Discover millions of ebooks, audiobooks, and so much more with a free trial

Only $11.99/month after trial. Cancel anytime.

Bajo la sombra del encino
Bajo la sombra del encino
Bajo la sombra del encino
Ebook183 pages2 hours

Bajo la sombra del encino

Rating: 0 out of 5 stars

()

Read preview

About this ebook

El fracaso del amor, de la pareja y de la familia son temas que en esta novela se retratan de forma realista. Una misma escena la narran los cuatro personajes principales, quienes están unidos por un secreto revestido de tragedia.

¿Estarías dispuesto a abrir la puerta a la verdad con todas sus consecuencias? Ésta es quizá la pregunta que uno de los protagonistas, debió hacerse antes de entender lo que sucedió en su vida…
Una novela contundente sobre la imposibilidad de amar, en donde es posible, reflejarnos y quizá reconocernos.
LanguageEspañol
Release dateOct 16, 2015
ISBN9786079409463
Bajo la sombra del encino

Related to Bajo la sombra del encino

Related ebooks

Erotica For You

View More

Related articles

Reviews for Bajo la sombra del encino

Rating: 0 out of 5 stars
0 ratings

0 ratings0 reviews

What did you think?

Tap to rate

Review must be at least 10 words

    Book preview

    Bajo la sombra del encino - Angélica Santa Olaya

    Índice

    Portada

    Créditos

    El calor

    Nayeli

    Gerardo

    Elisa

    Roberto

    El frío

    Colofón

    Sobre el autor

    Bajo la sombra del encino

    Angélica Santa Olaya

    Créditos

    Bajo la sombra del encino / Angélica Sofía García Santa Olaya 

    © 2015 García Santa Olaya, Angélica Sofía

    © 2015 Jus, Libreros y Editores S. A de C. V. 

    Donceles, 66, Centro Histórico 

    C. P. 06010, México, Distrito Federal 

    Bajo la sombra del encino 

    ISBN: 978-607-9409-46-3 

    Primera edición electrónica: 2015

    Comentarios y sugerencias:

    (55) 12 03 37 80 / (55) 12 03 37 75 Ext.3819 

    www.jus.com.mx 

    Diseño de portada: Victoria Aguiar / Anabella Mikulan PUMPKIN STUDIO 

    holapumpkin@gmail.com 

    Formación: Anabella Mikulan 

    Cuidado editorial: Jus, Libreros y Editores S. A de C. V. 

    Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta 

    obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento 

    informático, la copia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.

    Abu Dhabi, diciembre, 2014.

    El tranvía que pasa delante del hotel Printania,

    no se lleva, de noche, en los vidrios, el reflejo

    del cartel de neón; se inflama un instante y 

    se aleja con los cristales negros.

    Jean Paul Sartre

    A los hombres y mujeres que han tenido un amor imposible…

    Es decir, a todos…

    Puede que seas el amor imposible de tu amor imposible.

    Pero esto es un milagro.

    Darío Jaramillo Agudelo

    El calor

    ...cuando alzamos las manos

    se abren todas las muertes

    la noche nos araña desde su grito

    estamos a la deriva...

    Ileana Garma

    Nayeli daba los últimos toques a su maquillaje cuando llamaron a la puerta.  Tres toquidos la sobresaltaron haciéndole recordar que había dejado un recipiente al fuego en la cocina.

     —¡Carajo, se me olvidó el agua para el café!

    Frunció la boca frente al espejo para verificar la pintura sobre los labios. Tres pestañazos sobre el cepillo embadurnado de rímel finiquitaron el arreglo. Bajó las escaleras lo más rápido que pudo sobre aquellos tacones que la hacían dar pequeños saltos como de pájaro. En el último escalón, antes de poner pie en el vestíbulo, dudó entre la puerta y la cocina.  El mismo número de golpes, esta vez más cercanos, la obligaron a decidir.  

    —¡Ya voy! 

    Gritó, mirando de reojo la hornilla que la llamaba con el chasquido del agua desparramándose al calor de la flama. Se dirigió hacia la puerta arrastrando las puntas de los zapatos para no taconear. Casi nunca usaba tacones altos. No era su estilo. Por eso los zapatos que había elegido para esa noche estaban pasados de moda. De un solo tirón abrió la puerta. Era Gerardo, su vecino. El corazón de Nayeli aceleró su ritmo al toparse con la mirada ambigua de Gerardo. Cada encuentro con él era así, labios apretados y mirar puntiagudo, silencio que en realidad era mudo sonido, las dos cosas al mismo tiempo, como la hielera vacía en sus manos y la sonrisa ladeada en el rostro. 

