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Noches indias
Noches indias
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Noches indias

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About this ebook

Eran como la noche y el día

El reloj biológico de Joyce Riggs era como una bomba a punto de estallar y su desesperación por evitarlo la condujo directamente a los brazos de Kyle Prescott. El mestizo apache lo sabía todo acerca de exorcizar demonios y accedió, no sin cierta reluctancia, a ayudar a Joyce a liberar la mente de su secreto conflicto, aun a sabiendas de que el tiempo que pasaran juntos podría llevarlos a lo inevitable.
Llegados a ese punto los dos se plantearon una relación sin compromisos, pero ¿qué pasaría si Joyce le confesara su necesidad de tener un hijo y su esperanza de que él le concediera ese deseo?
LanguageEspañol
Release dateApr 12, 2012
ISBN9788468700052
Noches indias
Author

Sheri WhiteFeather

Sheri WhiteFeather is an award-winning, national bestselling author. Her novels are generously spiced with love and passion. She has also written under the name Cherie Feather. She enjoys traveling and going to art galleries, libraries and museums. Visit her website at www.sheriwhitefeather.com where you can learn more about her books and find links to her Facebook and Twitter pages. She loves connecting with readers.

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    Noches indias - Sheri WhiteFeather

    Capítulo Uno

    ¿Dónde diablos estaba?

    Joyce Riggs esperaba junto a las verjas cerradas de la propiedad de siete acres de Kyle Prescott, con un rottweiler iracundo gruñéndole desde el otro lado de la valla.

    El perro guardián estaba acompañado por otro chucho, un pequeño perro salchicha. ¿Quién podría enfrentarse a un rottweiler con un perro salchicha diminuto en el mismo jardín?

    Y, hablando del jardín…

    Piezas de coche esparcidas. Viejos muebles de jardín. Equipamiento de patio de recreo. Ruedas de carro. Una estufa de hierro fundido.

    Joyce parpadeó y decidió que era imposible catalogarlo todo. Al fin y al cabo, Kyle comerciaba con esos trastos. O, al menos, ésa era su profesión legítima, su fachada, el trabajo que declaraba en sus impuestos.

    Ella sabía que era un militante que entrenaba a otros militantes, un nativo americano activista que mantenía a las autoridades en vilo. Y, para empeorar las cosas, estaba encaprichada con él. Sentía una atracción irritante desde que ambos habían decidido, hacía casi ocho meses, que se despreciaban mutuamente.

    Suspiró e hizo todo lo posible por ignorar al rottweiler. Pero no era fácil, pues aquella bestia se ponía cada vez más furiosa. Por otra parte, el perro salchicha la miraba con cara de tonto.

    Finalmente un golpe llamó su atención. El sonido de una puerta de madera al cerrarse, sin duda. Ambos perros reaccionaron y, como un espejismo, Kyle apareció en la distancia, descendiendo los escalones del porche de su vieja casa.

    Vivía en una zona aislada del desierto donde se rumoreaba que Charles Manson y su banda de asesinos habían pasado tiempo. Un lugar que, a cualquier ciudadano de a pie, le parecería sacado de Helter Skelter.

    Kyle se acercó y Joyce lo miró, albergando la sincera esperanza de que no se le acelerase el pulso descontroladamente.

    Le llevó un rato pero, finalmente llegó a la verja, enfatizando sus largos y perezosos pasos. Entonces le dirigió una sonrisa al más puro estilo Rhett Butler. El rottweiler seguía enseñando los colmillos en nombre de su atractivo amo. Joyce imaginó que el perro sería macho.

    –Detective Riggs –dijo él–. Qué sorpresa.

    –Llamé y dije que iba a venir.

    –Y yo dije que no te molestaras.

    –¿Es que no sientes la más mínima curiosidad sobre por qué estoy aquí? –preguntó ella.

    Él inclinó la cabeza. Como de costumbre, llevaba una cinta en la cabeza que le mantenía el pelo recogido, reminiscencia de la era Jerónimo en la historia de los apaches. Era un hombre alto, un medio indio moreno que llevaba su herencia como un rifle del siglo diecinueve.

    Llevaba una camiseta azul, vaqueros y botas hasta las rodillas. Tenía treinta y seis años, la misma edad que Joyce, pero no tenían nada en común, nada excepto una fuerte atracción.

