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De Mármol a Mármol pasando por el Mundo
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De Mármol a Mármol pasando por el Mundo

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En éste libro Nicolás Mario Celso, un argentino que decidió radicarse en Italia en el año 1970, y que en los siguientes cuarenta años recorrió más de cuarenta países en cuatro continentes, relata interesantes episodios, cuenta increíbles anécdotas y transmite las sensaciones recibidas en cada uno de los países visitados.
LanguageEspañol
PublisherYoucanprint
Release dateSep 1, 2012
ISBN9788867515752
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    De Mármol a Mármol pasando por el Mundo - Nicolás Mario Celso

    2011

    DE JOSÉ MÁRMOL AL MUNDO

    Argentina

    Mis padres llegaron de Italia pocos años después de la Segunda Guerra Mundial, durante el gran éxodo que llevó a millones de habitantes del Viejo Continente, a esparcirse no sólo por el Nuevo Mundo. Mi papá fue uno de los que llegó a Buenos Aires en 1949 y mi mamá un año después. Conozco a muchos inmigrantes que hicieron lo mismo; antes viajaba el marido, y, si las cosas se ponían bien, con el dinero que conseguía ahorrar, al año siguiente lo hacía la esposa con el resto de la familia. Sospecho que muchas esposas llegaron aunque no todo correspondiera a las expectativas, para no dividir la familia.

    Yo nací en el año 1951 en el Hospital Rawson de la ciudad de Buenos Aires, cerca de la Plaza Constitución, entre los barrios de San Telmo, Barracas y la Boca. Desactivado hace unos años, sus edificios hoy albergan un hogar para ancianos. Los primeros cinco o seis años de mi vida los pasé de un barrio para otro, llevado por las vicisitudes que afrontaban mis padres, y, a veces recordado por ellos, viví un tiempo en el Partido de Lanús, otro en el Partido de la Matanza, en el de Quilmes y no sé en que otro lugar del que se llamaba el Gran Buenos Aires Sur. Después de esos traslados me llevaron a vivir a un pueblo del cual mi madre siempre se quejó porque quedaba muy lejos de la Capital. Dista diecinueve kilómetros por tren, se llama José Mármol y pertenece al Partido de Almirante Brown de la Provincia de Buenos Aires.

    Cuando nos instalamos, no todas la calles de José Mármol tenían pavimento. Desde mi casa, por un tiempo, hasta que finalmente fue asfaltada, teníamos que caminar algunas cuadras por calles de tierra para poder tomar un colectivo. Todo se complicaba cuando llegaba la lluvia. No había muchos negocios cerca de mi casa, los más importantes se concentraban entorno a la estación del ferrocarril, pero teníamos lo necesario para lo cotidiano, almacén, verdulería, carnicería, panadería y también algún kiosco donde vendían, desde golosinas hasta útiles para el colegio. El pueblo tenía dos aspectos bien distintos. En las manzanas cercanas a la estación del ferrocarril, se distinguían los chalés elegantes, que por lo general pertenecían a ingleses o alemanes. También había familias originarias de Italia, España, Japón, o llegadas desde el interior del país. A medida que uno se alejaba de la estación, las casas eran más humildes y bajas con quintas en el fondo del terreno. No faltaban árboles de eucaliptos, paraísos o de naranjas en las veredas. También había una sala de primeros auxilios, una iglesia, Nuestra Señora de Luján y un par de escuelas, una publica y otra privada. Esta última mudanza fue poco antes de iniciar mi escuela primaria en el año 1957 en la Escuela N° 7, que queda en la calle Canale, a cuadras de la estación José Mármol del Ferrocarril Roca y a pocas de mi casa.

    No me acuerdo si este cambio fue traumático para mi, como cuentan los psicólogos, lo que sí me acuerdo es que después de poco tiempo empecé a tener amistad, que todavía conservo, con otros chicos de mi edad, los que, sin lugar a dudas, siguen siendo mis mejores amigos. De estos amigos, uno muy joven, de diecinueve años, cuando aún vivía en Mármol, falleció en forma trágica y su hermana menor, que se radicó con su familia en Italia, falleció no hace mucho tiempo, a causa de una enfermedad que pocas veces perdona.

