Discover millions of ebooks, audiobooks, and so much more with a free trial

Only $11.99/month after trial. Cancel anytime.

De acero y escamas
De acero y escamas
De acero y escamas
Ebook303 pages3 hours

De acero y escamas

Rating: 0 out of 5 stars

()

Read preview

About this ebook

Del autor de Gente Muerta (nominada a los Ignotus 2014 a mejor novela), La Montaña (nominada a los Ignotus 2104 a mejor novela corta) y Apéndices de la biblia de los caídos. Tomo 1 del testamento de Jon.

Un periodista trastornado espera obtener la exclusiva de su vida, forzando y torturando a una peligrosa terrorista. La entrevista se transformará en un duelo contrarreloj, ya que el resto del grupo busca a su compañera y el mundo está a punto de estallar bajo sus pies.
Los servicios de inteligencia del país intentan exprimir a un joven bloguero conspiranoico para averiguar qué relación guardan sus escritos con las actividades subversivas que amenazan el status quo. Con el transcurso de los días, descubrirán que el joven rebelde es mucho más de lo que parece.
Un vigilante callejero mantiene en su cuartel general subterráneo a un diseñador de prótesis para minusválidos, sin cuya ayuda no podrá seguir su cruenta cruzada contra el mal. Las puertas y pasillos del refugio albergan secretos e historias que pondrán en duda los valores y principios del diseñador.
Como telón de fondo de estos tres secuestros, en el mundo de leyes, ciudades, agonías y esperanzas, el gobierno se prepara para dar el golpe de efecto definitivo que acabará con los restos del maltratado estado de derecho.

LanguageEspañol
PublisherJ. G. Mesa
Release dateDec 29, 2015
De acero y escamas
Author

J. G. Mesa

Juan González Mesa. Cádiz, 1975. Escritor y guionista. Coordinador de argumento en Tiempo de Héroes. Autor de Gente Muerta y El Exilio de Amún Sar. Guionista de Exnátura y Sombras. Ganador de varios premios literarios de relato.

Related to De acero y escamas

Related ebooks

Dystopian For You

View More

Related articles

Related categories

Reviews for De acero y escamas

Rating: 0 out of 5 stars
0 ratings

0 ratings0 reviews

What did you think?

Tap to rate

Review must be at least 10 words

    Book preview

    De acero y escamas - J. G. Mesa

    DE ACERO Y ESCAMAS

    juan gonzález mesa

    DE ACERO Y ESCAMAS 

    © 2015, Juan González Mesa. 

    juangmesa.blogspot.com.es

    amun_sar@hotmail.com

    Diseño de portada: Israel Alonso

    «Todo hombre corriente debe sentir en ocasiones la tentación de escupirse en las manos, izar la bandera negra y ponerse a cortas cabezas».

    Henry Louis Mencken.

    «¡Distopía es ahora!».

    Ignacio Montepalo.

    Agradecimientos y dedicatorias a:

    Eric Arthur Blair, a quien conocí como George Orwell, Erik Weisz, a quien conocí como Harry Houdini, y Frank Castle, a quien conocí como The Punisher. 

    PRÓLOGO. LAS ESTANCIAS

    PLAYA ANTÁRTICA. EN UN FUTURO CERCANO

    El paisaje es glaciar, calmado, la mayor nevera de la morgue del planeta. Una enorme ballena azul está varada en la orilla. Se lamenta con sus últimos alientos dorsales mientras el grupo de jóvenes la contempla morir. Van ataviados con ropas para la nieve: anoraks, botas enormes, guantes, gafas para el viento. Hay una zódiac también varada en la orilla. El aire catabático, lento y helado, se arrastra entre todos ellos. 

    Berta no sabe hacia dónde mirar, agarrada a Fidel. Fidel es alto, fuerte, y grita. Berta es morena, pequeña en comparación, toda gafas y dientes apretados, las lágrimas detrás del material trasparente, la garganta seca. Algunos mechones de pelo cobrizo se han escapado bajo su gorro.

