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La Profecía (La Guerra de los Dioses no 3)
La Profecía (La Guerra de los Dioses no 3)
La Profecía (La Guerra de los Dioses no 3)
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La Profecía (La Guerra de los Dioses no 3)

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About this ebook

Los tiempos son extraños y varios sucesos han concurrido a favor de las sombras, llevando a Némaldon más cerca a su cometido. Sin embargo, la luz y los seres que defienden al universo no han permitido que la esperanza muera, y por ello, un individuo alguna vez desterrado será convocado de los escombros para jugar un rol importantísimo durante estos tiempos nefastos.

Dos viajeros incurrirán en una aventura de pocos agravios que pronto comprobará ser una osadía llena de peligros varios. Los terrores se han regado y no queda más opción que hacerle afronte.

Mientras tanto un dios recién renovado encuentra su camino de vuelta a un mundo que ama, donde tendrá que vencer al envilecimiento para regresar al mundo de los vivientes. Un corazón palpitante lo acalora y lo guía durante los momentos más ominosos. El balance está a favor de las sombras, quienes han planificado sus atracos con suma dedicación. Sin los más valientes, las fuerzas poderosas del destino doblegarán a un mundo y luego al mismo universo.

LA PROFECÍA es la tercera entrega de LA GUERRA DE LOS DIOSES.

LanguageEspañol
Release dateFeb 16, 2016
ISBN9781311524539
La Profecía (La Guerra de los Dioses no 3)
Author

Pablo Andrés Wunderlich Padilla

Soy un autor guatemalteco del género de la fantasía y de la ci-fi. Cuando no estoy decantando mi imaginación en el ordenador, soy un médico internista de profesión. Me gusta el café, meditar, el cross-training, y la lectura ¡pues claro!.Para mí no existe mayor placer que conocerte ti, la persona que se ha tomado el tiempo para leer una de mis obras. Por favor, escríbeme un correo a authorpaulwunderlich at gmail. Cuéntame qué piensas de mis escritos. ¡Será un placer conocerte!Te invito a conocer las dos series que escribo:- La Guerra de los Dioses: una serie de fantasía.- La Gran Cruzada Intergaláctica: una serie de ci-fi.¡Nos vemos entre los párrafos!Pablo.

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    La Profecía (La Guerra de los Dioses no 3) - Pablo Andrés Wunderlich Padilla

    La Guerra de los Dioses

    www.laguerradelosdioses.com

    LA PROFECÍA

    (Libro 3)

    Por Pablo Andrés Wunderlich Padilla

    Todos los derechos reservados por Pablo Andrés Wunderlich Padilla 2016

    Queda estrictamente prohibido reproducir este texto sin la autorización explícita del autor.

    Todos los personajes de esta obra son el producto de la imaginación.

    Exordio

    Esta obra nació hace más de una década y media, cuando yo era tan solo un muchacho en la escuela, pensando en el páramo de mi tierra natal: Guatemala. Allá, los bellísimos paisajes, con la geografía quebrada y volcánica, y sus cielos pintorescos, me estimularon a crear una obra colorida. Sin embargo, con el amor que le guardo a las obras del género de la literatura fantástica, tanto europea como americana, rápido inicié una obra que mezcló aquellos ingredientes, y nació, por fin, el primer libro de la saga, llamado El Sacrificio. El esfuerzo que hasta hoy le he dedicado a la serie es monumental.

    Han pasado tantos años que a veces me cuesta aceptar que llevo casi la mitad de la vida (tengo 32 años de edad) escribiendo la serie. Por fin, y lo digo con tono serio, me aproximo al final. La última entrega de la saga sigue en el horno, donde mi imaginación prepara los ingredientes esenciales para brindarte una gran final.

    Mi intensión no es demorar la lectura. Sé que estás ansioso de cambiar de página y leer el primer capítulo. Espero que la obra sea de tu agrado. Con toda la honestidad que pueda hallar en mi interior, te doy las gracias de corazón por leer esta obra. Soy un autor independiente, y sin tu apoyo ninguna de mis publicaciones verá la luz del éxito. Sin más, bienvenido a la serie La Guerra de los Dioses.