    En la Escuela Nº 7 cursé los dos primeros grados de la escuela primaria, que en esa época se llamaban primero inferior y primero superior. Desde el inicio del 3° grado mis padres me anotaron en el Queen’s College o Colegio de la Reina. Era una escuela privada ubicada en la calle Sáenz Peña, donde por la mañana enseñaban castellano y por la tarde inglés. Como los alumnos de todas las escuelas privadas, nuestro uniforme no era el guardapolvo blanco de las escuelas estatales, sino otro, que en el Queen’s era de zapatos negros, medias grises, pantalón gris, camisa celeste, corbata roja, blazer con botones dorados y gorrito con distintivo en la parte de adelante, encima de la visera. El uniforme de las chicas era igual, con la diferencia de que en lugar de pantalones usaban polleras. Me acuerdo muy bien el nombre de la Directora, la señora Elvira Inés Basetti, una de las maestras más importantes y queridas de la zona.

    Confieso que nunca me gustó mucho estudiar, mejor dicho, nunca me gustó tener que estudiar lo que me imponía la escuela. Había materias que no soportaba, porque no entendía para que podían servir en la vida. El idioma inglés, en cambio, me apasionaba. Lo demuestra el hecho de que en el año 1963, recibí una medalla de plata con mis iniciales, el año y el nombre del colegio, Queen’s College, como premio al mejor alumno de la clase. Esto fue para mi familia un gran orgullo; para mi, en cambio, ese hecho tenia poca importancia, puesto que estudiar inglés era algo agradable y no entendía porqué me premiaban por hacer lo que me gustaba. Este aspecto del estudio, es decir, la parte en la cual me enseñaban inglés, creo que fue la base para lograr el pequeño éxito que tuve en mi carrera, que no es fácil alcanzar en una tierra que no es la propia, como era para mi el Viejo Continente. Tengo un recuerdo muy agradable de esta escuela. Una tarde, al salir de clases, me dirigía con un compañero de regreso a mi casa, en bicicleta, cuando de repente vimos en el suelo una billetera, la abrimos y descubrimos en su interior una cantidad de dinero. Sin dudar un instante decidimos volver a la escuela y entregársela a las maestras para que buscaran al propietario. En el interior de la billetera había, además de dinero, una cantidad de papeles con anotaciones y algunas tarjetas que pensamos serían útiles para identificar al dueño. Volvimos a la escuela, entregamos la billetera a una maestra y retomamos nuestro camino. Al día siguiente, cuando fuimos al colegio, tan poca trascendencia le dimos al hecho, que no nos acordamos de preguntarle a la maestra por la billetera o si habían conseguido encontrar al propietario. Ese día de clases transcurría como cualquier otro pero cuando faltaba menos de media hora para la salida, la maestra nos dijo que teníamos que dejar la clase diez minutos antes del horario normal. A la hora establecida nos alineamos en el patio, como todos los días, para arriar la bandera. La Directora del Colegio nos llamó a mi compañero y a mí en voz alta, y nos paramos frente al resto de los alumnos del colegio. No entendíamos, ni nosotros ni los demás, qué estaba ocurriendo, aunque algo empezaba a sospechar. Las cosas nos quedaron más claras cuando la Directora, frente a las decenas de alumnos en fila, mencionó el episodio de la billetera, y tomándonos como un ejemplo que todos deberíamos imitar, pidió un gran aplauso. El acto finalizó con la entrega por parte de la Directora, de un libro a cada uno. Aún conservo el mío en la biblioteca, que lleva esta dedicatoria: A Nicolás Mario como premio a su honradez, Cariñosamente Elvira Ines Basetti. No éramos muy niños ni teníamos muchos años, pero ese acto nos quedó impreso en la memoria; por lo menos a mí, creo que también a mi compañero, nos enseñó como debemos comportarnos en ciertas ocasiones. Cuando terminé la primaria, por insistencia de mis padres tomé la decisión de seguir la escuela secundaria en el comercial. Había un Comercial en Témperley, pero decidí entrar a la Escuela Nacional de Comercio de Adrogué (ENCA), que funcionaba por la tarde en el Nacional de Adrogué. Todavía guardo, entre mis recuerdos, el distintivo de esa escuela. La secundaria incluía el idioma inglés, que lo estudiaba también en forma particular con la profesora Mrs. Curtis en José Mármol; a la que un año reemplacé por la profesora Mackenzie, que enseñaba en la misma zona. Estas clases particulares estaban formadas por grupos más o menos numerosos y las frecuentábamos casi a diario, por la tarde o por la noche. A fin de año, los alumnos que estaban preparados rendían un examen en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa en la sede de Capital. Mi historia en el Comercial de Adrogué no duró demasiado. Después de algunos años arrastrándome, y a empujones, viendo que eso no funcionaba y, según mi punto de vista, en total desacuerdo con lo que pensaban mis padres, decidí que era mejor renunciar a ese esfuerzo y abandonar la secundaria. Me acuerdo que un año me llevé tal cantidad de materias a examen para rendir en marzo, que era casi imposible que las aprobase. Sin embargo, el primer día de clases del año siguiente, algunos de mis compañeros que pensaron que los estaba visitando en el colegio, quedaron sorprendidos al escuchar que todas las materias estaban aprobadas y que comenzaba el año otra vez con ellos. Para mi era una tortura escuchar siempre la misma frase por parte de mis profesores y de mis padres: no es que no puede, no quiere…. Algo de razón tenían porque no me interesaban algunas de las materias. En realidad, confieso que no tenía ganas de estudiarlas. A lo que nunca quise renunciar fue a las clases de mi materia preferida, el inglés. Siempre conseguí aprobar el año, sin grandes esfuerzos. Demostré, con el pasar de los años, la facilidad que tenía para aprender otros idiomas, como el italiano y el portugués. Claro que no me dediqué sólo a estudiar inglés, me busqué un trabajo y lo conseguí como aprendiz. En la zona de Témperley, sobre la avenida Pasco, había una fábrica de llaves de luz. El propietario se llamaba Oscar Lacconi. En la fábrica trabajaban hombres y mujeres. Las mujeres hacían un trabajo mas liviano, montaban las llaves de luz, mientras que los hombres trabajaban en los balancines, cortando chapas, modelándolas y produciendo las cajas que embutidas en la pared serían luego el alojamiento de las llaves. Después de trabajar un breve periodo en los balancines, me trasladaron a la sección montaje junto con las mujeres. Fui el único varón que trabajó en ese sector ya que, sólo a veces, en caso de necesidad, se agregaban otros. La encargada de la sección era una de esas señoras que nunca duermen. No se si era viuda o soltera porque nunca habló de su marido; se quedaba hasta tarde y era la primera en llegar por la mañana. Doña Esperanza, así la llamábamos, parecía vivir sólo para el trabajo. Había que pedirle permiso hasta para ir al baño y no lo concedía con rapidez. Una noche durante las vacaciones, en época de carnavales, tuve un ataque agudo de apendicitis, me llevaron al hospital Gandulfo de Lomas de Zamora y me operaron de urgencia para evitar complicaciones por peritonitis. Como correspondía, por lo menos en esa época, informamos al dueño de la fábrica sobre lo que estaba ocurriendo y suspendimos las vacaciones, por enfermedad. Éste episodio le quedó impreso en la mente a Don Oscar, y de tal manera, que después de unos once años, durante un viaje a Mármol con mi esposa, fui a visitarlo. Durante la charla y sin que lo esperara, le dijo que me hice operar de apéndice para tomarme más vacaciones. ¿Humor negro? Creo que quiso contar una anécdota simpática, pero me sorprendió la manera en que le quedó grabado en la mente.

