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El Señor Oscuro
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El Señor Oscuro

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About this ebook

El año es 1180 d.C. y se viven tiempos oscuros. La mayor parte de Inglaterra se encuentra en la anarquía y la gente vive con miedo. Durante este periodo de tiempo, el perverso y brutal caballero Jax de Velt comenzaba a elevarse al poder. Su misión es conquistar un gran tramo de las fronteras escocesa y gala, y ganar el control de la fortuna y las propiedades de las mismas. Él desea ser el guerrero más temido y poderoso en Inglaterra, Gales y Escocia, y está en camino de lograrlo.

El último en una larga línea de oscuros y poderosos guerreros, Ajax es el caballero más despiadado y ambicioso en las Islas; aún los más vigorosos caballeros le temen al hombre por sus tácticas a sangre fría. Además de eso, su sed de sangre, así como su habilidad con la espada, son legendarias. Pero mientras Ajax y su ejército conquistan el último castillo en su plan para asegurar las fronteras, se encuentra inesperadamente con su par en una irascible mujer llamada Kellington Coleby.

Hermosa, inteligente y testaruda, Kellington se rehúsa a rendirse ante un hombre que es tan apuesto como brutal. El guerrero y la doncella se enfrentan cara a cara en esta inolvidable historia de amor, guerra, devoción, miedo y aventura.

LanguageEspañol
PublisherBadPress
Release dateJan 26, 2017
ISBN9781507156278
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    El Señor Oscuro - Kathryn Le Veque

    El Señor Oscuro

    Un Romance Medieval

    Por Kathryn Le Veque

    ‘Rey Celestial, Señor de la Gloria. ¡Triste de aquel que en horrible desgracia su espíritu entrega al abrazo del fuego!’

    - Beowulf, Capítulo II

    CAPÍTULO UNO

    Mayo, 1180 d.C.

    Frontera escocesa, Inglaterra

    La tenía tomada del cabello; mechones de oro hilado sujetos en el sucio guante de malla. Tal vez era porque ella había tratado de morderlo, y él no quería arriesgarse a otro encuentro con sus filosos dientes blancos. O tal vez porque era un hombre bruto, jurado a Ajax de Velt, y que sabía poco más que infligir terror. Fuera cual fuera el caso, la tenía bien sujeta. Estaba atrapada.

    La mujer y su padre estaban de rodillas en el gran salón de la torre que alguna vez les había pertenecido. Era ahora su prisión mientras los soldados enemigos invadían el lugar. Había recuerdos de calidez y risa incrustados en las viejas paredes de piedra, ahora borrados por el terror que llenaba el cuarto.

    Castillo Pelinom había sido dominado antes de media noche, cuando el ejercito de de Velt había hecho un túnel bajo la torre del noreste de la pared, provocando que colapsara. La mujer y su padre habían intentado huir, junto con la población de su castillo, pero los hombres de de Velt los habían rodeado como langostas. Había terminado aún antes de iniciar.

    A su alrededor, la mujer podía escuchar el llanto de su gente mientras los hombres de de Velt los atrapaban. Ella había sido capturada por un enorme caballero con sangre salpicada en su armadura y ella había entrado comprensiblemente en pánico. Aún ahora, atrapada contra el piso del gran salón, estaba aterrada. Las historias de las atrocidades de de Velt eran bien conocidas en el norte de Inglaterra, debido a que era una época oscura y sin ley. Ella sabía que estaba a punto de entrar al infierno.

    Desde el rabillo del ojo podía ver a su padre de rodillas. Sir Keats Coleby era un hombre orgulloso y se había resistido a la invasión galantemente. Por qué no había sido asesinado inmediatamente, como comandante de la guarnición, era un misterio. Pero había sangrado profusamente por su esfuerzo. La mujer no podía ver su rostro y fijó la mirada de vuelta en el piso, donde el caballero detenía su cabeza. Prácticamente tenía la nariz sobre la piedra.

