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Fuego eterno: La historia de Jerry Lee Lewis
Fuego eterno: La historia de Jerry Lee Lewis
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Fuego eterno: La historia de Jerry Lee Lewis

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La dramática y truculenta vida de Jerry Lee Lewis es una de las más legendarias de la historia de la música popular norteamericana. Considerada una de las mejores biografías jamás escritas, "Fuego eterno (Hellfire)" es un fascinante relato que bascula entre la ficción más oscura y desatada y una precisión documental quirúrgica, y que desde su publicación en 1982 no ha dejado de ser aclamado y reivindicado.
Nacido en Luisiana de una dinastía que se remonta a los primeros colonos -una estirpe de jugadores y bebedores empedernidos-, Jerry Lee Lewis se debatió desde su temprana juventud entre el Espíritu Santo y las tentaciones del demonio; entre la Salvación y el sexo, las drogas y el rock and roll, y fraguó junto con otros muchachos indómitos una de las grandes revoluciones culturales y musicales de Occidente.
Empezó a tocar a los catorce años, cuando descubrió que el piano -que tocaba como un poseso- podía ser un instrumento diabólico y espiritual, y a los veintiuno grabó "Whole Lotta Shakin' Goin' On" para la mítica discográfica Sun Records de Memphis y se convirtió en leyenda. Poco después vendrían la provocadora "Great Balls of Fire", las drogas, el arrebato, la fama desmesurada, el matrimonio con su prima de trece años, la infamia y el escándalo... Y cuando parecía que su carrera estaba acabada, renació como artista country a finales de los 60.
"Fuego eterno" ilumina el alma atormentada de uno de los salvajes más perdurables de la cultura popular y da cuenta de la gran revolución que supuso la eclosión del rock and roll, cuyo estruendo y revulsivo han llegado hasta nuestros días.
LanguageEspañol
PublisherContra
Release dateNov 21, 2016
ISBN9788494631078
Fuego eterno: La historia de Jerry Lee Lewis
Author

Nick Tosches

Born in Newark and schooled in his father's bar, Nick Tosches is the author of acclaimed biographies of Sonny Liston, Dean Martin, the Mafia financier Michele Sindona, and Jerry Lee Lewis; of books about popular music; and of the novels Cut Numbers, Trinities, and In the Hand of Dante. His writings through three decades were collected in The Nick Tosches Reader. He is a contributing editor of Vanity Fair.

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    5/5
    One of the most satisfying and stimulating Rock Biographies I've ever read
  • Rating: 5 out of 5 stars
    5/5
    This is a great book. I wish there was an updated edition to take Lewis' life up to the present. What a tortured individual.
  • Rating: 4 out of 5 stars
    4/5
    The Killer, Mr Jerry Lee Lewis, is a unique figure in musical history and it's easy to forget how close he was to usurping Elvis's crown as the King of rock n' roll. "Hellfire" recounts how he brought his kingdom to its fall.Tosches writes well and has his pulse on the Killer's style, giving Lewis the right mix of sacred and profane. The book is dated now, finishing in the late 1970s, but perhaps it's better that way, rather than reading more on the slow, sad decline of the greatest musician of all time.
  • Rating: 4 out of 5 stars
    4/5
    Today, December 13 2005, is the first anniversary of this blogging endeavor and as I awoke, I became tinged with ambition. Unaccustomed to such impulses, I began to read Hellfire: The Jerry Lee Lewis story by Nick Tosches. In almost a single sitting i read the book, enjoying six double espressos, a large cigar, two eggs (w/ bread) and several hours of outstanding music, including Bix, Blind Boys of Alabama, George Jones, James Carter, Charlie Parker and Ryan Adams. I am finished, refreshed, and bewildered by the world in all its pristine torrent.

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Fuego eterno - Nick Tosches

tiempo.