    Kyle cambió de postura y el polvo de la tierra se posó alrededor de sus pies.

    –Si se trata de un asunto policial, entonces necesitarás una orden judicial.

    –¿Por qué? –preguntó ella, y el viento de octubre se levantó como un látigo, golpeándola en la cara–. ¿Has matado a alguien?

    La sonrisa de Kyle desapareció. Era un soldado muy condecorado de la Tormenta del Desierto, un héroe de guerra. No se tomaba la muerte a la ligera. Pero ella tampoco. Joyce era detective de homicidios.

    Por un instante los dos se quedaron mirándose mutuamente, atrapados por aquel momento desafiante. Entonces Joyce miró al rottweiler, que permanecía en guardia enseñando los dientes.

    –¿Puedes decirle a ese maldito perro que se calme?

    La sonrisa regresó, pero los dibujos de la verja distorsionaban los atractivos rasgos de Kyle.

    –A él no le gustan los policías.

    –Dudo que le guste alguien.

    –Le gusta Olivia.

    No era de extrañar que Kyle sacase a relucir a su antigua amante. Olivia era una amiga común, una vidente que ayudaba al departamento de policía de Los Ángeles, al FBI y a todas las demás agencias legales que Kyle decía odiar.

    Pero Olivia también era una mujer hermosa y con voluntad de hierro que entrenaba con Kyle en su recinto privado, algo que Joyce ansiaba hacer.

    Sobre todo ahora, desesperada como estaba por reconstruir sus maltrechas emociones.

    –Estoy dispuesta a pagarte –dijo ella.

    Eso captó su atención. Le dio una sutil orden al perro y éste dejó de gruñir. Kyle había hablado en lo que parecía ser un idioma extranjero. Algo que ella desconocía. Probablemente habría enseñado a su perro a responder al apache.

    –¿Pagarme por qué? –preguntó él.

    –Por tus sesiones. Combate cuerpo a cuerpo.

    Juegos de guerra. Todo lo que ofreces aquí.

    –No entreno a policías.

    –Entonces yo seré la primera.

    –¿Por qué? –preguntó él dirigiéndole una mirada suspicaz.

    –Porque estoy pasando un mal momento, asuntos personales que parece que no puedo resolver –dijo Joyce. No le gustaba desnudar su alma ante él, pero tampoco iba a revelar cada pequeño detalle. El reloj biológico de Joyce estaba a punto de explotar, algo que no lograba comprender, algo que parecía estar yéndose de control–. Necesito desahogarme, ponerme en forma. Olvidarme de mis problemas.

    –Entonces vete al campo de tiro de la policía y dispara tu arma. Haz lo que hacen los de tu clase.

    –¿Mi clase? –tenía ganas de darle una patada a través de la verja, pero sabía que el rottweiler se volvería loco si intentaba atacar–. Deja de esconderte detrás de tu perro y déjame entrar.

    –Buen intento, detective. Pero no soy lo suficientemente macho como para caer en eso.

    –Olivia me lo ha contado todo sobre ti, Kyle. Todo.

    Kyle tuvo el valor de sonreír y decir:

    –Así que sabes que soy bueno en la cama, ¿y qué? –hizo una pausa y la miró de arriba abajo–. ¿Por eso estás aquí realmente, detective? ¿Para desafiar mi inteligencia?

    Joyce lo miró fijamente, dándole una cucharada de su propia medicina machista.

    –¿Qué inteligencia?

    Kyle estuvo a punto de reírse. A punto.

    En cuanto a ella, estaba acostumbrada a tratar con hombres así, con criminales, con otros detectives. Ser mujer en un ambiente de hombres la hacía más fuerte.

    Pero a veces también se sentía sola.

    Un segundo después, Kyle la sorprendió

    abriendo la puerta.

    –Puedes entrar si quieres.

    –¿Y qué pasa con él? –pregunto Joyce señalando al rottweiler.

    –Clyde no te hará daño. No a no ser que yo se lo diga.

    Clyde. Joyce miró a aquella bestia canina negra.

    No movió ni un músculo. Se quedó sentado como una estatua a los pies de su amo. Joyce miró al perro salchicha, que se meneaba juguetonamente, y no pudo evitar sonreír.