    Mi vida en José Mármol transcurrió bastante tranquila y sin sobresaltos, como la de la mayoría de los chicos de mi edad en ese entonces. A veces un cumpleaños de 15 de alguna chica amiga, que por lo general se festejaban en la propia casa, invitando amigos y parientes. De vez en cuando algún asalto. Se llamaban de ésta manera las fiestas de baile, con comida y bebidas, con la música que salía de un Winco, que se organizaban en mi casa o la de otro chico de la barra. Los gastos eran compartidos en partes iguales, entre los participantes. Como alternativa salíamos a bailar a algún boliche de Lomas de Zamora o de Banfield, que es donde estaban, los más populares de la zona sur.

    El 20 de julio de 1969 es una fecha histórica para la humanidad. Los americanos conquistaron la Luna, pero yo no tuve mucho tiempo para festejar ese hecho tan fabuloso o hablar de tan impresionante evento, porque el 26 de julio, apenas seis días después del alunizaje, un evento trágico nos sacudió: murió a los 19 años, en un accidente, fulminado por una descarga eléctrica Ferdinando, uno de mis mejores amigos. Tenía un año menos que él y su muerte me golpeó muchísimo, nunca antes había sentido la pérdida de una persona tan querida. Nos provocó mucho dolor a todos los amigos y esa cuadra, nunca más fue la misma. Y, por este maldito accidente, se hizo frecuente, en nuestras charlas entre amigos, imaginar una vida en otra parte del mundo, porque nos costaba cada vez más vivir en ese lugar.

