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Graceros
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Graceros

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El pueblo de Graseros sufrió el despojo más atroz que pueblo alguno pueda sufrir; no porque ellos lo hayan delatado, sino porque la historia muda así lo enseña.

Mi hermano mayor, Roberto, desde sus años jóvenes se volvió un amante de la música romántica y folklórica de nuestra región norteña. Y como los bohemios se buscan y se encuentran así mismos, una tarde tranquila, templada, y clara, de esas propias del mes de agosto, se reunieron con él unos amigos allá en el huerto de nuestra gran casona; unos amigos precisamente venidos de lo que entonces era el pequeño pueblo de Graseros, enclavado a las orillas de lo que entonces era el hermoso Río Nazas, muy junto a otra hermosura natural llamada -El Cañón de Fernández- Éstos amigos eran músicos aficionados, y después de entonar allí varias canciones de su gran repertorio norteño, con acordeón, redova, bajo sexto y tololoche, se pusieron todos a platicar; y con gran tristeza nos narraron que su pueblito de Graseros estaba condenado a desaparecer, pues quedaría en el centro del vaso de lo que sería la presa Francisco Zarco. A mí me dio mucha lástima no solo de oír aquello, sino también de ver como se les derramaban las lágrimas a todos ellos.

La región del norte de Durango es una área medio desértica, pero en la región oriental, cuenta con un río; el Río Nazas, que al bañar sus aguas a toda esa Región la convertía en un Edén. Álamos, fresnos y sauces a ambos lados de éste hermoso río. Con sembradíos de algodón, alfalfa, tomate, sandías y melones a lo largo de este río. Árboles frutales en todas las casas donde llegaba su precioso líquido, que era en los pueblos de Torreón, Gómez Palacio, Ciudad Lerdo, San Pedro de Las Colonias, Tlahualilo, y todas las rancherías situadas en su rivera, como eran San Jacinto, Sapioríz, La Loma, La Goma, León Guzmán, y Nazas, de donde tomó este río Su nombre, y desde luego Graseros. A toda ésta región, con toda justicia se le llamó Región Lagunera.
Yo tuve la dicha de vivir en este Edén, p
LanguageEspañol
PublisherBookBaby
Release dateSep 11, 2016
ISBN9781483581101
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    Graceros - FERNANDO GONZALEZ ANDRADE

    Letter

    GRACEROS

    I

    Hablar de una noche de terror no es tan escalofriante como haberla vivido.

    Tener una pesadilla no es tan angustioso como llegar a vivirla.

    Graseros fue una villa muy risueña hasta el año 1960; pues desde entonces hasta esta fecha, su placita, su iglesia, sus callecitas y todas sus casas yacen en el centro del gran baso de lo que ahora es la colosal presa Francisco Zarco, conocida también como presa Las Tórtolas que está entre dos cordilleras derivadas del la gran Sierra Madre Occidental al noreste del estado de Durango, entre Ciudad Lerdo y Palmito, a donde allí hay otra presa mayor llamada Presa De Palmito y que junto con Las Tórtolas controlan las aguas del Rio Nazas.

    Mi relato se remonta al año de 1945 cuando yo tenía seis años, y cuando todavía las aguas de este río bañaban por completo a esta región norteña de México, que con toda razón se le dio el nombre de Región Lagunera; pues aquel vergel no era otra cosa que agua repartida por toda aquella región, por acequias, tajos, canales, y balnearios naturales.

    Mucha vegetación…

    Casi todas las casas contaban con su propio huerto…

    Árboles frutales que iban desde manzanos, duraznos, membrillos, aguacates, higos y uvas entre otros.

    Este vergel empezaba en Palmito mismo, donde mero nace este río y a lo largo de su recorrido se encuentran pueblos, ranchos y villas; tales como Nazas, de donde tomó su nombre; siguiendo por Graseros, El Cañón de Fernández, La Goma, La Loma, León Guzmán, Ciudad Lerdo, Gómez Palacio, Torreón, Coyote, El Cuije, San Pedro y para terminar por último desembocando en la Laguna de Mayarán.

