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Mañana empieza a cambiar tu vida
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Mañana empieza a cambiar tu vida

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About this ebook

El día en que despiden a Ángel no adivina lo que la vida le tiene esperando a solamente unos pasos. Su vida da un vuelco radical cuando su amigo Luís le ofrece la posibilidad de trabajar en algo relacionado con la historia medieval. Es entonces cuando se ve envuelto en un conflicto enquistado desde hace siglos, en el que Ángel lucha porque todo el mundo conozca la verdad, cuando todos quieren mantener su secreto. Un recorrido complejo que llevará a nuestros protagonistas a los límites de su resistencia y a encontrar extraños aliados con el fin de conseguir sus objetivos.
Una trama vibrante, directa y rápida que te mantendrá enganchado desde el primer momento. Brillante novela de tinte policíaco con un hilo conductor histórico.

LanguageEspañol
Release dateApr 15, 2016
ISBN9789895158201
Mañana empieza a cambiar tu vida
Author

Pedro Francisco Muñoz

Pedro Muñoz nació en Salamanca, en 1968, pero pronto se trasladó a Madrid, ciudad en la que creció y ha vivido toda su vida. Se crió en una familia de profunda tradición lectora, con tres hermanas mayores que él, aprendiendo a amar los libros y la literatura. La pasión por los libros la heredaron de su madre y la curiosidad por el estudio de la Historia Medieval la desarrolló gracias a varios de sus profesores de esta materia, que le enseñaron a descubrirla, a estudiarla y a disfrutarla. Adolescente en el Madrid de la movida, disfrutó de esa juventud y de la ingente cantidad de cultura que rodeaba en esos años la capital española. Toda su vida ha escrito y experimentando casi todos los géneros, siempre de forma íntima y poco dada a la exhibición. Hace cinco años, tras el nacimiento de su primera hija, sintió la necesidad imperiosa de completar un proyecto largamente retrasado: escribir su primera novela.

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    Mañana empieza a cambiar tu vida - Pedro Francisco Muñoz

    TU VIDA

    Otra vez tenía la sensación de cansancio que provocaba el quedarse leyendo hasta la madrugada. Era una extraña costumbre totalmente incontrolable. Cuando el libro que estaba leyendo le absorbía, no se sentía capaz de parar, no encontraba el punto en el que cortar y marcar. Le venía pasando desde que empezó la carrera, hacía ya demasiados años.

    De pronto se sentía terriblemente cansado, pero era normal, hace seis meses que había cumplido 43 años, hoy se había levantado a las 5 de la mañana para ir a trabajar y ya eran las 4 de la madrugada. Dios mío, pensó en ese instante mientras pasaba su mano por la barba que ya empezaba a raspar. Llevo más de 23 horas despierto y sigo sin ser capaz de parar.

    Había momentos en que estaba seguro de que era una manía heredada de su madre. También hacía lo mismo, no era capaz de parar de leer si el libro que tenía entre manos absorbía su atención. Pero su madre no tenía que levantarse a las 5 de la mañana todos los días para acudir a una oficina. Ventajas de la generación anterior en las que las mujeres no trabajaban fuera de casa.

    Por otro lado, el estar absorto en el libro que tenía entre manos, también afectaba a la relación con su pareja, una vez más.

    A menudo, Ángel se preguntaba cómo Miriam podía aguantarle. Evidentemente, él no era la mejor pareja del mundo. A su infinita pasión por la lectura, le tenía que sumar su obsesión por estudiar todo lo que tenía que ver con su carrera, como si necesitara darle sentido a todo lo que había estudiado. Esa elección que, hacía ya más de 20 años, nadie supo comprender. En una familia llena de médicos y militares, el señorito había decidido estudiar Historia.

    Cuando pensaba en ello, volvían a tronar en sus oídos las palabras de su padre. No pensarás vivir de eso, ¿Verdad?.

    Aquello había caído como un jarro de agua fría sobre su conciencia. En el fondo estaba seguro que su progenitor tenía razón. Jamás había podido vivir de ello y no creía que a estas alturas, fuera a cambiar. Pero en aquel momento de su vida, no había sido capaz de transmitirle a su padre la pasión que en él despertaba la historia. No era fácil comunicarse con él.

    El tiempo le estaba dando la razón a su padre, aunque este ya hacía unos años que no podía verlo, al menos no de forma directa. Tanto padre como hijo eran creyentes por lo que estaba seguro que lo estaría viendo desde algún cielo, rodeado de más militares comentando joder, mira que se lo dije, terminará por ser el más culto de las listas del paro.

    La sensación de cansancio empezaba a ser excesiva. Eso explicaba que su mente ya no pudiera centrarse en la lectura. Apagó la pequeña luz de su mesa de estudio, pero no puso en orden aquella maraña de papeles, ya lo haría en otro momento. Al fin y al cabo mañana en cuanto llegara del trabajo, pensaba seguir con su estudio en cuanto hiciera dos o tres cositas en casa, por aquello de que Miriam no le pegara la bronca, totalmente razonable por otro lado, por no hacer nada por mantener la limpieza y el orden en su casa.

