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Noches de primavera austral
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Noches de primavera austral

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En 'Noches de primavera austral' el narrador va entretejiendo recuerdos lejanos e inmediatos para comprender, desde un país lejano, lo que ha dejado atrás, lo cual da lugar a un retrato social y político de la España de los noventa.
LanguageEspañol
Release dateOct 19, 2016
ISBN9788416881086
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    Noches de primavera austral - Pelayo Molinero Gete

    Contraportada

    I

    «…dale a tu cuerpo alegría, Macarena, eeeh Macarena, ¡aaahe!».

    En diez minutos aproximadamente aterrizaremos en el aeropuerto de Madrid-Barajas. La temperatura es de dos grados bajo cero y el cielo está cubierto por una densa niebla…

    «…dale a tu cuerpo alegría, Macarena, eeeh Macarena, ¡aaahe!». Cualquiera que nos hubiera visto habría dicho que lo estábamos pasando muy bien. ¿Os imagináis todas las noches así? Vivir aquí tiene que ser un sueño, ¿verdad? Yo me pasaría el día mirando. ¿Aquello ya es el Pacífico, no? Sí, Pacific Ocean, Tasmanian Sea, mar de Tasmania. Y a la izquierda, al fondo, Harbour Bridge. Y a este lado Opera House. ¿No te parece mentira que estemos aquí? Sí, me parece mentira. No me canso de mirar. Y ahora de noche todas esas luces. Muy lindo, si. Hay que tener muchos dólares para poder vivir aquí. Ya lo hemos dicho nosotras, un sueño, ¿verdad? Dejaros de sueños y de dólares, aprovechad ahora que cualquiera sabe cuándo nos vamos a ver así. Breathtaking views, stunning views. Pareceis del Real Estate. A propósito de views, desde aquí se ve mucho mejor la parte norte, ¿verdad? Por supuesto. North shore, así dicen ellos. Si queréis ver bien todo el puerto tenéis que subir a uno de esos rascacielos de la city. ¿Me puedes pasar esa salsa, por favor? Gracias. Las vistas, el puerto, las bahías, las salsas, el marisco, el arroz, los vinos, la música, por favor, gracias: cualquiera que nos hubiera visto habría dicho lo mismo: que lo estábamos pasando muy bien.

    En mi nombre y en el de toda la tripulación les deseamos unas felices fiestas. Esperamos verles muy pronto con nosotros…

    A Summer Place. Percy Faith y su orquesta. Da pereza salir, el cuerpo te pide estirar las piernas, moverte un poco, dar una vuelta y volver a soñar hasta perderte donde sea. A Summer Place. Verano de amor, 1959, 1960. Delmer Davis, Sandra Dee, rubia, no tolerada…

    Por favor, permanezcan sentados…

    La niebla puede retrasar…

    Habíamos terminado de cenar y ya llevábamos un rato bailando. Se arrancó Lola con una rumba de Peret y de un tirón hasta La Macarena. Con ese trajín de brazos, codos, muñecas, palmas, rodillas, caderas. Y así se quedaron, con el estribillo en los labios. Solos. ¿Se quedaron o les dejamos? Bueno, eso quería decir, les dejamos. No es lo mismo. No tiene sentido que sigamos dándole vueltas. ¿Y de qué vamos a hablar si no?

    El mismo que te decía que no tenía sentido darle más vueltas a aquel asunto luego se encogía de hombros, se daba media vuelta, encendía un cigarrillo, aspiraba profundamente el humo y después de expulsarlo mirando al embarcadero susurraba: ¿Y de qué vamos a hablar si no? Hemos bebido más de la cuenta. Habíamos bebido, hemos bebido, pero todos sabemos por qué estamos aquí, repitió Marta varias veces. Además, lo estamos pasando muy bien, ¿no? ¿Estamos o estábamos? ¿Quién dijo eso? Probablemente Antonio. Así fue como empezamos a poner algunos reparos, pero no hubo muchos más. ¿Cómo que no? Vicente nos aseguró que tenía que ser esa noche, que no les quedaba más remedio. Ellos sabrían por qué. No debe ser fácil decir adiós a un país en el que has pasado media vida…

    A Summer Place, Strangers in Paradise, ¿Ray Conniff o Paul Mauriat? A este paso no salimos del avión en toda la mañana. Bastante es que hemos podido aterrizar.