UNA

CONGREGACIÓN

DE SOMBRAS

EL DIOS DE LOS PROTESTANTES veló porque aquellos fieros galeses, que iban en busca de una vida nueva en tierra nueva, llegaran sanos y salvos y a toda vela a la colonia de los deudores. Desde Savannah viajaron hacia el oeste, internándose en territorios inhóspitos, atravesando el Canoochee y el Ohoopee, el Oconee y el Flint, además del furioso Chattahooche, hasta llegar a los matorrales del Territorio de Alabama, que habían sido despejados por los chochtaw. Algunos de ellos se quedaron allí; otros siguieron viajando hacia el oeste, esta vez todavía más allá, hasta llegar al río Misisipi en caravana, y pasaron luego al otro lado, a Luisiana.

«Diablos», solía decirle a uno Jerry Lee Lewis en plena noche, a la que parecía tener el poder de convocar para envolverse en ella a cualquier hora; «diablos», solía decir, contemplando las venas de su muñeca con ojos entornados, mientras se sumergía en el recuerdo de los relatos de su padre y de los hermanos de su padre; «diablos», solía decir, «los Lewis tienen una historia muy larga. Bebedores y jugadores desaforados». Entonces el último hijo indómito apartaba la mirada de sus venas y echaba una ojeada al whisky en una mano y al puro en la otra. «Unos putos desastres, supongo», decía, antes de estallar en carcajadas o de lanzar alguna maldición, según en mitad de qué noche estuviera o qué capa llevara puesta en ese momento.

En el otoño de 1790, en Luisiana, en la orilla oriental del río Ouachita, donde hoy se encuentra la ciudad de Monroe, no muy lejos de donde nació el último hijo indómito, Jean Filhiol ordenó levantar un fuerte para que los colonos de Ouachita estuvieran a salvo de los chitimachas.

La colonia estaba formada por unos doscientos hombres y mujeres, pero solo setenta y cinco de ellos estaban armados. El comandante Filhiol, que había fundado la factoría en 1785, describió a los colonos bajo su tutela como «la escoria de todo tipo de naciones». Se quejaba de su indolencia e informó de que «destacan en todos los vicios», y que «las mujeres son tan impías como los hombres». Escribió, avergonzado, que «los salvajes que tienen ocasión de contemplarlos, por más salvajes que sean, los miran con desprecio».

El fuerte se terminó de construir en febrero de 1791 y fue bautizado en honor de Esteban de Miró, el gobernador provincial que había ordenado la fundación de la factoría de Ouachita. Llegado el año 1800, cuando la bandera francesa reemplazó a la española en Luisiana, Fort Miró había empezado a convertirse en una ciudad.

Fue allí, a Fort Miró, adonde llegó Thomas C. Lewis en torno a la época en que Estados Unidos le compró Luisiana a Napoleón, en 1803. Dedicado al tráfico de leyes y terrenos, acabó por convertirse en uno de los hombres más ricos y poderosos del distrito de Ouachita. En 1812, cuando Luisiana se incorporó a la Unión, Thomas C. Lewis era juez de distrito. Él y su esposa, Lucinda, vivían con sus cuatro hijos y sus dos hijas en una mansión situada al borde de un acantilado que daba al río. Poseían gran número de esclavos y de distintas tonalidades de piel, y bebían en copas de cristal.

El primero de mayo de 1819, el vapor James Monroe subió por el río Ouachita hasta Fort Miró. Se trataba del primer barco de esa clase que visitaba la localidad, y la ciudadanía rebautizó la villa en su honor. Al juez Lewis no le gustaba el presidente Monroe, cuyo nombre llevaba ahora su ciudad, por lo que decidió declarar la secesión. Él y un vecino suyo, Patrick Harmonson, lograron que durante la primera sesión de la cuarta legislatura se aprobara una ley que a partir de la unión de sus propiedades colindantes se constituía el municipio de Lewiston. Pese a que no se hizo el menor caso de la existencia formal de Lewiston y finalmente cayera en el olvido, su condición de municipio jamás fue derogada. Hasta la fecha, unos quinientos acres de Monroe, que se extienden por la ribera en dirección norte desde DeSiard Street, siguen constituyendo legalmente la ciudad-dentro-de-una-ciudad con la que el juez Lewis quiso honrar a su estirpe.