    - Pablo Andrés Wunderlich Padilla

    LA PROFECÍA

    Libro 3

    Capítulo I - La tregua de un hombre taciturno

    Madre lo había llamado a las tierras del Malush , al famoso bosque maravilloso del Gran Mesh. En esas tierras sagradas de foresta abundante y mágica, Madre entrenaba a sus hijos para la Batalla Sagrada, sometiéndolos a las pruebas más difíciles. El joven aguerrido recibió una intensa impresión al poner un pie en aquel terreno de plantas tan vivas como culebras y voraces depredadores esperando en cada rincón. Su entrenamiento empezaba ahí, con ese primer paso, y finalizaría cuando muriera o venciera al macho alfa Dominante del clan.

    Madre no demoró en enviarle la primera prueba: la soledad. Aprendió a fluir con lo salvaje y con la tierra, a ser parte de los depredadores, tomar conciencia del bosque del Gran Mesh, a interpretar el lenguaje del viento, del sol y de la luna. Cuando el joven percibió que en su interior habitaba un espíritu pleno, Madre le presentó la siguiente prueba.

    Se internó más aún en el Gran Mesh. Trepó por enredaderas, escaló paredes de piedra, caminó por cañones áridos. Avistó un wyvern, pero necesitaba un arma adecuada. De un cedro arrancó una rama larga y sólida, que puso a secar durante varias semanas.

    Cuando estuvo lista, la rama resultó ligera y fácil de manejar. La probó, punzando el aire con movimientos veloces. Había superado la segunda prueba de Madre, pero ahora debía comprobar si en efecto había creado un arma eficiente y matar un wyvern de escamas rojas con el que alimentarse y crear armaduras, lo que supondría pasar la tercera y cuarta prueba.

    Los wyverns habitaban las tierras altas y rocosas de Devnóngaron, donde los reptiles mantenían a sus crías alejadas de los depredadores. Así, el Hombre Salvaje eligió una montaña alta, dispuesto a escalarla día y noche, hacia la cumbre. De camino hacia allí, se quedó maravillado por el paisaje, los colores: los verdes de los árboles; los marrones de la tierra; el morado azulón de las montañas, el color del alma. Reanudó la marcha cuando se sobrepuso a la impresión; nunca estaría tan listo como ahora. Se mantuvo con frutas y semillas, y toda hierba que fuera comestible.

    Comenzó a escalar tras dos días y dos noches de caminata. El ascenso, entonces, se convirtió en su única realidad, en su única percepción. Transcurrieron los días. Al final de cuarto, comenzó a vislumbrar la cumbre. Allí arriba el viento era impetuoso y amenazaba con escupirlo al suelo a un mal paso. Era el aliento de Madre, que entrenaba a su criatura para ser fuerte. Se hizo de noche, prosiguió la madrugada y pronto el sol anunció un nuevo día. El joven había conquistado la cima. El pecho desnudo brillaba por el sudor y se agitaba por el esfuerzo. Se apoyaba sobre la lanza que se había fabricado. Ahora tocaba buscar uno de los tantos nidos de wyvern que sembraban la región.

    Un graznido atravesó el alba. Los reptiles lo habían detectado. Se acuclilló y enseguida oyó el batir de las alas gigantes sobre él. Un wyvern aterrizó a no más de dos zancadas del Hombre Salvaje. Era un macho dominante, sin duda. Rojo de piel, tan salvaje como el viento en aquella cumbre. Las escamas del animal destellaban al contacto con el sol naciente como hojuelas de oro y lo cubrían con ese preciado manto. Había encontrado al reptil, era la tercera prueba.

    Ahora tenía que pasar la cuarta: derrotar a la bestia con el arma que se fabricó. El reptil bramó de nuevo y las paredes rocosas devolvieron el graznido en un eco que parecía que se propagaría hasta el infinito. Un escalofrío le subió por el espinazo, pero se mantuvo firme, quieto. El wyvern empezó a inflarse de rabia. Desplegó las alas en una demostración de tamaño y fuerza. Abrió las fauces y enseñó los colmillos, tan largos como dedos. El Salvaje vio en esas piezas una valiosa parte de su futura armadura.