    Vistas de ensueño, cena exquisita y abundante, vinos excelentes y en cuanto al adiós cada uno sabrá lo que tiene que decir. ¿Pero qué pasó, Fernando? Nada extraordinario. Que hablamos más de la cuenta. Después de lo que bebimos, ¿qué podías esperar, Miguel? Como en todas las despedidas. Siempre hay alguno que se va de la lengua. Al escuchar las conversaciones atropelladas de unos y otros yo ya no sabía si quienes se marchaban preferían irse o quedarse; y con los demás me pasaba lo mismo. Parecía que tampoco sabían lo que querían, a pesar de que alguno no podía disimular su envidia. Alguno habló de hacer una apuesta a ver si acertábamos quiénes iban a ser los siguientes en volver a España y organizar otra fiesta como aquella. Después de escucharles a todos yo pensé que la misma posibilidad había de que ese día no llegara nunca como de que alguno ya hubiera empezado a preparar las maletas sin avisar, sin decir una palabra, porque el regreso era el asunto familiar más importante. Parecía que hasta molestaba que alguien sospechara que uno ya tenía su plan de vuelta y no dijera nada. El caso es que si lo decía era peor. No te entiendo, Fernando.

    Do not forget to take all your personal belongings with you. Por favor, comprueben que llevan consigo todo su equipaje de mano y objetos personales.

    ¿Me permite, por favor?

    Todos bebimos más de la cuenta —mucho más, coreábamos cada vez que alguno lo mencionaba—, pero en ningún momento se nos fue la cabeza, en ningún instante perdimos de vista por qué estábamos allí. Porque ellos se marchaban a la mañana siguiente. Ya te adelanté algo en la última llamada, Miguel. Vicente y Lola. ¿Los que huían? No, no es eso lo que quería decir. Quizá no me has entendido bien. Déjalo.

    Gracias por volar con nuestra compañía. Esperamos verle muy pronto con nosotros.

    Muchas gracias.

    Desde que me enteré de que se iban no he dejado de quitar y poner palabras cada vez que me acuerdo de aquella despedida, regreso, marcha. ¿Huida? Por ahora dejémoslo en fiesta, Miguel. No creo que se le haya olvidado. Espero que no se haya equivocado de terminal. ¿Vicente? Fracaso, resignación y, sobre todo, ganas de vivir en paz. Lola, todo lo contrario: satisfacción, alegría, seguridad de hacer lo que tenía que hacer. ¿Su hija y su nieto? No, Miguel. Ellos se quedaban. Ellos nacieron aquí, en Sydney. Ellos estaban bien, muy bien. Eran felices en Sydney.

    Sí, decir adios a una ciudad y a un país en el que has pasado media vida puede ser fácil, difícil o complicado. A veces las tres cosas a la vez, me repetía Antonio, aunque parezca mentira: fácil, difícil y complicado. Cada vez estoy más de acuerdo con Antonio. El distinguía entre difícil y complicado. Pero no te lo explicaba, ni siquiera lo intentaba. Te miraba fijamente a los ojos y te hacía cómplice de la diferencia con mirarte a los ojos. Entre fácil y difícil daba por hecho que lo entendías enseguida. Ahora es cuando le entiendo mejor que nunca. Ahora que acabo de aterrizar. ¿Era así para quienes se iban o también para los que se quedaban? Sin decir una palabra Antonio lo explicaba mejor que yo, Miguel. ¿Dijiste volver o abandonar? No sé. Dijimos tantas cosas. Creo que cada uno celebró a su modo su despedida. ¿La suya propia? También. Parecía que aquella noche cada uno se despedía de sí mismo y de todos por una larga temporada. Quiero decir que por un tiempo nadie quería saber nada de los que se habían ido, ni que se lo recordaran. No lo decían, pero estoy seguro de que lo pensaban. Algunos parecía que en vez de decirte adiós a ti se lo se decían a sí mismos. Por eso yo no celebré ninguna despedida. Bueno, una informal con Robert y Jane. En un thai. Por salir del paso. Y unas cervezas que tomé en el Club con Antonio y Marta. Nada más. Luego todo se olvidaba muy pronto. La vida sigue. Sí, es verdad, la vida sigue, pero por unos días todo parecía diferente —era diferente—, sentías algo extraño cada vez que que alguien se marchaba. Sobre todo si le conocías, claro.

    Todo esto se me ocurría ya aquella noche mientras cenábamos y lo estábamos pasando tan bien, por eso yo apenas hablé aquella noche, Miguel. Sí, dije algo, pero muy poco. No te preocupes si no me entiendes. Sí, ya te lo he dicho, bebimos demasiado. Pero todos sabíamos qué hacíamos allí. A lo mejor bebíamos por eso, porque sabíamos muy bien qué hacíamos allí, por qué estábamos allí aquella noche. Lo sabíamos perfectamente. Por eso estábamos sorprendidos hasta de nosotros mismos, pero lo estábamos pasando bien. ¿Que no me entiendes? Puede ser, pero eso decíamos, y cualquiera que nos hubiera visto estoy seguro de que habría dicho lo mismo: que lo estábamos pasando muy bien, «Dale a tu cuerpo alegría, Macarena…».