    Algunos jóvenes tiran piedras al agua. 

    Algunas veces no hace falta sonido para describir la rabia. 

    Otros permanecen sentados, conmocionados aún. 

    Berta y Fidel se acercan a la ballena. Fidel la acaricia con pesar. Cada una de sus respiraciones supone, en sí, el flujo y reflujo de las mareas y de los tiempos. Berta mira su enorme ojo con respeto; lo estudia y memoriza; se despide de él. 

    La ballena vuelve a protestar, dolorida, como un inmenso acordeón.

    —Ya está hecho —dice Fidel—. Era la última. 

    Se vuelve hacia los suyos, suelta a Berta, aprieta los puños y grita:

    —¡Lo han hecho! ¡La última!

    SALA DE INTERROGATORIOS. AÑOS DESPUÉS DE LA EXTINCIÓN DE LA BALLENA AZUL

    Aquella habitación medía cuatro metros de ancho por cinco de largo y parecía el interior de una caja de zapatos, achatada, basta y seca. Un enorme espejo falso presidía la estancia. Había una cafetera sobre una mesita junto al espejo, sólida, relevante porque de ella emanaba el único aroma allí que evocaba un ambiente cotidiano. De hecho, al otro lado del espejo había un depósito de agua mucho más grande que la cafetera y no parecía gran cosa. 

    En las esquinas opuestas de la habitación podían verse un perchero con un par de chaquetas colgadas y una mesita auxiliar. Sobre la mesita aguardaban vasos de plástico limpios y vacíos, cucharillas, una bolsa con bollería industrial. En la bandeja inferior había varias carpetas marrones y un maletín negro, cerrado, que parecía pertenecer a una de las chaquetas. 

    El centro de la sala estaba ocupado por una mesa. Esta mesa era, sin duda, el elemento más importante de la decoración, porque todos los demás aparecían distribuidos en torno a ella. Estaba acompañada de tres sillas, una pesada y con óxido, y otras dos con ruedas y bien conservadas. 

    En la silla pesada se sentaba Darío, un chico de veinte años, complexión gruesa, pelo oscuro y corto, el tipo de chicos que pueden ser guapos aunque les sobren unos kilos, con ese aire que tienen los cantantes de boleros o los revolucionarios sudamericanos, solo que no era cantante ni sudamericano. 

    Vestía una camiseta de mangas largas con una serigrafía de la foto antigua de un jefe indio. Darío tampoco era indio.

    Nada en él era ni real, ni lo que parecía. Parecía calmado. 

    En la habitación entró Ernesto por la única y estrecha puerta metálica. Cuarenta años, complexión fuerte, pelo rizado y gafas modernas. Llevaba una camisa gris y sobaquera con su pistola reglamentaria. Darío y Ernesto se miraron, a la expectativa, un segundo. El hombre estaba en su terreno y decidió ser magnánimo rompiendo el silencio.

    —Buenas tardes.

    —¿En serio?

    Ernesto ignoró el sarcasmo y se aproximó a la mesa auxiliar. Cogió dos vasos. Ofreció uno a Darío.

    —¿Café?

    —Muchas gracias, sí. 

    El interrogador cruzó la estancia hacia la cafetera con una actitud tan doméstica y calmada que rozaba la chulería. Darío se levantó de la silla para estirarse los pantalones, con dedos como pinzas, y sacudir las piernas. Ernesto lo miró usando el espejo.

    —¿Tú sabes por qué te hemos pedido que vengas? ¿Qué te han comentado?

    —¿Le vais a decir a mis padres dónde estoy? No me acuerdo si llegaban esta noche o mañana. Se supone que me iban a llamar para ir yo a recogerlos.

    —Mañana.

    —¿No les podéis avisar ya?

    —Lo que digo es que tus padres llegan mañana.