    Había mucha actividad a su alrededor. Podía escuchar a los hombres gritando órdenes mientras los gritos de su gente poco a poco se desvanecían. Se consumía en el terror de pensar que los hombres de de Velt eran más que capaces de hacer cosas impensables a sus sirvientes y soldados. Las lágrimas quemaban sus ojos pero ella intentaba detenerlas. Se preguntaba que horrores habría planeado de Velt para ella y para su padre.

    No tuvo que esperar demasiado. Con el rostro oprimido contra la piedra, escuchó una voz profunda y retumbante.

    – Su nombre, caballero.

    El padre de la mujer respondió sin vacilo.

    – Sir Keats Coleby.

    – Es el comandante de Pelinom, ¿no es así?

    – Lo soy.

    – ¿Y la joven?

    – Mi hija, la dama Kellington.

    El silencio que surgió estaba lleno de ansiedad. Kellington podía escuchar las botas alrededor de ella, aunque le era difícil ver cuántos hombres los tenían rodeados. Se sentía como un ejército completo.

    – Suéltenla, – escuchó que dijo la voz.

    Inmediatamente, la mano que estaba en su cabello se retiró y ella levantó rígidamente la cabeza. Varios rostros hostiles la miraban, algunos detrás de viseras levantadas, algunos de hombres sin cascos. Había seis en total, tres caballeros y al menos tres soldados. Podían haber más detrás de ella que no podía ver, pero por ahora, seis eran suficientes. El corazón de Kellington latía fuertemente en sus oídos mientras miraba a su alrededor, esperando la confrontación que se aproximaba. El caballero a su derecha levantó la voz.

    – ¿Que edad tienes, muchacha?

    Tragó saliva; su boca estaba tan seca que se atragantó. – He visto dieciocho años, mi señor.

    El caballero se desplazó sobre sus pesadas piernas y se detuvo frente a ella. Los ojos color miel de Kellington se atrevieron a mirarlo, notando que era un joven guerrero, con barba de algunos días y cabello rubio corto. No parecía tan aterrador como se lo había imaginado, pero sabía que si el hombre había jurado servir a de Velt, entonces debía ser aterrador.

    – ¿Tu esposo sirve en Pelinom? – preguntó, su voz profunda de alguna forma más reservada.

    – No estoy casada, mi señor.

    El caballero miró hacia Keats, que lo miró con firmeza. Entonces les dio la espalda a ambos, dejándolos con su miedo. Kellington lo miró de cerca, intentando mantener la compostura. No era una mujer frívola por naturaleza, pero en medio del pánico solo tenía una opción por el momento.

    – ¿Hay otros de la casa reinante aquí? – el caballero pausó y volteó a verlos. – ¿Sólo son el comandante de la guarnición y su hija? ¿No hay hijos, esposa, o hermanos?

    Keats sacudió la cabeza.

    – Solo estamos mi hija y yo.

    Deliberadamente omitió decir mi señor. Si eso molestó al caballero, no lo demostró. En lugar de eso, fijó su atención en la galería en la parte superior, el techo y las paredes. Pelinom era un castillo pequeño pero estratégicamente deseable y le complacía haber podido capturarlo relativamente intacto. El coro de gritos que había sido prevalente desde que el ejército había entrado al patio se volvió a elevar repentinamente, pero el caballero fingió no notarlo. Volvió a fijarse en Keats.

    – Si me está mintiendo, sepa que eso solo lo dañará eventualmente, – dijo en voz baja. – La única clase que está siendo escatimada es la de la casa reinante. A los demás se les dará muerte, así que debería confesar antes que muera alguien importante para usted.

    Keats no reaccionó pero los ojos de Kellington se abrieron con sorpresa. No había sido prisionera nunca y no tenía idea de que etiqueta o conducta implicaba. Al haber llevado una existencia algo aislada en Pelinom por la mayor parte de su vida, había estado protegida de todo lo demás. Este acoso, este horror, eran nuevos y crudos.

    – ¿Qué significa eso? – exigió antes de poder detenerse. – Solo estamos mi padre y yo, pero a mi padre le sirven caballeros y tenemos sirvientes que viven aquí y...

