Humor de perros
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About this ebook
Hambriento como un perro en un entierro,
Desplumado como un pasajero en el Aquitania,
Tierno como un familiar comiendo cuartillas,
Iluminado como un camarero existente,
Liberado como una sandía en sábado noche,
Loco como Edmond Dantés en Utopía,
Así estamos nosotros,
así estarás,
así acabarás.
sí, sí.
Relatos incluidos
Anselmo [Gavalia]
Cuentos del triángulo verde [Álex Córcoles]
Constant [Emilio B. Córdoba]
Ascuas [Rafael González]
Ya no hay locos [Estrella de mar]
El contratista [P. J. Martínez]
Las aventuras de don Eristiardo Arremánguez y la escobilla mágica [Gisso]
Aquitania [RAOUL]
Sin Piedad [Yolanda Galve]
Invasión, colonización, exterminio y otros [Ana Hidalgo]
Ensayo sobre las ovejas [Ismael Manzanares (Isma)]
Confesiones de un bribón
Democracia [Jorge Fernáhndez]
El día del amor romántico [Rafalé y Olé Guadalmedina]
El limbo de los idiotas [Cristina Ares Chicote]
Entre tinieblas [Ángela Piñar]
¡Bésame, tonto! [Jaime Cantó]
Una dama entre melones [Miguel Ángel Maroto]
Volando voy
El abuelo, la gran guayaba y yo [Yolanda Boada Queralt]
Doña Margarita y el equipo Ñ: Operación Mesías [Nieves Muñoz de Lucas]
El cementerio de Noceda [Jilguero]
La recta se torna curva y aparece el brillo [David Pascual González]
Des)amor propio [Prisca Nerín]
Bajo la Luz de la razón pura, con bombillas de bajo consumo [Ricardo Gomez]
¡¡Ábrete libro
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Humor de perros - ¡¡Ábrete libro
HUMOR DE PERROS
¡¡Ábrete libro!!
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Todos los derechos reservados.
Copyright 2016 © los respectivos autores
Primera edición: 2016
Diseño y foto de portada: Ángel Cruz © 2016
Foto de contraportada: Jesús Carrasco © 2016
Edición a cargo de: Lucía Bartolomé
Índice de contenido
Anselmo [Gavalia]
Cuentos del triángulo verde [Álex Córcoles]
Constant [Emilio B. Córdoba]
Ascuas [Rafael González]
Ya no hay locos [Estrella de mar]
El contratista [P. J. Martínez]
Las aventuras de don Eristiardo Arremánguez y la escobilla mágica [Gisso]
Aquitania [RAOUL]
Sin Piedad [Yolanda Galve]
Invasión, colonización, exterminio y otros [Ana Hidalgo]
Ensayo sobre las ovejas [Ismael Manzanares (Isma)]
Confesiones de un bribón
Democracia [Jorge Fernáhndez]
El día del amor romántico [Rafalé y Olé Guadalmedina]
El limbo de los idiotas [Cristina Ares Chicote]
Entre tinieblas [Ángela Piñar]
¡Bésame, tonto! [Jaime Cantó]
Una dama entre melones [Miguel Ángel Maroto]
Volando voy
El abuelo, la gran guayaba y yo [Yolanda Boada Queralt]
Doña Margarita y el equipo Ñ: Operación Mesías [Nieves Muñoz de Lucas]
El cementerio de Noceda [Jilguero]
La recta se torna curva y aparece el brillo [David Pascual González]
Des)amor propio [Prisca Nerín]
Bajo la Luz de la razón pura, con bombillas de bajo consumo [Ricardo Gomez]
A los foreros,
por hacerlo posible
Anselmo
Gavalia
El anuncio de la muerte de un vecino suele recorrer el pueblo como la pólvora. Un complejo ritual se pone en marcha cuando muere un paisano, pero cuidado: nada se improvisa. Todo lo que se hace alrededor de la figura del finado está marcado por un protocolo no escrito que forma parte de la tradición local.