    Se puso en pie y gritó, al tiempo que lo amenazaba con unos movimientos de la lanza. El wyvern comprendió que aquel no era un rival cualquiera. Comenzó la danza de la muerte, con ambos contrincantes midiéndose, andando con cautela en círculo. El reptil se abalanzó hacia el hombre, pero luego se echó atrás, para despistarle. Funcionó, porque el joven ya se había lanzado hacia delante, cayendo en la trampa. Como parte de la familia de los dragones, aquellas bestias eran temibles no solo por su fuerza física, sino también por su inteligencia.

    El wyvern aprovechó el desconcierto del humano y atacó al joven. Le rasgó el hombro izquierdo, que empezó a sangrar. Cayó, el reptil se abalanzaba de nuevo sobre él, para aplastarlo con su peso. En el último segundo, el Salvaje logró esquivar la muerte. La bestia graznó, frustrada. El joven resopló y se preparó. No sería fácil vencer al wyvern, debía utilizar la astucia. El animal infló de nuevo el pecho, soltó aire por el hocico. La bestia ya debía de haber matado a muchos humanos como ese y en menos tiempo. Seguramente estaría ansiosa por acabar con él.

    Inició la secuencia de pequeños movimientos que le llenarían las glándulas de ácido que luego le escupiría al intruso. El Salvaje reconoció la secuencia de movimientos en la garganta del reptil alado y se dijo que debía de proceder con rapidez. Tomó la lanza y la envió con todas sus fuerzas al cuello de la fiera. La punta dio justo en el blanco, en las glándulas de ácido. Era la única manera de derribarlo.

    El reptil chilló con desesperación. Fue hacia atrás, retorciéndose, estirando el cuello. Aquellos ácidos le estaban quemando por dentro. Cuando cayó y se quedó inmóvil, el Salvaje se acercó. Tenía que despellejarlo velozmente, antes de que el proceso de putrefacción estropeara la carne y el resto de la materia. Con una piedra de borde afilado le arrancó las garras. Las utilizaría para despellejar al reptil y confeccionarse una armadura. Esa era la quinta prueba de Madre. Para ello necesitaba los dientes, las garras y la piel de la espalda, especialmente aquella sobre la espina dorsal y la cabeza, por ser más gruesa. La piel del pecho no le servía; a veces se empleaba para alfombras u otros ornamentos. En su clan nunca desaprovechaban los regalos de Madre. En cualquier caso, debía prestar atención para no tocar el ácido que había segregado el animal si no quería morir él también ahí mismo y en cuestión de segundos.

    Quince días y quince noches permaneció en aquella cumbre, elaborándose sus preciadas armaduras. Del morral sacó las hierbas que había recolectado antes del ascenso y con el agua de las lluvias preparó un ungüento con el que se curó la herida en el hombro. Cuando se recuperó de los últimos esfuerzos, supo que estaba llegando el momento de afrontar el último reto de Madre: la Batalla Sagrada.

    Cada una de las pruebas anteriores conducían al combate con el macho alfa dominante de su clan. Si vencía, tomaría el poder y se ganaría el privilegio de diseminar su semilla. Si perdía, moriría y su cuerpo nutriría la tierra. Las nubes parecían una carpa acolchada en aquel deslumbrante día. Llegó al Nam Nomed, una zona rocosa de la montaña rocosa donde se libraría la Batalla Sagrada. El sol empezaba a caer, desparramando sombras y manchando el rostro de los contrincantes.

    El macho alfa dominante esperaba firme y orgulloso. Las piernas y brazos lucían músculos marcados. En una mano llevaba un hacha y en la otra un escudo. La mirada brillaba serena, como experto en esos lances necesarios. Como buen hijo de Madre, lucharía para demostrar si poseía la fuerza para guiar a su clan al Nogard Narg, o si el joven guerrero debía ser el nuevo líder. El contrincante era nada menos que su propio hijo, nacido de una de las mujeres del clan en las que había depositado su semilla. Como era costumbre, no intercambiaron ni una palabra, pues no tenían nada que decirse. Madre les hablaría.