    Ernesto comenzó a echar los cafés como si nada, como si no acabase de dar a entender que tenía controlados a Darío y a toda su familia. 

    El chico se volvió a sentar. Había nuevas sombras en su rostro.

    —¿Cómo saben cuándo llegan mis padres? No lo tenían planeado. 

    —Ya han cerrado los billetes de vuelta. Te dejarán un mensaje en el contestador cuando no cojas el teléfono. Se imaginarán que estás de marcha con tus amigos, ¿verdad?

    Ernesto se sentó poniendo los cafés sobre la mesa y arrojó a Darío unos azucarillos y una cuchara de plástico. Darío no cogió nada aún. Torció un poco la cabeza para mirar al suelo.

    —¡Lo olvidaba! —remató Ernesto—. Tú no sales de marcha. No bebes alcohol y no se te conocen amigos. 

    —¿En serio?

    Darío frunció el ceño, pensativo.

    —En serio —respondió el agente.

    El chico levantó la mirada y mostró una sonrisa que merecía ser adoptada por mil familias. 

     —¿Sí? ¿Han puesto a muchos becarios a trabajar en mi caso? Lamento si he manchado alguna de sus cámaras masturbándome mientras pensaba en todas las mujeres que podría haberme follado si hubiese decidido entrar en la Policía.

    Ernesto sonrió porque, en el fondo, le gustaban los sospechosos entretenidos, los que le echaban un par de huevos pero sabían tomarse las cosas con sentido del humor.

    —¿Sabes por qué te hemos pedido que vengas?

    —Te voy a llamar San Eufémico Mártir. —Chasqueó la lengua e hizo un mohín de desprecio. 

    Un cambio de estado de ánimo muy rápido; o pensaba igual de rápido o le fallaba el autocontrol. 

    —¿Cómo has dicho?

    —Eufémico. Uno al que le da por decir las cosas de modo que no parezcan mierda dentro de su boca. A mí nadie me ha pedido nada. El otro día vino un testigo de Jehová a casa y me pidió que habláramos de la Biblia. Por eso no hablé con él, porque me lo pidió.

    Ernesto soltó una carcajada con gesto de comprensión y Darío, entre el enfado y el absurdo, se rio también. Ambos comenzaron a echar azúcar en sus respectivos cafés.

     El primer asalto de estudio se saldaba con unos golpes de poca gravedad. 

    Ernesto se rascó la barbilla, como meditando sus palabras, con gesto amable y complacido.

    —Tengo que reconocer que no eres el típico pardillo antisistema que está deseando salir de comisaría con la ceja rota para contárselo a sus putillas. No vas a soltar prenda hasta que averigües cuánto sabemos. Eso, a mi modesto entender, quiere decir que eres más culpable que Judas. 

    —¡Han mandado al más listo de la clase, joder! 

    Ernesto levantó la mirada para advertir que no siguiera por ese camino, con este tono; un toque de cortesía que el chico no pareció entender, porque continuó.

    —«No se te conocen amigos»… ¡Por favor! Con todo el material que tengo colgado en la red no hace falta ser un genio para imaginar que me paso el santo día delante del ordenador. Tengo una camiseta de friqui y me sobran unos kilos, o sea, que no me importa mucho mi aspecto. Pero si me vuelves a preguntar una vez más por qué creo que me habéis pedido que venga hasta aquí, San Eufémico Mártir, te digo que lo único que sé es que soy un escritor que ha decidido publicar sus relatos en la red, porque las editoriales hace mucho tiempo que pasan de buscar nuevos talentos, desde que sacan todo lo que necesitan de la tele. Así que… no tengo ni puta idea de qué hago en una comisaría. Ahora, cuéntame, ¿qué pasa?

