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Huida hacia el amor
Huida hacia el amor
Huida hacia el amor
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Huida hacia el amor

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About this ebook

Sólo pensaba en protegerla... hasta que ella le susurró otras cosas que podía hacer por ella

Paige Harris necesitaba un refugio y lo había encontrado en el Sunset Café de Key West, Florida, donde trabajaba de camarera y se escondía de su poderoso ex prometido. Creía haberlo dejado atrás en Chicago, pero lo cierto era que él estaba observando cada paso que daba porque, sin ella saberlo, Paige tenía la llave para desvelar su secreto más oscuro.
El detective privado Max Walker sabía cuál era su misión: encontrarla, atraparla y llevarla de vuelta a Chicago... Pero cuando vio en sus ojos el miedo... y el deseo, decidió cambiar sus prioridades. Tenía que protegerla.
LanguageEspañol
Release dateAug 23, 2012
ISBN9788468707853
Huida hacia el amor

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    Huida hacia el amor - Liz Jarrett

    Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    © 2004 Mary E. Lounsbury. Todos los derechos reservados.

    HUIDA HACIA EL AMOR, Nº 1376 - agosto 2012

    Título original: Every Step You Take...

    Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

    Publicada en español en 2005

    Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

    Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

    ® Harlequin, logotipo Harlequin y Harlequin Deseo son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

    ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    I.S.B.N.: 978-84-687-0785-3

    Editor responsable: Luis Pugni

    Conversión ebook: MT Color & Diseño

    www.mtcolor.es

    Capítulo Uno

    Iba a ser un cadáver muy bonito, pensaba Max Walker mientras observaba a Alyssa Paige Delacourte sirviendo las mesas en el Café Sunset. Y no le cabía ninguna duda, si alguien estaba de verdad detrás de la señorita Delacourte, era mujer muerta.

    Para empezar, nadie la confundiría con una camarera cualquiera. Incluso con aquel uniforme de pantalones cortos rojos y una camiseta donde se podía leer que el Sunset tenía la mejor comida de la ciudad, la porte de la mujer destilaba elegancia y dinero.

    Cierto, se había teñido el pelo de castaño claro y se hacía llamar Paige Harris, su segundo nombre unido al nombre de soltera de su madre; pero incluso un canalla como Brad Collier la encontraría antes o después.

    Max había tardado más en que le lavaran el coche que en dar con Paige. No era de extrañar que su familia estuviera preocupada. Era para estarlo. Aquella señorita no tenía idea de cómo esconderse.

    Decidió acercarse un poco más, de modo que cruzó la calle y se sentó a una mesa en la terraza del restaurante. Después de llevar tres años trabajando en Chicago, había olvidado el calor que podía hacer en un sitio como Cayo Hueso.

    Se arrellanó en el asiento y se quitó las gafas de sol. Fue entonces cuando vio que Paige se fijaba en él. Así de cerca no pudo evitar admirar el paisaje. Paige era una mujer muy sexy. Estaba guapa de rubia, pero si quería pasar desapercibida no era el mejor cambio de imagen. Todos los tíos del local la miraban.

    Tras vacilar unos segundos Paige se acercó a él, caminando con la misma sensualidad que toda ella derrochaba. Él sonrió despacio cuando ella se acercó a la mesa.

    Si acaso, iba a disfrutar de proteger a esa cliente. Como su última misión había sido proteger a un director general de sesenta y ocho años, proteger a Paige iba a ser un caramelo.

    –¿Qué desea?

    Lo miró a los ojos. A Max le gustó eso. Tal vez no se le diera bien esconderse, pero no era tímida.

    –Una cerveza. La que tengan de grifo.

    Ella asintió.

    –Claro. ¿Desea algo más?

    Aunque estaba de servicio, se le ocurrieron unas cuantas posibilidades más. Pero se resistió a hacer comentario alguno. No tenía sentido asustarla cuando acababa de conocerla.

    –No, sólo la cerveza –suspiró largamente–. Dios, qué calor hace aquí.

    Ella asintió.

    –Supongo que es normal. Estamos lo más al sur que se puede estar de Estados Unidos.

    –Parece un sitio agradable para vivir –le dijo él–. Pequeño, pero agradable.

    –Lo es –se retiró un poco–. Voy a por su cerveza.