    Llevábamos un buen rato de brindis y de copas, o de copas y de brindis, porque ya no se sabía si brindábamos para llenar las copas o llenábamos las copas para seguir brindando; todo el mundo tenía derecho a brindar y cada uno encontró razones para su ocasión, y más de una vez —y ya de paso volver a llenar las copas, ¿no? Yo esa noche me controlé, Miguel, bebí pero me controlé, ya me conoces—, no podías decir que no, ¿cómo te ibas a negar a beber cuando ellos estaban a punto de regresar?, no, nadie podía decir que no, era hacerles un feo, su última noche, sí, sí, bebimos más de la cuenta, eso no lo discutía nadie, pero cuanto más bebíamos más nos dábamos cuenta de por qué estabamos allí con ellos, y ellos con nosotros, y nosotros con nosotros mismos. Haciéndoles compañía. Haciéndonos compañía todos. Haciéndonos compañía a nosotros mismos. Si Lola no se arranca con aquella rumba de Peret, todavía estamos esperando un brindis más. Nos mirábamos unos a otros y siempre nos parecía que quedaba alguien por brindar. Un momento, ahora me toca a mí. ¿Pero tú no lo habías hecho ya? Cada uno preparó su discursillo, aunque al final todos íbamos diciendo lo mismo: damos las gracias a nuestros amigos por esta cena tan maravillosa, les deseamos suerte, buen viaje, que seáis muy felices, que no se olviden de nosotros, que nos veamos en España, suerte, salud, hasta amor dijo alguien; lo único que variaba era el orden de aquellos deseos. Así fue, Miguel, así fue. Esto fue lo último que le conté. Una de las últimas llamadas, tuvo que ser la última, sí, así fue. Ya me va encajando casi todo. Se arrancó Lola con unas rumbas de Peret, y luego ya de un tirón hasta La Macarena.

    Dos semanas antes me llamó Antonio: es por la música, Fernando, le dije a Vicente que me encargaba yo, bueno, lo hará mi hija, ella entiende, pero antes le tengo que dejar los cedés, sí, sí, eso se le da muy bien, ¿no tendrás por ahí La Macarena? ¿Qué Macarena? ¿Qué Macarena va a ser? «Dale a tu cuerpo alegría, Macarena…». Ah, vale, vale, sí, sí, Los del Río, sí, la tengo por casualidad. Eso ahora da igual, el caso es que la tienes, pues nada, nada, quedamos en el Club y me dejas el cedé. Él se encargó de la música. Así fue. Todo perfectamente hasta La Macarena. ¿Y después qué, Fernando? ¿Y después qué? Tú sabrás, ¿no? Pues el caso es que de repente dejamos de bailar y poco más, aquello se acabó, se terminó la fiesta. Es inútil que sigamos dándole más vueltas a este asunto. ¿De algo habrá que hablar, no? Tengamos la fiesta en paz, y nunca mejor dicho, no lo estropeemos todo a última hora, que para eso los españoles nos damos buena maña. Sabemos de sobra por qué estamos aquí. De acuerdo, eso es lo que quería decir. Es verdad, pero hay que reconocer que Vicente nos ha dejado tocados. A ver si vamos a decir ahora que ha sido por él. Desde luego.

    Nos hemos emocionado con sus palabras. Pues ya que hablamos de palabras, tú, Antonio, ¿no hubiera sido mejor que te hubieras callado? ¿Yo? ¿Por qué yo? Yo sólo dije lo que pensábamos todos. Un comentario que siempre hacemos al volver. ¿Y tú qué sabes lo que pensábamos los demás? Además, eso no significa que lo tuvieras que decir en ese momento. Uno no va por ahí diciendo todo lo que se le ocurre. Metiste la pata. Reconócelo. Lo jodiste con la pensión. Dejaste bien jodido a Vicente. Pues buenas ganas tenía de bailar. No discutáis más, eso ya no tiene arreglo, todos hemos bebido más de la cuenta, hombres y mujeres, todos, eso también hay que reconocerlo. Yo no lo dije porque hubiera bebido, ya me conocéis, yo siempre hablo claro, yo no soy de los que necesitan dos copas para decir lo que piensan. A nosotros nos lo vas a decir. Ya vale. No os pongáis así otra vez.

    El caso es que dejamos de bailar y se acabó. Ya lo has dicho veinte veces. No merece la pena darle más vueltas. Y dale con que no merece la pena. ¿De qué vamos a hablar si no? Esto no ocurre todos los días. ¿A qué te refieres ahora? A lo que todos sabemos. Mañana puede pasar cualquier cosa. Estamos pasándolo bien, ¿no? Pues ya está. Ya lo veo. Todos sabemos por qué estamos aquí. Hemos bebido más de la cuenta. Hemos cenado a lo grande y luego lo de siempre, a bailar. Como en cualquier fiesta. ¿Qué ibamos a hacer? ¿Seguir cascando? Estábamos pasándolo muy bien. A ver si ahora vamos a decir que no. Tú lo has dicho, estábamos. Hasta La Macarena. Exacto, hasta La Macarena. Se arrancó Lola con Peret, y de un tirón hasta La Macarena. Sin exagerar, que tampoco fue para tanto, no nos íbamos a ir así, sin más, después de la cena que habían preparado.

