Discover millions of ebooks, audiobooks, and so much more with a free trial

Only $11.99/month after trial. Cancel anytime.

Un tal JB 2aEdición
Un tal JB 2aEdición
Un tal JB 2aEdición
Ebook231 pages2 hours

Un tal JB 2aEdición

Rating: 0 out of 5 stars

()

Read preview

About this ebook

JB entrecierra los ojos. Es su oportunidad. Aparta de un manotazo el brazo armado de Toni con la izquierda. Dispara la derecha contra su mandíbula, martillo pilón, y lo tira de espaldas. Laura ahoga un gemido. Sabe que todo se ha ido a la mierda. JB se lleva la mano derecha a la espalda y empuña el revólver. Apunta contra Toni, que ya se levanta, navaja en mano. Dispara sin más y una llamarada amarillo-anaranjada brota del caño del arma. La bala percute en el cuello del chico y lo tira al suelo con furia.

LanguageEspañol
Release dateApr 15, 2016
ISBN9789895133017
Un tal JB 2aEdición
Author

Joan Bohigues

Joan Bohigues nace en Cullera, y es Licenciado en Historia Contemporánea por la Universidad de Valencia. Estudia guión en la UIMP de Valencia y en San Antonio de los Baños, Cuba, con Manolo Matjí, José L Borau, Juan Madrid y Robert Mckee, entre otros. Escribe el guión de los cortometrajes, “La Esponja”, “Apariencias” y “Enabódate”. Ha publicado, en catalán, tres novelas dentro del género negro, “Soldada Roja”, Carn Magolada” y “L’Agenda del Sicari”.

Related to Un tal JB 2aEdición

Related ebooks

Police Procedural For You

View More

Related articles

Related categories

Reviews for Un tal JB 2aEdición

Rating: 0 out of 5 stars
0 ratings

0 ratings0 reviews

What did you think?

Tap to rate

Review must be at least 10 words

    Book preview

    Un tal JB 2aEdición - Joan Bohigues

    Una mala jugada

    ― 1 ―

    La dulce María y el Love Feroz

    Llueve. Sigue lloviendo. Aunque no hace frío.

    Hace dos semanas que, de manera intermitente pero pertinaz, no cesa de llover.

    Dos, tres gotas frías encadenadas barren la costa valenciana. El cambio climático, dicen algunos. Inundaciones, coches que flotan como corchos, algunas víctimas.

    La calle Cuenca es un verdadero torrente. La gente corre, los paraguas escupen el implacable bombardeo.

    El cielo se ha cubierto de negro. La ciudad está sumida en las tinieblas, las luces de los autos fantasmagórica luminaria.

    JB, cargado con las bolsas de Mercadona, se dice que ya está más que harto de la puta gota fría. Le traen al pairo las especulaciones de los científicos al respecto. Lo único que le preocupa en aquellos instantes es no mojarse. Cosa difícil, no ha tenido la precaución de coger el paraguas.

    Maldice entre dientes y se lanza a la carrera. Pegado a las fachadas busca la protección de los balcones, chapotea,intenta esquivar los desagües. Al pasar junto al jardincillo, delante del cuartel de la Guardia Civil, resbala con una de las mierdas que lo jalonan. Está a punto de romperse la crisma, pero con una pirueta increíble consigue mantenerse en pie.

    ― ¡La madre que os parió!

    JB se refiere a los putos perros. Mejor aún, a los putos dueños de los canes.

    ― Al próximo que vea que no recoge la caca se la traga. Palabra.

    Mojado de pies a cabeza ― se veía venir ― se detiene ante su portal.

    Deja las bolsas en el suelo y lucha a brazo partido con la cerradura. Hace ya una semana que el jodido cerrajero tenía que arreglarla.

    Ve de reojo la silueta del guardia dentro de la garita, en la esquina del cuartel. Le parece vislumbrar una sardónica sonrisa bajo el casco.

    Seguramente son imaginaciones suyas. Bastante tiene él, allí, aferrado al arma, pendiente de cualquier actitud sospechosa.

    Muchas veces, al salir de casa, JB recuerda a su amigo Emiliano. Una noche de verano, después de cenar, dan un paseo para bajar la cena, ya se sabe. Caminan siguiendo el lienzo de pared entre las dos garitas.

