Navidad Blancaoscuracasinegra
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Navidad Blancaoscuracasinegra - Plataforma De Adictos A La Escritura
Plataforma de Adictos a la Escritura
Navidad blancaoscuracasinegra
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Este libro se ha creado con StreetLib Write (http://write.streetlib.com)
de Simplicissimus Book Farm
Diseño de cubierta: Samanta López
http://samantalopez.wix.com/digital
ÍNDICE
Introducción
La Navidad de Ahmir
En los últimos bancos
Estertores crepusculares
L'expiació de Maria segons Danón
La última Navidad sincera
Grabación 01 de 01
¡Ya es Navidad!
3 + 1
Terapia de grupo
Puedo ver las estrellas entrar en mi habitación
El camino que lleva a Belén
Turrón de yema
Ironía
Nochebuena en la Tierra de Nadie
¿Blanca Navidad?
La Navidad de verdad
Todo lo que quiero por Navidad
Tirano busca compañía por Navidad
Action Happy®: Un cuento de Navidad
Noche de Paz
Dis moi pourquoi j'existerais
Introducción
Cariño, ven aquí. Tenemos que hablar. Es hora de que sepas la verdad. Los Reyes Magos… los Reyes Magos somos nosotros, tus padres…
Esa frase que todos, sin excepción, hemos escuchado de pequeños representa el fin de la infancia, un punto y aparte en nuestras vidas. El impacto que representa para los niños conocer la identidad secreta de los Reyes de Oriente es comparable al hecho de saber que todos, algún día, acabaremos siendo pasto de los gusanos.
Quizás con la Navidad ocurre algo similar. De pequeños vivimos esa época como algo mágico e irrepetible. Esperamos con devoción a Santa Claus, a los Reyes Magos o al Cagatió y nos comemos las uvas como si la rapidez a la hora de ingerirlas fuera la causa de la buena o mala suerte del año entrante. Pensamos que nuestra familia es un núcleo de bondad perenne e infinita y creemos firmemente que el ser humano se vuelve más bueno en esta época del año.
Al crecer las cosas cambian y todo se vuelve más gris. Dejamos de creer en la magia y poco a poco nos vamos mezclando con las masas porque hay que crecer y madurar. Y así, acabamos sustituyendo nuestras ilusiones por antidepresivos. Para la sociedad, crecer significa abandonar los sueños y convertirlos en olvido.
Esta recopilación de cuentos antinavideños está hecha en parte desde el rencor de los ex amantes, que por mucho que critiquen a la pareja perdida, aún recuerdan su fragancia en la almohada. Todos los autores de los cuentos fuimos niños que vibraron con los regalos y disfrutaron en más de una ocasión de la magia navideña. Con el paso del tiempo, descubrimos la farsa y la hipocresía de las personas que abandonan durante dos semanas su mala leche habitual y se convierten en falsos santos.
Desde la idealización pasada de una época que significó mucho para nosotros, nos rebelamos contra esta hipocresía. Así, nos alzamos contra la utilización de la Navidad para limpiar los pecados del hombre. Por esa razón creamos esta antología. Así conseguimos dos cosas: la primera, pasar un buen rato siendo políticamente incorrectos. Es muy liberador jugar con los símbolos sagrados y ponerlos del revés. La segunda, y oculta en el subconsciente, recordar con cierta nostalgia perturbada los momentos de la infancia que ya nunca regresarán.
Porque, seamos sinceros… ¿A quién no le gustaría levantarse por la mañana y ver un montón de regalos en el comedor?
La Navidad de Ahmir
Mario Barroso
Ahmir tenía una obsesión que se repetía cíclicamente cada navidad. Era como un virus inmortal que cada año y en las mismas fechas se reproducía. En su país natal, Somalia, no era costumbre celebrar ni Nochebuena, ni la llegada del año nuevo y mucho menos la llegada del gordo barbudo, Santa Claus.
Hacía años, cuando era sólo un mocoso, vio en un televisor de la ciudad como Papá Noel repartía regalos a todos los niños del mundo. Iba acompañado de su padre y aquello le llegó al corazón. No había ido a la ciudad hasta entonces porque el poblado estaba muy lejos de aquella urbe extraña y maloliente. Pero aquella imagen de niños blancos, rubios, con los dientes perfectamente alineados y que recibían con los brazos abiertos a Santa Claus no se le olvidaría jamás. Un detalle así le llenaba de felicidad porque se imaginaba utilizando juguetes que era incapaz de comprar con dinero.
Hacía años que Ahmir había perdido a sus padres en uno de los interminables conflictos bélicos que asolaban su país. Ahora debía abandonar su parte de niño y cuidar a su hermano pequeño. Trabajaba sin descanso y llevaba a su hermano a la escuela. Hacía de padre y madre cuando sólo hubiera tenido que preocuparse de jugar con otros niños de su edad. Si Ahmir hubiera nacido en cualquier país occidental, el reflejo de su destino hubiera abandonado el rostro terrible de la tragedia.