    Cuando el sol tras las montañas y la tierra se enfrió, comenzó la Batalla Sagrada. Lanza y hacha chocaron con violencia. El líder era diestro con el hacha y el escudo. Mediante golpes pequeños pero veloces, fue empujando y debilitando al aspirante, que no obstante resistía. Durante su entrenamiento en el bosque, el joven aprendió de la fuerza del oso, la fluidez del agua, la astucia de la culebra, la rapidez del gavilán, y ahora los imitaba. Sus maniobras impredecibles creaban mella en el jefe y el guerrero aprovechó el cansancio. La lanza iba y venía, se hundía en la piel y abría heridas en su oponente, que empezaba a jadear con frustración. Ufano por el terreno conquistado, el aspirante cometió un grave error. Midió mal la velocidad del ataque de un hachazo y al tratar de esquivar el golpe tropezó con el filo del arma y le atravesó carne y hueso. El líder también cometió un error.

    Levantaba los brazos en señal de victoria, de espaldas al joven, que aún no se había dado por vencido. Reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, agarró la lanza y la proyectó hacia el macho dominante. Se clavó en el centro de la espalda y salió por delante. La muerte fue instantánea.

    A pesar del dolor, el joven se aproximó a su contrincante. Cogió el hacha y lo decapitó. Levantó su trofeo por el pelo y gritó lleno de éxtasis. Arrojó la cabeza hacia el precipicio, después el cuerpo del macho derrotado. Madre se encargaría de llevarlo de regreso a la tierra.

    Los espíritus del bosque aullaron, los vientos soplaron con frenesí. Una ráfaga lo abrazó, bendiciendo la generación del siguiente macho alfa dominante y otorgándole un nuevo nombre: Tzargorg.

    El joven se sentía orgulloso y exultante. Cómo iba a imaginar que años después traicionaría a los suyos y que sería desterrado. Que pasaría de llamarse Tzargorg a llamarse Innonimatus. Que un finquero austero le daría un nuevo nombre: Balthazar, y que tras la muerte de ese hombre él se perdería para reencontrar su camino ayudando al mismísimo Alac Arc Ánguelo. La próxima vez que Balthazar visitara esas rocas sería para pedirle perdón a Madre y entregarle su alma para que Ella decidiera qué hacer con él.

    Pero ahora aquí estaba, en el mismo pico alto del Nam Nomed, como Salvaje desterrado. Los espíritus del bosque jamás darían con él. No porque Madre les ordenara detener la búsqueda, sino porque había ganado presteza en su habilidad como hechicero. No retornaba ahora para ser aceptado de vuelta en los brazos de Madre, como ocurrió veinte años atrás. No, regresaba por motivos muy distintos. Esta vez estaba seguro de que Madre le escucharía, pues Ella lo necesitaba. El mundo había tomado un sendero turbio y él era consciente de su papel en las fuerzas que se oponían al caos y la oscuridad.

    Había entrenado a Manchego, la encarnación del dios de la Luz. El mal había despertado, el mismo que hacía 400 años sacudió los cimientos del mundo. Madre se acordaba de dichos sucesos con lágrimas, pues los dominios de Devnóngaron sufrieron lo indecible: quemaron la tierra, la arrasaron hasta dejarla casi yerma, muchos de sus hijos murieron, casi los exterminaron. Madre no quería que nada de eso se repitiera.

    El Hombre Salvaje se olvidó de su orgullo. Abrió los brazos y dejó que los vientos lo mecieran. Se entregó. En ese momento Madre decidiría su destino. Podría quitarle la vida en un segundo o invitarlo a su espacio. Balthazar sintió que una fuerza descomunal lo atravesaba de lado a lado. Suspiró y notó un calor que le abrigó el alma. Madre había decidido comunicarse con él. Una energía celeste lo envolvió. ¡Estaba de nuevo con Madre!

