Katham y las sombras del caos
By Lem Ryan
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Minet El Beida, Siria, en la actualidad. Mahmoud Nader, vigilante en las ruinas de una antiquísima ciudad por la que ya apenas pasan turistas, es testigo de unos sucesos sospechosos que culminan con su asesinato a manos de una extraña criatura... y con el retorno de una leyenda. Katham, el Asesino de Reyes, el Matador de Dioses, vuelve a la vida en un tiempo que no es el suyo, en un mundo que desconoce, para terminar una batalla que empezó hace milenios.
Hongos de Yuggoth, Profundos, shoggoths, nug-soths, y criaturas más extrañas y espantosas todavía, serán los horrores a los que se tenga que enfrentar el bárbaro de Kaal en esta nueva aventura, donde su espada será lo único que pueda salvar a nuestra realidad de la amenaza que se cierne sobre ella.
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Katham y las sombras del caos - Lem Ryan
Capítulo Primero
Mahmoud Nader no se movió de su puesto de guardia mientras vio a los tres turistas extranjeros escarbar a centenares de metros de donde él se encontraba, y no lo hizo porque en teoría estaban fuera del perímetro que la Dirección General de Antigüedades y Museos consideraba que él debía vigilar. Aún así, estuvo tentado de llamar a su superior, el jefe de la policía local de Minet El-Beida, para informarle de las extrañas actividades que estaba observando con sus prismáticos. Normalmente se notificaba a los vigilantes acerca de las expediciones arqueológicas que fueran a trabajar por la zona, cuando no a las propias ruinas que custodiaban, y en esta ocasión no habían recibido ninguna advertencia. Además, él había presenciado las suficientes de aquellas expediciones, con toda la parafernalia que llevaban detrás, como para darse cuenta de que aquellos individuos no formaban parte de una. Dudaba entre telefonear o no, cuando llegó un vehículo de la policía estatal y se encargó de solucionar el problema, con lo que suspiró aliviado y se dijo que aquello de todas maneras nunca había sido de su incumbencia.
Sin embargo, dos horas después, y ya con el incidente casi totalmente olvidado, mientras se adormecía en el interior de su caseta bajo el sol del mediodía, volvió a advertir movimiento en aquella zona. Mahmoud cogió de nuevo los prismáticos y se dijo que, definitivamente, ése no estaba siendo un día normal. Años atrás, cuando todavía aquel lugar formaba parte de algunos circuitos turísticos, la afluencia de visitantes que querían contemplar los restos de la otrora grandiosa Ugarit era lo suficientemente intensa como para no dejarle dormir a uno mientras trabajaba, pero esos tiempos habían pasado desde el mismo momento en que un tal Bin Laden decidiera asomar la nariz por un sitio tan alejado de allí como Nueva York, y el resto del mundo considerara a su vez que todos los musulmanes tenían la culpa. Él era suní, y despreciaba a los alauís que estaban llevando a su país a la miseria, pero no tenía nada contra los infieles cargados de dólares que podían traer la prosperidad si se les motivaba a volver con algo más aparte del petróleo. Algún día, se decía a menudo, Siria se levantaría contra sus tiranos y necesitarían la ayuda de esos infieles contra los que tanto despotricaban los imames por su depravación, pero que eran capaces de atravesar el mundo para recuperar y contemplar los restos de una historia que a los sirios mismos no interesaba.
Era otro de aquellos descreídos europeos lo que descubrió de nuevo hurgando en las cercanías de un viejo árbol como un perro buscando un hueso, justo en el mismo sitio y de la misma manera que como lo hiciera el trío que se había llevado la policía anteriormente. Mahmoud estuvo observando un buen rato a aquella figura encorvada que, a pesar de ser humana, parecía en efecto moverse como un animal; sólo que ahora ni siquiera se le pasó por la cabeza llamar por teléfono a nadie. Se preguntó qué estarían buscando todos ellos, si lo que había visto que los primeros envolvían en un paño y luego requisaba la policía sería lo único o quedarían más cosas allí. Bajó los prismáticos y cogió el viejo AK-47 que era su única compañía allí dentro además de un transistor. No, aquél no estaba siendo un día normal, así que también requería actuaciones anormales. Cerró la puerta de la garita con llave, se colgó el fusil al hombro y atravesó las piedras desperdigadas aquí y allí que los arqueólogos decían que, más de cuatro mil años antes, fueron la cuna de la civilización, el lugar en que el hombre aprendió a escribir y donde nacieron los primeros dioses de la humanidad. El individuo seguía husmeando alrededor de aquel árbol, en un promontorio elevado situado fuera de las ruinas de la colina Ras Shamra. Estaba claro que debía ser un ladrón de antigüedades, pero ninguno de los numerosos grupos que había visto excavando y desenterrando durante los años que llevaba allí se había interesado por aquel lugar, y ahora Mahmoud Nader se dijo que aquel hecho era curioso de por sí, ya que el resto de los alrededores había sido horadado, cribado y sondeado al milímetro.
Sudaba bajo el uniforme cuando alcanzó su objetivo. Desde lo alto de Ras Shamra se veía el Mediterráneo en su inmensidad y una parte del litoral hasta Latakia, pero ahora la atención del vigilante de las ruinas no podía centrarse en aquellas panorámicas, sino en la cosa que, entre saltos, aspavientos y gruñidos, socavaba las raíces de aquel árbol antiguo, quizás también milenario como los restos de la propia Ugarit. Mahmoud empuñó el fusil, no muy convencido ahora de que hubiese hecho bien acercándose. Su intención era asustar a quien suponía un turista codicioso, pero ya no estaba siquiera seguro de que aquello fuera un hombre.
Y aún lo estuvo menos cuando aquel ser le miró.
***
Andrew Benson hacía mucho que había dejado de ser humano. No sólo su mente había cambiado, obsesivamente fija en la última orden recibida de sus siniestros amos: encontrar el Necronomicón y matar a Lewis Miller; sino que hasta su aspecto físico se veía alterado y el que había sido un hombre fornido y hasta apuesto, ahora se había convertido en una criatura simiesca y lampiña, con zarpas duras como garfios y rostro de rata incluso provisto de largos incisivos. Los ojos, negros, pequeños como cuentas de ébano, brillaban llenos de maldad en medio de los rasgos horriblemente deformados de aquel híbrido obsceno.
Al escuchar acercarse al vigilante, esos ojos se clavaron en él, y en aquel instante la prioridad de Andrew Benson dejó de ser arrancarle el corazón a Miller y la suplantó el deseo de devorar el de aquel hombre, el de desgarrar su carne, quebrar sus huesos y revolcarse en sus entrañas. Sin embargo, aunque su inteligencia estaba muy mermada, reconoció de inmediato el arma terrible que llevaba en las manos y el instinto de supervivencia pudo más que el hambre atroz. Mahmoud Nader vio cómo dejaba de mirarle para reanudar con más vehemencia aún su tarea de excavar. El vigilante gritó que se detuviera y lanzó un tiro al aire, arrepintiéndose al instante de no haberle disparado directamente. Pero aquella cosa no se detuvo.
Entonces, de repente, desapareció. La tierra cedió y se lo tragó. Mahmoud se acercó arma en ristre y vio el foso oscuro y bordeado de raíces que se había abierto junto al árbol. Era alargado, como un tajo, y desde allí no se veía el fondo.