    Se pasaron el día entero en la cocina. Seguro. Los dos, sí. Lola tiene buena mano para las salsas, pero no olvides que Vicente trabajó en el Wellington, en Madrid, algo se le pegaría, ¿no? Sin duda, ellos tenían ganas de pasar un buen rato, como nosotros. Todos teníamos muchas ganas de pasar un buen rato. Eso nadie lo discute. Estaban preocupados, eso también es cierto, todos estamos preocupados, pero tenían ganas de divertirse, y de olvidar. De desahogarse, yo creo que tenían muchas ganas de desahogarse. Y tienen. Y nosotros también. ¿Quién dijo desahogarse? ¿Qué quieres decir con eso? No te entiendo. ¿Desahogarse de qué? ¿Desahogarnos de qué? Yo dije de olvidar. Ellos quieren olvidar. Todos quisiéramos olvidar. Ahora resulta que nadie ha dicho desahogarse. Lo he dicho yo. Eso qué más da. Déjalo; desahogarse, olvidar, ¿qué más da? En cualquier caso lo estábamos pasando bien. Hasta que vimos las luces y los fuegos esos en el puerto. Tú lo acabas de decir. Exactamente, a ver si nos aclaramos de una vez. ¿Pero entonces en qué quedamos? ¿Qué tiene que ver la pensión con La Macarena o con las luces esas? Una cosa no quita la otra. Todo tiene que ver. Vamos a terminar locos. Y deja ya de beber. Me parece que todos llevamos dos tragos de más.

    Apenas habíamos empezado con La Macarena se echaron encima las luces esas. Eso es lo que pasó. Lo hicimos por salir del paso. Las palabras de Antonio. Ahora lo entiendo. Pues no bebas más. Al principio no hicimos caso, es verdad, y eso que Eugenio hizo un gesto con las manos. No fue exactamente así; Eugenio estaba a mi izquierda y de repente giró bruscamente la cabeza hacia la terraza, creo que vio un reflejo de luces, como de fuegos artificiales, en el espejo ese tan grande del salón, eso me dijo, como los fuegos de noche vieja, querrás decir de año nuevo, qué más da eso ahora, pues luego, al volver la vista hacia nosotros fue cuando levantó los brazos y las manos y nos hizo un gesto mirando hacia la terraza. El caso es que con el segundo fogonazo se acabó. Así fue. El espectáculo de fuegos artificiales iluminó la cubierta, el cielo se llenó de luces y se acabó la fiesta. Nuestra fiesta. Nos miramos todos, casi de reojo, y, aunque dudamos, fue como si estuviéramos pendientes de alguna señal para hacernos un hueco en la terraza. Yo no diría señal. ¿Qué más da una palabra que otra? El caso es que dejamos de bailar, nos agolpamos en la terraza y se acabó el baile, la fiesta y La Macarena. ¿Cómo que por qué? ¿Vamos a empezar otra vez? Es inútil que sigamos dándole vueltas. ¿De qué vamos a hablar si no? Todos sabemos por qué…

    Más o menos así eran todos los comentarios, ¿me sigues, Miguel?: dos, tres, cuatro o cinco palabras, a veces precipitadas, a veces pausadas, atropelladas, también, apresuradas, como prefieras, interrumpidas con prisas por unos y otros, dando vueltas a las mismas frases, repitiéndonos todo como si estuviéramos en la sala de espera de un hospital de provincias. Luego, con algunas variaciones y en cualquier orden, sin atender ya a los hechos ni a su importancia —llegó un momento en que todo parecía importante, que todo era imprescindible para entender lo que pasaba, lo mismo el brindis de Vicente que quién salió primero a la terraza o quién se quedó sin tabaco—, volvíamos unos y otros sobre lo mismo sin mirarnos, sin acabar las palabras, sobreentendiendo lo que aún no se había dicho, como si no importara nada, ni quién hablaba ni quién escuchaba. El caso era hablar. Allí sobraba el silencio, molestaba el silencio. Y así hasta que nos despedimos, unos en la entrada y con la puerta medio abierta y otros ya en la calle, apurando los últimos cigarrillos y apretando entre los dedos las cajetillas arrugadas, entre pasa tú, no, no, qué más da, las mujeres primero, vamos, qué más da eso, todos somos iguales, eso ya está pasado, ya no se lleva, entre saludos, besos, hasta luegos, ya nos veremos, ya nos llamamaremos y, sobre todo, lo que dijeron ellos con mucho interés: no os dejéis nada, tres veces, la primera los dos al mismo tiempo y luego cada uno por su cuenta, con un intervalo de silencio muy denso, en un tono confidencial, casi secreto, primero Vicente y luego Lola:

    —No os dejéis nada —mirándonos de uno en uno.