¡El velatorio! Un evento al que todos los paisanos deben asistir inexorablemente, y es que a decir verdad, son muy cumplidos. Piensen que, para ellos, supone algo más que un acto social. Sirva como ejemplo que los vecinos del pueblo, ante la inminente llegada de la muerte, suelen dejar encargado a un familiar el traje que quiere que se le ponga el día de su entierro. Parecen ser coquetos hasta para morir.
Una vez amortajado, el cadáver se coloca en la habitación de la casa en la que se le va a velar toda la noche. En primer lugar llegan los parientes, vecinos y amigos cercanos. A medida que avanza la noche, se suman los conocidos y allegados lejanos. Las primeras horas del velatorio son de lloros, lamentos y rezos. Es como si la gente tanteara el terreno antes de lanzarse a la jungla ,a modo de avezado comando, en busca de los aperitivos, bebidas, cotilleos, chismes varios e, incluso, negocios que se cierran con un apretón de manos.
¡Viva el espectáculo!
Supongo que debo presentarme. De no hacerlo, podrían pensar que mi exposición pierde fuerza por aquello de no «perronalizarla», y eso es lo último que quiero. Me llamo Anselmo, y soy el perro del cura. Ya sé que no es muy normal poner semejante nombre a un chucho, pero es que el páter me encontró en el monte el día de San Anselmo cuando iba camino de la vieja ermita dedicada al santo. Me localizó entre unos matojos, dentro de un saco lloriqueando como una nenaza y enfadado con el mundo por encontrarme en semejante situación. ¿Qué había hecho yo para merecer tal maltrato y a tan tierna edad? El caso es que el cura se apiadó de mí y miró dentro del saco para ver qué era aquello que no paraba de gemir. Chicos, fue como un flechazo que nos atravesó a los dos. Lo primero que visualicé fue un narizón de espanto. Era semejante a una remolacha, adornada toda ella de un color rojizo con tonos morados, que parecía a punto de reventar. Creí llegado el fin de mis días cuando abrió su boca emitiendo una sonora risotada. Grande, desdentada y apestosa como pocas he visto y olido en mi vida, y mira que ya han pasado años desde entonces. Supuse que iba a devorarme cuando, de repente, me alzó con sus brazos cual si fuera una ofrenda a los cielos en plan rey David para, después, acercarme a su pecho arrullándome como si de un bebé se tratara. ¡Olía a demonios! Una mezcla de aromas rancios y macerados por el tiempo —por decirlo de forma suave y también por respeto a mi entrañable dueño— embotó mi sentido del olfato y creí ahogarme. ¡Qué asco, por Dios!
La verdad es que el padre Rogelio era una buena persona y un gran profesional en lo suyo. Cumplía celosamente su misión en la Tierra: pastor de almas en el pueblo cuidando de su rebaño, como a él le gustaba llamarlo. ¡Coño, pero si hasta tenía perro! Sin embargo, y por desgracia para los paisanos —yo ya estaba acostumbrado—, era más guarro que un abejaruco. Ponerse en la fila para comulgar era un acto de valor sin par, prólogo de lo que llegaría después: dejar que depositara la sagrada forma dentro de tu boca, por medio de aquellos dedos amarronados por la nicotina y la falta de higiene, suponía toda una prueba de fe ante los ojos de Dios.
Pues allí me encontraba yo, a los pies de mi difunto dueño junto a unas amapolas depositadas con mimo al pie del féretro. Desde luego, intentaron echarme del lugar, pero mis casi setenta y cinco kilos de peso y un par de gruñidos a tiempo sirvieron para disuadirles.
—¡Puto perro! —exclamó Uberto, el zapatero del pueblo, cuando le mostré mi cuidada dentadura al pretender sacarme de allí; cuando soy bueno, soy bueno, pero cuando soy malo, soy mejor.
—¡Quieto «parao»! ¡Homem de Deus! —intercedió Rosario la Portuguesa con ese tono mandón que tiene poniendo los brazos en jarras—. Anselmo está donde el páter lo hubiese querido y nou se fala mais. ¿Algún problema?