    Arrastrando levemente los pies, el cansancio ya no le permitía ni levantarlos con fuerza del suelo, llegó hasta la habitación. Se quitó la ropa y con una camiseta vieja que tenía ya mil quinientos colores de todo lo que había desteñido, se metió bajo el edredón en una noche fría del mes de enero.

    Al acercarse a la espalda de Miriam, sintió el calor de su cuerpo y el placer de cerrar los ojos y sentirse, al fin, en casa. Abrazado a la mujer con la que compartía la vida y por fin, desconectado de esos libros que le sorbían el tiempo, la salud y el seso, como al Ingenioso Hidalgo.

    El cuerpo de Miriam se apretó contra él, como si quisiera eliminar el espacio que pudiera quedar. Él abrazó con fuerza la cintura pequeña y morena que conocía bajo aquel camisón azul oscuro que reconocía y apreciaba por lo bien que le quedaba. De pronto el cansancio se volvió insoportable.

    Oliendo el pelo moreno de su atractiva pareja, empezó a conciliar el sueño, con un último vistazo al despertador que le recordaba que en un par de horas sonaría con el fin de seguir amargándole la vida en esa absurda oficina, de la que se planteaba salir huyendo. Pero no podía, o no sabía. Estoy muy cansado pensó, y finalmente, se quedó muy dormido, con una mano en el pelo de Miriam y la otra en su cintura, sintiendo ese calor que emanaba de su cuerpo y que le hacía sentirse tan bien, tan dichoso, tan libre.

    Capítulo I: La Giralda nos vigila.

    Benito había estado bebiendo unas cervezas. Quedaban más de tres horas para las 5 de la tarde. Esa era la hora.

    Había quedado con ese hombre en la puerta de la Maestranza, para ser más exactos, en la puerta del museo taurino.

    A pesar de ser enero, ese mediodía Sevilla se empeñaba en dar calor. Al menos él sentía calor, y eso que hoy se había duchado y afeitado a media mañana.

    Había salido de la pensión con la sensación de limpieza que sentía los domingos cuando era pequeño. Pero, a pesar de haber salido impecable, empezaba a sudar, él creía que era por el calor que hacía esa mañana en Sevilla, pero la cerveza empezaba a hacer efecto y se encontraba en ese plácido estado letárgico que le separaba de la realidad, de su mierda de realidad.

    A sus cincuenta y seis años, había trabajado toda la vida en el banco. Hasta que se empeñaron los muy hijo putas en prejubilarlo, y la zorra de su ex mujer, en expoliarle piso y pensión.

    Joder pensaba, ella todavía podía trabajar, porque coño le tenía que pasar él una pensión a esa. Sus hijas pasaban de él, sin contemplaciones. Seguramente, sus continuas borracheras, habrían contribuido a ello. Pero él no recordaba haberse portado mal con ellas, con ninguna de las dos.

    –Sebas, ponte otra Cruzcampo–, le espetó al camarero que le miraba desde el final de la barra, como si intentara ignorarle, para que se fuera antes de beberse la producción de la Cruzcampo de ese año.

    Benito debía pesar cerca de 140 Kg en no más de un metro y medio. Pero cuando uno se bebe al menos dos dígitos de litros de cerveza al día, con sus tapitas correspondientes, y su único ejercicio es ir de la pensión cercana a la catedral, hasta los bares de siempre que distan 100 pasos, para luego volver varias horas más tarde, al borde del coma etílico, se cogen kilos sin sentir.

    Eso sí, tenía una buena razón. Su vida desde que el banco le prejubiló se había convertido en una pesadilla. No le llegaba la pasta más que para esa vida de mierda. Al menos eso pensaba él.

    Por eso se veía en la necesidad de contarle lo que sabía a aquel tipo guaperas con el que había quedado dentro de unas horas en la maestranza, pensó mientras se pasaba la mano, ya algo torpe por el alcohol, por la solapa de su traje marrón claro. Le quedaba algo apretadito, pero todavía le hacía parecer un señor, o al menos sentirse como tal. Si, el guaperas le podía pagar una pasta si la información era buena, y él sabía que lo era.

    –Sebas coño, la cerveza.–, dijo con un tono algo más desagradable que la última vez que lo había pedido.

    – ¡Tormento!– Le contesto Sebastián con aire guasón.

    –Hoy te has puesto de primera comunión. Pareces el hermano rico del muñeco de Michelín–, le dijo el camarero mientras le colocaba el vaso de cerveza chorreante aún.

    – ¿Qué quiere el señorito, olivas, cazón, boquerones, acedías, o…?