    ¡¿Quién iba a pensar entonces que aquel que siempre fuera un tan pacífico río, llegara a ser un día el pánico de toda esta región?!…

    Y es que su pacificad consistía en que en algunas partes de este río su anchura era tanta que su caudal se repartía en extensísimas lagunas, que su corriente apenas sí parecía moverse, rodeando algunas islas en su seno pobladas de árboles y dunas de arena.

    Con cuanta alegría y gozo los chiquillos de Graseros chapoteábamos en las cristalinas aguas en las orillas más bajas a donde el agua nos daba apenas a las rodillas, disfrutando al máximo el acariciador masaje de arena y piedra bola en nuestros inocentes piececillos.

    Todas las mujeres de Graseros solían lavar la ropa en las orillas de aquellas lagunas, rubricando su diaria labor con un refrescante baño en aquellas aguas corrientes. ¡Como me embelesaba yo contemplando aquella tranquila inmensidad de agua! ¡Como me parecía eterna la distancia que había de allí al sol! Que al tenderse perezoso todas las tardes en aquel áureo horizonte, convertía aquellas lagunas en grandísimos espejos donde se reflejaba la azul inmensidad del cielo, para luego desaparecer allá lejos donde el río se perdía  muy quieto, muy manso y muy sereno en aquellas tardes también muy tranquilas, muy claras y muy templadas; cuando la pasividad del ambiente habla de una época de paz, de quietud y de tranquilidad.

    Con aquellas escenas me vienen a la mente la imagen de mamá; que era joven, grande y hermosa; con su pelo largo que me recuerda el sol de aquellas tardes, y sus ojos el cielo de aquellos días; muy risueña y muy feliz como las demás mujeres de allí, quienes todas ellas se reputaban y se llevaban muy bien entre sí.

    Papá también era joven, alto, fuerte y muy bien parecido; muy seguro de sí mismo, muy apreciado por todos; y él, a su vez, respetaba a todos los aldeanos, pues en Graseros todo era bondad, respeto y estimación.

    Allí no había ricos ni había pobres; pura gente feliz. Feliz porque había tierra fértil; herramientas, y gran disponibilidad.

    No recuerdo ni un solo día en que yo no haya hecho por lo menos una mínima cosa en favor de los demás; ya fuera llevar esto, traer aquello, en fin; cualquier mandado. Ni tampoco recuerdo un solo día en que yo no haya recibido un favor o cualquier beneficio aunque fuera mínimo por parte de los demás; y es que en Graseros, el servir al prójimo era una especie de código o dogma, que aunque no fue pactada de planteada por nadie, todos practicábamos.

    Tampoco me acuerdo haber peleado ni una sola vez con ninguno de todos aquellos mis buenos amigos chiquillos de Graseros; ni haber sido hostilizado en forma alguna por ninguno de ellos. Y todo eso no es curioso; sino lógico; pues todos nuestros padres nos inculcaron un concepto muy alto de lo que es, y debe ser la bondad.

    Allí en esa pequeñísima Villa de Graseros Durango, enclavada en el corazón de una zona boscosa y a orillas del Río Nazas, la buena voluntad era general, y la gran disposición, conjunta; ejemplo de ello fue la construcción de la escuela donde aprendí mis primeras letras; y la construcción de la capilla, donde aprendí a respetar a Dios.

    Con pinos de la sierra, adobes y enjarre de lodo, todos ayudaron a construir igualmente las casas de todos.

    El medio de vida de graseros iba desde la pesca, la caza, la agricultura, y la ganadería. Sus ganancias las obtenían de la venta de sus productos en los mercados de pueblos algo más alejados como eran Torreón, Gómez Palacio y Lerdo.

    Papá tenía en Graseros un pequeño almacén de víveres y herramienta de labranza, ropa, calzado, único en el pueblo donde se surtían los aldeanos.

    Con el fin de re abastecer dicho almacén, cada cinco o seis semanas, mi padre, mi madre y yo viajábamos en nuestra carreta de cuatro ruedas estiradas por dos mulas briosas a Ciudad Lerdo. Viaje que nos llevaba de dos a tres días; dependiendo mucho en las circunstancias del tiempo y las condiciones del camino.

