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La Convocatoria (La Guerra de los Dioses no 5)
La Convocatoria (La Guerra de los Dioses no 5)
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La Convocatoria (La Guerra de los Dioses no 5)

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About this ebook

Bajo el sosegado sol del medio día labora un pastor que sonríe por un creciente amor. Sabe, no obstante, que las sombras proliferan entre las profundidades de las galaxias, y por ende deberá sustituir el calor del hogar por el frío metal de sus armaduras.

El reencarnado dios del Caos regresará a Mortis Depthos, su mundo de antimateria, donde de las profundidades convocará a Górgometh, el Dragón de Sombras, y sobre su lomo montará para proseguir la ambiciosa e inclemente conquista del Universo. Para lograr su cometido deberá recobrar las piezas de sus armaduras donde almacenó su marchita alma cuando fue vencido hace eones.

El dios de la Luz, Alac Arc Ánguelo, deberá reunir las fuerzas del bien, viajar a otros mundos, sumergirse en los pasillos de los ancestros, y con ello ojalá generar un ejército capaz de impedir que Mórgomiel, el Lord de las Sombras, recupere las piezas de sus armaduras. El joven pastor, Manchego de la Finca el Santo Comentario, vuelve a sentirse partido por un amor tímido y las poderosas fuerzas del destino que lo intentarán doblegar.

Bienvenido a la añorada quinta entrega de la Saga LA GUERRA DE LOS DIOSES.

LanguageEspañol
Release dateFeb 29, 2016
ISBN9781311833051
La Convocatoria (La Guerra de los Dioses no 5)
Author

Pablo Andrés Wunderlich Padilla

Soy un autor guatemalteco del género de la fantasía y de la ci-fi. Cuando no estoy decantando mi imaginación en el ordenador, soy un médico internista de profesión. Me gusta el café, meditar, el cross-training, y la lectura ¡pues claro!.Para mí no existe mayor placer que conocerte ti, la persona que se ha tomado el tiempo para leer una de mis obras. Por favor, escríbeme un correo a authorpaulwunderlich at gmail. Cuéntame qué piensas de mis escritos. ¡Será un placer conocerte!Te invito a conocer las dos series que escribo:- La Guerra de los Dioses: una serie de fantasía.- La Gran Cruzada Intergaláctica: una serie de ci-fi.¡Nos vemos entre los párrafos!Pablo.

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    La Convocatoria (La Guerra de los Dioses no 5) - Pablo Andrés Wunderlich Padilla

    La Guerra de los Dioses

    www.laguerradelosdioses.com

    LA CONVOCATORIA

    (Libro 5)

    Por Pablo Andrés Wunderlich Padilla

    Todos los derechos reservados por Pablo Andrés Wunderlich Padilla 2017

    Queda estrictamente prohibido reproducir este texto sin la autorización explícita del autor.

    Todos los personajes de esta obra son el producto de la imaginación.

    Exordio

    Esta obra nació hace más de una década y media, cuando yo era tan solo un muchacho en la escuela, pensando en el páramo de mi tierra natal: Guatemala. Allá, los bellísimos paisajes, con la geografía quebrada y volcánica, y sus cielos pintorescos, me estimularon a crear una obra colorida. Sin embargo, con el amor que le guardo a las obras del género de la literatura fantástica, tanto europea como americana, rápido inicié una obra que mezcló aquellos ingredientes, y nació, por fin, el primer libro de la saga, llamado El Sacrificio. El esfuerzo que hasta hoy le he dedicado a la serie es monumental.

    Han pasado tantos años que a veces me cuesta aceptar que llevo casi la mitad de la vida (tengo 32 años de edad) escribiendo la serie. Por fin, y lo digo con tono serio, me aproximo al final. La última entrega de la saga sigue en el horno, donde mi imaginación prepara los ingredientes esenciales para brindarte una gran final.

    Mi intensión no es demorar la lectura. Sé que estás ansioso de cambiar de página y leer el primer capítulo. Espero que la obra sea de tu agrado. Con toda la honestidad que pueda hallar en mi interior, te doy las gracias de corazón por leer esta obra. Soy un autor independiente, y sin tu apoyo ninguna de mis publicaciones verá la luz del éxito. Sin más, bienvenido a la serie La Guerra de los Dioses.