    El caballero volteó los ojos en su dirección.

    – Ya no se preocupará por ellos.

    Ella se levantó de un salto.

    – Mi lord, por favor, – exhaló, su bello rostro inundado de angustia. – El caballero y amigo de mi padre, Sir Trevan. Él estaba con nosotros cuando usted nos capturó, pero no lo veo. Por favor no lo dañe. Tiene un hijo recién nacido y...

    – Los débiles y los pequeños son los primeros en morir. Son un desperdicio de alimento y espacio en un campamento militar.

    Los ojos de Kellington se abrieron aún más, las lágrimas obstruían su garganta. Se llevó las manos a la boca.

    – No puede, – susurró. – Sir Trevan y su esposa esperaron años a que naciera su hijo. Es tan pequeño e indefenso. Seguramente no puede herirlo. Por favor, se lo imploro.

    El caballero alzó una ceja. Entonces miró a los demás caballeros y soldados que estaban a su alrededor. Todos eran hombres de de Velt, nacidos y criados para la guerra. Todo lo que sabían consistía en muerte, destrucción y avaricia. No había lugar para la compasión. Miró a Keats una vez más.

    – Explique a su hija como funcionan las cosas, – les dio la espalda, pensativo. – Escucharé lo que tenga que decirle.

    Keats suspiró profundamente, buscando con la mirada solo a su hija. Aunque ya era una mujer era, en realidad, poco más alta que un niño. Pero su baja estatura no podía ocultar la deliciosa figura femenina que había desarrollado a temprana edad. Keats había visto como un hombre tras otro miraban a su pequeña hija, analizando el cabello dorado y el rostro angelical. Estaba francamente sorprendido que los hombres de de Velt aún no hubieran comenzado a divertirse con ella, pues era una pequeña preciosura. Temía saber que solo era cuestión de tiempo, y que no había nada que pudiera hacer para detenerlos. La idea lo enfermaba.

    – Kelli, – dijo suavemente. – Sé que no puedes entenderlo, pues nunca has visto una batalla, pero así es la guerra. No hay reglas. El ganador hace lo que le place y nosotros, como sus prisioneros, debemos obedecer.

    – ¿Matará a un bebé? – respondió ella. – Es impensable; es una locura. ¿Por qué deben matar al niño? ¡Él no ha hecho nada!

    – Pero podría crecer para hacer algo, – Keats intentaba tranquilizarla. – ¿Recuerdas tu Biblia? ¿Recuerdas como el faraón mató a todos los primogénitos en Israel, temeroso de que alguno creciera para ser el hombre profetizado a derrocarlo? Es igual en la guerra, dulzura. El enemigo no ve a un hombre, mujer o niño. Sólo ve a un posible asesino.

    – Entiende bien el concepto de destrucción.

    Todos voltearon al escuchar la voz; un tono profundo y resonante que sacudía las paredes. Keats reaccionó por primera vez en la noche, levantando las cejas por un segundo antes de volver a la normalidad. Kellington miró al hombre que había entrado al gran salón mientras todos los hombres a su alrededor parecían enderezarse. Incluso el hombre que había estado interrogándolos se adelantó para saludar al recién llegado.

    – Mi señor, – dijo llanamente. – Este es Sir Keats Coleby, comandante de la guarnición de Pelinom, y su hija la dama Kellington. Dicen ser los únicos dos miembros de la casa reinante.

    El hombre que estaba en la entrada del gran salón estaba cubierto de una armadura de malla y vísceras. Aún portaba su yelmo, un casco enorme con cuernos que surgían de una corona. Era fácilmente más alto por una cabeza que aún el hombre más alto del cuarto, y sus manos eran tan grandes como platos. Decir que el hombre era enorme era subestimarlo; era colosal.