    –¿Cómo se llama ése?

    –Bonnie –contestó Kyle.

    Ella arqueó las cejas. Bonnie y Clyde. Les habían puesto a sus perros el nombre de unos ladrones de banco.

    –¿Vas a entrar o no? –preguntó Kyle golpeando los dedos contra la verja.

    De pronto una voz en su cabeza le dijo que se fuera a casa, que se mantuviera alejada de Kyle Prescott. Pero la necesidad de enfrentarse a sus problemas, de entrenar con él, la mantuvo en su posición.

    Además, Kyle no aparecía en los archivos, y, aunque sus actividades a veces podían parecer sospechosas, Joyce quería creer que se podía confiar en él. El día que se conocieron, Kyle había ayudado al departamento de policía de Los Ángeles a detener a un asesino, un caso relacionado con la brujería nativa. Claro que él sólo lo había hecho por Olivia, por una mujer que se había enamorado de otra persona. No era como si Olivia hubiera estado alguna vez enamorada de Kyle. Siempre decía que era un poco demasiado bizarro como para hacerla sentir segura.

    En cualquier caso, Joyce aprovechó la oportunidad y dio un paso al frente. Acto seguido, Kyle volvió a cerrar la verja, encerrándola dentro de su propiedad, diciéndole, sin palabras, que ya era demasiado tarde para darse la vuelta y salir corriendo.

    Como si pudiera asustarla. Ni se le ocurriría salir corriendo como una gallina, a pesar de que la voz racional de su cerebro no hacía más que llamarla idiota.

    Cuando Kyle se dio la vuelta, Joyce pudo ver la pistolera enganchada a su cinturón. Observó la semiautomática y se preguntó si iría armado todas las mañanas. Sabía de sobra que Kyle no tenía permiso para llevar pistola, pero estaba en su propiedad, y eso lo situaba fuera de los límites legales.

    –¿Es que estás esperando a que aparezcan algunos tipos malos? –preguntó ella.

    –Sólo a una chica mala –dijo Kyle, observando la pistolera de Joyce–. Pero ya ha llegado.

    –Touché.

    –Ha sido idea tuya invadir mi mundo –dijo él mientras se dirigía hacia la casa–. ¿Quieres café?

    –Mientras no lo envenenes.

    –Mi café es veneno.

    Y también lo eran sus feromonas, pensaba Joyce. Aquella sexualidad que emanaba de su cuerpo y lo hacía parecer un depredador.

    Ella caminó a su lado y Clyde los siguió. Se daba cuenta de que el perro era consciente de todo lo que hacía. Pero Kyle también.

    Negándose a prestarles tanta atención a los machos, se centró en Bonnie. El pequeño animal iba pegado a ella, casi arrastrando la tripa por el suelo.

    Mientras continuaban caminando hacia la casa y Bonnie sorteaba todos los objetos que se ponían en su camino, Joyce observó las casetas que había en la propiedad.

    –¿Es ahí donde guardas el resto de tus mercancías?

    Él siguió su mirada y luego asintió.

    –Muebles, trastos que colecciono, recuerdos.

    Cosas que se encontrarían en tiendas de antigüedades –hizo una pausa–. ¿Te gustan las cosas viejas?

    –Sí –contestó Joyce. Le encantaba curiosear en las tiendas antiguas y encontrar objetos curiosos–. Pero la atmósfera también es importante para mí.

    –¿Es que no crees que mi casa tenga atmósfera?

    ¿Acaso estaba bromeando? No podría decirlo.

    –Tu hangar de aviones tiene su encanto –contestó Joyce. La enorme estructura estaba levantada al fondo del todo, ocupando al menos tres mil metros cuadrados. Sabía que la construcción había sido modificada para albergar una zona con pistolas láser, algo que ella estaba deseando ver. Pero Kyle aún no había aceptado a entrenarla.

    A ayudarla con su causa.

    A luchar contra las emociones que amenazaban con sobrepasarla.

    Kyle le dirigió a aquella policía una mirada de reojo. Estaba dispuesto a interrogarla duramente para saber si estaba a la altura. Por lo que sabía, ella había oído hablar de su inminente misión y quería meter las narices en sus negocios.

    Observó por un momento su perfil, su pelo rubio hasta la altura de la barbilla, la sencilla

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