    –Pon lo que te salga de los cojones, pero pon una miajita más de lo normal, que parece que el bar fuera tuyo, joder.–

    –Por supuesto señor, seremos generosos con la tapa, que no se diga que no cuidamos a nuestro cliente más fiel–, contestó irónico el camarero mientras se separaba del lugar donde se había apostado Benito, en el extremo de la barra.

    Pasó el trapo de forma lacónica por la barra, como si no hubiera tenido otra tarea en toda su vida. Puso un plato con cuatro trozos de cazón en adobo algo más grasiento de lo normal y volvió a su extremo de la barra, esperando que algún guiri despistado entrase en el bar para tener entretenimiento.

    Benito pinchó con el mismo palillo que tenía en la mano uno de los trozos de pescado que le acababan de poner, bebió un trago de su caña y se pasó la servilleta por el bigote, desarreglado y mal cortado, intentando con ello borrar toda evidencia de lo que acababa de ingerir. Su aire seguía siendo distraído, taciturno. Se debatía entre lo que sabía que tenía que hacer, contarle al niño bonito lo que sabía a cambio de una indecente cantidad de dinero y, por otro lado, seguir guardando el secreto que con tanto celo profesional había guardado durante años, los doce últimos años de trabajo en el banco, cuando le asignaron el acompañamiento a los clientes que tenían una caja de seguridad.

    Durante todo ese tiempo, debió ver a la señora y a su hijo al menos treinta veces. Era como si ambos necesitaran tocar el contenido de aquella caja para comprobar que seguía allí, que nada cambiaba en su interior.

    En ese momento entraron en el bar dos rubias con pinta de yanquis, carita de Pegui despistadas y pidieron dos cañas. Miraron de soslayo hacia la esquina de la barra, donde encontraron los ojos algo vidriosos de Benito, que las miraba sin más interés que el que los machos de una especie tienen por ver a las hembras de su misma especie, solo con mirada de interés sexual. Aunque ciertamente, Benito estaba centrado en sus divagaciones sobre como ordenar la información que pensaba brindarle al nene esa tarde.

    Joder, él que siempre había sido un guardián silencioso, estaba a punto de romper con lo único que aún respetaba, el silencio profesional.

    –Sebas, mi vaso está vacío–, ponme otra cervecita, por favor.

    Parecía que la presencia de las dos rubias veinteañeras había devuelto cierto tono educado a Benito.

    Seguía pensando en el cómo y el cuándo. En como vio por primera vez aquellos documentos y cuando sucedió esto. El cómo fue totalmente fortuito, en realidad se había colocado frente a la señora con el interés por verle cruzar las piernas. La señora seguía teniendo a sus, por lo menos cincuenta años, unas largas piernas que lucía morenas y con faldas quizá algo cortas para su edad. Era toda una señora sevillana, al menos en apariencia, ya que su apellido y su acento delataban que había nacido, sin duda alguna, al norte de los Pirineos.

    En cierta ocasión anterior había tenido la impresión de ver unas delicadas braguitas negras de encaje al cruzar las piernas la señora, por lo que creía, que el acto reflejo de cruzar las piernas con el mirando con cara de embobado, podía repetirse y volver a disfrutar de aquella vista que recordaba como algo celestial. En eso estaba pensando mientras miraba, no sin cierto descaro las piernas de la señora, cuando sus ojos se cruzaron con los del niño. Era ya un chaval de unos veintidós años, con los mismos ojos de su madre, y por lo visto, con la misma mala folla del padre. Se vestía como un Lord Inglés, con el pelo engominado que casi parecía artificial, chaqueta azul y pañuelo anudado al cuello. Pero en ese momento a Benito le pareció que el niño estaba a punto de soltarle dos leches por haberle intentado mirar la entrepierna a su madre. Decidió carraspear, retirar los ojos de las puertas del cielo de la madre y, mirando al suelo como si solo estuviera esperando el final del cuadro, retornar la caja a su lugar en la pared.

    Mientras hacía esto, fue rodeando la mesa sin un rumbo fijo, con el único pensamiento de que el niño no dijera nada de lo visto, ya que si lo decía, vería su trabajo en peligro. En esto estaba, cuando, por instinto animal, levanto los ojos del suelo para ver si el puto niño seguía mirándole y encontró, por sorpresa, los papeles que la señora estaba guardando en la caja. Le sorprendió que parecieran muy viejos, de pergamino, medio enrollados. Pero lo que más le sorprendió fue una marca, en el exterior, como realizada a fuego. En ella se veían dos tíos subidos en un caballo con un círculo alrededor, como un sello antiguo y desconocido, al menos en aquel momento, para él. Aunque, sinceramente, lo más sorprendente fue la reacción de los dos clientes, que hicieron barrera con sus cuerpos, como si acabasen de cumplir la orden de interponer sus vidas entre los documentos de su caja y el gordo cabrón que estaba intentando verlos.