—¡«Ná», Rosario, no pasa «ná»! Es que no me parece «mu de ley» que este animal ande por aquí, solo eso —respondió el zapatero algo amoscado por la reprimenda.
¡Habló su eminencia el remendón! Aún no se había enterado de que, en igualdad de condiciones, era más bestia que yo, y es que aunque la inteligencia persiguiera a Uberto, éste siempre correría más que ella. ¡Guapa!, me dieron ganas de decir a Rosario. Por desgracia, no podía y tampoco era el momento. Ella se encargaba de todo en la casa del cura en calidad de ama de llaves.
—¡Si es que no somos nadie! —balbuceó don Andrés, el maestro, ante el féretro.
¿Cómo que no somos nadie? ¡No serás nadie tú! ¡Yo soy un perro de puta madre, tío!
—¡Hoy estamos aquí y mañana estamos allí! —La sentencia llegó desde el centro de la sala.
Era el alcalde, que quería hacerse oír. No podía evitar su faceta política ni por un momento. ¡Enhorabuena por la compra de su nuevo coche, alcalde! Para eso sirven, para ir de aquí para allá. Lo siento, pero las frases hechas me revientan; siempre y cuando no sea yo quien haga uso de ellas, por supuesto.
Al principio, la atmósfera que se respiraba en el salón de la casa —convenientemente adaptado a la filosofía y requerimientos del evento— era de silencio casi total interrumpido de vez en cuando por sentidos pésames, lamentos y exclamaciones de dolor varias que casi parecían ser objeto de competición.
Si María la Veneno, una de las vecinas con más años del pueblo, lanzaba un sentido «¡Señor, señor, llévame pronto a mí también!», Dolores la Puñales lo remataba siempre con unos «¡Aaayyy! ¡Aaayyy! ¡Aaayyy! ¡Qué pena tengo, Dios mío!». Lo cierto es que daba miedo ver cómo estiraba el cuello en plan «cantaor de flamenco» a la vez que miraba hacia el techo de la sala con los ojos en blanco tirándose de los pelos, hasta terminar por arrancarse de cuajo un puñado de ellos.
Esto nos dejó helados a todos por la impresión. Los pelos se me erizaron por el espanto que me produjo oír sus gritos y a la vez ser testigo de tan demoníaco arrebato. Les aseguro que el momento tenía su miga. Es normal que crean que no deberíamos sorprendernos a estas alturas, pero Dolores demostraba velatorio tras velatorio que, a todas luces, era dueña de una versada gama de onomatopeyas y sentencias acongojadoras, así como de una capacidad para llorar como una Magdalena digna de encomio. Estamos hablando sin duda de una profesional de tomo y lomo a la que todos los lugareños se rifaban para que asistiera a sus respectivos ritos mortuorios cuando éstos sobrevinieran. Incluso tenía lista de espera.
La portuguesa andaba un poco con pies de plomo entre los vecinos. Sabía lo que estaban pensando, y eso la tenía algo nerviosa. Como ya he comentado, se encargaba del mantenimiento de la casa de mi difunto dueño y atendía a todas las necesidades de éste cuando estaba vivo, y cuando digo todas, también me refiero a esa que ustedes están pensando ahora mismo. Un flirteo es como una pastilla: nadie puede predecir sus efectos secundarios. Así comenzó una historia de amor que siempre fue objeto de chismorreos entre los vecinos del pueblo aunque nunca tuvieron pruebas de nada, pero hablar... hasta por los codos. Las maledicencias no faltaron durante el velatorio.
—Rosario, perdone usted, pero... ¿ha pensado qué hará ahora que nuestro querido páter ha sido llamado al descanso eterno? No es prudente que permanezca sola. No estaría bien, y daría lugar a chismes de todo tipo. Creo que debería considerar un cambio de aires hasta que llegue el nuevo cura. Ya me entiende. Solo de forma temporal, desde luego. —El alcalde era un político de irreprochable trayectoria en todas sus acciones; tanto, que padecía los mismos defectos capitales que el resto de los de su especie: nada interesantes, aburrían al más paciente y eran hipócritas.