    Como si el recipiente de cristal fuera un ramo de flores, Gerardo entró a la casa de Nayeli. Traspasó la puerta sin pedir permiso, con la seguridad de quien se sabe bien recibido.  

    —Hola.

    Dijo, una vez adentro, conteniendo apenas la evidente amplitud de su entusiasmo. Su mirada penetró las pupilas de Nayeli.  

    —¿Y Roberto?  

    Preguntó Gerardo, como no queriendo la cosa. Echó un vistazo a la hielera y volvió a sonreír esperando una respuesta.  

    — Ya no tarda en llegar. Sabes muy bien que no está.

    El lugar donde Roberto estacionaba el auto era visible desde las ventanas de cualquiera de las casas que rodeaban la pequeña plaza, y ahora se encontraba vacío. 

    Gerardo se adelantó unos pasos, como si se encontrara en su propia casa, y realizó un rápido recorrido ocular por los sillones, el aparato de sonido y el comedor al fondo de la estancia. Se detuvo un instante en la foto de Nayeli y Roberto sonrientes, en alguna fiesta familiar, que descansaba sobre la mesilla del rincón. Luego se volvió hacia Nayeli con rapidez, evadiendo el brindis que Roberto le ofrecía tras el cristal reluciente de la fotografía.

    —Los estamos esperando —dijo, intentando disfrazar su contrariedad. 

    —Sí, ya iba para allá. Sólo estaba esperando apagar la estufa.

    Contestó Nayeli, mientras intentaba inútilmente colocar en su lugar un mechón que caía insistente sobre su ojo izquierdo. Gerardo pensó en ella como en una niña, creció la sonrisa y le extendió la hielera.  

    —¿Tienes hielos?  

    Un temblor, apenas perceptible, acompañado de una salivación agridulce en la boca, recorrió los dedos de Nayeli al recibir el contenedor. Las manos de Gerardo habían acariciado las suyas al cederle el recipiente.  

    Podías haber esperado a que llegara a la reunión para pedirme hielos.

    Se dijo, y le dijo Nayeli, sin palabras, complacida. La frase resonó en su cabeza reverberando con la lenta gravedad de la onda que se expande en el agua al recibir un guijarro lanzado sin previo aviso. Nayeli permaneció unos segundos disfrutando su propia emoción. Instantes después percibió la vergüenza, atizada por sus propios pensamientos, en el calor de las mejillas. La roja cubierta de pintura sobre sus labios se estiró en una sonrisa estúpida dedicada más a ella misma que a Gerardo. Su estómago se retorcía como una lombriz asustada, recordándole sus épocas de quinceañera enamorada. No eran mariposas revoloteando, era un retortijón leve y agridulce, casi como un aviso de peligro. 

    —Claro.

    Dijo Nayeli y señaló el sillón del fondo con un ligero movimiento de cabeza.

    —Siéntate, ahora vuelvo.

    Se dirigió a la cocina intentando caminar lo más erguida posible dentro del par de zapatos que la torturaban, pero que estilizaban sus piernas como a Gerardo le gustaba. 

     Elisa se lo había informado y repetido hasta el cansancio en las sesiones de café y terapia doméstica que acostumbraban realizar con frecuencia. Tardes en las que su amiga describía, con malsana precisión, temblando el cigarrillo en los resecos labios, las torneadas piernas de la secretaria de Gerardo. 

     —Me contaron que usa unas minifaldas bastante atrevidas.

    Afirmaba Elisa con una seguridad ajena a su propio conocimiento y chupaba con brusquedad la amarillenta punta del tabaco. Sus labios humedecían, ansiosos, el blanquecino cuerpo del cigarro mientras atornillaba la mirada en algún punto indefinido en la pared. Luego balanceaba el torso hacia adelante, leve pero agitadamente, sobre su propio eje transitando las distancias inconmensurables de su imaginación en una trayectoria de apenas cinco centímetros y no más. Cinco centímetros era el tamaño de su desesperación en aquel espacio delimitado por jarrones retacados de flores artificiales y cuadros comprados en la barata de algún gran almacén una tarde de domingo.