    A las dos rubitas de las narices, que él suponía hablaban en inglés, los idiomas nunca fueron su fuerte, se les unió un maromo negro, de cerca de dos metros de alto y con unas espaldas como el recinto del ferial. El negro había pedido una Coca-Cola Light, y Sebas, al servírsela, había sonreído de un modo un tanto socarrón mirando hacia Benito, que le devolvió el gesto. Entre los dos el gesto significaba algo así como, si, mucho macho negro, seguro que se las zumba, pero el muy maricón pide una Coca- Cola Light. Como no se enteraba de la conversación entre los tres guiris, que parecían divertirse mucho con algo que contaba una de las chicas, volvió a rememorar lo sucedido aquel primer día que vio los papeles.

    De eso hacía al menos doce años, pero recordaba perfectamente como, tras cerrar la caja, la señora posó sus dulces ojos azules sobre los de él, mirándole desde arriba. Por supuesto, la señora debía medir fácil 20 centímetros más que él, y con cierta dulzura cómplice, le había pedido, por favor y con ese acento francés que le ponía tan cachondo, que guardara la caja en su sitio. El niño, no estaba muy feliz de lo que había observado, pero tampoco parecía que fuera a chivarse a mamá de que el gordo le miraba la entrepierna cuando esta se descuidaba. No, los pijos de la calaña de estos, no comentaban esas cosas y al fin y al cabo, el niño era un tío, y él también lo habría hecho alguna vez, a no ser que fuera un gay de cuidado.

    En ese momento Benito aún no sabía que esa visión del pergamino marcaría gran parte de su vida, y aun menos imaginaba que podría reportarle beneficios económicos en otro momento de esta.

    Ese momento que ya estaba más próximo, eran las cuatro y él tenía que empezar a andar hacia la maestranza si no quería llegar tarde, y desde luego, eso no lo quería ni de broma. Dejo un billete de 20 euros sobre la barra, diciendo, –Sebas, cóbrame– mientras miraba de soslayo el culo a una de las guiris.

    Benito ya había perdido la esperanza de volver a tener una hembra así entre las manos. Pero, quién sabe, a lo mejor con la pasta que le iban a soltar por contar dos cositas, era posible, solo posible, que se pudiera arrimar a alguna golfa de esas eslavas que ahora pueblan los garitos de lucecitas de las carreteras. Sonrió de forma un tanto mordida, como un lobo relamiéndose al pensar lo que le podía deparar la noche, casi con toda seguridad.

    Tomó las vueltas y salió, con cierta torpeza y no demasiado equilibrio caminando hacia la Giralda. El aire fresco de la tarde le haría bien para despejarse un poco y para eliminar esa sensación de sudor sucio que empezaba a acompañarle.

    Estaba seguro que esa tarde le iba a tocar, de una puta vez, ganar en algo.

    Capítulo II: Bajo la protección del hogar

    Madeleine acababa de despertarse. Debía ser bastante tarde. Traspasando el denso cortinaje de la ventana de su habitación empezaba a pasar algo de luz, lo cual le indicaba de forma clara que ya habían pasado las doce del mediodía.

    Volvió a acurrucarse bajo el fino edredón, buscando el calor que todavía reinaba en la cama, como no queriendo despertar. En el fondo, pensó, tampoco tengo nada urgente que hacer.

    Recorrió con su mirada lo poco que se veía de su enorme dormitorio hasta llegar al despertador que estaba en su mesilla izquierda. Cuando se lo regaló su hijo, pensó que no lo pondría nunca al alcance de su vista, era uno de esos despertadores digitales con números verdes y que, según lo veía ella, quedaba como un arma en un altar en medio de un dormitorio clásico y con cierto aire dieciochesco.

    Pero un día cedió a la práctica de poder ver la hora sin moverse demasiado en la cama.

    Tal y como ella pensaba, eran las doce y cuarto. Suspiró como si el esfuerzo de levantarse superara sus capacidades físicas. Se quitó en un rápido gesto la ropa de encima para sentarse en el borde de la cama buscando con los ojos cerrados y a tientas las zapatillas que había dejado allí cuando se acostó.

    Llego hasta el baño y al encender la luz vio su imagen reflejada en aquel enorme espejo. A veces no se reconocía. Hacía dos meses que había cumplido los sesenta y cinco años, pero seguía conservando un atractivo interesante, al menos eso era lo que le decían, y lo que ella creía ver reflejado en aquel espejo.

    Abrió el grifo del baño con la intención de llenar la bañera y empezar el día poco a poco. Pero cuando sus dedos jugueteaban con la temperatura del agua, alguien llamó a la puerta de su alcoba.

    –Mamá, Il est midi passé, tout va bien?–

    Evidentemente se trataba de su hijo. Era el único que hablaba en francés con ella en esa casa.

    –Sí hijo mío, estoy bien, preparándome el baño. ¿Podrías decirle a Anselma que me prepare un café y algo que comer? Y que me lo suba al baño, quiero arrancar el día con tranquilidad–.