    En 1970 llegó el momento de cumplir con el servicio militar obligatorio, la colimba. De acuerdo a las noticias que teníamos, a los que se incorporaban de nuestra zona al ejército, los mandaban a la Patagonia, para cumplir con la instrucción militar en un cuartel enclavado en la cordillera, en la zona de San Martín de los Andes, y les permitían volver a sus casas, con una buena dosis de suerte, un par de veces durante el año de servicio militar. Hoy que tuve la suerte de visitar San Martín de los Andes por turismo, puedo decir que es un lugar espléndido, pero en aquellas circunstancias no pensaba de la misma manera. No podía dormir con la idea fija de pasar un año entre las montañas y las ovejas. Cambié mi incorporación al servicio militar por un año de servicio en la Policía Federal, trabajando sólo seis ú ocho horas diarias, con la enorme ventaja de volver todas las noches a mi propia casa. Mientras estaba realizando los trámites necesarios para incorporarme a la Policía Federal, se produce el secuestro del general Pedro Eugenio Aramburu, ex Presidente de la República. Este es el inicio de una época triste y muy oscura en Argentina. Se movilizaron todas las fuerzas policiales para localizar y rescatar al general Aramburu. Esta situación preocupó mucho a mi familia. Mi madre trataba de convencerme para que cambiara mis planes y aceptara hacer el servicio militar, porque ir a la Patagonia, al fin de cuentas, no sería el fin del mundo, teniendo en cuenta que en San Martín de los Andes estaría mucho más seguro que en la policía, por la situación que en ese momento se vivía en Buenos Aires. Mi respuesta era siempre la misma: ¡Ni loco, entre las ovejas no voy!

    Me puse a pensar cual podría ser otra solución y se me ocurrió que podía hacer un viaje a Italia. En mi casa nunca conversamos sobre esta posibilidad. Mientras tanto ganaba un tiempo y, además, si me gustaba podíamos transferirnos todos, ¿porqué no? Mi mamá tenía seis hermanos en Italia, todos menores que ella, tres mujeres, todas en fila, y los últimos tres, varones. Otra hermana, la segunda, también se había radicado en Argentina. Durante los veinte años que vivió en Argentina hasta ese momento, mi madre lloraba cuando recibía cartas de sus hermanos, porque como solía acontecer en ese entonces, después de la guerra, en numerosas familias de Italia, los criaba la hermana mayor. La idea de que viajara a Italia no le gustó a mi padre, mientras que mi madre no dijo ni sí ni no y entonces el camino era convencerla a ella. Me dio mucho trabajo lograrlo y muchos días hasta que la idea de que fuera a visitar a sus hermanos la fue convenciendo, de a poco, y ella se encargó a su vez de convencer a mi padre. La fecha de salida de la Argentina, en el Eugenio C, un barco muy moderno para esa época, se fijó para el 10 de septiembre de 1970. Esta decisión tomó de sorpresa a amigos y parientes, y no faltó quien me desaconsejara viajar, porque en Italia iba a tener que zapar la tierra para poder vivir. Reconozco que fue una decisión en contra de la corriente. No hacía muchos años que millones de italianos, para salir de la situación de hambre y violencia de la guerra, presente en casi toda Europa, llegaron a la Argentina en busca de nuevas esperanzas. Y yo ponía las mías allí, dónde ellos se habían ido!

    Para poder salir del país necesitaba una autorización de mis padres por dos importantes motivos, por ser menor y por estar comprendido en la edad de incorporación al servicio militar. Realizamos los trámites necesarios para suspender mi incorporación alegando un viaje de estudios a Italia. ¡Aunque no tenía la menor idea de lo que iba a encontrar en Italia, viví ese tiempo con la moral por encima de las nubes y un entusiasmo sin igual, como si no tocara el suelo al caminar ! Unos días antes de mi partida, amigos y compañeros de trabajo organizaron una cena de despedida en un restaurante atendido por un italiano que se llamaba Ferruccio, que estaba a pocas cuadras de la estación de José Mármol. De la cena participaron decenas de amigos y compañeros y el dueño del restaurante, don Ferruccio nos preguntó que estábamos festejando. Mis amigos le contestaron que se trataba de una despedida porque yo iba a viajar a Italia.