Rosario pareció no haberle oído, pues su mirada permanecía clavada en una esquina del techo. Entrecerró los párpados como intentando desentrañar el misterio que, escurridizo, se agazapaba en la oscuridad del entramado de madera. La Veneno la observó y miró en la misma dirección con el corazón en un puño. Dolores se unió a ellas, no podía ser de otra manera, y preguntó qué pasaba.
—¿Será un espíritu? —continuó la Puñales emocionada y ya preparada para otro de sus transcendentales números.
—¡Qué carallo! —espetó Rosario mirando de nuevo hacia arriba con aire resignado—. ¡Qué espírito ni que meigas, Dolores! ¿No ves el pedazo telaraña que tengo en el techo? —muchas personas son maniáticas de la limpieza, pero Rosario en eso se llevaba la palma, aunque si todo hay que decirlo, al páter nunca logró someterlo.
—¡La principal causa del divorcio es el matrimonio!
Tan contundente afirmación fue pronunciada por doña Estela de Mirañán, una mujer de rigurosa moral y conducta intachable además de asquerosamente rica. Alguno, incluso afirmaría que la viuda había estado sembrada con su madurada sentencia independientemente de que no viniera a cuento, ¿quién podría llevarle la contraria?, aunque yo le diría algo bien distinto y de mi propia cosecha. Tengan en cuenta que las opiniones suelen ser como los culos: todos tienen el suyo y, al fin y al cabo, yo también tengo uno. Acompañaban a la dama Demetrio, el encargado de la funeraria —siempre de negro riguroso, como un cuervo— y Segundo, el farmacéutico de la villa.
Avanzaba la madrugada y el aguardiente de la tierra con el que regaron los embutidos comenzó a hacer mella en más de uno. Madrugar al día siguiente sería duro. Desde luego, no para Pascual, el hijo de don Sebastián, sargento de la Guardia Civil y comandante del puesto de la benemérita en la localidad. El chico se apuntaba a todas, ya fuera bautizo, boda o funeral. Además de ser un mujeriego y estudiante eterno de Medicina, no tenía oficio ni beneficio, y parece que tampoco había sentido la llamada de la patria; si acaso, de la cama y la vida ociosa. ¡Un campeón, vaya! Si alguna vez madrugó en su vida, Dios debió de quedarse sorprendido por tal hazaña más que ayudarle. Pero allí estaba, presentando sus últimos respetos al cura y, de paso, echando un ojo a la rolliza hija de don Segundo, el farmacéutico, que ya se encontraba en edad de merecer y hacía que todos lo advirtiesen con su ceñido vestido. La muchacha estaba tan apretada que uno no sabía bien si acercarse a ella o retirarse ante la amenaza de explosión inminente.
¡Comienza tu día con una sonrisa y verás lo divertido que es ir por ahí desentonando con todo el mundo! ¿Verdad, páter? Sí, mejor que guardara silencio por el momento, porque la estrella del pueblo llegó luciendo su mejor sonrisa; el tonto del culo no se dio cuenta de que no estaba en una fiesta. La ignorancia es temporal, pero la estupidez es para siempre. No sé a quién oí decir eso, pero ¡qué razón tenía!
Nicanor era el heredero de la principal hacienda del pueblo, propiedad de doña Estela por aquel entonces. Creo que yo tampoco le caía muy bien, porque una vez tuve que poner en su sitio al estirado del pastor alemán que tenía por mascota. ¡Ja, ja, ja! ¡Mascota! Me llaman eso y no vuelvo a salir de casa durante el resto de mi vida. El asunto fue una apuesta en la que había que buscar un paquete escondido previamente por nuestros dueños en un solar antiguo. Antes nos dieron a oler el objeto de la búsqueda. Reconozco que no puse mucha atención en ello, porque tenía muy claro lo que haría para ganar. Una vez escondido el atadijo, nos llevaron a los dos lejos del solar y nos soltaron animándonos a encontrarlo. El pastor alemán salió como una centella —el hecho de verlo correr ya me cansaba—, así que le seguí poco después tomándome mi tiempo bajo la atenta mirada del cura y la displicencia de Nicanor; eso sí, al trote apropiado para un animal de mis dimensiones. Se suponía que ganaría el que antes lo encontrara y el estirado chucho no tardó mucho en hallarlo entre unos escombros. Me acerqué a él cuando estuve seguro de que nadie nos podía ver y le dejé muy claro quién mandaba allí. Creo que lo entendió enseguida, porque le faltó tiempo para soltar el envoltorio y salir corriendo con más miedo que vergüenza. ¡Juro que no le toqué! No hizo falta. Aunque me esté mal decirlo, lo importante no es ganar, sino competir sin perder ni empatar. Eso decía mi querido dueño que en paz descanse.