    Se dio cuenta de que estaba asustándola con tanta conversación. No confiaba en él. Su instinto le decía que echara a correr.

    Pero como necesitaba que confiara en él, hizo lo posible para distraerla.

    –¿Eh, conoce algún buen sitio para hospedarme por la zona? –le preguntó sonriendo–. Aunque tiene que ser un sitio económico. Acabo de salir de la marina y no tengo de momento mucho para subsistir.

    Ella entrecerró sus ojos verdes y lo estudió. Él continuó ofreciéndole su mejor sonrisa de no haber roto un plato mientras esperaba a que ella le respondiera.

    Aunque en el fondo esperaba que fuera lista y que no le dijera ni pío.

    Por un momento se limitó a mirarlo sin decir nada. Él observó con fascinación cómo una gota de sudor le caía por el cuello y desaparecía bajo el escote de la camiseta.

    –¿Se le ocurre alguna idea? –le dijo de pronto al ver que ella no decía ni palabra.

    Ella se encogió de hombros.

    –Hay muchos sitios en la ciudad.

    Con una risotada, él dijo:

    –Gracias. Eso reduce mucho las posibilidades.

    Ella se sonrojó levemente. Una señorita como Paige no estaría acostumbrada a ser grosera. Pero sí que estaba actuando con inteligencia. Y eso le gustaba.

    –No lo conozco –le dijo pasado un momento–, así que no puedo saber lo que le gusta. Cayo Hueso es pequeño, pero si busca podrá encontrar algún lugar agradable. Aparte de eso, no hay mucho más que pueda hacer para ayudarlo.

    –Además, no quiere ayudarme porque cree que estoy intentando ligar con usted, y no quiere decirme que la deje en paz –sonrió de nuevo–. No puedo culparla. Es bonita. Supongo que muchos tipos querrán ligar con usted.

    Ella pestañeó. Su sinceridad la había pillado desprevenida.

    –No creo que esté intentando ligar conmigo –le dijo con voz suave.

    –Entonces es que no me conoce.

    Por primera vez desde que había llegado estuvo a punto de sonreír. Una de las comisuras de sus labios carnosos se curvó ligeramente. Dios, era preciosa. Fuera de su alcance, pero preciosa.

    –De verdad que no conozco ningún sitio para alquilar –le dijo mientras aquel pálido sofoco teñía de nuevo sus mejillas.

    Él la miró a los ojos sin dejar de sonreír. Quería que ella pensara que no era más que un tipo en busca de alojamiento a quien le gustaba coquetear con jovencitas. Notó que estaba especulando acerca de él. Sin duda trataba de hacer lo más inteligente.

    Pero una contable de una de las familias de más rancio abolengo de Chicago no tenía ni idea de lo que era huir y esconderse. Y los modales los llevaba en la sangre, pensaba Max fascinado mientras ella intentaba buscar el equilibrio entre la necesidad de ser educada con la de salvaguardar su persona.

    –Voy a traerle la cerveza –dijo finalmente mientras lo miraba con recelo–. Le deseo suerte para encontrar un sitio.

    Dio dos pasos hacia el bar y se detuvo. Entonces lo miró y se volvió hacia su mesa. Arrancó una hoja del bloc, anotó algo y se lo pasó.

    –Hay unos apartamentos que están bien a unos tres kilómetros de aquí –asintió con la cabeza hacia el mapa que le había dibujado en la hoja–. Tal vez encuentre algo ahí.

    Él miró el mapa y ladeó la cabeza, tratando de entenderlo. Sabía Dios dónde lo estaría enviando.

    –Sé que las indicaciones no son muy buenas, pero continúe por Truman hasta llegar a Roosevelt –miró el papel–. Después siga en dirección norte.

    Max se rascó la mandíbula y estudió su dibujo. Lo estaba enviando lejos de ella, para que la dejara en paz.

    –Gracias –le dijo mientras se guardaba el papel en el bolsillo.

    La miró mientras se alejaba. En las fotos que le había dado su padre, Paige le había parecido agradable, no sexy o estupenda. Simplemente agradable. No un bombón como aquél.

    Tal vez debería haberse tomado unos días libres entre el encargo de proteger a Fred Hoffman, el director general, y el que le ocupaba en esos momentos. Tal vez entonces no se habría sentido tan afectado por la presencia de Paige.

