Once voces humanas
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Once voces humanas - Mirta Chamorro Mielke
Once voces humanas se compone de once relatos de conmovedora potencia psicológica. Sin un nexo temático claro que los emparente, en todos ellos podemos observar la figura del doble como un elemento recurrente, la dualidad del ser humano como un aporte más a la crítica del sujeto que se viene desarrollando desde los albores de las posmodernidad. Pero además, Mirta Chamorro Mielke nos ofrece un abanico amplio de personalidades femeninas enfrentadas a las masculinas (y viceversa) en el que no resulta difícil apreciar una reflexión distinta acerca del comportamiento de los roles de género. Una perspectiva personal de un humanismo liberado de antiguos clichés y en el que integra la necesidad de que tanto hombres como mujeres formen parte de esta diseminación del género.
Once voces humanas
Mirta Chamorro Mielke
www.edicionesoblicuas.com
Once voces humanas
© 2015, Mirta Chamorro Mielke
© 2015, Ediciones Oblicuas
EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª
08870 Sitges (Barcelona)
info@edicionesoblicuas.com
ISBN edición ebook: 978-84-16341-85-6
ISBN edición papel: 978-84-16341-84-9
Primera edición: julio de 2015
Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales
Ilustración de cubierta: Mirta Chamorro Mielke
Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
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Voz 1ª. Llegada al tres
Apareció sin anunciarse a la hora en que se silencian miles de gritos y se apagan fresas en las fábricas. A través de la puerta acristalada desequilibró el crisol rojo y malva que se había colocado en la línea del horizonte. A Laia le molestó la irrupción visual cuando comenzaba su ensoñación al columpio del crepúsculo y una silueta oscurecida por el contraluz se acercó hacia ella, con su equipaje frugal, sus modos hieráticos, su seriedad suprema.
Pidió habitación con el menor gasto posible de palabras. No inició la conversación con un saludo o la adornó con una sonrisa, ni pereció el hielo con alguna ironía adecuada, no; ni apoyó sus codos en el mostrador con ánimo de demostrar comodidad, ni se giró para echar un vistazo sobre el vestíbulo y elogiar la decoración. Solo pidió habitación.
Contagiada por tanta parquedad, ella se limitó a preguntarle qué tipo de habitación, si la necesitaba para muchos días, y, acto seguido, pedirle el carnet. Al entregarle la llave se cuidó mucho de no rozarle con su mano y, aunque le miró a los ojos, parpadeó en un intento de librarse de una perspectiva fría, casi hielo, que había penetrado en su vista.
Antes de acostarse había tomado, Laia, una buena costumbre, la de dar un paseo, más bien rodear el edificio por ver si todo estaba en orden, o si el orden entraba en sus planes, poco antes de caer en la soledad y en el insomnio.
La caldera funcionaba, las luces innecesarias estaban apagadas, aunque se permitía el leve gasto superfluo de la iluminación en el jardín, entre los árboles, tan estudiada para crear rincones, casi mundos, donde imaginar e imaginarse.
Sacó al perro de su recinto y salió de los límites del hotel para encaramarse en alguna aventura fiel a sí misma. Caminar en medio de la noche hasta la playa era más excitante que cualquier otra cosa. Apenas podía seguir la carrera de su perro, ebrio de felicidad por alcanzar la cala, escarbar en la arena y, si su ama lo permitía, adentrarse en el agua.
Cientos de veces había sido advertida, incluso por la policía, de que aquellas escapadas nocturnas no estaban exentas de peligro. La noche invita a los maleantes, le decían, y ella se tomaba un momento para determinar si no lo sería también.
Al entrar de vuelta en su jardín de colores, mojados los pies por el baile con las olas, sacudiéndose el perro educado antes de entrar, se detuvo al divisar una silueta en el balcón de la 333, apenas recordaba a quién pertenecía hasta que le asaltó el leve temor de la memoria: el inquilino del crepúsculo, quieto en la barandilla, quizá observándola.
Cuando bajaba a desayunar se paró sin motivo en el tercer escalón. Breves momentos aquellos en los que no se sabe el porqué de nada y es necesario escudriñar los itinerarios y los propósitos. Ni siquiera sabía si le había ocurrido otras veces. Al colocar un dedo sobre sus labios le pareció que todo contenía el número tres. Siguió bajando y observó que eran tres los viajeros que desayunaban en la barra, tres las maletas que se agrupaban junto a la puerta, tres familiares conversaban en el salón, tres coches estaban colocados en batería al fondo del aparcamiento. En la memoria se repitieron los hechos acaecidos el día tres del mes corriente —aunque no eran significativos—, y la llave número 333 estaba todavía sin recoger en el mostrador donde la habría dejado, sin duda, el viajero inquietante.
La tomó en sus manos con cierta aprensión, con cuidado, tal vez con mimo, y la soltó enseguida, por si quemara, que no era el caso, o por si estuviera no del todo limpia, no precisamente sucia. Tres cifras del número tres bailaron su danza impecable antes de penetrar en su cajetín correspondiente. Escuchó un leve sonido, como una queja, de tres sílabas.
Tres parejas conversaban ruidosamente en el comedor durante la cena. Lo observó tras haber intentado ya tres veces desequilibrar el tres obsesivo. Reían, algo achispados, y contaban anécdotas de tono picante. Laia sonrió sus ocurrencias y se dijo que no era mala idea desacralizar tabúes y considerar el sexo como algo alegre. Se había sentado en su silla giratoria de recepción y pudo ver, sorprendida, que semioculto por las ramas sinuosas del Ficus benjamina, podía observar sin ser vista al viajero 333, que cenaba en movimientos pausados sin mirar a nadie, sin sonreír ante las ironías de las parejas, sin apreciar el jardín de color que el ventanal ofrecía como una decoración más del hotel.
Tras colocar tres apuntes más en la contabilidad, volvió sus ojos sobre el huésped, que se mostraba como un virus incierto, no catalogado, de pálida piel y ojos gélidos, de manos grandes, algo elegantes, de cabello castaño, casi rubio, casi rizado y casi limpio. Cuando quiso observar sus labios, firmes y angulosos, una racha de risas por parte de los alegres comensales provocó, junto al recorte visual del extraño, un inesperado calambre placentero en su vientre y, posteriormente, una huida rápida hacia la playa, escapando de las ideas contradictorias que se abrían y cerraban, que se descartaban y se censuraban, que se permitían después, como la alegre risa de las parejas, los labios cerrados y firmes del extraño, las manos casi elegantes en su pecho, los ojos huidizos custodiados por párpados contagiados de sueño placentero y sus prolegómenos. Se apoyó en un acantilado y deseó que no llegara nadie, o él, o mejor, nadie.
En su día libre prefirió quedarse a holgazanear por el jardín, o en