    Irradiaba todo lo perverso que alguna vez había caminado en la tierra. Kellington lo sintió desde donde estaba parada y su corazón comenzó a latir dolorosamente. Resistió el impulso de correr hacia su padre para que la protegiera, pues sabía que ningún mortal podría protegerla de esto. La atmósfera misma del gran salón había cambiado en el momento en el que el gigantesco hombre entró. Sentía el aire sobre ella como si pesara.

    – A mí me han dicho lo mismo, – respondió, su voz profunda. – Contamos solo cuatro caballeros en total, incluyendo a Coleby, así que son todos.

    – ¿Terminará de interrogar a los prisioneros, mi señor?

    Por primera vez, la cabeza con el casco volteó hacia ellos. Kellington sintió un impacto físico cuando sus ojos, lo único visible a través del yelmo, se enfocaron en ella. Entonces notó algo muy extraño; el ojo izquierdo era café como el barro, mientras que el ojo derecho, aunque tenía en gran parte el mismo color café, tenía una gran mancha verde al centro. El hombre tenía ojos de distintos colores. Eso la intimidó hasta el borde del pánico.

    – Escuché algo de lo que estaba diciendo, – dijo el enorme caballero, aún enfocado en Kellington. Entonces miró a Keats. – Su explicación era verdad. Comprende las reglas de la guerra, así que no habrá malentendidos.

    Keats no respondió; no tenía que hacerlo. Sabía quien era aquel hombre sin explicación y su corazón se hundió. El caballero se adentró en la habitación, rascándose la frente a través de la visera levantada. Kellington lo siguió con la mirada, notando que pasaba muy cerca de ella. Apenas y alcanzaba su pecho.

    – Yo soy de Velt, – dijo, volviendo su atención hacia Kellington y Keats. – Castillo Pelinom es mío ahora y ustedes son mis prisioneros. Si piensan rogar por sus vidas, éste sería el momento.

    – ¿Debemos rogar por nuestras vidas? – soltó Kellington. – ¿Pero por qué?

    El masivo caballero la miró pero no habló. El segundo caballero, el que había estado a cargo del interrogatorio, respondió.

    – Son el enemigo, mi señora. ¿Qué más podríamos hacer con ustedes?

    – No tienen que matarnos, – insistió ella, mirando de un hombre a otro.

    – Kelli, – siseó su padre con brusquedad.

    – No, Padre – dijo ella, volteando con sus ojos color miel hacia de Velt – Por favor, mi señor, dígame, ¿por qué no perdonaría nuestras vidas? Si usted fuera el comandante de Pelinom, ¿no lo habría defendido también? Eso no nos convierte en enemigos. Simplemente nos hace los sitiados. Nos estábamos protegiendo, como era nuestro derecho.

    De Velt la miró por un momento. Entonces miró al hombre a su lado.

    – Llévense a Coleby.

    – ¡No! – gritó Kellington, aventándose hacia adelante. Tropezó con sus propios pies y terminó cayendo sobre de Velt. Sujetó la malla áspera con sus pequeñas y suaves manos, – Por favor, mi señor, no mate a mi padre. Se lo suplico. Haré lo que me pida, sólo no mate a mi padre. Por favor.

    Jax la miró sin compasión. Cuando habló, se dirigió a sus hombres.

    – Hagan lo que digo. Llévense al padre.

    Entonces vinieron las lágrimas.

    – Por favor, mi señor, – rogó con suavidad. – He escuchado que es un hombre sin piedad, y sería fácil creer los rumores sobre su crueldad si les diera crédito. Pero pienso que hay compasión en todos los hombres, mi señor, incluso en usted. Por favor muéstrenos su compasión. No cometa este hecho atroz. Mi padre es un hombre honorable. Él solo mantenía su torreón.

    Jax no la miraba. Miraba a sus hombres que a su vez levantaban a Keats. Pero la atención del anciano caballero estaba en su desdichada hija.

    – Kelli, – le siseó. – Suficiente, amor. Quiero que tu valiente rostro sea lo último que vea al salir de aquí.

    Kellington ignoró a su padre, sus ruegos se enfocaron en Jax.