    —A él siempre le han gustado las mujeres de piernas bonitas.  Y si usan tacones altos, mejor.

    Elisa había pronunciado cada palabra con lentitud haciendo énfasis en siempre.  Luego aplastó el cigarrillo, aún sin terminar, hasta trozarlo y encendió otro como si con ello encendiera la oportunidad de tener otra vida. El cenicero, como una elegante fosa de cristal cortado, mostraba los cadáveres a medio consumir recargados unos sobre otros. En tanto accionaba nuevamente el encendedor con la mano derecha y sostenía la punta del cigarrillo en la boca, las uñas de la mano izquierda se hundían, ahogándose, en la humedad de la palma.  

    Las cejas de Elisa se retorcían, víctimas de la angustia, en un gesto compulsivo que la obligaba a entrecerrar el ojo izquierdo y a abrir con exceso el derecho en una fracción de segundo. Sus pupilas buscaban un objetivo dónde detener la mirada, y sus labios se contraían en una exhalación dolorosa como el resoplar de un animal al que le falta el aire que está dejando escapar.

    Nayeli observaba la compasión mezclada con la condena, cómo la desesperación se instalaba a sus anchas en Elisa, cuerpo y alma, mientras la misma película rodaba, por centésima vez, a velocidad vertiginosa en su cabeza: Gerardo y esa mujer, como Elisa la llamaba.

    Nayeli había seguido a Elisa a través de la pesadilla de la infidelidad en nombre de la amistad primero, de la compasión después y más tarde motivada por los propios celos. Visitaba a su amiga con frecuencia, pretextando un falso interés por su bienestar emocional cuando, en realidad, pretendía saciar su avidez de noticias respecto a la relación de Gerardo con su empleada. Esperando escuchar, algún día, que ésta había llegado a su fin. Le costaba trabajo aceptarlo, pero las infidelidades de su vecino habían comenzado a espabilar, también, su propio sueño.  

    Y así, frente a dos tazas de café, ambas modelaban con masoquismo, al amparo de la imaginación y los descalabrados rumores, las formas turgentes y perfectas de la arpía mujer enfundada en diminutas prendas que apenas le permitían tomar asiento en su silla secretarial. La silla, de acuerdo con la imaginación de Nayeli, era de lona negra y se ubicaba a sólo unos cuantos pasos de la oficina de Gerardo. También había diseñado, por cuenta propia, un amplio cubículo de alfombra color gris con ventanales color humo para dibujar el espacio que Gerardo compartía con su amante, todos los días, de nueve de la mañana a siete de la tarde, al amparo de una relación laboral. Por eso fue que Nayeli, ese día, había elegido aquellas zapatillas viejas que esperaba todavía tuvieran, tal vez, algún efecto seductor.

    Hielera en mano Nayeli se dirigió a la cocina. Después de los primeros pasos percibió a sus espaldas un olor a maderas. El aroma parecía mantenerse a poca distancia de sus tacones. Nayeli se esforzó por escuchar el sonido apagado de los presuntos pasos de Gerardo, ocultos tras el sonido puntiagudo de sus tacones.  

    ¿Viene detrás de mí?

    Pero no se atrevió a volver la cabeza. ¿Qué debería decir si mirara hacia atrás y se encontrara con el rostro de Gerardo? Tal vez se tratara solamente de su prolija y desatada imaginación. Lo cierto era que haría un ridículo impensable deteniéndose abruptamente como los vaqueros en las películas del oeste. Se vio a sí misma, en la pantalla de su mente, girando en el instante más inesperado para sorprender al contrincante.  

    ¡Qué estupidez!

    Gerardo —sentado en la orilla del sillón más grande de la sala, con el pantalón arremangado sobre las piernas y las manos entrelazadas— frunciría el ceño y abriría los ojos con extrañeza. Quizá pegara un pequeño respingo y luego esbozara una comprometida sonrisa para no hacerla sentir mal.

    El tintineo de unas llaves a sus espaldas le sacó de dudas. Gerardo iba tras ella. No había duda. Las piernas le temblaron y sus manos liberaron un poco de humedad. Detrás de cada paso de Nayeli, se arrastraba la estela de loción importada for men. Y a espaldas de Gerardo, el silencio, calculador y cómplice, observándolos.