    El hombre se llenó de regocijo, igual que un recién nacido sobre el pecho de su madre. Las imágenes empezaron a fluir, Madre le transmitía su mensaje. Entre ambos se estaba forjando una alianza. Vio el rostro sonriente de un muchacho. Era Manchego, corriendo y jugando en el campo; le nacían unas alas y en la mano le aparecía una lanza. Enfrente tenía al amo de Némaldon. La imagen se desvaneció. Vio ahora a un desertor que le hablaba a un Hombre Salvaje a quien había llamado Innonimatus. ¡Era él mismo! ¡Décadas atrás! El alma de Balthazar sonrió al verse en aquellos tiempos. Era tan joven… Su rostro todavía no había cambiado con la arrugas del sufrimiento. El otro era Mérdmerén el Desertor. ¿No había muerto? Eso era muy extraño, pues los rumores decían que había caído cerca de Ágamgor.

    La imagen se tornó sombría. Némaldon estaba celebrando tras la resurrección de Legionear, pero algo más estaba mal. Manchego no estaba por ninguna parte, no había equilibrio… El mal pronto estallaría. proliferaría. Balthazar percibió que Madre estaba unida a otros seres supremos… ¿Los nuevos dioses? El mensaje era nítido: había que detener el mal y para ello habían elegido a un mensajero: Ehréledán… ¿Mérdmerén?

    El Hombre Salvaje abrió los ojos de súbito. Seguía parado en el Nam Nomed. Se despejó al percatarse de que Madre le había encomendado una gran responsabilidad. Su corazón galopaba. ¿Qué sería? ¡Estaba nervioso! Debía darse prisa. —Acepto ser tu vasallo —le dijo al viento—. Gracias por aceptarme de vuelta a tu reino glorioso.

    Balthazar inspiró y luego se esfumó como el vaho.

    Capítulo II - Convocación

    Balthazar entró en una taberna de pobre reputación. Había viajado de pueblo en pueblo sin encontrar lo que buscaba. Con el manto cubriéndole casi por entero, dejando al descubierto el tatuaje del pecho, los ojos celestes y la mandíbula cuadrada, nadie se atrevería a retarlo. Además, el hacha que le colgaba del cinto daba tanto miedo como su aspecto. Los clients se apartaron enseguida del Salvaje.

    —¿Mérdmerén? —preguntó.

    El tabernero temblaba.

    —Por aquí no ha venido, señor Salvaje —se apresuró a responder—. Dicen que ha muerto.

    Sin decir una palabra más, se largó de aquella pocilga, resuelto a continuar su búsqueda, aunque le costara la vida. Durante el viaje, pasó por un poblado muy pequeño. Si Mérdmerén estaba vivo, debía de habitar asentamientos de ese tipo, para eludir a las autoridades. Cuando entró, el hedor invadió sus sentidos. Olía a excrementos, sudor, fluidos corporales.

    Se acordó de la brigada de insuficientes, de Nárgana y de Garamashi, de Ofesto y Maldediós, ejemplos perfectos de quienes viven a orillas de la degradación. Al pasear por las calles, observó que sus gentes estaban borrachas o drogadas con florifundia; mostraban los efectos devastadores de infecciones venéreas. Los niños, sucios y faltos de cuidados, pasaban el rato tirados por el suelo. Balthazar entró en la única taberna que encontró, seguido por las miradas de los que allí se congregaban.

    El cantinero lo miró de arriba abajo, no con miedo, ni con maldad, simplemente con curiosidad. ¿Por qué un Hombre Salvaje se aventuraría por esos caminos? La taberna entera guardaba silencio mientras asistía al duelo de miradas entre el viajero y el dueño del bar.

    —¿Algo de beber, señor? —balbuceó el hombre, que empezaba a ponerse nervioso ante esos escrutadores ojos celestes y el hacha colgada al cinto.

    —Busco a Mérdmerén —repuso el viajero con el acento de los Hombres Salvajes que adoptan la lengua común del imperio.