    – Si hay algún castigo que impartir, lo recibiré. Si eso excusará a mi padre y a sus súbditos, con gusto me someteré. Haga lo que quiera conmigo, pero perdone a los otros. Se lo ruego, mi señor.

    El rostro de Jax permaneció impasible como piedra. Notando que el monstruoso caballero la ignoraba, Kellington se liberó e intentó correr hacia su padre, aventándose hacia él mientras los hombres de de Velt lo sacaban del salón. Keats intentó librarse de ella, pero sus manos estaban atadas y los hombres lo jalaban, haciendo que fuera imposible.

    – No, Padre, – lloró ella, sus brazos rodeando su pierna izquierda. – No permitiré que enfrentes la espada solo. Tendrán que matarme a mí también.

    – No, – ordenó Keats con suavidad, esperando que los caballeros que tiraban de él le darían por lo menos un momento a solas con su hija. Levantó sus brazos atados y rodeó con ellos a su hija, tomándola en un incómodo abrazo. – No es tu tiempo para morir. Vivirás y serás fuerte. Sabes que te quiero mucho, pequeña. Me has hecho sentir orgulloso.

    Kellington lloró desconsoladamente. Su padre la besó y el poco tiempo que tuvieron juntos terminó abruptamente. Había demasiados hombres intentando separarlos y alguien por fin la tomó de la diminuta cintura y la soltó. Era de Velt.

    – Encierren a la chica en el calabozo, – ordenó. Lleven al padre al patio exterior y espérenme ahí.

    La entregó al caballero rubio, quien la levantó sobre su hombro. Al voltear para seguir al padre y a los otros caballeros hacia la salida, la mirada de Kellington encontró a de Velt.

    – Por favor perdónelo, mi señor, – suplicó. – Aceptaré cualquier castigo que usted desee, pero no lo dañe. Es todo lo que tengo.

    Jax miró como su caballero se la llevaba. Ella no peleaba o pateaba como la había visto hacer antes, cuando había sido capturada. Se veía derrotada. Pero la expresión en su rostro era más poderosa que cualquier resistencia. Su mirada la siguió por un momento antes de quitarse el guante suelto.

    No podía perder el tiempo pensando en piedad. Él era, después de todo, Jax de Velt.

    CAPÍTULO DOS

    Kellington había estado en el calabozo del castillo antes, pero nunca como invitada. Cuando era niña, solía jugar juegos ahí, escondiéndose de los niños de los sirvientes. Aún cuando la encontraban, ella se declararía victoriosa. Tal era la vida de la consentida hija única del comandante de la guarnición. Cualquiera que fuera el juego que jugaran, ella siempre ganaba. Había sido una buena vida.

    Excepto en este juego, que no era un juego. Era la cruel realidad. De Velt había invadido su amado castillo situado cerca de la frontera escocesa y ella estaba comprensiblemente desconcertada. Así que estaba sentada en la esquina el calabozo, llorando por su padre, por su caballero y por sus amigos, que ahora estaban a mercede de un loco. Se preguntó si sería la única en sobrevivir ese calvario, por siempre encerrada en la profundidad de un calabozo mohoso con solo las ratas y las alimañas por compañía. Se preguntó si su destino sería finalmente el mismo que habían sufrido su familia y amigos. De cualquier forma, su futuro era oscuro.

    Había pasado al menos dos días en el calabozo. Lo sabía por la cantidad de comidas que le habían dado, llevadas por soldados silenciosos que desconfiaban de ella tanto como ella lo hacía de ellos. El tiempo pasaba, ella comía, dormía y lloraba. No tenía un concepto real del día o de la noche, ni siquiera del tiempo. Todo era lento y surreal.

    Había pasado algún tiempo después de su tercera comida matutina cuando escuchó que se habría la puerta del pasillo. El gran panel de roble y hierro rechinó al ser liberado con un par de empujones; la puerta solía estar atorada. Dado que ya había sido alimentada, se sentía curiosa y temerosa de quien ahora entraba al calabozo. Podía escuchar botas caminar en las resbalosas piedras, acercándose. Estaba tan oscuro que apenas y podía ver, pero quien se acercaba traía una antorcha en la mano.