    Nayeli, aparentando ignorar la presencia de Gerardo, llevó la mano izquierda al interruptor de la luz de la cocina. Los músculos de su brazo estaban tensos, sentía la ansiosa dureza del tejido bajo la piel. Antes de accionar el botón observó los vasos sucios de la comida que permanecían en espera sobre el desayunador, mostrando algunos residuos ya resecos. Las manchas de refresco de cola, oscuras y pegajosas, se adherían al fondo del cristal. 

    Por fin, Nayeli colocó la hielera encima de la mesa como quien descubre un full sabiendo que otro de los jugadores tiene un póker. Giró sobre sus tacones para dirigirse al refrigerador, pero el nudo de la corbata de Gerardo se lo impidió.  

    ¿Desde cuándo había aparecido Gerardo en su vida, ocupando las horas y segundos de su tiempo con esa impunidad? No recordaba el momento exacto en que los ojos de Gerardo se habían instalado en sus expectativas diarias de una manera tan arbitraria, tan inadecuada, tan... incorrecta.

     Gerardo la miraba, sólo la miraba, como siempre, pero con eso era suficiente para conocer sus pensamientos. Los hilos que pendían de sus oscuras pupilas se extendían hacia ella, ofreciéndole un puente intangible que cruzar. El agua para el café que Nayeli bebería antes de ir a la reunión, vencida su tolerancia, hervía sobre la estufa con un alborotado y disparejo bullicio rompiendo el silencio que atrás había quedado. Nayeli escuchaba como una alarma el retumbar insistente del contenedor metálico sobre la hornilla. 

     En tanto, su voluntad se diluía adherida al vapor que ascendía al techo. La humedad, allá arriba, se aferraba a la superficie de los blancos azulejos. Nayeli buscó arriba las gotas de agua a punto de ceder a la fuerza de gravedad en un intento por evadir la mirada de Gerardo, al tiempo que se reprochaba no haber apagado el fuego antes de abrir la puerta.  

    Frente a ella, Gerardo acortaba la distancia entre ambos sin otorgar tregua.  Era evidente que esta vez estaba decidido a no dejarla escapar.  

    —Debo apagar la lumbre… 

    Dijo en voz baja, pero fue igual que si no lo hubiera dicho. Gerardo no se movió.

    No te hagas pendeja, Nayeli... Esta vez no te salvas.  Pero, ¿es que en verdad quieres salvarte? Espera... ¿Ya pensaste qué va a pasar cuando las gotas del deseo se diluyan?, ¿cuando el calor se vaya?, ¿cuando el agua se consuma?

    Nayeli pudo ver en su imaginación el recipiente de aluminio vacío con las paredes recubiertas de una delgada capa mineral de color grisáceo.  

    Tendré que tallar con fibra. Ese polvillo penetra en el metal.

    El vaho tibio que surgió de la boca de Gerardo alcanzó la comisura derecha de los labios de Nayeli, que se entreabrían ofreciendo un atisbo de su intimidad. Con la docilidad de un niño permitieron la entrada a aquel vaporcillo mágico que introducía en su paladar invisibles gotas de vida. Un aroma a higos dulces se adhirió a la lengua de Nayeli urgiéndola a degustar su sabor. El agua continuaba afanada en su tarea.  

    Intentando huir de sus propios impulsos, Nayeli observó de soslayo tanto como se lo permitía el hombro de Gerardo, cómo los últimos residuos de líquido borboteaban construyendo ampollas transparentes que se levantaban en un intento por alcanzar el borde del recipiente. Al llegar a su objetivo, las burbujas, estupendas y frágiles, instantáneamente coloreadas de arco iris por el reflejo de la luz, estallaban en silencio para desaparecer en un tris de tiempo; en un instante imposible de medir. Un tiempo efímero como los destellos en las puntas de la flama sobre la hornilla.  

    La mirada de Gerardo ya no estaba frente a Nayeli. Ahora ella podía ver con claridad los afilados cartílagos de una de las orejas de él. Distinguía, incluso, los poros de su piel morena mostrándose sin pudor. El aliento de Gerardo recorría el laberinto de la oreja de Nayeli. El ritmo grave y acompasado

    Enjoying the preview?
    Page 1 of 1