    De repente, Emiliano se cambia de acera sin avisar. «Imagínate que ponen una bomba», le dice.

    JB no se puede contener. Se descuajaringa de risa. No creerás que nos íbamos a salvar. La onda expansiva y todo eso. El pobre Emiliano se queda de piedra, chafado. Sin esperanzas.

    JB empuja la pesada puerta de hierro con el hombro y, por fin, consigue abrirla.

    Oye restallar el metal tras de sí, ataca los tres escalones que le llevan hasta el ascensor.

    Se detiene en el segundo, el botón le indica que alguien está bajando. Sonríe ante la halagüeña perspectiva. Sea quien sea le ahorrará luchar con las bolsas para poder abrir la puerta.

    El elevador se detiene con un chiflido y vislumbra una negra silueta a través del vidrio.

    JB muda el semblante. Sabe quién es la persona que va a abrir la portezuela en cuestión de segundos. No podía ser otra. La gordita del cuarto.

    Hace unos instantes se le veía enojado por la lluvia, las bolsas. Ahora luce una malévola sonrisa. Disfruta al ver cómo los ojos de la chica se abren, espantados, como dos globos chinos. Como abre la boca buscando aire, infla más si cabe el bollo de su cara. Prácticamente hace rodar su gelatinoso cuerpo hacia la calle y desaparece como por ensalmo. Sin decir ni mu.

    Solo faltaba.

    JB recuerda que antes se saludaban. Hola. Buenos días. Buenas noches. Una sonrisita. Una mirada tierna. No es una chica fea, más bien resultona. Una de esas chicas rellenitas, atractivas, que exudan limpieza. Hasta que un buen día la cosa se lía.

    Se meten juntos en el ascensor y la cría le suelta un rollo alucinante. Que si ella trabaja por las noches y se levanta a las cinco de la madrugada. Que si él se dedica a hacer ruidos y no la deja dormir. Que si su padre está enfermo del corazón y como le pase algo a su progenitor sabrá cómo las gasta ella.

    JB la mira a los ojos y se asegura, incrédulo, de que habla en serio. Pulsa el botón de stop y la máquina se para en seco. Apoya una mano con un golpetazo junto a su cabezota, porque eso sí, tiene un buen cabezón.

    ― Mira, tía, si estás de psiquiátrico ya tardas. A mí no me vengas con milongas. ¿Lo captas?

    La ve temblar como un flan, roja, a punto de la apoplejía y se obliga a tranquilizar a la chalada, no pase la cosa a mayores. Le palmea la mejilla sudorosa ― qué asco ― y le dice, cariñoso:

    ― Toma aire, relájate. Así, ¿ves como no pasa nada, tontina?

    Sin más, JB le da al botón y al poco la puerta se abre en el cuarto piso. La chica le mira sin pestañear, presa del pánico. Él la coge suavemente del hombro y la saca al rellano.

    ― Ala, Ala…, a cuidar del papá ― le dice y la deja allí plantada ― . Una loca. No te digo…

    Desde aquel día disfruta de lo lindo cada vez que se cruza con la pava. Pone cara de criminal, mueca diabólica incluida. Se parte el culo por dentro al ver el miedo que la invade.

    ¡Ah, esos pequeños placeres!

    JB se dispone a culminar la escalada cuando oye una voz que le llama.

    ― Espere, espere, JB.

    Se para con un bufido de resignación. Está claro que hoy no llega a casa. Y todavía tiene que ducharse, afeitarse y cambiarse de ropa antes de acudir a la cita. Claro que, bien mirado, todavía tiene tiempo por delante. Tampoco hay que ser agonías.

    Pese al ruido de la lluvia sabe quién es. La señora Concha, la del tercero. La matrona aprovecha la menor ocasión para endilgarle alguno de sus guisos. Es de las que creen a pies juntillas que un hombre solo no se cuida. Siempre comiendo en restaurantes cutres, la ropa sin planchar, el polvo campando por sus respetos.

    Nada, nada, en cuatro días lo pone ella hecho un pimpollo. Agua y jabón, buenos caldos, una pasadita de plancha y a correr. Se lo rifarán las chicas del barrio. Aunque no crea, no, que ya hay alguna que otra moza que bebe los vientos por sus huesos.

    Si lo sabrá ella.