    Mientras observaba, un par de enormes botas se detuvieron en el fondo de las escaleras y se movieron en su dirección. Aunque ya no traía puesta la armadura, reconoció la cota de malla cubierta de sangre, ahora oscurecida por días de uso. Más aún, no había ningún hombre tan grande como de Velt. No podía ser nadie más.

    Sintió pánico pero desapareció casi de inmediato. Si había venido a matarla, no había nada que ella pudiera hacer al respecto. No tenía ningún arma, ningún medio para defenderse. Además, él era casi tres veces más grande que ella. La idea de la muerte inminente fue suficiente para traer lágrimas a sus ojos, pero se consoló sabiendo que, pronto, estaría con su padre y su madre en el Paraíso. Se enfocó en ese pensamiento para intentar calmarse, pero era difícil.

    Él tenía la llave de hierro en su mano y abrió la puerta de la celda. Era demasiado alto para pasar por el arco de piedra sin tener que agacharse. Kellington se limpió las lágrimas, evitando mirarlo mientras él entraba a la celda. De hecho, cerró los ojos y bajó la cabeza. No quería ver cuando la espada descendiera sobre ella.

    Él se quedó ahí parado; podía escucharlo. Esperó que la espada descendiera, pero hasta ahora, no había ocurrido nada. Luego de una breve eternidad, se atrevió a mirar hacia arriba. Él la miraba y ella se sorprendió de su aspecto. No traía puesto el casco, y era la primera vez que ella lo veía así. Tenía una mandíbula de granito y una nariz larga, y era relativamente joven e impoluto para alguien con tan terrible reputación. Sus ojos de dos colores seguían poniéndola nerviosa, y dos cejas oscuras se arqueaban inteligentemente sobre ellos. Su cabello, libre del casco, caía sobre sus hombros en una cascada suave y oscura que reflejaba la luz como el ala de un cuervo. No era un hombre poco atractivo y eso la sorprendió. Para un hombre de su reputación, esperaba una bestia.

    Dejando eso de lado, seguía siendo colosal y frío. Tenía todo el aspecto de un bárbaro salvaje y se miraron el uno al otro por un largo y silencioso momento. La ansiedad se elevó en su pecho mientras esperaba que él hiciera lo que fuera que había venido a hacer, hasta que no pudiera soportarlo más.

    – ¿Le dio al menos un decoroso entierro? – escupió finalmente Kellington.

    Se alzó una de sus cejas arqueadas.

    – No harás peticiones.

    Ella se dio cuenta que había hablado con firmeza, aunque había ocurrido más que nada por la ansiedad.

    – No lo hice, – dijo ella, con más respeto. – Sólo hacía una pregunta.

    Se alzó la otra ceja.

    – Veo que dos días en el calabozo no han hecho nada para moderar tu temperamento.

    Ella tenía frío, hambre, y comenzaba a enfermarse por la humedad. Su condición física y aprehensión la hacían irascible.

    – Si va a matarme, entonces hágalo de una vez.

    Él se acarició la barbilla, descansando finalmente las manos en sus caderas.

    – No tengo planes de matarte aún, – dijo. – De hecho, creo que me serás de alguna utilidad.

    Sus palabras no le dieron esperanza.

    – ¿Haciendo qué? ¿Siendo la puta de sus hombres? ¿Cómo blanco para que practiquen? Le suplico, ¿qué uso puedo tener para usted que no sea doloroso, degradante o humillante?

    Escuchó el tronar de sus articulaciones cuando él se inclinó hacia ella. Fue un movimiento repentino y ella se alejó instintivamente de él. Pero se atrevió a levantar la mirada, estudiándolo a pesar de sí misma. Sus ojos de dos colores aún eran desconcertantes, y le daba problemas el verlo a los ojos.