    - Pablo Andrés Wunderlich Padilla

    LA CONVOCATORIA

    PRÓLOGO

    El planeta Mortis Depthos recibió al reencarnado dios del caos como a un ser humano al que había que engullir. La antimateria se comió primero el rostro y la piel, que al contacto con el suelo se convertía en humo. El cuerpo del dios del caos, magullado aún por la pelea con el dios de la luz, se retorcía como una serpiente. Las sombras iban conquistando su carne de humano, los órganos internos empezaron a fallar. Las tripas estallaron y el aire se llenó de borbotones de sangre que se diluyeron en la atmósfera hostil de aquel mundo. Sin embargo, Argbralius no sufría; su cuerpo ya no le pertenecía.

    El dios del caos se sentía pleno al estar de vuelta en el lugar donde todo comenzó, al regresar a su casa. Aquí desarrolló sus ambiciones, creó a Górgometh. Alrededor todo era un absoluto caos. Los volcanes eructaban gases tóxicos, la lava oscura arrasaba la superficie. Mórgomiel cerró los ojos. Los párpados del cuerpo humano empezaron a quemarse, al igual que sus labios. El dios se arrancó las últimas pieles con ganas; debajo había un cuerpo blando hecho de sombras. Se había quedado sin rostro, solo tenía un par de ojos grises que podían ver a través de dimensiones.

    Su nuevo cuerpo se alargó, tanto que en el Meridiano lo considerarían un gigante. Los músculos se tornearon y agrandaron. En la espalda le brotaron dos alas negras, de gran envergadura y potencia. Las movió para sentir la fuerza divina de la que en otro tiempo disfrutó.

    Podría generar de la nada sus armaduras, pero de ese modo no recuperaría la totalidad de su esencia, que dejó implantada en cada pieza. Solo con su esencia completa podría reunir todo su poder y reanudar la conquista del universo.

    —Górgometh —llamó con su voz repitiéndose en ecos.

    La tierra empezó a resquebrarse, la antimateria a fluctuar. Unas fuerzas titánicas resonaron y trituraron la superficie del mundo. El estallido fue un estruendo que habría ensordecido a cualquier ser viviente.

    Tras una explosión colosal, un cuerpo sinuoso se materializó. Era un dragón de sombras y antimateria que rodeó al dios del caos en una espiral de humo negro.

    —¿Quién se atreve a despertarme de mi eterno desconsuelo? —dijo con voz cavernosa.

    —Mórgomiel. He regresado.

    Las sombras del dragón se cubrieron de escamas que hacían de espejo a la lava, el mundo de la destrucción y el sol rojo alrededor del cual Mortis Dephtos orbitaba.

    —Percibo tu debilidad, Mórgomiel, dios del caos, traedor del infortunio. Con un sortilegio de potencia terminaría contigo.

    —Es cierto —concedió el dios del caos—. Me faltan mis armaduras, pero con tu ayuda podré encontrarlas. Juntos podríamos conquistar el universo, hacer realidad los sueños que nos prometimos hace tantos milenios. Únete a mi misión, querida criatura. Déjame montar a tu espalda y transpórtame a través de los mares del tiempo, del espacio infinito. Sin mí no eres más que una vil serpiente, y lo sabes bien.

    —Prepotente alimaña —replicó el dragón con los iris rojos llameando.

    Se postró frente a su creador. Sobre las patas traseras superaba a su amo en varias decenas de zancadas. Extendió las imponentes alas.

    —No eres ningún cobarde, Mórgomiel. Acabas de reencarnarte y ya puedo sentir la profunda maldad que fluye de tu alma marchita. Eres puro, me maravilla tu poder, pero debo comprobar tu arrojo. Te reto a un duelo.

    El dragón lanzó una bocanada de fuego y humo negro, y envolvió a su señor en una lluvia de destrucción que hubiera destrozado a cualquier otro. Cuando la nube se disolvió, quedó el dios del caos, intacto.

