) o territorial (Wright), es asombrosa; particularmente después de la Segunda Guerra Mundial. Veamos algunos: guerra irregular (Kutger, 1960), guerra no convencional (Yarborough, 1962; Janos, 1963), guerra extrasistémica (1963), guerra partisana (Schmitt, 1966), guerra local (Kende, 1971), conflicto doméstico (Banks, 1972), guerras pequeñas (Mack, 1975), conflicto armado interno (1977), conflictos de baja intensidad (Van Creveld, 1991), guerra metodológica (Valencia, 1993), conflictos étnicos (Williams, 1994), conflictos asimétricos (Paul, 1994), guerras de tercer tipo (Holsti, 1996), guerra de guerrillas (Laqueur, 1997), guerra de línea de fractura (Huntington, 1997), guerra degenerada (Shaw, 1999), nuevas guerras (Kaldor, 2001), guerra insurreccional (Geyer, 2001), violencia subestatal (Brannan et al., 2001), violencia colectiva (Tilly, 2003), guerras en red (Rondfelt y Arquilla, 2003), insurgencia (Marks, 2003), insurgencia post-territorial (Dartnell, 2003), guerra de señores (Jackson, 2003), guerra étnica (Öberg, 2003), conflicto intraestatal (Harbom, 2004), conflicto extra-estatal (Schöndorf, 2004), nuevo partisanismo (Moreiras, 2005), guerras híbridas (Simpson, 2005), conflicto extrasistémico (McAllister, 2006).²¹

    Es evidente que, en principio, estos ejemplos indican que las diversas categorías intentan describir o llamar la atención sobre aspectos novedosos o idiosincrásicos de casos empíricos que, aunque parecen particulares, se postulan abiertamente como herramientas para la investigación comparada o como contribuciones para la formulación de teorías de tipo meso para la guerra o categorías de nivel medio construidas mediante análisis y dirigidas a establecer comparaciones generales y taxonomías entre contextos relativamente homogéneos (Sartori, 1970: 1.044).²² Ante este reto, el problema más frecuente en la formación de los conceptos políticos es el de la dilatación o estiramiento de los conceptos (conceptual stretching), que consiste en la extensión indebida del concepto dirigida a cubrir un mayor número de particulares en desmedro de la precisión connotativa (Sartori, 1970: 1.034-1.035).²³ Estamos en un nivel analítico-descriptivo, o práctico, en el cual la proliferación de términos proviene de los cambios empíricos (Berman, 2004: 7). En nuestro tema específico, el estiramiento parece producirse a partir de la relevancia que se le otorga a un aspecto que, a su vez, hace parte de un punto de vista peculiar del problema observado (Van der Dennen, 1981: 128). Dicho de otro modo: un fenómeno complejo se describe enfatizando una faceta distintiva que aporta el nombre propio y separando después las configuraciones que adopta esa faceta.

    Examinemos somera y parcialmente el enjambre de términos usados para las guerras civiles (cuadro 3). El estiramiento es la forma más frecuente que encontramos de distorsión o malformación de los términos. Algunos de los aspectos presentes en la guerra, como la técnica utilizada, los motivos invocados, el comportamiento de los combatientes o la posición que ocupan los principales combatientes distintos al Estado, puede ser tomado como el primordial en el análisis y, luego, la característica particular que asume ese aspecto en una región o en un periodo histórico es elevado al rango de concepto general.²⁴ El aspecto elegido puede depender del contexto en que está el observador y de su postura subjetiva. En un contexto académico, los sociólogos y los antropólogos pueden inclinarse por privilegiar los motivos o el comportamiento, los politólogos y estrategas por las posiciones o las técnicas; esto es apenas una hipótesis de trabajo para quienes se dedican a estudiar la formación de la terminología. El estiramiento elimina el término guerra civil y lo suplanta por el término asignado a la característica particular del aspecto que se considera primordial, con el resultado esperable de que no se genere ningún consenso, ni siquiera en las comunidades académicas, sobre su uso. El resultado es que una vez declarado insubsistente el nombre guerra civil, todo lo que queda es una constelación de sustantivos que han terminado por configurar algo así como un lenguaje arcano (Laqueur, 1997: 392) o, dicho de otra manera, queda la impresión de que estamos tratando con una ilimitada cantidad de vástagos bastardos de la guerra, cuando no existe más que la guerra en el sentido elemental hobbesiano de la palabra (Van Creveld, 1991: 22).²⁵