    Además, si se hubiera tomado unas vacaciones antes de aceptar esta misión, habría perdido la oportunidad de proteger a Paige. Su socio y hermano, Travis, se habría hecho cargo de la misión. Y eso hubiera sido como dejar a un niño en una tienda de caramelos. A Trav no se le daba bien resistirse a la tentación, y no había duda de que Paige Harris lo era, y de las grandes.

    Ella lo necesitaba; y él se tomaba su trabajo muy en serio. Por esa razón había abandonado el cuerpo de policía y se había metido a investigador privado. Detestaba que el malo ganara. Esa sensación lo había comido por dentro hasta que no había tenido otra elección que la de abandonar el cuerpo de policía y abrir Investigaciones Walker hace cinco años. Trav se había unido a él hacía dos años, y desde entonces no habían mirado atrás.

    En todo ese tiempo nunca había perdido un cliente. En ocasiones habían dado protección a personas que estaban metidas en verdaderos líos. Brad Collier no era nada comparado con algunas de las maldades a las que Max se había enfrentado. Sabía que sería capaz de proteger a Paige; pensándolo bien, protegerla sería un placer.

    La observó inclinarse para recoger una servilleta del suelo. Dios santo. Se le quedó la garganta seca y el corazón se le aceleró al tiempo que la sangre tomaba dirección sur.

    A Paige le latía el corazón con fuerza, las palmas de las manos le sudaban y apenas podía respirar. ¿La habría encontrado Brad, y por eso le había enviado a uno de sus matones? Miró hacia la mesa de la terraza y vio que el hombre la estaba mirando.

    ¿Cuándo terminaría esa pesadilla? Estaba cansada de correr, de tener miedo todo el tiempo. No sabía en quién confiar ni dónde esconderse.

    Su vida solía ser pacífica, aburrida, en realidad. Levantarse, ir a trabajar, cenar con Brad. Y al día siguiente vuelta a empezar.

    Pero desde hacía unos meses no sabía si cada día que amanecía sería el último para ella. ¿Debería largarse por la puerta de atrás para huir del tipo de la terraza? Podría irse a Miami y subir por la costa en dirección a Savannah, o a Richmond.

    A algún sitio lejos de allí. Volvió la cabeza y notó sin sorpresa que el hombre continuaba mirándola. Marcharse parecía sin duda la mejor idea, por si acaso Brad lo había enviado. Mejor prevenir que curar.

    Claro que si aquel tipo continuaba observando cada uno de sus movimientos, le iba a resultar difícil largarse. Pero lo haría. Le había dado esquinazo a Brad y a sus matones antes, y volvería a hacerlo.

    Aunque aquel tipo no pareciera tan inepto como habían sido los otros, estaba casi segura de que iba a por ella. ¿Si no, por qué la observaba tan de cerca?

    Lo miró de nuevo y se sorprendió al ver que estaba hablando con una mujer que se había sentado en la mesa de al lado.

    De pronto Paige empezó a dudar. El tipo ni siquiera la miraba ya; parecía totalmente ensimismado en la conversación con la mujer.

    Paige se mordió el labio. ¿Querría decir eso que a ese hombre no lo había enviado Brad después de todo? ¿O acaso estaría simplemente intentando desterrar sus posibles sospechas? A lo mejor sólo era lo que decía ser: un tipo buscando un apartamento en alquiler para poder empezar una nueva vida.

    O tal vez su plan fuera convencerla de que era inofensivo para después darse la vuelta y atacarla cuando menos lo esperara.

    Ya no sabía qué pensar de nada.

    –¿Eh, Paige, qué necesitas? –Tim Maitland, el dueño y jefe de sala del Sunset la tocó en el hombro–. ¿Estás bien? Llevo un rato hablándote, pero no me estás escuchando.

    –Una cerveza –le dijo ella sin apartar la vista del hombre.

    Tim siguió su mirada y se echó a reír.

    –Ah, ya veo el problema –le dijo–. Un regalo para la vista, desde luego. Qué monada –soltó un silbido–. No me extraña que no me estuvieras escuchando. Emilio, ven a ver a este tío bueno.

    Emilio Gonzales, socio de Tim y jefe de cocina, se inclinó sobre la barra.

    –Desde luego es tu tipo, Tim. Sólo que me temo que no es gay. Lo siento.

    Tim hizo una mueca.

    –No,

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