    —¿Esa prueba no ha sido suficiente? —preguntó Mórgomiel desenvainando la espada.

    —Aun sin estar completo, eres más poderoso de lo que pensé… —El dragón agachó la cabeza para ponerse a la altura de su amo—. Volarás sobre mi lomo, señor del caos, y juntos retomaremos la conquista del universo. Así será.

    El dragón se tumbó en el suelo para permitir que su creador trepara por las escamas y alcanzara el cuello. Ahora el dios del caos sentía que no necesitaba la montura para volar encima de la bestia, que con su voluntad y el poder de las Artes Negras le bastaba.

    ¿A dónde nos dirigimos, señor del caos?, preguntó el dragón a través de sus pensamientos.

    «A un mundo llamado Eorta, un planeta que conquistamos durante los Tiempos del Caos. Le encargué a Évulath la Quimera que cuidara mi peto».

    Así será, mi señor.

    De un salto, el dragón se elevó para sumergirse en la corriente del espacio y el tiempo.

    ***

    El Imperio Evulathan resplandecía con gloria en el planeta rojo. La tierra era árida y en ella crecía en abundancia una planta del mismo color que servía de alimento a los seres del planeta.

    Le ha ido bastante bien al Imperio Evulathan. Ha florecido, dijo Górgometh.

    El dragón negro sobrevolaba la tierra dejando una estela de sombras. Otros seres volaban también, montados por jinetes que vestían armaduras brillantes de color celeste y unos cascos con picos largos como cuernos de unicornio. Mórgomiel estaba tranquilo. Esas armaduras protegían los cuerpos blandos y casi amorfos de una especie de demonios que bautizó como ámaranth. Su esqueleto era escaso, a diferencia de la carne, muy abundante. Los dotó con dos brazos y dos piernas, y tres dedos en cada mano y cada pie. La cabeza era puntiaguda y de varios picos, parecida a un cactus del Meridiano, aunque de color negro y con tres ojos dispuestos verticalmente. Las armaduras estaban hechas de evurintha, un mineral rojo característico de los planetas rojos. Las bestias que transportaban a los ámaranth eran como arañas, con ocho patas y un par de alas de ave. Tenían varios ojos y unas mandíbulas feroces.

    Pero ni un ejército de esos demonios encima de sus bestias podría con Górgometh, primogénito del dios del caos.

    Seis centinelas rodearon a Górgometh para obligarlo a descender. De un zarpazo el dragón atrapó a dos de los centinelas; al hacer contacto con su cuerpo de antimateria, los demonios se disolvieron. A otros dos les lanzó una bocanada de energía negra que los desmembró. Los dos centinelas restantes se apartaron con temor.

    Deteneos, pequeñas fieras. Soy Górgometh, dragón de las sombras, y llevo sobre mi lomo al dios del caos, Mórgomiel, vuestro generoso creador. Llevadnos ante el rey Évulath la Quimera. Debemos resolver unos asuntos.

    Los centinelas se miraron. No iban a desafiar a esa bestia. Se giraron y comenzaron a volar para guiar al dios del caos y al dragón.

    ***

    El imperio era inmenso. Había crecido de manera descontrolada durante milenios y sus edificaciones ya se asentaban en la mayor parte del planeta. Su centro neurálgico estaba ocupado por estructuras altísimas que parecían querer tocar el cielo, hechas de un material rojo y opaco, que absorbía la luz del sol.

    A medida que Górgometh se aproximaba y descendía, los individuos abajo se dispersaban, espantados ante la temible figura que se cernía sobre ellos como una tormenta de sombras. El dragón aterrizó en una gran plaza, justo en el centro. Su peso destruyó el monumento que había allí. Con un resoplido soltó humo y fulminó a los guardias que habían corrido a detener al intruso.

    Los que quedaron lejos del aliento letal, se quitaron el yelmo y se postraron, con la cabeza contra el suelo, señal de sometimiento absoluto. No recordaban una demostración de fuerza semejante.