En el otoño de 1819, poco después de la fundación de Lewiston, el juez Thomas C. Lewis pasó a mejor vida. Su esposa le siguió durante la primavera, y la herencia de los Lewis, tasada en ocho mil novecientos setenta y tres dólares, fue dividida en partes iguales entre su descendencia.

John Savory Lewis, el bisabuelo del último hijo indómito, se casó con una muchacha llamada Jane, y al igual que su padre antes que él, dirigió una de las mayores plantaciones de Monroe. Mas no estaba destinada a perdurar. En 1861 Luisiana se declaró a favor de la secesión y libró la Guerra de Independencia2. En el verano de 1863, el borrachín de Grant tomó Vicksburg, a apenas setenta millas de Monroe, y John Lewis supo que lo que su padre había forjado a base de tierra y valor estaba condenado a caer en ruinas, y que su auténtico patrimonio no eran ni los esclavos negros ni la elegancia del cristal ni la solícita obediencia de sus vecinos, sino única y absolutamente la tierra y el valor, que ni toda la artillería del norte podrían arrebatarle jamás. Cayó en 1865, como John Lewis sabía que ocurriría.

«Era capaz de postrar de rodillas a un caballo de un puñetazo. El Viejo Lewis. Vaya un hombre, diablos. Entonces liberaron a todos los esclavos.» Eso era lo que decía el último hijo indómito del bisabuelo al que nunca llegó a conocer. Y lo decía con orgullo, como si estuviera leyendo un epitafio.

Nacido en la casa solariega en 1856, el hijo de John Lewis, Leroy, fue testigo de la ruina de la heredad antes de que hubiera terminado su infancia. Durante los años de la Reconstrucción, muchos de los descendientes del juez Lewis se mudaron a Ruston, ciudad recién fundada que estaba a unas veinte millas al oeste de Monroe. Allí fundaron una adinerada aristocracia de médicos, abogados y congresistas que todavía existe en Ruston en la actualidad. Pero Leroy M. Lewis se quedó en Monroe. Trabajó como dependiente en una farmacia, y luego, durante siete años, fue ayudante de un médico. Después se hizo maestro. Fue entonces cuando conoció a su prima de quince años, Arilla Hampton, y se enamoró de ella. Contrajeron matrimonio en 1886.

Leroy continuó enseñando durante cuatro años más después de haberse casado, pero empezó a estar harto de la ciudad y a realizar frecuentes viajes a la campiña silvestre del distrito de Richland, situada al este de Monroe, más allá del pantano de Lafourche. Sus estancias en el campo se fueron dilatando, y finalmente adquirió una granja allí. Ahora bien, había sido criado como urbanita y no sabía llevar una granja. Plantó algodón demasiado corto y casi se muere de hambre.

Leroy y su familia se mudaron de una pequeña granja a otra hasta que en 1909 se establecieron definitivamente en una localidad llamada Snake Ridge. Situada a unas diez millas al sudeste de Mangham, cerca de Big Creek, la comunidad de Snake Ridge había sido fundada por granjeros pobres en la década de 1820, cuando William Tom Hewitt, uno de los fundadores, vio aquella cresta —que sobresalía sobre un turbio meandro del Misisipi— y comentó que era más retorcida que una serpiente. Pese a que Snake Ridge, al igual que la vecina localidad de Nigger Ridge, jamás ha figurado en mapa alguno, los ancianos del lugar siguen llamando al lugar con el nombre que le puso William Tom Hewitt antes de que nacieran sus padres.