    – Hablas mucho, jovencita, – su voz era tan baja que era apenas un gruñido. – Será mejor que te comportes frente a mí. No tengo paciencia para las mozas desobedientes.

    Sus ojos miel brillaron con furia.

    – No soy una muchacha y tampoco soy una moza. Soy la Dama Kellington Eleanor Coleby y mi padre es un comandante de guarnición para William de Vesci, Barón de Northumberland. Y no desobedezco; sólo hago preguntas que usted aún no responde.

    Jax la miró, la forma en que sus ojos brillaban cuando estaba irritada, y se sorprendió admitiendo que de cierta forma lo intrigaba. Estaba tan endurecido a la vida en general que no tenía espacio para la emoción de ninguna forma. Pero esta diminuta mujer frente a él ciertamente tenía espíritu, como había observado el día que habían tomado Pelinom. De hecho, en el poco tiempo que había conocido a la emocional, habladora Kellington Coleby, no había podido vislumbrar nada de ella que no fuera encantador. Pero las apariencias, y las emociones, podían romperse. Él era demasiado experimentado como para ser engañado.

    – Dijiste que aceptarías el castigo en lugar de tu padre y sus vasallos, – dijo. – ¿Aún estás tan dispuesta?

    Su hermoso rostro palideció pero, a merito suyo, asintió.

    – Yo... lo estoy. ¿Que vas a hacer?

    Él no respondió. Sólo la miró. Pero Kellington notó algo en su pregunta y se enderezó.

    – ¿Quieres decir que mi padre y los otros aún viven? – preguntó, casi ansiosa.

    Él pausó por un momento.

    – Algunos.

    Podía ver las lágrimas acumularse en sus ojos, y lo mucho que las combatía.

    – ¿Mi padre está vivo? – susurró.

    – Él vive aún.

    Ella parpadeó y gruesas gotas golpearon su túnica sucia. Jax la miró, sintiendo una extraña contracción en el pecho y sin tener idea de que era eso. Había visto muchísimas lágrimas durante su vida y ninguna le había provocado una reacción. En realidad, la mayoría de los lloriqueos solo aumentaban su sed de sangre. Tomaba fuerza del miedo de otros. Pero, extrañamente, no de ella.

    – ¿Dónde está? – suplicó ella, limpiando su rostro.

    – Basta decir que está sano y salvo, – respondió él, mirando la emoción en su cara. – Me informó que has estado a cargo de algunos asuntos desde la muerte del mayordomo y que sabes más de las arcas de Pelinom que él mismo.

    Ella dejó de limpiarse las lágrimas, sus ojos miel se enfocaron en él con sorpresa.

    – ¿Es por eso que me ha mantenido con vida? ¿Para decirle que tan ricos somos?

    El sacudió la cabeza.

    – Sé que tan ricos son. Lo que quiero saber que más hay en este lugar.

    – ¿A qué se refiere?

    – Ovejas, vacas, otras funciones. Pelinom es un castillo acaudalado y quiero saber que riquezas he adquirido, y que más esperar.

    Ella consideró estas palabras mientras sus lágrimas se secaban.

    – Y una vez que se lo haya dicho, ¿qué hará conmigo? Ya habré servido mi propósito.

    Él la miró por un momento antes de levantarse. Era tan enorme que abarcaba todo el espacio en la celda y Kellington sentía que no podía respirar. El hombre la sofocaba.

    – Aún no lo he decidido, – dijo. – Pero por ahora, puedes ser de utilidad.

    – ¿Y si me rehúso?

    – Yo no lo haría en tu lugar.

    Era prácticamente una súplica. La declaración la aterraba más aún que cualquier otra amenaza que pudiera haber hecho. Se rindió, sabiendo que sería tonto retarlo. No debió haber dicho lo que había dicho, pero siempre había tenido problemas controlando su lengua. No era una novedad.

    – Mi castigo, – dijo suavemente. – ¿Me diría que me va a hacer, para que pueda prepararme?