    —¿De verdad que no queréis que os ayudemos a recoger todo un poco? —insinuó un par de veces Marta, la mujer de Antonio, que acababa de regresar de España— Entre todos no tardaríamos nada.

    —No, no, no os preocupéis de eso, ya lo haremos nosotros. Tenemos tiempo.

    —Como vosotros digáis —respondió Marta—. Pero tendríais que descansar un poco esta noche, que mañana tenéis que estar en el aeropuerto a las siete.

    —No os preocupéis, tenemos tiempo, ya descansaremos cuando lleguemos a España. Ahora vamos a tener mucho tiempo. Nos va a sobrar tiempo. Mucho tiempo…

    Dijeron la palabra tiempo cuatro veces, y si nosotros no repetimos una vez más suerte, salud, o buen viaje ellos hubieran seguido diciendo que tenían tiempo de sobra hasta la mañana siguiente. Cuando Vicente repitió que tenían tiempo yo miré a Antonio. Sabía que él también me iba a mirar. Y apenas se dio cuenta fijó los ojos en el suelo. Y enseguida su mujer, Marta, como lamentándose, como si expresara un sentimiento de culpa que deberíamos compartir todos, mientras tanteaba las llaves del coche en su bolso, y después de darles las gracias por todo dos o tres veces más, precisó:

    —También vaya casualidad, con lo bien que lo estábamos pasando, ya podía haber sido otro día, porque fue cuestión de segundos; sí, sí, de unos segundos, así fue, de repente se iluminó el cielo y se acabó todo.

    Los demás nos callamos, ya habíamos hablado bastante. No podíamos empezar otra vez.

    Como si las palabras de Marta fueran la única forma de entender lo que había pasado y, sobre todo, lo que nosotros pensábamos sobre lo que había pasado o podía pasar. El caso es que de repente dejamos de bailar y se acabó la fiesta. Cada vez que nos encontrábamos. Era como volver a lo que ocurrió aquella noche una y otra vez; una fórmula que nadie quería reconocer y que invariablemente empezaba y acababa siempre con la misma frase: el caso es que de repente dejamos de bailar y se acabó la fiesta. Como si no quisiéramos entrar en detalles. Cada vez que nos veíamos, una contraseña para volver a lo que ocurrió aquella noche: el caso es que de repente dejamos de bailar y se acabó la fiesta. Como si nos diera miedo añadir más. Después terminábamos contándonos siempre lo mismo: lo bien que lo estábamos pasando, lo bien que cenamos, lo mucho que bebimos, lo que bailamos y, luego, cuando ya estaba dicho casi todo, cómo les dejamos solos con La Macarena en los labios por hacernos un sitio en la terraza.

    Con el tiempo, por no repetirnos, supongo, añadimos algunos detalles ridículos: que si a uno le bastó con un giro de media vuelta, que si a otro vuelta entera, paso adelante, paso atrás, derecha o izquierda, que si yo fui porque fuiste tú, que a mi no me hubiera importado continuar con La Macarena o con lo que fuera, que si por echar un cigarrillo, o respirar aire fresco, qué más da, saltaba cualquiera, qué más da eso ahora, el caso es que —así ampliábamos cada versión, o creíamos que la ampliábamos— en pocos segundos nos encontramos pegados a los ventanales de la terraza, no dejábamos de mirar al puerto, y, aunque seguía en el aire La Macarena, se acabó la fiesta. Ni Paquito el chocolatero, que sonó bien fuerte después, fue capaz ya de levantar aquella noche.

    A unos les venía a la cabeza la historia que contó Vicente, el brindis, los brindis, la nota en la cocina, a otros el comentario de Antonio, la pensión, los impuestos, y el espectáculo de aquel crucero enorme que se alejaba en el horizonte haciendo sonar las sirenas como si nos estuviera diciendo adiós a nosotros, sobre todo a nosotros. ¿Pero lo de Antonio sobre la pensión fue después de cenar, cuando ya estábais bailando, no? Ya no me acuerdo, Miguel. Yo creo que entre las palabras de Antonio y aquel espectáculo de fuegos apenas pasaron unos segundos. Eso me parece ahora. Pero no estoy seguro. ¿A quién le apetecía bailar? Preferíamos seguir en la terraza charlando, bebiendo y fumando sin parar; alguno que llevaba años sin probar el tabaco dio unas caladas atropelladas a un cigarrillo que pidió prestado, qué más da, ya que estamos así. ¿Qué tenía que ver el espectáculo de fuegos, colores y bengalas de aquel crucero con dar unas caladas tramposas a un cigarrillo prestado? Lo que no entendí es por qué ellos tenían tantas ganas de bailar.