    El agente permaneció unos instantes mirando a Darío, entre la amenaza y la curiosidad. El chico apartó la vista para fijarse en el espejo falso y tomó un sorbo de café; se quemó un poco. De nuevo control, o quizá falta de autocontrol. De nuevo rapidez mental, o quizá incontinencia verbal. 

    Ernesto bebió su café ardiente de un solo trago y sonrió.

    La victoria del macho alfa. No había macho beta al que no le influyese una pequeña victoria del macho alfa.

    Y Darío era un beta. Ya pudiera ser un genio del mal, pero era un beta, un pringado. 

    El agente se relamió el sabor del café en los labios y continuó: 

    —Me llamo Ernesto Ruiz. No soy el más listo de la clase. Simplemente, pertenezco al servicio de inteligencia… y no a la Policía. —El chico mantuvo la templanza—. Sé que no eres más que un escritor joven… un poco joven para perder la paciencia con las editoriales, por cierto. Eso sí, por lo que veo hablas igualito que si estuvieras escribiendo, igual de pedante, pero nada peligroso. Lo que pasa es que tienes un club de fans que sí es peligroso, Darío Mena. Estos no te siguen por los relatos fantásticos que firmas con tu nombre, sino por los ensayos revolucionarios sobre el estado del mundo que escribes con pseudónimo.

    —Y ¿cuál es ese pseudónimo, servicio de inteligencia? —Darío fingió no estar demasiado interesado. 

    —No Se Come.

    El chico sonrió con algo parecido a la nostalgia en su rostro. 

    —¿No Se Come? Parece un nombre indio.

    —«Cuando el último árbol sea talado, cuando el último río sea envenenado, cuando la última brizna de hierba sea cortada, entonces, el hombre blanco se dará cuenta de que el dinero no se come». 

    Darío asintió con la cabeza y señaló a Ernesto manifestando conformidad. Con su primera derrota real había caído una capa de la cebolla, se había abierto uno de los candados y desvelado una de sus facetas: también se divertía con el juego.

    Ernesto, sin embargo, no vio que fuese el momento de bajar la guardia, así que siguió.

    —¿Sabes qué más pasa? Hoy día da un poco de miedo que alguien se tome cualquier cosa en serio. Eso solo lo hacen los políticos y los terroristas, y tú no eres un político. 

    —Soy un urbanita, así que soy un político.

    —Eso es una mierda de alguna frase que habrás leído en algún sitio, pero da igual. A lo que iba. Tus relatos son buenos; no deberías dejar de intentarlo. Luego los ensayos… los he leído y reconozco que se me ha puesto el vello de punta. ¡En serio! Lo que dices… yo también creo que la gente debería leerlo. Pero está el problema de que, al final de cada capítulo, dedicas media página para aconsejar lo que se debería hacer para cambiar las cosas.

    Darío soltó una carcajada y palmeó como si acabase de descubrir un timo que ya sabía que iba a descubrir. Luego le mostró una mano en posición de bandeja a Ernesto y dijo: 

    —Eso ya no te pone el vello tan de punta. 

    Ernesto lo miró con intensidad unos segundos, tantos que Darío, aunque intentaba sonreír con cinismo, acabó bajando la mirada a su café y siguió bebiendo. El agente hizo un sutil gesto afirmativo a alguien que había tras el espejo. Pasados unos segundos, cuando Darío fue a abrir la boca para decir algo amigable, entró una mujer por la pequeña puerta metálica. Treinta años, delgada y alta, pelo largo, camisa y corbata. 

    Darío enarcó una de sus cejas de cantante de boleros, o revolucionario sudamericano, al darse cuenta de que la mujer no saludaba, se dirigía a la mesa auxiliar, cogía un par de carpetas marrones y se sentaba en la tercera silla.

    La mujer habló como si hubiesen dejado una conversación por la mitad no mucho tiempo antes. 