Para cuando Leroy Lewis se trasladó a Snake Ridge, Arilla le había dado cuatro hijos y siete hijas. A cuenta de tanta mudanza de una granja a otra, los niños no hicieron mucho acopio de saber libresco, pero todos ellos llegaron a ser mejores granjeros que su padre, y todos tenían talento para la música. Leroy tocaba el violín, y sus hijos también; a las niñas les encantaba tocar la guitarra y cantar. Todas las noches había música.

Leroy era una buena persona, pero un mal bebedor, y lo que no logró arruinar con su mala mano para la agricultura, lo arruinó con el whisky. La música era su gran goce cuando estaba borracho y su penitencia cuando estaba sobrio, y de algún modo evitaba que todo se desmoronara. A veces cogía una botella y se subía al ferrocarril de la línea Nueva Orleans & Northwestern, que hacía el trayecto entre Mangham y Rayville, y al ferrocarril de la línea Vicksburg, Shreveport & Pacific, que iba entre Rayville y Monroe. Bebía hasta que su cuerpo y su alma ya no podían más, y luego bebía un poco más, hasta que lo que ya no podía más era su bolsillo; entonces bebía un poco más todavía, hasta que todo lo que él pudiera dar ya no daba más de sí. Entonces Leroy M. Lewis volvía a Snake Ridge cantando sobre Jesucristo o sobre mujeres ligeras de ropa. Y cuando aparecía, nadie se alegraba más de verle que su hijo favorito, Elmo.

Elmo Kidd Lewis era el séptimo vástago de Leroy y su segundo hijo varón, y había nacido el 8 de enero de 1902 en Mangham. Apuesto, dotado de una hermosa mata de pelo negro, una mandíbula recia y una sonrisa que a su padre le recordaba al Viejo Lewis, Elmo fue el hombre más alto de Snake Ridge antes de haber cumplido siquiera años suficientes para afeitarse. De todos los hijos de Leroy, Elmo era el que más duro trabajaba y el que mejor tocaba. Era amable como solo puede serlo de verdad un hombre realmente fuerte, pero bebiendo era un flojo. Leroy le regañaba al respecto, al igual que a él le había regañado infinitas veces el pastor baptista de Mangham. Elmo se limitaba a sonreír. Entonces su padre le sonreía a su vez. Luego Leroy sacaba la botella y le hablaba a su hijo de quienes le habían precedido: de cómo el Viejo Lewis era capaz de postrar de rodillas a un caballo de un solo golpe, de la gran casa del acantilado de Ouachita, que estaba justo donde ahora estaba la Funeraria Mulhearn, de los ciento cincuenta esclavos y la mañana en que les dieron su libertad, cuando los susodichos esclavos caminaron por la carretera durante tres millas, dieron media vuelta y regresaron antes de la hora de cenar. Y de la tierra y del valor.

El cáncer devoró el estómago de Leroy Lewis, que murió en 1937. Para entonces su hijo favorito ya había tenido dos chiquillos propios. Se sentaban en el regazo de su padre, y él acercaba su rostro al suyo y les hablaba de lo que les había precedido, no de la parte que concernía a la tierra y el valor, sino la que era como un cuento de hadas.

Uno de los chicos habría de morir. El otro, sobre el que recayó el patrimonio de los Lewis, llegó más alto que el mismísimo juez Lewis, más lejos que ninguno de los hombres que aparecían en los relatos de su padre, antes de caer más bajo que ninguno de ellos. Era el último hijo indómito, y lo sabía, igual que sabía que los hombres que aparecían en aquellos relatos sabían cuando tronaba pero no iba a llover.