    Mórgomiel descendió de la espalda de la bestia y se dirigió hacia la escalinata del edificio donde debía de vivir el soberano. Nadie lo detuvo, todos alrededor estaban paralizados ante su templado caminar. Algunos murmullos difundían que se estaba cumpliendo una profecía. Los religiosos se arrodillaron y empezaron a recitar unas palabras ininteligibles.

    El dios del caos avanzaba desnudo, sin armaduras, mostrando su cuerpo indefinido, sin rostro, solo aquellos ojos profundos que parecían albergar el universo entero. Los guardias a las puertas del palacio salieron huyendo, soltando las lanzas punzantes. Con un rayo de energía negra, Mórgomiel destruyó las puertas y entró.

    Un pelotón de soldados con armaduras rojas se preparó para atacar. Echaron a correr con decisión y velocidad. Con solo tres tajos, Ira la Aplacadioses redujo al pelotón a más de la mitad y consumió sus carnes para dejar un reguero de sombras.

    —¡Alto!

    Mórgomiel entendió el mensaje en el lenguaje de aquellas criaturas que emitían sonidos en alta frecuencia.

    —Évulath la Quimera —dijo Mórgomiel—. Quiero verlo.

    Los soldados se quitaron el yelmo e inclinaron la cabeza en señal de obediencia.

    Évulath la Quimera era un híbrido entre dragón y orco, una mezcla que resultaba en una bestia horripilante de hocico aplastado, mandíbula pequeña y dientes afilados. Sus brazos eran los de un murciélago, sus muslos, los de un dragón. La quimera era una de las creaciones de Mórgomiel, el resultado de cruzar especies en su lejana época de experimentación. A Évulath la Quimera le concedió un trono y un gobierno en aquel planeta y en representación de Mórgomiel, igual que Legionaer en el Meridiano; y como Legionaer, después de tanto tiempo, se había olvidado de su propósito, que era cuidar las posesiones del dios del caos y no la conquista y la fundación de su propio imperio.

    La Quimera se presentó con una espada larga que parecía hierro forjado en piedra roja. Vestía ropa colorida, sin armaduras.

    —No puede ser… Mi señor del caos… ha regresado —dijo Évulath mediante telepatía.

    —¿Te sorprende?

    La voz del dios resonó en el palacio, lo que atemorizó a todos. En ese mundo nunca habían escuchado una voz.

    —Para nada, mi señor del caos… Es solo que su visita es altamente inesperada.

    —He regresado por lo mío.

    Mórgomiel avanzó hacia la bestia con aplomo. Los guardias y los curiosos que se habían acercado se paralizaron al comprobar el miedo en su líder.

    —Pero el imperio ha empezado a florecer, incluso nos preparamos para invadir al imperio vecino y conquistarlo, mi señor del caos. A usted mismo le complacerá el resultado, es el mal lo que se extiende.

    —Cállate, pequeña alimaña —cortó Mórgomiel—. Eres tan simple y necio como Legionaer, otro de mis hijos. Pero no tenéis nada que hacer ante mí. He vuelto y quiero mis armaduras.

    El dios estaba a solo unos pasos de la Quimera, tan alta como él, aunque diez veces más ancha. Évulath temblaba visiblemente, consciente de su final. Para que cumpliera con la misión de cuidar de sus preciadas armaduras, Mórgomiel se las instaló bajo la piel, formando parte del esqueleto que le protegía los órganos internos.

    —Pero… —protestó el monstruo, pidiendo clemencia.

    —De rodillas, mi querido vasallo.

    —Sí, mi señor del caos.

    La Quimera agachó la cabeza y la gran masa de músculo y carne se hincó en el suelo sin resistencia. Nunca pensó que ese día llegaría, ya creía que el dios había muerto. Se quitó la ropa. El pecho desnudo estaba cubierto de escamas suaves, como de piel de cerdo.

    La espada negra descendió sobre la Quimera. Le abrió un corte en el pecho blando por el que salió una fuente de sangre. Mórgomiel se abalanzó sobre el cuerpo caído y con sus manos hurgó en la carne y arrancó músculos hasta que dio con una placa negra. El cuerpo descuartizado de la Quimera yacía en un charco de sangre.