    -¡Qué bien, te felicito! -exclamó- ¿a qué lugar de Italia vas?

    -Tengo parientes en Pisa y en otras partes de Italia

    -Que lindo, yo soy de esa parte de Italia, sabés, en Pisa está la Piaggio

    -¿Y qué es la Piaggio?

    -La fábrica de la Vespa

    -¿La Siambreta?

    -No, la Vespa, pero son parecidas

    Reconozco mi total ignorancia sobre ese tema en ese momento. La noche de la cena fue en septiembre de 1970 y lo sorprendente es que sólo dieciocho meses después, estaba trabajando en la Piaggio, la fábrica de la motoneta Vespa y no sólo de eso. Muchas veces me acordé de Ferruccio, pero nunca tuve la oportunidad de comentárselo.

    Los días que faltaban para mi salida transcurrieron con mucho entusiasmo de mi parte. El día 10 de septiembre amigos y familiares me acompañaron al puerto de Buenos Aires, y recuerdo como si fuese en este momento, las lágrimas que caían por mis mejillas al moverse el barco, alejándose del puerto hacia el Río de la Plata, y ver a mis familiares y amigos despedirme con los pañuelos agitados en sus manos y lágrimas en sus caras, mientras la imagen del puerto se hacía cada vez más pequeña.

    El viaje hasta el puerto de Génova iba a durar 14 días, con escalas en Santos, Río de Janeiro, Lisboa, Barcelona y Nápoles, antes de llegar al puerto de destino. Mi cabina era de cuatro camas, por lo tanto viajaba con otras tres personas, dos de ellos mayores y otra de unos treinta y cinco años. Recuerdo que el desayuno lo servían desde las siete hasta las diez de la mañana; yo desayuné sólo la primera mañana, el resto del viaje nunca más me levanté en horario para poder desayunar. El Eugenio C, junto con el Michelangelo eran de los barcos más grandes de la época. Los transatlánticos, así los llamaban en ese entonces porque cruzaban el océano Atlántico. En el Eugenio C había, además de enormes restaurantes, donde almorzaban y cenaban por lo menos dos mil personas, varios salones de baile y discos. Funcionaban, uno desde las nueve hasta las once, otro desde las once hasta la una de la madrugada y otro que cerraba a las tres ó cuatro de la mañana. Ese fue el motivo por el que desayuné sólo la primera mañana. Confieso que habían pasado apenas tres días y me mandé la primera macana, involuntaria, pero macana al fin. Mejor dicho, nos mandamos, porque lo que hice junto a otro chico de mi edad, que también viajaba a Italia sin familiares. Resulta que cuando desembarcábamos en un puerto, antes de dejar el barco nos entregaban una especie de contraseña, porque el pasaporte quedaba abordo; dicha contraseña tenía que ser devuelta en el momento de regresar al barco. Durante la estadía de algunas horas en el puerto de Río de Janeiro conocimos a un grupo de chicas y nos pusimos a conversar. Entre una charla y otra, nos olvidamos que se acercaba la hora de la salida. Estábamos tan entretenidos que al darnos cuenta saludamos a las chicas, salimos corriendo para subir al barco, y sin entregar la contraseña nos asomamos por unas de las barandas para seguir charlando, a los gritos, con las mismas chicas. La charla estaba tan entretenida que no escuchamos nuestros nombres pronunciados por lo altavoces del barco. Sólo la atención de un pasajero con el cual teníamos algo de amistad y que nos informó que estaban pronunciando nuestros nombres a través de los altavoces, volvimos a la realidad. En un momento de lucidez asociamos una cosa con la otra, nos acordamos de las contraseñas y en ese preciso instante entendimos porqué estaban pronunciando nuestros nombres. Éramos los únicos dos pasajeros que faltaban abordo para poder dejar el puerto de Río de Janeiro; aunque creo que el barco hubiese salido de todas maneras llegado el límite máximo de espera. No entendimos los insultos que nos dirigió el Comisario de Abordo, porque lo hacía en italiano, pero por la cara que tenía, por los gestos y el tono de su voz eran

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