    Se oyó el siseo de los metales saliendo de sus vainas. La tensión los recorrió a todos como una descarga de electricidad. Desertores y mercenarios embriagados estaban pendientes de la reacción. —¿Acaso viene a ajusticiar al Desertor? —preguntó un hombre de ojos torcidos.

    —No. —El Salvaje sacó el hacha y la clavó en la barra—. ¿Dónde está?

    Los bandidos, acobardados, apuntaron a una casa a través de la ventana. Lucía un aspecto viejo y olvidado, aunque tenía una huerta bien atendida, algo extraño en aquella tierra de mugrientos. Balthazar sacó el hacha de la mesa y se dirigió hacia la puerta. Nadie hizo ni dijo nada. Encaminó sus pasos a la huerta, donde una figura se encorvaba para labrar la tierra.

    —Si vienes a matarme, hazlo ahora. Hace tiempo que quiero morirme, pero soy un cobarde y no me atrevo a quitarme la vida. Anda, déjate de escrúpulos. Varios asesinos lo han intentado antes, pero a la hora de la verdad ninguno se atreve por miedo a quedar malditos.

    Mérdmerén había envejecido. El pelo, antes de un negro profundo, poseía varios mechones con canas. Los ojos, que en otro tiempo habían brillado de venganza, estaban tristes. Llevaba la barba larga y mal recortada. Conoció a Mérdmerén cuando tenía alrededor de los treinta años. Casi dos décadas habían pasado desde que se conocieron. Ahora debería estar cumpliendo cerca de los cincuenta años de vida.

    —Un hombre de pocas palabras… —prosiguió Mérdmerén—. No importa, al menos me haces compañía y eso es algo que no he tenido en muchos años. Esta huerta es lo único que me mantiene en pie. Cuando era consejero del rey, tenía mis tierras y una huerta similar a esta en mi finca, la de Santiago de los Reyes. Claro, aquella era unas cien veces más grande y más preciosa, pero esta cumple su cometido, y me mantiene ocupado y contento mientras espero a la muerte. Moriré cuidando de este terruño. Lo sé, lo siento.

    —¿Qué le pasó al hombre que quería recuperar a su hija y a su esposa? —le picó Balthazar—. ¿Dónde está el hombre que juró venganza contra aquellos que le robaron hasta el alma?

    —¡Ay, por los dioses! —se rió el hombre—. Casi logras llevarme a aquellos días de dolor, pero no, no lo lograrás… ¿Y por qué sabes tú esas cosas?

    El viajero se quitó la capucha y Mérdmerén suspiró. Extendió una mano como para tocarle, quizá para comprobar si lo que veía era cierto o si su imaginación le volvía a engañar.

    —Innonimatus… ¡Traicionero! Me dejaste para que me pudriera. Me hiciste una promesa…

    Mérdmerén perdió las fuerzas y clavó los ojos en el suelo. Sonrió débilmente. —Así que ya hablas… Por los dioses benditos, antes no decías ni pío. Y ahora aquí estás, aleccionándome. La vida es tan impredecible… Dime, ¿qué diablos haces aquí?, ¿qué diablos quieres de mí? Eres un hijo de puta. Me dejaste para que me pudriera. Mataste a mis amigos. No puedo creer que ahora regreses y veas el cobarde en que me he convertido. ¿Y para qué? ¿Vienes a matarme? ¡Hazlo! ¿O vienes a quitarme lo poco que me queda? ¡Habla!

    Mérdmerén temblaba, resollaba. —Antes me llamaba Tzargorg y era el líder de un clan en Devnóngaron. En un duelo que perdí con el siguiente líder, no morí, y así traicioné a Madre. Los espíritus del bosque me exiliaron. Al traicionar mis tierras también perdí mi nombre. Ahora me llamo Balthazar. Un gran finquero, Eromes el Perpetuador, me puso ese nombre. Ahora puedes llamarme así.

    —¿Tú? — se asombró Mérdmerén—. ¿Conociste a Eromes el Perpetuador? —Se rio—. Qué historia más inverosímil, Innonimatus, o Balthazar, o cómo putas sea que te llames, que poco me importa. Lo que sé es que eres un maldito hechicero. Eres un hijo de puta. Y

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