    Los testigos jamás olvidarían lo que sucedió cuando el dios del caos se puso el peto. La unión de las armaduras negras sobre la figura negra provocó una detonación que hizo temblar el mundo. Una espiral de energía lo rodeó. Mórgomiel levantó la espada, celebrando la recuperación de su poder.

    —¿Quién tomará el lugar del caído? ¿Quién comandará las legiones de Eorta cuando los tiempos sean propicios y desatemos una guerra cósmica? —bramó Mórgomiel apuntando con la espada a los soldados de armaduras rojas.

    —Yo comandaré al ejército de Evulathan a la gloriosa… —empezó uno, pero otro le ensartó una daga en la espalda.

    —Lo haré yo, mi señor.

    El soldado había demostrado arrojo y ambición, y no había tenido reparos en asesinar a un compañero. Además, ningún otro soldado objetó nada. Aquel sería un buen perpetuador del mal, pensó el dios del caos.

    —Que así sea. Te llamarás Évulath el Valiente. Cuando llegue el momento, me seguirás a una guerra por la conquista del universo. Hasta entonces, prepara al ejército de este imperio, y asegúrate de multiplicarlo.

    —Sí, mi señor del caos, así será —dijo el nuevo rey de Evulathan.

    Y con esas palabras, los ámaranth comenzaron a escribir los sucesos que pusieron en marcha una nueva era en el imperio, rumbo a una guerra gloriosa.

    ***

    Górgometh despegó con facilidad y poco después habían abandonado la atmósfera del planeta rojo.

    —Me has demostrado tu inquebrantable voluntad, mi señor del caos. ¿A dónde vamos ahora?

    —A recuperar mi yelmo.

    —¿A qué mundo, mi señor?

    —A Qett, el mundo hecho de hielo.

    PARTE 1: ENVANECIENDO

    CAPÍTULO I - MUSITANDO PENSAMIENTOS

    Manchego se limpió el sudor de la frente con la parte trasera de la mano y suspiró. Elevó el rostro al cielo para recibir los rayos del sol del mediodía. Una sonrisa le iluminó la mirada. El joven pastor extendió las alas para ventilarse en aquel día caluroso.

    —¡Ya está el almuerzo! —oyó que llamaba Lulita.

    A cierta distancia, Tomasa trabajaba la tierra, sin pausa ni sosiego. Tenía que hacerlo todo rápido, aunque fuera a costa de la calidad. Pero así era ella y no la cambiaría por nada.

    —¡Trabaj’ pues, muchachito hombre! ¡Que por ser el dios de la luz no le perdono la hora de labrar la tierra! —le animó Tomasa bañada en sudor.

    —¡Pero si ya está el almuerzo! —replicó el muchacho con una sonrisa, agradecido de estar de vuelta en la finca.

    Rufus estaba tumbado bajo el sol, adormilado, con las patas estiradas y la cabeza sobre la tierra fértil. El can había regresado a vivir la buena vida del campo y muy pronto le tocaría hacer lo que siempre le había gustado: arrear a los animales. La finca se recuperaba y Lulita pronto compraría un cordero, una ternera y una gallina. Los nuevos animales nunca sustituirían a los antiguos, a Gramitas, Bruno, Pancha y Macizo, que murieron con la oscuridad y el fuego.

    El joven se había tomado un tiempo para trabajar en el campo, pero con la idea de retomar la búsqueda de ayuda y controlar la expansión del mal. Su lado humano lo empujaba a la finca y a Luchy.

    —¡Vamos, chico, vamos a comer! —le dijo Manchego al perro.

    El perro se despertó de inmediato. Bostezó, estiró todo el cuerpo y movió la cola alegremente. Echó a andar al paso de Manchego. El chico se había deshecho de sus antiguas ropas. Lulita y Luchy le habían confeccionado nuevas prendas a su medida y morfología. Las camisolas de algodón tenían dos agujeros en la espalda por donde podía sacar las alas. Si antes era un muchacho flaco y desgarbado, ahora no ofrecía mejor aspecto, a causa de la joroba que le abultaba la camisa y que escondía sus alas plegadas. Sus manos tampoco eran las de un dios; el trabajo en las tierras las había vuelto ásperas y duras.