    Muchos años atrás y por cosas de la revolución, (papá nos platicaba) que los ricos, fundadores de la Villa de Lerdo, esparciéndose por los alrededores huyeron a refugiarse y a sentar sus reales en la ciudad de Torreón; dando a esta joven ciudad mucho auge comercial. El caso es que Lerdo quedó en la chilla, económicamente hablando; sin embargo, para 1947, que como ya dije es el año al que me remonto para hacer este relato, Ciudad Lerdo ya se empezaba a levantar nuevamente como un importante centro comercial.

    Aunque la jornada a Lerdo al monótono paso de las mulas era lenta, en verdad no nos parecía ni larga ni cansada, pues papá nos enseñó a disfrutar de todo lugar, en cualquier tiempo y en todo momento. Nos enseñó a observar las cosas de tal modo que ante nuestros ojos nunca pasaba desapercibidas la presencia de las cosas hermosas; por ejemplo, las mariposas con sus variadísimos colores. Tampoco pasaba inadvertido el canto de los cenzontles, ni el rojo escarlata del hermoso plumaje de los cardenales. El día, la noche, el sol, la luna, el cielo, las nubes, las estrellas, el camino, el río. En fin, aquellos viajes a Lerdo eran para nosotros, más que una jornada de trabajo, todo un paseo familiar. Además papá no era de los que tenían prisa por llegar a ninguna parte; sino de los que tenían la seguridad de llegar.

    Mi madre por su parte era el tipo de mujer que depende, si no en todo, sí en mucho de su marido. Y al parecer ella se complacía en tenerlo contento; en primer lugar, con la estampa de su hermosa presencia. Con la pulcrocidad de su persona. Con el perfecto orden y limpieza de nuestra casa, pero más que nada, con lo exquisito de su cocina.

    Cada vez que íbamos a Lerdo aquello se volvía todo un paseo; y a la hora del almuerzo allá en el campo, a la hora de la comida o la cena, aquello se volvía todo un placer; pues con toda tranquilidad acampábamos a la orilla del rio, a la vera del camino, a la sombra de los sauces, y frente a las lomas de la montaña. Papá y yo juntábamos leña. Mamá bajaba de la carreta una mesa bajita y tres pequeñas sillas muy robustas, de esas cuyo asiento están tejidas con mecate; los trastos necesarios para disfrutar en la forma más amena aquellos pollos asados, aquellos frijoles refritos y aquellas tortillas de arena, manjares que ella previamente preparaba en casa, acompañados de un delicioso café que en la forma más rápida preparaba papá.

    La noche nos agarraba invariablemente a mitad del camino de ida y a mitad del camino, de regreso; así que ya teníamos nuestras aéreas de descanso y puntos seguros de campamento; seguros en lo que a inclemencias del tiempo se refiere; porque en las villorías a las márgenes del río, no hay fieras. De todos modos mi padre siempre amarraba bien las mulas al tronco del árbol más cercano y solía mantener una fogata toda la noche y a una distancia prudente de la carreta ya que era la parte principal de nuestro campamento. La fogata no se prendía en las noches que hacía mucho aire, en tal caso, después de cenar mi padre encendía unas linternas de petróleo que colocaba en cada una de las esquinas de la carreta, dándole a aquel cuadro un toque muy romántico y una estampa muy especial, y más cuando la luna adornaba nuestras noches, y como nuestra carreta estaba cubierta a todo lo largo y a todo lo ancho con una gran lona, los ajironaos y los terregales propios de esa región norteña, no eran ningún problema. Cuando nos agarraba la lluvia en el camino, que podía ser ligera o bien una tormenta, teníamos qué esperar a que los arroyos y riachuelos amainaran su corriente para después continuar nuestro camino. Papá era muy ducho con las riendas de aquel par de fuertísimas mulas. Atravesábamos riachuelos, acequias, y lagunas, pero después de cada tormenta él sabía cuándo y cuanto tenía qué esperar a que amainaran su corriente para después pasar con toda seguridad como si la carreta flotara en el agua.