    Cuadro 3

    Nombres de la guerra civil según aspecto

    El ejemplo de estiramiento conceptual más reciente y exitoso, al menos en la literatura europea, es el de las nuevas guerras. Fue propuesto por la profesora británica Mary Kaldor en 1999 a partir de su experiencia de campo en Azerbaiján y los Balcanes durante esa misma década. Algunos de los aspectos distintivos de las nuevas guerras aparecen como resultado del impacto de la globalización, entre los cuales se destaca la internacionalización militar, mediática y humanitaria; la erosión de la soberanía estatal, cuando no de los Estados mismos; el predominio de los objetivos relacionados con la política de identidades; el uso de medios dirigidos a generalizar el odio y el miedo; y su inserción en una economía global de tráficos ilegales que provoca la formación de economías de guerra regionales (Kaldor, 2001: 18-25). En contraste, se esboza un modelo de lo que serían viejas guerras, formadas en la primera modernidad (siglos XVI al XVIII) y evolucionadas en las dos centurias posteriores. Las líneas idiosincrásicas de esas guerras están dadas por la centralidad del Estado moderno; así, los Estados fueron los principales protagonistas de la guerra en tanto unidades combatientes, se convirtieron en el objetivo central de las contiendas bajo la enseña de distintos tipos de discurso justificatorio (dinástico, nacionalista, ideológico), y la economía que sostenía la movilización y los aparatos bélicos era nacional. Este estadocentrismo permitió consolidar las distinciones entre público y privado, interno y externo, económico y político, civil y militar, combatiente y criminal (Kaldor, 2001: 30-37). Amén de estas diferencias, Kaldor pone el acento de las nuevas guerras en el desdibujamiento de los límites entre guerra, crimen organizado y violaciones masivas de los derechos humanos (Kaldor, 2001: 16).²⁶

    Diversas críticas se han levantado contra esta separación entre viejas y nuevas guerras. El profesor de la Universidad de Chicago, Stathis Kalyvas, ha elaborado algunos argumentos al respecto basándose en diferentes estudios de caso de los siglos XIX y XX. Sostiene que siempre han existido mezclas con la criminalidad en las guerras civiles y que, incluso en las viejas guerras, aquellos combatientes que tenían un aspecto más familiar a los delincuentes comunes nunca eran simples bandidos, pues cobraban impuestos, impartían justicia y mantenían algún orden (Kalyvas, 2001a: 105). Estima que si ahora no se perciben suficientemente rasgos ideológicos en las guerras, se debe a que los observadores buscan pautas ‘occidentales’ de justificación y discurso y no comprenden que las guerras siempre han sido complejas y que aún en aquellas con recubrimientos ideológicos, consideraciones locales estrictamente pragmáticas prevalecían sobre los objetivos políticos declarados en los niveles jerárquicos de las unidades combatientes, y que muchas veces encubrían intereses personales y económicos (Kalyvas, 2001a: 104, 107). Kalyvas muestra que existe una percepción equivocada acerca de que las viejas guerras pudieran contar con más apoyo popular que las nuevas, y recurre incluso a la lucha en Corcira, relatada por Tucídides, para refutar la idea ampliamente difundida de que las nuevas guerras tuvieran grados de crueldad superiores a los conocidos en el pasado. Las conclusiones indican que las diferencias entre viejas y nuevas guerras no son sustanciales; que, menos aún, puedan ubicarse en el final de la Guerra Fría; y que la caracterización en cuestión ha exagerado los aspectos criminales de las guerras civiles y de contera ha ocultado muchos de sus aspectos políticos (Kalyvas, 2001a: 117).

    La profesora mexicana Teresa Santiago se concentra en la idea de nuevo para concluir que, dadas sus implicaciones y la debilidad de las diferencias señaladas por Kaldor, su uso resulta demasiado fuerte y que a lo sumo se trata de agregados recientes a muy antiguos componentes de las guerras civiles (Santiago, 2007: 6-8). Michael Brzoska, de la Universidad de Hamburgo, revisa la recepción germana del término y se ocupa específicamente de los descuidos metodológicos de sus defensores, aunque reconoce que en estos trabajos el objetivo es entender, no probar (Brzoska, 2004: 108).²⁷ Por su parte, algunos investigadores del Department of Peace and Conflict Research de la Universidad de Uppsala se ocupan principalmente de los aspectos empíricos del planteamiento de las nuevas guerras. Apoyados en la magnífica base de datos del Departamento, ellos concluyen que las guerras civiles no han aumentado a partir del mojón del fin de la Guerra Fría, sino que siempre han sido mayoritarias desde 1946, habían aumentado tendencialmente desde 1959 hasta 1992 y que desde aquel momento se percibe un descenso matizado por el hecho de que su proporción respecto a las guerras entre Estados ha crecido (Melander et

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