    —¡Buenos días, Lulita! Hola, mi amor —dijo besando a Luchy en los labios.

    —Toma asiento, mi querido, que ya van a estar los tamales —repuso Luciella.

    Llevaba seis meses disfrutando de la vida de finquero que siempre soñó, apenas se acordaba ya de la oscuridad, de la amenaza que pendía sobre su mundo. Le quedaba lejana y a cada día que pasaba se olvidaba un poco más de la necesidad de averiguar el modo de detener el peligro de una nueva guerra.

    Se sentó a la mesa con laxitud, estirando las piernas y dejando caer los brazos a los lados. El trabajo en el campo era arduo. Ahora más que nunca se sentía cercano a Balthazar y a su abuelo Eromes.

    —El mercado ha vuelto a instalarse en la plaza —anunció la abuela mientras tomaba asiento.

    Luchy le sirvió a Manchego y los tres empezaron a comer. Rufus ladró un par de veces, exigiendo su ración. Manchego cogió un pedazo de tortilla de maíz, hecha en la Casa de Valpundia, una inmigrante de Moragald’Burg que había visto la gran oportunidad de cambiar la agitación de Háztatlon por la vida sencilla en San San-Tera.

    —Dos fincas van a empezar a exportar —añadió la abuela.

    —¿Cuáles? —preguntó Manchego con la boca llena.

    —Hay, mijito, hablando con la boca llena. Pena me das.

    —¿Otro? —le ofreció Luchy, conociendo el apetito insaciable de su novio.

    —Sí, gracias —contestó el chico.

    No pudo evitar fijarse en sus caderas de mujer cuando se puso en pie y caminó hacia la olla. La abuela le lanzó una mirada de desaprobación y se puso rojo.

    —¿Y Teitú? —preguntó la señora.

    ¡Al fin alguien pregunta por mí!

    «No seas injusto, yo me preocupo por ti a diario», le respondió Manchego, inquieto por el bienestar de su estimado Naevas Aedán. Hacía tiempo que reclamaba saber sobre su pasado, sobre sus orígenes, y aquellas preocupaciones se habían agravado en los últimos meses.

    Teitú se hizo visible. Le gustaba permanecer oculto, como si buscara sosiego.

    ¿Y nadie se interesa por si tengo hambre o no?

    «Pero no puedes comer, mi querido amigo, ya sabes cuál es tu naturaleza».

    ¡Pero no es justo! Yo también quiero compartir un rato a la mesa, intervenir en la charla. Tener mi propio destino, no solo depender del tuyo.

    «Ya hemos hablado de esto, Teitú. No voy a discutirlo otra vez».

    Manchego descargó el puño en la mesa. Lulita y Luchy se quedaron sin aliento por un segundo, y luego pasaron a actuar como si nada hubiera pasado. En ocasiones anteriores habían comprobado que no debían meterse entre Manchego y Teitú.

    —Aquí está tu comida, querido —dijo Luchy, algo inquieta al ver a Teitú volando alrededor de Manchego con esa velocidad y falta de control. Miró a Lulita, y ambas se encogieron de hombros.

    —¿Y cuándo tendremos los animales? —dijo Luchy para cambiar de tema.

    —Ay, chulita. No sabes lo emocionada que estoy con los nuevos animales. Me los vende don Dargos de Vásufeld. Era terrateniente en Vásufeld y vino aquí oliendo las oportunidades. Creo que él será algo parecido a lo que antes fue el líder de la Casa de Thorén.

    —Eso va a estar genial —dijo Manchego pensando en el ganado y olvidando a Teitú—. ¿Qué nombres les pondrás?

    Ahora que ya estás con tu fabulosa familia, ya no me necesitas ni me prestas atención.

    «No te ofendas, Teitú. Así le pasa a todo el mundo con sus seres queridos… ¡Tú también eres mi ser querido…! ¡Espera!».

    —Ya vengo, abuelita. Teitú ha estado muy sensible estas últimas semanas —dijo Manchego poniéndose en pie. Se atragantó con el

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