    II

    Fue en una de esas días a Lerdo que ya después de un día de estancia allí cuando estábamos en la carreta frangente al mercado municipal muy temprano por la mañana y ya a punto de emprender el viaje de regreso a Graseros, cuando se acercó a nosotros un hombre como de cuarenta años, algo delgado, de estatura mediana, no exactamente de barba crecida, pero si denotaba que no se había rasurado en varios días, pero aquel hombre se veía limpio, parecía simpático y también muy amable, y aunque su ropa era bastante pobre, tenía más aspecto de trabajador humilde que de pordiosero.

    Desde que aquel hombre se acercó a nuestra carreta vi que llevaba entre sus brazos un hermoso perrito, al parecer, un cachorro de pastor Alemán, y al llegar a nosotros sonriendo, galantemente me lo ofreció. Inmediatamente extendí mis brazos muy contento, y muy gozoso cogí aquel hermoso cachorrito con mucha afección. Mi padre que ya estaba también sentado en el asiento delantero al lado de mamá, dejó por un momento las riendas, tomó al cachorro de entre mis manos y lo llevó hacia él colgando del puro cuero del cogote, a lo que todos reímos por la graciosa figura que colgando así en vilo adoptó aquel cachorro; luego mi padre todavía alegre dijo: -este animal es muy fino, amigo.

    -Ustedes también lo son. -contestó el hombre sonriendo.

    -¡Vaya, pues es usted muy amable! -Contestó mi padre también sonriendo y luego le preguntó:

    -¿Cuánto por él?

    -La verdad es que no se los vengo a vender. Se los vengo a regalar.

    Mi padre, mi madre y también yo no pudimos decir nada, por la sorpresa aquella, además no nos dio tiempo de hablar porque el hombre aquel con aspecto de gambusino continuó diciendo con toda calma: -¿Saben?… en casa tenemos la madre de este animal que es de raza pastor alemán, y el padre es un lobo que crié desde cachorrito pero lo crucé con la perra antes de volverlo a la sierra; porque los lobos son fieras y una vez que crecen hay qué volverlos a su medio salvaje, pues es muy difícil que se domestiquen. Como quiera, el resultado de esta cruza fueron dos hermosos cachorritos; una hembra y este que es macho; y lo que estoy haciendo es regalarlos a gente que aparentemente puede criarlos y cuidar bien de ellos. También estoy buscando que sea gente buena como lo parecen ser ustedes.

    Todos quedamos agradablemente impresionados por las palabras de aquel buen señor, quién con una ligera caravana asentó lo que acababa de decir y agregó: -Así que acepten este cachorrito como un regalo para el niño. Al escuchar yo aquello me llené de júbilo.

    -¡Ay que amable! -Expresó mi madre sonriendo dulcemente de lo más contenta.

    -Sí; deveras, qué amable es usted. -Dijo mi padre al tiempo que le enviaba una sonrisa de agradecimiento al hombre aquel. Luego estiró el brazo al interior de la carreta y de una de las cajas que allí llevábamos extrajo una chaqueta nueva de mezclilla, y sonriendo con su acostumbrada alegría se la ofreció a aquel humilde señor, al tiempo que le decía: -Entonces usted también acepte esto como una muestra de agradecimiento.

    El arriero aquel reaccionó sorprendido. -¡No no! No tiene qué hacer usted esto señor.

    -¡Ay… acepte usted por favor! -Dijo mi madre muy enternecida que obviamente estaba muy impresionada con el gesto inicial de aquel desconocido, el cual sonrió con cierta amargura, como aquel que no está impuesto a mendingar, y la verdad es que no lo estaba haciendo. Y así sonriendo tomando la chaqueta dijo: -Muchas gracias; son ustedes muy buenas personas… respecto al cachorro, les garantizo que es muy fino y también les garantizo que no se arrepentirán.

    -¡Claro que no! Afirmó mi padre muy feliz.

    El frío de aquella mañana decembrina obligó al hombre aquel a despojarse de aquellos cueros viejos y raidos que llevaba como chaqueta; se puso la que mi padre

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