El único resquicio de infancia que le quedaba a los doce años era esperar al gordinflón, recibirle y darle un buen achuchón. Abrir los regalos y sentirse, por una vez, el niño más rico del mundo.
Todos los años había intentado aguantar despierto toda la noche, pero siempre caía rendido. Al levantarse y no recibir ni un solo juguete se echaba la culpa, ya que creía que, al no estar despierto, Santa Claus pasaba de largo.
El proceso se repetía una y otra vez, como una espiral con el mismo final, pero aquella noche sería diferente. Llevaba más de veinte horas despierto y aunque los párpados le pesaban más que las herramientas que usaba para arar el campo, no pensaba rendirse.
El Sol iba apareciendo con lentitud, dejando atrás la Nochebuena, y Ahmir, por un instante, cayó presa del cansancio. Fueron sólo unos minutos, pero un golpe seco en su hombro le despertó.
Abrió los ojos y creyó ver a Santa Claus rodeado de sus renos, pero al frotarse con las manos descubrió que no se trataba de Papá Noel, sino de un hombre alto y fuerte rodeado de niños de su edad. Llevaba algo en sus manos y se lo ofreció.
―Esto es para ti. Deberás venir con nosotros, ahora somos tu familia.
Ahmir cogió el rifle Kalashnikov y lo levantó. Ya tenía su regalo de Navidad.
En los últimos bancos
Maite Doñágueda Ayala
Saqué al Niño Jesús de la cuna de paja sin ninguna dificultad. Estábamos a veintitrés de diciembre y el invierno ya estaba plenamente instalado; un tupido gorro de lana ocultaba mi cabello castaño y me servía de camuflaje, mi cuerpo envuelto en una pelliza me aislaba de aquella atmósfera de cripta. Conocía cada centímetro de la parroquia de San Mateo y, a esas horas de la madrugada, el padre Angélico dormía en su vivienda. Tan solo tuve que mantener un cierto sigilo y tragar saliva ante la sugestión que yo misma infringí sobre mi mente, mirar de reojo a los santos, no detenerme en exceso y coger rápidamente al Niño sin pensarlo demasiado.
Desde hacía unos años, frecuentaba los sótanos en los que se impartía la catequesis y se realizaban tareas como la recogida de ropa para las familias sin recursos. Con mi cuerpo resignado a no vivir grandes aventuras carnales, me volqué en aquellos muros de ilusiones místicas y servicio altruista que me provocaban, no obstante, una sensación crónica de desesperanza. Dicen que la auténtica transformación del mundo brotará de la felicidad de cada uno de nosotros. Mi nombre transmutó y me convertí en Adela la Catequista
. Tras esta metamorfosis espontánea de mi apellido creí haber encontrado un motivo de existencia. Los sueños navideños de la infancia nada tenían que ver con los locales parroquiales, con sus sillas de escuela reutilizadas y sus austeros ladrillos. Recuerdo cuando Navidad era una tregua de magia en medio del invierno, en este hemisferio afortunado, una isla de tiempo, estrecha y claustrofóbica, con un poder infinito. En el interior de San Mateo, entre oraciones y servicio, descubrí su misterio, pero también su injusta contradicción.
Con Jesús en brazos, logré aferrarme a tientas al pasamano de hierro para descender a oscuras las escaleras de caracol. Estas comunicaban la capilla principal, el despacho del párroco, la sacristía y una sala de reuniones con una puerta trasera, acceso creado para resolver las cuestiones ordinarias de la vida eclesial. En cualquier otro momento de mi vida me habría aterrado abocarme al vacío desconocido que produce la penumbra, pero ahora, con el Niño en brazos, sentía que una vigorosa fuerza me hacía invencible. La humedad estaba alcanzando mis huesos y la nariz me goteaba; siempre tuve mucho frío en la iglesia. Por un instante estuve tentada de volver atrás y colocar al Cristo Infante en su sitio. Pero también hacía un tiempo que me había propuesto concluir lo que emprendía, así que ya era demasiado tarde para retractarse. Cuando mis ojos se habituaron a la oscuridad, comencé a descender despacio mientras apretaba al Niño contra mi regazo. Durante todo el descenso no cesé de susurrarle, como si en verdad pudiera oírme:
—Tranquilo, ya pronto estamos en casa.
Del exterior llegaba el murmullo de un viento cómplice, que amortiguaba el sonido de mis pasos. Cuando alcancé el rellano de la puerta se oyó un golpe y, temerosa de ser descubierta, mi corazón se desbocó. Esperé, cubriendo con una mano mi nariz y mi boca, ya que el ruido de mi propia respiración amplificaba la incertidumbre, y clamé al ser divino, al mismo Dios que cargaba en brazos, en