    JB sabe que es la misma señora Concha la «moza» de marras. Y también que, desde que enviudó, va loca por que alguien le eche un viaje. Se da la vuelta y ve, efectivamente, a la señora Concha. Mejor dicho, ve su espalda de luchador de catch. La abultada grupa embutida en una falda de tubo imposible. Y, coronando el largo cuello, una melena planchada. Se afana por cerrar el amplio paraguas multicolor. El compacto cuerpo empuja con facilidad la pesada puerta.

    JB está en un tris de hacerse el sueco y colarse rápidamente en el ascensor. Pero, mientras la mujer avanza hacia él, ve los ojazos de María emerger tras el paraguas rosa. Queda inane, atrapado por aquellas cautivadoras pupilas color miel.

    Estudia por enésima vez el continente de la hijita adolescente de la foca: rubia, pelo cortado a lo paje, que se decía antes. Tiene una boquita de labios carnosos, que ahora lucen pintados de rojo pasión. No es muy alta, más bien menudita, se dice, pero con todo muy, pero que muy bien puesto.

    María lleva un minitop que le deja casi al aire las redondas tetitas por arriba y el vientre liso por abajo. Un piercing le orla el ombligo. El pantalón es de esos que llevan las chicas de su edad, de talle bajo. Bueno, lo del talle bajo es un decir, la braguita asomando retozona a la altura del pubis depilado.

    ― Hola ― saluda la jovenzuela de ojos picaruelos.

    JB recoge aquel «hola» estudiado, cálido, más bien húmedo. ¿Será por el ambiente?

    Dios mío, no se la ha quitado de la cabeza desde que empezó a verla entrando y saliendo del edificio, paseando el perrito por el jardín cercano. Porque, todo hay que decirlo, María es una de las que saca a su mascota un parde veces al día. Para que haga pis y caca en la calle, claro. Y no es de las que recoge la caquita después, no.

    Pero a ella se le perdona, por supuesto.

    Después, lo hace trotar un poco y se sienta en uno de los bancos del parque. Coge en brazos a Cuqui, que así se llama el afortunado animalillo. Un perrete de esos que llaman de aguas. Y lo acaricia y le hace mimos. Lo levanta en alto, a la altura de su boca y alguna vez le da incluso un beso en el húmedo hocico. Lo estruja entre sus tetas y el muy cabrón se deshace de gusto.

    ¡Quien fuese Cuqui!

    ― ¿Cabemos los tres? ― La señora Concha, la pechuga al aire.

    ― Pues… ― Duda JB, volviendo del limbo.

    JB se muerde la lengua, a punto de soltarle que no, que ella no cabe.

    ― Pues claro que cabemos ― resuelve María ―. Vamos, Cuqui.

    María tira de la correa, el móvil en la otra mano y Cuqui, de un salto, se acomoda en el cojincito de sus pechos. «Jodido Cuqui».

    La envidia corroe a JB. Deja pasar a la mujer, que le abre la puerta al verlo cargado con las bolsas.

    ― Pero, pase, pase usted. ― La arpía, desde el fondo de la cueva.

    Al final consiguen ubicarse en la cabina. JB se pega a la pared, la señora Concha enfrente, su delantera: dos afilados pitones que le señalan. María se sitúa entre ambos, de cara a su madre. El dichoso perro en brazos, claro.

    JB pulsa el botón del tercero y el ascensor se pone en marcha con un empujón. Siente el culete respingón de María a la altura de los muslos, la espalda de la chica contra su bragueta. Aspira el suave olorcillo de sus cabellos. Se congratula por tener las manos ocupadas. Lucha por controlar una incipiente erección. Sufre lo indecible, el fruto prohibido a su alcance.

    De repente, Cuqui le da un lametón a la señora Concha en los pechos.

    ― ¡Uy, que asco! ¡Nena!

    La «nena» aparta al perrito de un tirón y a punto está de tirárselo a la cara a JB. De paso aprovecha para pegarle un meneo con el culito.

    ― Perdón.

    María levanta la vista, los ojazos serenos, consciente de que lo está poniendo a mil. Abaniquea sus sedosas pestañas, cautivadora.

    JB la mira desde arriba, los senos que sobresalen del top, la erección que le aprieta el vaquero. Deseo contenido. Le clava una mirada retorcida, sucia, preñada de lujuria. El Love Feroz.