    –Claro. Te recuerdo que esta tarde tenemos que preparar nuestro viaje de control a Portugal y nuestra visita para ver la documentación, lo recordabas, ¿Verdad?–

    Se acercó a la puerta tras ponerse un batín sobre su cuerpo ya desnudo, abrió con cierta urgencia encontrando a su hijo con la oreja prácticamente pegada a la puerta.

    –Creo que nunca lo he olvidado, cariño.– dijo mientras Jacques separaba su cara de la puerta.

    –También creo que deberías quitarte esa manía de hablar a voces y la de escuchar tras las puertas. Vas a cumplir 46 años, y a veces te comportas como cuando tenías seis. Dame un beso de buenos días hijo y haz lo que te he pedido. Esta tarde lo planificaremos todo.–

    Jacques dejó la planta alta de la casa y bajó a la cocina para dar curso a las instrucciones de su madre.

    Desde pequeño, le habían instruido para cumplir con fe ciega las órdenes de sus familiares mayores y de sus superiores.

    Tras dejar las cosas de su madre organizadas volvió a su biblioteca, su Santa Sanctorum. Como buen historiador, era una rata de biblioteca, con cierta forma física adquirida a golpe de gimnasio, pero seguía siendo una rata de biblioteca.

    Ante él aparecían varios volúmenes en latín sobre la primera cruzada. En eso se había especializado tras estudiar la carrera y hacer varios doctorados en diferentes universidades. Pero tampoco tenía otra posibilidad dado el origen de su familia y la descomunal obra que se les había encomendado desde bien jóvenes.

    Madeleine se sumergió en el agua caliente con extremo placer, mientras Anselma le servía el café con unas tostadas con aceite y jamón. En ese momento pensó que definitivamente sus desayunos ya eran totalmente españoles, no había nada menos francés que desayunar eso. Bueno pensó, al fin y al cabo, llevo más de 40 años en este país. Ya hace tiempo que soy más española que francesa. El aroma del café y el calor del agua, le produjo un placer que la alejaba de todo lo que tendría que hacer en los próximos días. Dios mío, exclamo, me empieza a cansar esta delicada misión que hace más de seiscientos años colocaste sobre las espaldas de mi familia. Mientras decía esto, apoyó el cuello en el sitio que para ello tenía la bañera y dejo correr un chorro de agua desde la esponja sobre su pecho, percibiendo el calor del agua y disfrutando de ello.

    Jacques ya había preparado toda la intendencia del viaje a su casa de Portugal, cerca de Torres Novas. Era una finca agradable y aislada de la civilización, donde se retiraban al menos seis veces al año. Aparentemente para disfrutar de sus caballos de pura raza portuguesa, realmente para poder supervisar el estado en el que se encontraba la misión.

    Estaba leyendo en latín un libro con apariencia de nuevo, pero que se trataba de una re edición de la sentencia dictada contra Los Templarios. Según todos los historiadores, la mayor aberración procesal cometida en Europa. Entró su madre con el pelo aún algo húmedo y recién vestida con la elegancia habitual en ella. De no ser por el leve desorden de su largo pelo rubio, parecería que estaba dispuesta para salir a comer en alguno de los mejores restaurantes de Sevilla. Su madre siempre desprendía ese agradable olor a incienso de hierbas aromáticas que hacía a Jacques volver por un instante a su niñez al cerrar los ojos.

    –Veo que ya estás plenamente activa, madre–, le dijo sin ni tan siquiera levantar los ojos del libro que seguía leyendo no sin cierto desdén, como si lo releyera de nuevo buscando algo que hubiera pasado desapercibido.

    –Nada como un baño y un café para recuperar toda la capacidad cerebral, hijo mío. ¿Ya has terminado todos los preparativos?– Contestó Madeleine, con el fin de ponerse a trabajar en ello si fuera necesario.

    –Todo está preparado, mamá. Todo menos la seguridad para trasladar algunos documentos, contesto Jacques.

    –Comprendo. No creo que la seguridad normal sea suficiente en este caso, pero tampoco creo que debamos montar un numerito. Sería bueno seguir pasando lo más desapercibidos posible, ¿No crees?– Dijo ella en un tono que parecía más una orden que una sugerencia.

    –Por supuesto que sí–, contestó Jacques cerrando de golpe el libro y mirando a los ojos de su madre, mientras sonreía a esta, dándole a entender que ambos eran de la misma opinión.

    –Opino que con seis hombres llevaríamos seguridad suficiente sin parecer un transporte blindado. Dos serán los habituales y traeremos dos de los más fieles de la oficina de París. Los otros dos, pueden ser de nuestros amigos de Marbella. Serán mercenarios, pero al estar bien pagados, no creo que sean un problema.– Jacques creía seguro haberlo planificado a gusto de su madre.

    –No, contesto su madre, no quiero poner en conocimiento de París este operativo, y menos aún de tus amigos de Marbella–, dijo enfatizando el tus aclarando que eran amigos de su hijo, que ella nunca había aprobado.

