Noche en vela
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Noche en vela - Rima de Vallbona
oscuro.
I
Ante el silencio de la muerte
¡Cuántas veces adelanté con mi imaginación este precioso momento de alivio! Exangüe, pálida, encajonada lúgubremente entre cuatro pedazos de pino triste, iluminada por amargos cirios en el silencio despiadado de la muerte… Así la buscaba desde hace tiempo y así la quería ver.
Callada, en un rincón del cuarto, los pensamientos los tengo deshilvanados, pero me van creciendo a una rapidez asombrosa, se me enredan, se me entrecortan, se me hacen interminables; me siento poseída de una borrachera febril. Yo no sabría explicarlo… la verdad es que no experimento nada… solo un extraño descontrol de todo mi ser.
No, yo no lo he querido así; yo no he tenido voluntad de desear esa muerte. Fueron las circunstancias, los sucesos, ella misma, los que me empujaron a sentir, a desear su muerte; ese deseo se fue formando poco a poco, inadvertidamente, como un feto monstruoso que no da señales de su monstruosidad hasta que comienza a asomar; así mi deseo; yo lo adivinaba creciendo y quería abortarlo porque lo presentía espantoso; pero me crecía y me crecía poderosamente y me iba anulando sin remisión, entonces quedé reducida a un puñado de soberbios deseos, de miedos extraños, de odios inesperados. Presa de la pasión, fui otro, Prometeo ligado y carcomido por buitres indeseables. Fue una lucha desproporcionada; yo, viéndome invadida por lo que no quería; y ese monstruo, imposible de localizar, de estrangular, adueñándose de mí. Habría tenido que ser santa para librarme de eso, y de santa no tengo nada. Perdonar, como me lo pidió el cura en aquella ocasión, se me hacía imposible, porque ahí estaba ella, una y otra vez, metiéndome el dedo en la llaga, alentando los rescoldos para levantar llama.
Ha muerto y ahora no sé por qué me carcomen los remordimientos; se me ha olvidado lo que sufrí por ella; solo predomina en mí la idea de que yo he ayudado a matarla; ¡tantas veces la aniquilé con el deseo! Han revivido en mí las noches de hambre y rabia, cuando con garras ardientes la tomaba del cuello, en pesadillas, y la dejaba inanimada. ¡Cuántas veces la golpeé despiadadamente, contra el suelo, como una muñeca, hasta abrir un profundísimo agujero en las baldosas por donde asomaban los infiernos! Muchas veces le apuñaleé el pecho, fieramente, sin compasión, hasta dejar las paredes todas moteadas de sangre… ¡qué hermosas se veían empapeladas de sangre!; era una sangre luminosamente negra con formas de arañas y pulpos pestilentes. Una vez la corté toda en pedazos y los eché al viento para que los llevara lejos, donde la línea del horizonte se disuelve; pero cada pedazo se quedó ahí y comenzó a crecer hasta formar otras tantas tías de corazón emponzoñado. También le envenené su leche, la que tomaba noche a noche al irse a la cama; y en vez de vomitar hiel y crueldad, de lo que estaba rellena, vomitó millones y millones de oro que iba recogiendo ávidamente, como siempre, los ojos fulgurantes, desorbitados de avaricia.
En verdad era una lucha inútil, pero inútil y todo, la seguía adelante, porque después de esas noches infernales, al día siguiente me sentía renacer con fuerzas desnudas; aquellas pesadillas me descargaban el alma del lastre que durante el día venía acumulando.
Yo esperaba su muerte para librarme del horrendo sentimiento que tanto me incomoda. Pero no sé si en realidad me he liberado.
Aquí estoy, observando fríamente su horrible gesto de muerte, su última postura en la vida… ¡Qué espantosamente deforme! Como si todas sus debilidades se le hubiesen crecido desde dentro y se le hubiesen desbordado por los poros hasta deformarla. No parece ella… Sí, sí es ella, ahí está entera con todas sus mezquindades.
Y los que han venido a verla por última vez, ¿qué sentirán hacia ella en estos momentos? ¿Indiferencia?, ¿dolor? Sus caras no dejan traslucir nada. Hablan, hablan, y hasta parece que se han olvidado de que están frente a un cadáver. ¡Qué frialdad ante la anulación de una vida! La vida, al menos para mí, es algo tan preciado, tan único, tan sin repetición; se acaba, y no deja oportunidad de volver a ser; cuando se pierde, siempre sobrecoge y pone en el espíritu la preocupación constante de qué va a ser de esa alma. Pero esta vida… no fue eso, no pone lástima en el corazón, a mí no me la pone; tampoco en los semblantes de los presentes se ve esa inquietante pregunta. Así vivió, así murió. Posiblemente ella solo fue algo para nosotros, sus víctimas, sus queridísimas víctimas.