    —Me llamo Ánima y voy a leer algo de lo que has escrito. Con diecisiete años publicaste un ensayo en que se explicaba que las grandes multinacionales están al tanto de todos los problemas que ocasionan al mundo y las injusticias con las que se enriquecen. —Apuntó un párrafo concreto de lo escrito en una de las carpetas para citar palabras textuales—: «Por tanto, las manifestaciones y las organizaciones no gubernamentales, lejos de ser eficaces, suponen una esperanza ficticia para la sociedad, para que pensemos que podemos enterarnos de lo que realmente sucede en el mundo y que alguien está haciendo algo al respecto».

    Darío miró de hito en hito a Ánima y a Ernesto. Se le escapa la importancia de aquello. 

    —Me parece que no estoy diciendo nada nuevo.

    Ánima subió el tono de voz y leyó como si señalara unas palabras que evidenciaban una culpa ineludible. 

    —«Por tanto, la única acción eficaz es una acción directa que no busque ningún tipo de publicidad y que marque claramente a estas grandes multinacionales la diferencia que hay entre el bien y el mal. Para que, a título personal, deje de merecerles la pena mantener su conducta. Para esto es importante que entiendan que no podrán salvarse usando un experto bufete de abogados, porque las acciones que se emprenderán contra ellos no serán legales ni predecibles». 

    —Siguiendo este razonamiento —concluyó Ernesto, haciendo un molinete con la mano derecha— solo hay un paso para llegar al terrorismo: tener huevos.

    Darío soltó una carcajada de incredulidad mientras Ánima y Ernesto lo miraban de modo neutro y estricto. La mujer abrió la segunda carpeta y mostró a Darío impresiones a color de una página web llena de textos. Darío se encogió de hombros, pero el movimiento fue demasiado tenso y mecánico, lleno de impaciencia.

    —Sí, es mío, es mi blog, ¿y? ¿Estáis hablando en serio? ¿Me estáis diciendo que hay gente tan flipada que está cometiendo atentados por lo que yo he escrito?

    Ernesto sonrió con cinismo. Ánima, simplemente, endureció el gesto.

    —Estamos diciendo, No Se Come, que escribes para inspirar a un grupo terrorista. Si establecisteis un contacto directo a través de la red, no hemos podido rastrearlo, pero lo cierto es que ellos esperan tus indicaciones y las cumplen. Y tú sigues escribiendo.

    —Pero… ¡que no! ¿Estamos locos?

    Darío se levantó de improviso tirando el resto de su café. Ánima se separó con brillante coordinación, moviendo la silla de modo que no le cayese ni una gota, ni hubiese posibilidad de que tuviese que sentarse encima de alguna. 

     Ernesto solo se inmutó para sacar un paquete de clínex. Otra victoria del macho alfa. 

    —¿Podéis traerme a un abogado para que compartamos este momento? —preguntó Darío—. Se va a alegrar un montón. Se le va a abrir tanto el culo de gusto que vamos a tener eco. Porque no sé qué cojones tenéis en la cabeza, pero si estáis tan enfermos para pensar que un tío como yo puede dirigir una banda terrorista desde su casa, ¡joder!, yo quiero tener un testigo que se eche unas risas conmigo.

    Ernesto limpió con paciencia el poco café derramado sobre la mesa mientras Darío, nervioso, se pasaba la mano por el pelo. Ánima sopló para calmarse sin poner en ello ningún disimulo, como no se disimula el enfado delante de un niño pequeño. 

    —Mañana —dijo Ernesto.

    —¿Qué?  

    —Lo del abogado. De momento, estamos así. Mañana veremos lo que hacemos.

    REFUGIO DE LUCIO; SALA TÉCNICA. AÑOS DESPUÉS DE LA EXTINCIÓN DE LA BALLENA AZUL

    La celda técnica medía quince metros de ancho por veinte de largo y estaba dividida en dos niveles gracias a un escalón de medio metro; eso la convertía en una especie de tortuguera subterránea. En la parte de arriba, que ocupaba una tercera parte, había una cama vieja con mantas dobladas sobre ella, un biombo tapando un váter y una ducha, varias estanterías vacías y una mesa de despacho con su silla polvorienta de despacho. En una esquina descansaban una fregona y un cubo, varios trapos y un paquete de rollos de papel higiénico; parecían un pequeño equipo de mantenimiento a la espera de órdenes. 