    ― No pasa nada. ― Se la come con los ojos.

    ― ¿Y qué? ¡De la compra? ― Rompe el hechizo la señora Concha.

    ― Sí, ya ve. ― Le sonríe, a punto de estrangularla.

    El ascensor se detiene en el tercero. María musita un «hasta luego» y abre la puerta.

    La señora Concha aprovecha el vacío y prácticamente se echa encima de JB, que siente cómo se le baja la erección instantáneamente.

    ― En un periquete le subo unas albóndigas que se va a chupar los dedos.

    ― No se moleste.

    ― Quite, quite. Tiene que alimentarse como Dios manda.

    Mientras habla, la matrona le golpetea el pecho delicadamente con el índice. Después, con un movimiento que quiere ser grácil, abandona la plataforma.

    «Nada, que no hay escapatoria», se lamenta JB en su fuero interno. Ve cerrarse la hoja, que le hurta la mirada cómplice de María.

    La señora Concha sigue con su cháchara, le promete mil y una delicias culinarias. Seguramente por aquello de llegar al corazón de los hombres por su estómago.

    JB piensa que los ojos de la chica le prometen cosas más apetecibles. Mucho más apetecibles. Y también mucho más imposibles. ¿O no? A saber.

    ― 2 ―

    Aquí no ha pasado nada

    JB traspasa el umbral de su casa y tira las bolsas sobre el sofá, camino del baño.

    Se desnuda a velocidad de vértigo y se mete en la ducha. El recuerdo del contacto con María le reproduce una erección de caballo. Duda si masturbarse. Dirige el chorro de agua tibia sobre el «hermano» y al poco este pierde buena parte de su entusiasmo.

    Se prodiga una buena ducha, sin prisas. Deja correr el agua espalda abajo, que se desliza entre las nalgas. Relax total. Se seca con movimientos vigorosos que activan la circulación y oxigenan los músculos.

    Ya se dispone a vestirse cuando oye el timbre de la puerta. Maldita sea. Ya se había olvidado de la marujona. Decide hacer oídos sordos. El pitido insiste, le está sacando de quicio. Soporta la tortura cuatro, cinco, hasta nueve veces.

    Consciente de que esta vez no le libra nadie, se arrolla la toalla a la cintura. Se asoma a la mirilla, acordándose de paso de toda la familia de...

    ¡Stop!

    No es la bruja. Es ella. Es María. Sostiene con una de sus manitas un tupper y pulsa de nuevo el timbre, ahora música celestial. Controla la correa del sempiterno Cuqui.

    JB se mira en el espejo de la entrada. A sus treinta y cuatro años está en su mejor momento. Es alto y fuerte. Los hombros anchos, musculados, sin excesos de gimnasio. Tiene el rostro anguloso, el mentón firme, los pómulos altos. Sabe que una de sus mejores armas son sus ojos amarronados, bajo unas cejas no demasiado pobladas. Echa el cabello húmedo hacia atrás y abre la puerta.

    La sorpresa se pinta en el semblante de la chica, los ojos muy abiertos. Lógicamente no esperaba verle así, el torso desnudo, en plan romano.

    Incluso Cuqui hace girar las órbitas, no sabe qué está pasando allí.

    JB sonríe lobunamente.

    ― Yo…― articula la chica.

    ― Pero, pasa, pasa, no te quedes en la puerta.

    No le da tiempo a reaccionar. Coge a la chica del codo y la lleva hacia el interior de la vivienda. La libra del peso de la fiambrera, que deja sobre el mueble de la entradita. Empuja con el pie desnudo al perrillo, que gruñe y se resiste a entrar.

    Cierra la hoja.

    ― Mi madre tiene una visita y… ― balbucea María.

    JB adora sus balbuceos. Le pone el índice sobre los labios, impone el silencio.

    La atrapa con sus fuertes manos por la cintura y la aúpa. Sus rostros enfrentados.

    Duda unos instantes, los brazos y piernas de la chica laxos. La besa suavemente y los labios de la chica se abren, fruta madura. Bucea con la lengua en su dulce boquita.

    Las piernas de la chica se ciernen en torno a su cintura y sus

    Enjoying the preview?
    Page 1 of 1