    –No, repitió. Creo que es preferible desplazar a tres de nuestros hombres de Sevilla, de los que nos custodian de forma habitual. A ser posible, ningún francés, solo españoles o portugueses.– Ahora sí que Jacques no tenía ninguna duda que se trataba de una orden.

    –Sincèrement, me fío más de los franceses que de estos, pero tú mandas, madre–. El tono de Jacques se había enfriado en el final de la frase.

    –Entonces que así sea, españoles y portugueses. No es por llevarte la contraria, pero si en París conocen este movimiento, podemos tener alguna filtración desagradable. ¿Comeremos juntos hoy?– confirmó ella.

    El salto en la conversación de su madre cogió a Jacques en fuera de juego.

    –Claro- balbuceó, como perdido por ese cambio de tema tan rápido.

    –Pues voy a secarme el pelo y a hacer unas compras por Nervión. Nos vemos a las tres y media en La Hostería del Laurel, ¿De acuerdo?–

    –Está bien mamá, que usted lo compre bien, sea lo que sea. Creo que yo me quedaré estudiando un ratito más antes de salir a tomar el aperitivo–, contestó él volviendo la vista a los libros.

    –Bien cariño, pero ten cuidado, que eso libros te van a sorber el seso–, le contesto mientras sonreía de forma socarrona mirando a su hijo por encima del hombro, esperando que sus palabras provocaran la desaprobación de Jacques.

    –Maman, ne vous inquiétez pas.–

    Madeleine subió la escalera con una frescura impropia de su edad, pensando ya en disfrutar de su pequeño ratito de compras.

    Capítulo III: A cambiar....

    Llevaba todo el día en la oficina muerto de sueño. Gracias a Dios, pensó Ángel, hoy es viernes, y a las tres de la tarde cerramos el chiringuito hasta el lunes.

    Su trabajo no era demasiado entretenido, era responsable de cobros del departamento financiero de una multinacional holandesa de la alimentación. A veces pensaba que hacía él, Doctor en Historia, trabajando con cifras. Recordaba los comentarios de alguno de sus profesores que consideraban las matemáticas como un invento del diablo. Lo cierto es que en días como este, con el cansancio de haber estado leyendo horas de más durante toda la semana, su trabajo le resultaba especialmente anodino.

    Cogió el teléfono móvil y marco el número de Miriam. Ella trabajaba como maquilladora en una cadena de televisión, por lo que, cuando no estaba maquillando en ese preciso instante, solía tener tiempo para hablar con él.

    –Hola Cariño, ¿Puedes hablar?–. La voz de Ángel sonaba tan cansada como realmente estaba.

    –Por supuesto, acabo de terminar con un payaso de los que han salido de un reality show y no creo que tenga más que hacer en toda la mañana, ¿Cómo estás? Muerto de sueño, seguro–, le contestó ella poniendo cara de saber la respuesta.

    –Algo sí que tengo. ¿Y tú? ¿Te desperté en algún momento?–

    –No, solo te sentí cuando te metiste en la cama, pero no sé ni qué hora era. Por cierto, ¿te acuerdas que hemos quedado para cenar hoy con Luis y Aurora?– Preguntó Miriam segura que no lo recordaría.

    –Joder no, se me había olvidado, pufff… Tendré que intentar dormir un poco esta tarde o va a ser una cena muy aburrida, al menos por mi parte–.

    –Creo que sí. Intentaré no hacer ruido cuando llegue, por si estás durmiendo–, contesto Miriam.

    –Gracias cielo. Bueno te tengo que dejar, el plasta de mi jefe quiere verme, seguro que tiene algún regalito de viernes a última hora–, dijo Ángel, con voz algo cansada.

    –No te quemes, te queda un ratito y se acabó hasta el lunes, un beso, te quiero–. Miriam lanzo el beso sintiéndolo por el teléfono.

    –Y yo a ti, un beso cariño.–

    Colgó el teléfono y se levanto de la silla sin muchas ganas de ver a su jefe de departamento. Llevaba en la empresa cerca de 18 años, desde que acabó la carrera y un antiguo compañero le dijo que había una vacante en su empresa, que podía cogerlo mientras terminaba el doctorado y encontraba algo relacionado con la Historia.

    Con la misma carencia de ímpetu que se había levantado se dirigió hacia el despacho de Andrés Martín, su jefe directo, un contable de los de siempre venido a más por llevar toda la vida en la empresa y, durante ese tiempo, haberle hecho la pelota a todos los directores financieros que había tenido. Se aproximó a la puerta, que estaba abierta, aflojándose el nudo de la corbata. Toco en el marco diciendo; 

    –Hola Andrés, ¿Querías verme?–

    –Sí Ángel, pasa y cierra la puerta, por favor.–

    Esa respuesta le dejó frío. Es cierto que su jefe no era la alegría de la huerta, pero el tono y su cara, transmitían que algo de lo que le iba a decir no era del todo bueno.