    A mí me apetecía más escuchar, porque alli había mucho que escuchar. Entonces, ¿tú no decías nada, Fernando? ¿A ti te parecía normal todo aquello? ¡Qué raro que tú no dijeras nada! No, Miguel, yo apenas abría la boca, no decía casi nada porque yo también empezaba ya a estar en otro mundo. Además, yo apenas bebí una botella de Penfolds Bin, cabernet sauvignon, no sé de que año. Esa noche bebí poco. Pues serías el único. Vicente entendía de vinos australianos. Pero eso ahora da igual. Yo llevaba tiempo en otro mundo, con Penfolds y sin Penfolds. No, yo ya no necesitaba beber mucho más para estar en otro mundo. Lo vas a comprobar en cuanto recoja las maletas. En cuanto cambie estos dólares. En cuanto acabe con Hipólito, o en cuanto acabe él conmigo, ya te hablaré de Hipólito. Yo avanzaba, eso creía, que avanzaba, o que progresaba, ya me entiendes, pero luego retrocedía más que el boomerang que te traigo en esta bolsa. A veces pienso que sólo retrocedía. Que iba para atrás, como los cangrejos. ¿Me habían servido de algo aquellos años? Era difícil de explicar. Yo a veces pensaba que el único avance era ya mi retroceso. Pero ahora ya no sé qué pensar. Esta frase queda bien, pero ahora ni yo mismo la entiendo. Sí, la entiendo, pero tampoco sirve para nada.

    Podía haber participado algo más en la conversación, haber hecho algún comentario, claro, aunque fuera para dar la razón a todo el mundo, por ejemplo algo así: Sí, sí, es verdad lo que ha dicho Marta. Parecíamos críos, no dejábamos de mirar a aquel crucero de lujo atraídos como si fuera un imán. Pero preferí callar otra vez.

    Estaba a punto de añadir algo, a mí siempre me dan ganas de añadir algo más, y a ellos les parecía que me quedaba con ganas de hacerlo, por eso me observaban, pero como si aquella noche estuvieran convencidos de que no había nada que hacer, que no me iban a arrancar casi nada no insistieron, porque yo estaba menos convencido que nunca de lo que quería decir, de lo que tenía que decir o de lo que era conveniente decir, porque yo soy torpe para eso de las despedidas, ya me conoces, por eso después de La Macarena preferí no decir nada, o muy poco. No por falta de palabras, ya lo sabes, sino porque las que se me ocurrían parecía que tan sólo perseguían aprovechar la ocasión para sacar un poco de brillo a aquella situación tan extraña, por ejemplo: No dejábamos de mirar y contemplar el resplandor de luces y colores que rompían la monotonía de la noche, la última de Vicente y Lola en Sydney.

    Después de lo que había pasado, o de lo que podía pasar, de las palabras de Antonio, y, sobre todo, después de lo que había dicho Vicente poco antes de que Lola se arrancara con Peret, estas palabras que callé me parecieron más ridículas que la media vuelta, el aire fresco, el cigarrillo, los pasos adelante o atrás; menos mal que me callé, porque, como mucho, pensé después, esas palabras donde podrían encajar perfectamente era en alguna de las redacciones que aún tenía pendientes de corregir en casa, de esas que suenan a concurso literario de alguna asociación benéfica, que parecen bien escritas, que hasta agradan al oído, que podrían parecer bonitas a algún miembro del jurado del Concurso literario del Club Español de Sydney y que con un poco de suerte podrían aspirar a que alguien las leyese con ese tono solemne de finalista que siempre se queda a las puertas de ganar el primer premio. Pero allí estaba Antonio.