Yo sé que pasarán los años y me costará olvidarla. Cada minuto, cada hecho, cada maldad cometida en el mundo, me la traerá viva de nuevo. Y yo tendré que cargar otra vez con ella. Aun cuando el infierno no existiere, ella sí tendría de seguro un infierno; su infierno sería persistir en los recuerdos nefasta y dolorosamente. ¡Pobre tía Leo! ¡Dios la haya de perdonar… y a mí también!, tal vez yo haya sido injusta juzgándola. ¡Quién sabe si en lo profundo de su ser había algún rincón bueno, excelente, que quizás la haya salvado! Al fin y al cabo la naturaleza humana tiene enormes misterios, inalcanzables para nosotros mismos, que solo Dios conoce.
* * *
Ofelia está junto a la puerta, recibiendo calladamente las manifestaciones formularias de pésame que suenan como disco rayado, débiles, desmayadas, del poco sentimiento que llevan. Ofelia viste de negro riguroso y está más bella que nunca; hoy ha adoptado una actitud rígida, despaciosa, de movimientos estudiados que tratan de ponerse a tono con las circunstancias; su voz es un susurro lánguido, que contesta casi sin palabras a los demás; no lleva color en sus mejillas ni en sus labios y en los ojos hay un mirar que intenta llevar luto, pero que se desenmascara de cuando en cuando con alegres chispazos. Yo la miro desde mi rincón, a mi gusto, saboreando todas mis observaciones. Miro también a los otros. Nadie me presta atención y no sospechan que los observo. Yo sé, yo estoy segura de que Ofelia no siente nada en estos momentos. Tal vez como yo, experimente solo el desagrado de estar aquí presente, recibiendo palabras vanas y velando un cuerpo sin vida.
Eduardo habla como siempre de sus cacerías, sus prodigiosas cacerías:
—Volaban uno, dos, tres patos –expresivamente iba señalando con el dedo cada uno de los patos–, alto, muy alto, y yo apunté al primero y ¡pum!, cayó; al segundo, y también, ¡pum!, cayó; y al tercero, y todos vinieron de picada al suelo.
Se entusiasmaba y hasta subía de vez en cuando la voz, más de lo que se podía esperar en aquel escenario donde todo habría de ser forzosamente lúgubre.
María no dejaba de susurrar su continua cantilena de todos los días; estaba en el rincón diagonal al mío, haciendo aspavientos, ahuyentando quizás a la horrible Petra que la persigue implacable, o tocándose sus flácidas carnes que a ella se le antojan de goma. Nadie la determina ni le hace caso. Habla constantemente y no expresa nada. Yo soy tal vez la única que la escucha porque a veces dice cosas que hay que ver. María no sabe por qué estamos aquí ni por qué hay gente en la habitación. De pronto pega un grito que pone el alma en vilo y después se sume en un silencio de mirares perdidos en el vacío. Los que no saben de su locura la observan con compasión, pensando quizás que grita así angustiada por la muerte de tía Leo. Yo me figuro que ella tal vez en su interior sospeche lo que pasa y grita así de júbilo, de completo júbilo.
Si no hubiera toda esa gente ahora, yo te tomaba, María, de la punta de los dedos, para hacer juntas ronda frente al ataúd; bailaríamos todo el día, toda la noche, todo el otro día, hasta caer exhaustas y sin sentido… Pero hay gente, María, hay gente y hay que guardar las apariencias, estarse quietecitas, calladas, vistiendo lutos hipócritas y llevando el rostro maquillado de triste. ¿Cuándo será, María, que seamos realmente libres? Yo digo, verdadera y completamente libres. A mí me explican que soy libre, que mi condición humana importa el libre albedrío, pero ya ves, hay cosas que no se pueden hacer; otras, que no se pueden escoger por más que se deseen con toda el alma; si me pusiera a hacer esa ronda contigo, sería un acto absurdo de plena locura, porque los otros no entienden nada… y sin embargo, ¡expresaría tan bien todo lo que tengo aquí guardado!
* * *
Hay en el cuarto mortuorio mucha gente y casi toda ocupada de problemas actuales, del alza de la bolsa, de la bomba atómica, de la Guerra Fría, de los avances científicos, del comunismo y socialismo; también de las nimiedades de la vida.
Don Bernardo Pérez ha puesto cara de Semana Santa; fue el único que después del pésame de cajón agregó algo más:
—Fue una mujer extraordinaria. ¡Qué temperamento! ¡Qué carácter de acero!
¡Dios los crea y ello se juntan! Yo siempre había llamado extraordinario a todo lo que pasa de lo común yendo hacia lo perfecto; pero quién sabe qué quería decir extraordinario
para don Bernardo; cada uno tiene derecho a usar las palabras como quiera, pues al fin y al cabo esta es una de las pocas libertades que tenemos –si es que tenemos alguna–. A lo mejor él conoció de veras a tía Leo y esa era la palabra que la calificaba mejor. ¿Estaré equivocada