    Esa sería la zona en que la hipotética tortuga tomaría el sol. 

    En la parte inferior, que ocupaba las otras dos terceras partes, había varios grandes bultos, de la altura de un hombre y la anchura de un vehículo, tapados con una lona oscura y muy gruesa, afianzada al suelo con cuerdas. Tres fluorescentes iluminaban toda la estancia. El suelo y las paredes eran de cemento visto, oscuro y arenoso como la piel de los alfajores. 

    Allí estaría el agua para nadar y comer gambas secas. 

    Todo el frente de la celda técnica lo ocupaba una enorme reja carcelaria con una puerta corredera de cierre eléctrico, que parecía haber sido pintada recientemente de amarillo. Daba a un corredor mal iluminado; paredes de cemento, también pintadas, esta vez de azul grisáceo. El suelo del corredor estaba marcado con pisadas viejas y nuevas, polvorientas o pringosas. 

    Por esa puerta se escaparía el agua de la supuesta tortuguera, pero no la tortuga. 

    Claudio,  sentado en la cama, se agarraba la cabeza. Mantenía los ojos cerrados, nervioso, intentando tranquilizarse. Treinta y cinco años, atlético, atractivo y moreno, con ropas deportivas pero caras: una camiseta muy buena para la transpiración, chándal muy cómodo, zapatillas con una amortiguación excelente. 

    Murmuraba algo ininteligible. Su frente estaba sudorosa. Los dedos se acercaban y alejaban unos de otros. 

    En cierto momento, levantó la mirada movido por algún instinto. Había alguien al otro lado de la reja. La diferencia de luminosidad le impidió distinguir sus rasgos. Era solo una silueta, además recortada una y otra vez por los barrotes de la puerta corredera, ya que esta comenzó a abrirse en ese momento con un sonido hidráulico, agresivo y penetrante. 

    —¿Quién es? ¿Qué pasa? ¡¿Qué pasa, hostia?!

    El hombre esperó a que la reja estuviese abierta por completo y entró en la celda sin contestar. Se movía de un modo extraño. Sus pasos iban seguidos también por un cierto ruido de mecanismo hidráulico, mucho más suave y agradable que el de la puerta. 

    No era demasiado alto, aunque el bamboleo que llevaba al andar hacía que su coronilla subiese y bajase. Al acercarse a la iluminación de los fluorescentes, Claudio pudo ver que el tipo cubría su nariz con un protector, sujeto gracias a una cinta de caucho tras la nuca. Sus ojos atravesaban el espacio que los separaba como dos lanzas negras. Llevaba algo parecido a una sudadera deportiva oscura con capucha, pero reforzada por algún tipo de material semejante al cuero. Sus antebrazos estaban cubiertos con unos mecanismos grises que acaban en unos guanteletes del mismo material que el protector de la nariz; algo que parecía hierro gomoso o goma endurecida. Los pantalones llevaban sujeciones de cuero y metal, con pistoleras adosadas; pantalones de lona largos y arrugados, que solo dejaban ver la puntera de unas botas sólidas y sucias.

    El tipo se detuvo a pocos pasos de él sin decir nada. Claudio no daba crédito a semejante aparición extraída de una novela retrofuturista. Los mecanismos de los antebrazos, la prótesis del rostro, las protecciones del torso y las pistoleras, combinaban diseños complejos y arriesgados con materiales rudimentarios y envejecidos. 

    El rostro era como el de un hombre que se ha criado en la cárcel, duro sin concesiones, prieto y tenso, mal

    Enjoying the preview?
    Page 1 of 1