    Cerró la puerta tras de sí y se sentó dejando caer su cansado cuerpo en la silla de la derecha. El despacho de Andrés era tan aburrido como él mismo, pero tenía luz de la calle, y eso lo convertía en un espacio más agradable. Miró a los ojos de Andrés y pregunto:

    –¿Qué pasa?–

    –Ángel, dijo sin fuerza, esto no va a ser fácil. Llevamos muchos años trabajando juntos, no entiendo porque me han dejado a mí esto,– comentó como entre dientes,– pero tendré que hacerlo. Te decía, que llevamos muchos años trabajando juntos, pero me han pedido que te comunique que, que, que tenemos que reestructurar el departamento y sobra gente.

    –Andrés, me vais a trasladar o a echarme, y deja de dar vueltas absurdas, que estoy muy cansado para seguir una de tus divagaciones–.

    Andrés se quedó descolocado por la rapidez de la respuesta de su interlocutor. Esperaba algo así, pero no tan rápido. Pasados un par de segundos salió de su estupor y repuesto, contestó a la pregunta.

    –A la calle, con todo lo que tienen que pagar más 6000 euros como gratificación por los servicios prestados y para que no vayas a incordiar con denuncias–.

    Ángel se quedo un poco helado.

    –Coño Andrés, o te pones a dar vueltas o te pasas de directo. ¿Cuándo será efectivo?–

    –Hoy, ahora, ya sabes como son estas multinacionales, no quieren que estés mucho por aquí–.

    La cara de Andrés pedía perdón por las formas. Sus ojos decían, si solo soy un mandado.

    –Excelente, ¿Me llevo mis cosas en una caja de cartón, como los americanos? O puedo volver el lunes a por ellas–.

    Ángel se incorporó en la silla como preparado para defenderse de un ataque inminente. Se sentía agredido en su fuero más interno.

    –Mejor si te las llevas, pero tampoco sería un problema que vinieras a por ellas el lunes a última hora–. Andrés dejo de mirarle para fijarse en una carpeta sobre su mesa de la que extrajo toda la documentación que tenían que ver y firmar.

    –Dame los papeles que vea si me cuadra, recojo mis cosas y me piro, que os den mucho por culo, dieciocho años y me tiráis a la calle un viernes a última hora, como si fuera a robaros algo, que maravilla.

    –¡Venga! ¡Que me des los papeles! A ver si podemos terminar con esto–. Se levantó mientras lo decía pensando en salir de allí lo antes posible.

    Pasada una hora desde esa reunión, Ángel estaba ya en su SEAT Ibiza camino de su casa. Todavía no había llamado a Miriam y sintió que ya podía hacerlo sin el odio que había tenido en los primeros minutos.

    Marcó en el teléfono el número y Miriam lo cogió casi sin dar tonos.

    –Hola Cariño, contestó ella. ¿Ya saliste?–

    –Sí, y para siempre.–

    –¿Qué? ¿De qué hablas? ¿Qué ha pasado?– contestó Miriam sin comprender que había pasado en la hora desde su última conversación.

    –Pues eso, que me han despedido. Eso sí, me han soltado una pasta y tengo dos años de paro. A lo mejor es mi oportunidad de hacer algo que me guste en vez de seguir a morosos por teléfono–. Ángel sonreía irónicamente mirando hacia delante con la vista perdida a cien metros de donde estaba.

    –Jo cariño, lo siento, pero, ¿Te han dado alguna explicación? O algo–.

    –Sí, que tenían que reestructurar y me ha tocado. En el fondo, casi es un alivio. Estaba hasta las narices de hacer un trabajo que no me gustaba y para el que no estaba preparado. A lo mejor es bueno, no sé, no sé, ya veremos .–

    –¿Cómo te encuentras?– Miriam ahora si sonaba preocupada.

    –Creo que tranquilo, cuando llegue a casa y duerma un rato, podré pensar mejor–.

    Bueno cielo, no te preocupes, seguro que es para mejor, y no tenemos que agobiarnos por el dinero, ¿No? Sonaba conciliador, tranquilizador, o al menos eso quería transmitir ella.

    –Seguro que es para mejor–, contesto Ángel con una sonrisa incierta en la cara, se debatía entre el sobresalto del momento y el alivio de librarse de una parte de su vida que aborrecía desde hace años.

    –Seguro mi vida, vuelvo lo antes posible a casa, ¿Vale?–

    –No te preocupes– dijo Ángel antes de colgar,– te quiero–.

    –Y yo a ti, un beso–, contestó Miriam con un tono de voz algo preocupado.

    Ángel solo quería dormir, ya pensaría en alguna solución, no era urgente, solo lo era descansar.

    Capítulo IV: El final de la cuenta atrás.