    Antonio aparecía cuando menos lo esperaba, estuviera o no. Me pisaba los talones, me marcaba y me obligaba a pisar tierra, a no andarme por las ramas con florituras retóricas. Eso de florituras retóricas me lo reprochó más de una vez. Por eso, cuando tenía delante a Antonio yo tenía mucho cuidado con lo que decía. Y aunque no estuviera. Imaginaba lo que pensaría Antonio y antes de hablar cambiaba palabras, corregía frases enteras, las suprimía o simplemente no decía nada. Eso me pasó aquella noche varias veces. Por eso, cuando apenas ya se veían unas luces lejanas y el barco se confundía con el horizonte de la noche, Antonio se me acercó y me susurró al oído: ya que no lo dices tú lo diré yo. A pesar de mis palabras, ellos han intentado seguir bailando como si no pasara nada, sí, Vicente y Lola, ya lo has visto, porque nosotros una vez en la terraza ni caso, ni puto caso —subrayó después— y, además, cuando empezó a sonar Paquito el chocolatero subieron el volumen de la música a propósito. ¿No te diste cuenta? Me extraña que tú no te dieras cuenta. Tú no hacías nada más que observarles. Es verdad que no hablaste mucho después de La Macarena —ni después ni antes, pensé—. Es verdad. Pues Vicente se acercó al player y tiró del volumen. Y Lola le correspondió con un gesto de complacencia. Era como si quisieran que nos olvidáramos de los cohetes y de los fuegos del dichoso crucero y volviéramos con ellos. A bailar. Cuando ni con Paquito el chocolatero lo consiguieron no insistieron más. Se dieron cuenta de que ya no había nada que hacer, se sirvieron otra copa, con mucho hielo, se sentaron juntos, encendieron un cigarrillo, nos miraron, se miraron en silencio, aspiraron con fuerza el humo, lo expulsaron muy despacio hacia el techo y se acabó la fiesta. Sabía que los estabas observando. Esto está perdido, supongo que pensaron mientras el humo se perdía entre los candelabros y las lámparas. Nosotros embobados en la terraza.

    Sí, yo les observaba. Porque conozco bastante bien a Vicente. A Lola no tanto, pero a Vicente sí. Me lo presentaron en el Club, aunque a él no le gustaba mucho ir por allí. Prefería pintar, o jugar con su nieto. A Antonio le faltó tiempo para llamarme por teléfono al día siguiente y repetirme lo mismo otra vez, para que no tuviera ninguna duda y me quedara todo muy claro, para que no me andara más por las ramas, hablaba como si subrayara cada palabra, como si estuviera dictándome un texto muy largo y se sintiera aliviado de llegar al final: bastante tenían con lo suyo, a ellos les traía sin cuidado el espectáculo ese de fuegos y colorines, preferían mil veces bailar La Macarena o Paquito el chocolatero que mirar aquellas lucecitas. Eso les jodió bastante. Mucho más que mis palabras. Él sabe perfectamente que tiene una pensión de mierda.

    Yo no lo dudaba, Miguel, seguro que Vicente y Lola estaban hartos de ver cruceros de todas las clases, de todas las categorías y presupuestos, navegar por las bahías hasta alcanzar la bocana del puerto rumbo a Tasmania, Nueva Zelanda o alguna de las islas del Pacífico con su protocolario —Antonio me corrigió enseguida cuando se lo comenté: rutinario, no lo olvides, Fernando, para Vicente y Lola rutinario— programa de fuegos artificiales, lucecitas de colores —después de aquella enmienda resistí la tentación, lo de fuentes con chorrito, ya sabes, Miguel, Pepe Isbert, Villar del Río, porque a Antonio le hubiera parecido pedante aquel apunte de cinéfilo que nosotros usábamos cuando alguien se ponía pesado con los detalles. Fuentes con chorrito. No viene a cuento, en este caso no viene a cuento eso de fuentes con chorrito, así me lo hubiera dicho, escuetamente, lo suprimí y continué—: banderas y banderines, colgantes, confetis, cohetes y bengalas cortejadas por la luz de la luna, las estrellas, la cruz del sur y todas las constelaciones australes, las nubes pasajeras y el vaivén de las olas, destellos todos que una vez en el horizonte, cada vez más lejano, se despedirían también de nosotros dejando atrás Port Jackson, el puerto natural de entrada a la ciudad de Sydney. Avanzaba lentamente. Muy lentamente. Las pequeñas embarcaciones y los ferrys que llevaban y traían turistas y viajeros por las bahías hacía ya un par de horas que habían terminado su último turno. Sólo quedaban a la vista algunos yates anclados, grandes buques de carga y aquel crucero de lujo.

    Queen Elizabeth. Queen Elizabeth the second.

    «Dale a tu cuerpo alegría, Macarena, eeeh Macarena… ¡aaahe!». Paquito el Chocolatero.

    A Summer Place, Strangers in Paradise…

    —¿Decías algo, Fernando?

    —No, no, cosas mías, Miguel.

    —Pues date prisa con el equipaje, que ya nos están pitando.

    ¿Pero tú no te dabas cuenta, Miguel? Me lo tuviste que notar nada más verme cruzar la puerta de salida de pasajeros. Casi nueve años. Te tuviste que dar cuenta. Si se retrasan un poco más, podría haberme desplomado sobre maletas, bolsos, bolsas, paquetes, tablas de surf y haber dado más de una vuelta en la cinta transportadora esperando que alguien me reclamara como parte de su equipaje. Algunos empleados me hubieran confundido con un disfraz de nochevieja y me hubieran dejado aparecer y desaparecer a la vista de todos los pasajeros. Yo hubiera seguido dando vueltas hasta que alguien me hubiera rescatado para advertirme de que sin ninguna duda ya estaba en Barajas.