Casi todos los que tenían que estar ya habían llegado, y según pasaban las horas, los más rezagados iban apareciendo en procesión sin saber muy bien a quién dar el pésame. Primero, se acercaban a Rosario y, dudando, terminaban por mirarme a mí. Realmente éramos su única familia. Alguno que otro incluso me acariciaba con delicadeza el lomo. ¡Hazme una caricia y te seguiré al fin del mundo! A Rosario la Portuguesa, su pareja... perdón, ama de llaves, la observaban al principio con dudas hasta que, finalmente, reconocían lo que era de derecho y lo aceptaban sin darle más vueltas de la misma forma que se apretaban unos aguardientes de la tierra, aunque eso no evitaría los chismes entre la concurrencia, sino más bien, todo lo contrario.
—¡Aaayyy! ¡Aaayyy! ¡Aaayyy! ¡Qué pena tengo, señor! —No podía perdérmelo. ¡Dolores había entrado de nuevo en acción!
Cuando ésta acabó de chillar como una loca y pareció apaciguarse un poco el ambiente, empecé a sentir una «gusa» de espanto. De alguna forma, los ataques de la paisana terminaban siempre por darme hambre, y más después de oler los chicharrones de Rosario. En ese momento, entró Macario, el enterrador, que tuvo que agacharse para poder entrar por la puerta de lo enorme que era. ¡Menudo armario de tío! Presentó sus respetos a don Rogelio y dio el pésame a Rosario. Cuando nació, la madre de Macario comentó que no le importaba que el niño fuera un poco feíto, pues con el tiempo se haría grande y fuerte. Eso era al fin y al cabo lo importante, dijo la buena señora, y parece ser que tenía razón. ¡Lo que no sepan las madres!, ¿verdad? Macario cumplió sobradamente las expectativas de su progenitora. ¡Qué feo y grande era!
De repente, se produjo un gran estruendo y la puerta del salón se abrió con fuerza.
¡¡¡Apareció la España profunda, sí señor!!!
La silueta de Armando, el herrero del pueblo, se dibujó en el hueco de la puerta. Llevaba una escopeta de cañones recortados en la diestra y le acompañaba un cabreo cojonudo.
—¿Dónde está ese «hijueputa»? —preguntó de forma amenazadora.
—¿A quién te refieres, Armando? ¿Te has vuelto loco? ¿Qué formas son esas de entrar en casa ajena y, además, con don Rogelio de cuerpo presente? —El alcalde, que conocía bien al herrero, le salió al paso.
¡Pum! ¡Pum! Se escucharon dos disparos dirigidos al techo.
—¡¿Dónde se ha «escondío» ese cabrón, por los clavos de Cristo?! —inquirió Armando con voz profunda recordándome al pistolero de una «peli» de vaqueros que había visto tiempo atrás con el páter.
—¡Al carallo la telaraña! —comentó Rosario en voz baja, y podría decirse que casi satisfecha, como si lo sucedido fuera la cosa más normal del mundo habiendo una telaraña de por medio en sus dominios.
Todos los presentes se agacharon instintivamente. Una figura apareció detrás del herrero. Era su hija, Ramona, que se escondía tras las enormes espaldas de su padre. Asomó la cabeza por un costado y buscó a su presa. Una sonrisa seductora se dibujó en su boca cuando lo localizó. Ramona tenía la blusa rota y el pelo alborotado. No hacía ni una hora que había estado retozando en el establo con Pascual,