    Él la miró por unos momentos. Entonces, se agachó nuevamente y su masivo cuerpo se encontró repentinamente muy cerca de ella. Antes de que Kellington pudiera reaccionar, había tomado su cara en una mano, elevando su barbilla para poder observarla mejor. Su mano era tan grande que cubría la mitad de su cabeza. Entre más la inspeccionaba, más interesado se encontraba por lo que veía.

    – Levántate, – le ordenó.

    Los ojos de dos colores la habían agitado, hipnotizado. Pero hizo lo que se le ordenó, levantándose sobre sus piernas entumecidas que habían estado dobladas contra la piedra helada. Ella clavó la mirada en el piso mientras él la recorría con la mirada; podía sentir el retorcido calor de sus perversos ojos. Era como estar siendo analizada por el Diablo.

    – Quítate la túnica.

    Sus ojos lo miraron con pánico, pero él le devolvió la mirada impasible. De alguna manera ella sabía el castigo que le esperaba. Las lágrimas amenazaron con volver pero ella luchó por detenerlas; después de todo, ella había dicho que era lo suficientemente valiente para enfrentar cualquier castigo. Pero no estaba completamente segura de serlo.

    Con manos temblorosas, intentó soltar los nudos en su espalda, pero no se desharían con facilidad. Sus dedos estaban congelados y se rehusaban a funcionar como debían. Lo intentó por algunos momentos hasta que Jax la giró y hábilmente deshizo los nudos. Antes de que pudiera quitarse la prenda, él la sujeto y se la sacó por encima de la cabeza.

    La túnica cayó al suelo. Vestida tan solo con un camisón de lana y pantaletas, Kellington temblaba mientras Jax la inspeccionaba. Podía sentir el escrutinio de su mirada como si la estuvieran picando mil alfileres. Cerró los ojos para no tener que ver aquellas pupilas de dos colores devorándola.

    – El camisón, – ordenó una vez más. – Quítatelo.

    Las lágrimas volvieron y encontraron el camino hasta sus mejillas, pero hizo lo que se le ordenó. De hecho, estaba furiosa. Si su intención era humillarla, no le iba a rogar que no lo hiciera. Si quería la satisfacción de sus súplicas, estaba terriblemente equivocado. Ella podría rogar por otros, pero no por sí misma. Juró que aceptaría el castigo por los demás y lo haría. Solo esperaba que su valor resistiera.

    El camisón cayó junto a la túnica. Desnuda desde la cintura hacia arriba, no intentó ocultarse. Se irguió tan orgullosamente como pudo, con los ojos en el piso, firme en su resolución de aceptar su castigo con dignidad.

    Pero para Jax, fue un momento interesante. Solo le había pedido que se quitara la ropa para ver de que estaba hecha. Quería saber cuanto tiempo duraría su valentía, desnudándola frente al enemigo. Esperaba llantos, súplicas, todo tipo de ruego. Pero ella no hizo más que obedecerlo, aunque las lágrimas habían vuelto. Ahora estaba algo sorprendido por sus agallas y aún más sorprendido por su propia reacción. El interés se convirtió en deseo. Podía sentir como se calentaban sus venas.

    – Las pantaletas, – su voz estaba ronca.

    Ella inhaló pero se quitó la prenda interior, aventándola furiosa al piso. Ahora estaba completamente desnuda, parada frente a él en toda su sensual gloria, y él se encontraba extrañamente sin habla. Los pezones eran pequeñas piedras en la frialdad del calabozo. Jamás había visto tal perfección. Su cintura era diminuta, y se ampliaba hasta unas caderas femeninas y muslos exquisitos. No había una sola porción de su cuerpo que no fuera tentadora más allá de la razón. De hecho, jamás había visto tal perfección.

    Su corazón comenzó a acelerarse y podía sentir las palmas de sus manos sudar. Lo que había comenzado como una prueba para ella se había vuelto en su contra. Pero jamás se lo dejaría ver. Tenía que hacerle entender.

    Antes de que ella pudiera reaccionar, la aventó hacia la húmeda pila de paja que había constituido su cama en

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