    Porque yo sospechaba que Antonio sabía algo más. Tenemos tiempo. Cuando nos despedimos me aseguró que no, que no le buscara ya tres pies al gato. Que ya estaba todo dicho. Que estaba todo muy claro. Caso cerrado. ¿La pensión? Vicente no es tonto. Cuatro perras, en su caso cuatro perras, a otros les ha ido mucho mejor, sin ninguna duda, y están viviendo en España muy bien, con socialistas o sin socialistas, hayan estado en Australia o en Alemania, porque en España si tienes cuatro perras ahorradas, la casa pagada, que es lo mínimo, más luego la pensión, se vive bien; tus viajes de tercera edad con el imserso, tus descuentos en el transporte, buen sistema de salud, pero… Vicente no tenía ni cuatro perras. Por su culpa. Y él lo reconoce. ¿Cómo que lo reconoce, Antonio? Mira, Fernando, aquí no somos muchos, nos conocemos casi todos y al final nos enteramos hasta de los líos de faldas, como en todas partes. ¿Qué crees que aquí nadie pone los cuernos? Aquí se folla como en todas partes. Y no es que yo quiera hablar de eso. No me gustan los cotilleos. Ahora, Fernando, ya sabes lo mismo que yo, me aseguró. Y es así de simple. Lo que ellos te contaron es lo que hay. No te empeñes en buscar cosas raras. No vas a sacar nada. Me quedé con ganas de añadir algo más. Pero se estaba haciendo tarde. Tenemos tiempo. ¿Qué quiso decir con tenemos tiempo? Deja eso ahora. Hasta que una mañana me los encontré cuando estaba tomando un capuchino al lado de casa, en La Traviata. Entonces fue cuando me lo dijeron, entonces me contaron la verdad.

    Avanzaba lentamente. Avanzaba muy lentamente.

    —Las bolsas, en el asiento trasero, Fernando.

    Unos minutos de publicidad y enseguida estamos con ustedes. El maletero abierto. Se me ocurrió contarlo en una clase, cuatro pinceladas y venga, tienen media hora, escriban ustedes lo que les parezca. Algunas frases me las sé de memoria…

    Queen Elizabeth. Desde los ventanales del salón que daba al embarcadero de Watsons Bay parecía que el brillo de aquellas luces de todos los colores imaginables se desplazaba como parte de otro horizonte, cada vez más oscuro y al mismo tiempo más luminoso, escoltado ya por otras olas que crecían desde un mar que se abría de una vez al océano. Mar de Tasmania. La inmensa cubierta engalanada, los camarotes iluminados, cohetes, bengalas, banderas, luces de colores, todo se mezclaba no muy lejos de nuestros ojos, pegados a los cristales, con una luna menguante muy apagada, como si alguien la controlara a distancia, algunas estrellas solitarias y unas pequeñas nubes oscuras, rotas, extraviadas, que se movían hacia Manly. Avanzaba lentamente. Muy lentamente.

    Micrófono abierto. Y después de estos minutos de publicidad volvemos con nuestro programa. Buenos días. Buenos días. ¿Desde dónde nos llama usted? Con mucho cuidado dejaba la última bolsa, la del boomerang, en el asiento trasero. Antonio volvía a pisarme los talones.

    —Queen Elizabeth.

    —¿Qué dices de Elizabeth, Fernando?

    —Nada, nada, cosas mías, Miguel.

    A few showers in the morning, spring showers, northerly winds…

    Bondi Junction: vértice de los vientos que suben del puerto, de las bahías, vientos cargados de humedad, vientos que irrumpen en los centros comerciales al tiempo que hacen volar paraguas, periódicos, revistas, gorras de marca, sombreros de temporada, o que levantan faldas de mujeres que casi siempre llegan tarde, que se empeñan en llegar tarde, con las manos siempre ocupadas, para poder fijar a sus piernas, a sus rodillas o a sus muslos los volantes de tejidos ligeros, suaves, tejidos variados, tejidos que lo mismo anuncian el verano que la primavera, el otoño que el invierno a quienes entran y salen cargados de bolsas mientras las puertas se abren y se cierran, o se cierran y se abren, impulsadas por esos vientos que poco después se pierden entre los perfumes de muestra que en la sección de planta baja ofrecen, con una sonrisa profesional, con una sonrisa personalizada, con una sonrisa de plantilla, una sonrisa de marketing, rubias de ojos azules, mediterráneas de pelo negro y ojos castaños, indias de ojos brillantes, pakistaníes que no son indias, indias que no son pakistaníes, chinas de ojos rasgados, coreanas, taiwanesas que son y no son chinas ni coreanas, tailandesas, vietnamitas, indonesias, malayas que no son ni vietnamitas ni indonesias ni bengalíes ni birmanas, morenas de Solomon Island, de

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