    Su reloj ya marcaba las cinco y diez de la tarde. Estaba nervioso. En la acera en la que estaba esperando empezaba a dar la sombra y el sol estaba comenzando a esconderse. Benito se había despejado algo con el paseo que acababa de dar hasta la Maestranza, rodeándola para colocarse cerca de la puerta que daba acceso al recinto y al museo taurino.

    De pronto vio detenerse un Audi A8 negro con los cristales tintados justo delante de la Puerta del Príncipe. De la puerta de atrás, que se abrió casi en marcha, bajaba con una flexibilidad envidiable, al menos para él, que se sentía incapaz de bajarse del coche sin tomar apoyo en ningún lado, un hombre alto, con el pelo rapado como los marines americanos que salían en las películas.

    Lo primero que le llamó la atención, fue que no era la persona que él esperaba, eso no le hacía sentirse muy cómodo. Segundos después, el vehículo se detuvo totalmente unos cuatro o cinco metros más adelante. El rubio enorme se acercó a la puerta delantera derecha y la abrió dando un giro sobre sus pies para, de una sola pasada, revisar todo el perímetro. Seguro que se trataba de un guardaespaldas. En ese momento, teniendo en cuenta que estaba parado en un punto prohibido el vehículo, un taxi pasó pitando e increpando desde dentro del habitáculo, pero no consiguió inmutar a ninguno de los tres hombres que habían llegado en el coche.

    Benito seguía mirando la escena, como si se tratara de una película que rodasen frente a él, hasta que, fijándose en el hombre que bajaba del coche comprobó que se trataba del guaperas con quien había quedado.

    Empezó a moverse no sin ciertas dificultades para recorrer los no más de diez metros que le separaban de su cita. El guardaespaldas le revisó de un vistazo, como si pudiera ver si era o no peligroso con solo mirarlo. Benito pensó que el maromo gilipollas no debía saber a quien estaba mirando con ese desprecio.

    Lo cierto es que al guardaespaldas no le importaba especialmente. Su misión era comprobar que no había riesgo para su jefe y, evidentemente, ese retaco rechoncho no era peligro para nadie por lo que tampoco tenía que fijarse más en él.

    Giovanni miró a su interlocutor como queriendo comprender que podía ofrecerle tamaño elemento. Había hablado con ese hombre dos veces antes de esta reunión, solo la segunda cara a cara, pero no dejaba de sorprenderle que este señor tuviera la información que tanto llevaba buscando. Giovanni era un hombre con marcados rasgos latinos, moreno, de ojos verdes, alto y bien parecido, con una penetrante mirada y una presencia que demostraba cuidados en lo físico y serenidad en lo emocional.

    Benito rompió el fuego de la conversación.

    –Que, pasamos para dentro o vamos a seguir aquí a la vista de todos–.

    –Buenas tardes, Benito–. Replicó Giovanni con un suave gesto, brindándole la mano que el otro estrechó sin mucha convicción. Tenía un suave acento italiano, apenas perceptible en frases tan cortas.

    –Me alegro de volver a verte Benito, ¿Estás bien Benito?–

    Al antiguo empleado de Banca le ponía nervioso que dijera su nombre prácticamente en cada frase. La verdad es que el guaperas le ponía bastante nervioso desde el principio de su relación.

    Giovanni le indicó con la mano izquierda el camino hacia la entrada del museo, cediéndole el paso con una sonrisa que a Benito se le antojaba hipócrita y forzada. Por otro lado, qué coño, este tío no era su amigo, pensó Benito. Era su salvación económica, pero nada más. En ese momento le hubiera gustado tomarse una cervecita que le calmara los nervios.

    Paso delante mirando de reojo al guardaespaldas que les seguía a unos siete u ocho pasos. Al llegar a la puerta, Giovanni pagó las tres entradas, sin decir nada a la persona de la taquilla. Solo hizo el gesto con la mano. Comenzaron a pasear por dentro sin mucho interés por lo que encontraban a su paso.

    –Bien Benito, cuéntame lo que quiero saber .–Disparó a bocajarro Giovanni.

    Benito contestó, no sin cierto nervio.

    –Primero el dinero, sesenta mil euros, que es lo que pactamos.

    –El dinero lo lleva él, ese caballero que viene tras nuestros pasos. Tiene la orden de dártelo a un gesto mío. Pero eso solo sucederá si me proporcionas la información que hemos pactado.

    –No temas nada, no me interesa estafarte, solo quiero que me digas lo que quiero y esto se resolverá bien para ambas partes–, respondió Giovanni sin alterarse lo más mínimo.

    Su voz era tan plana, tan neutra que Benito no era capaz de comprender si estaba enfadado, nervioso o tranquilo como aparentaba.

    Benito asintió sin mucha convicción, pero tampoco tenía más salidas. El guaperas no lo sabía, pero era su única oportunidad. Se acercó a Giovanni, dando la espalda al escolta, para decirle algo al oído. Giovanni relajo sus brazos adoptando una posición

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