TIERRA

ELMO KIDD LEWIS tomó por esposa a una muchacha de dieciséis años de la vecina comunidad de Crowville. Se llamaba Mary Ethel Herron, y había nacido el 17 de marzo de 1912, durante la gran inundación de ese mismo año. Su madre, Theresa Lee, era hija de gente con dinero, los Foreman, que nunca le perdonaron a su niñita el haberse casado con John William Herron, un humilde granjero de insignificante bolsillo y menor ambición. La familia Foreman tenía antecedentes de demencia, y Theresa Lee, al igual que su implacable padre, acabó por perder el juicio. La maldición de los Foreman estaba muy arraigada en su sangre y no podía ser desalojada por la semilla de una sangre ajena. Los hijos de Theresa Lee, así como los hijos de sus hijos, lo sabían. Algunos de ellos la oían, como si se tratara de un graznido malévolo, a determinadas horas del crepúsculo. Otros notaban cómo sus garras descendían sobre ellos para no levantar ya el vuelo.

Mamie Herron era la muchacha más bonita e inteligente que Elmo Lewis jamás hubiera conocido. Y al igual que a Elmo, le chiflaba cantar. Era una muchacha muy religiosa, pero no tanto como para espantar a Elmo. Se casaron a comienzos de 1929. Para entonces muchos de los hermanos, hermanas y amigos de ambos se habían marchado del distrito de Richland, donde al parecer las cosas no hacían sino empeorar con cada año que pasaba. Los lugareños habían oído hablar de la prosperidad que el presidente Coolidge estaba trayendo a Estados Unidos, pero ellos sabían muy bien, maldita sea, que en Snake Ridge no había aparecido ni por asomo. La inundación de 1927, cuando los hombres fueron remando en canoa sobre lo que hasta entonces habían sido los campos de algodón del distrito de Richland, y cuando los siluros del Misisipi nadaron por las calles de Magham, había sido la peor que nadie del lugar pudiera recordar. William Faulkner, que vivía al otro lado del río, escribió un libro sobre aquella inundación, una novela llamada Las palmeras salvajes, y no poca gente del norte creía que se lo había inventado todo de cabo a rabo. Dos años más tarde, el distrito de Richland seguía lidiando con las consecuencias de aquella inundación.

Las hermanas de Elmo, Carrie, Eva e Irene, se casaron con tres hermanos apellidados Gilley. Carrie y George Gilley se quedaron en Snake Ridge, pero Eva y Harvey, e Irene y Arthur Philmore Gilley se trasladaron al sur, a la localidad de Ferriday, en el distrito de Concordia. La hermana mayor de Mamie, Stella, también se había mudado a vivir allí, donde acabó casándose con Joseph Lee Calhoun, el hombre más poderoso del distrito. En vista de que allí ya tenían parentela y un pariente político rico, a Elmo y a su joven y embarazada esposa Ferriday se les antojó un lugar tan bueno como cualquier otro, por lo que en la primavera de 1929 hicieron las maletas con lo poco que tenían y se fueron al sur en busca de una vida mejor.

Ferriday se encuentra a unas cincuenta millas de Mangham, y en aquel entonces aquellas millas se podían recorrer en tren, en el ferrocarril de la línea Nueva Orleans & Northwestern, o en automóvil por la Autopista 15. Hasta 1903 Ferriday no había sido más que un campo de algodón que formaba parte de la Plantación Helena, propiedad de la Compañía de Inversiones Inmobiliarias. La localidad fue elegida como terminal por los ferrocarriles de las líneas Texas & Pacific y Memphis-Helena & Louisiana, y en el otoño de 1903, la Compañía de Inversiones trazó el mapa del pueblo y lo bautizó en honor del difunto juez J. C. Ferriday, cuya familia había sido dueña de la Plantación Helena desde 1827 hasta que a principios de siglo fue vendida a la Compañía de Inversiones. Ferriday se constituyó como municipio en 1906. El gobernador Blanchard nombró como primer alcalde de Ferriday a un tal Thomas H. Johnston, de quien se rumoreaba que había pasado la primera semana de su ejercicio del cargo en la cantina del pueblo, como no podía ser de otra manera, y donde no paró de hablar con regocijo de los puntos más sobresalientes de su propuesta para un Impuesto sobre Potorros.

Durante algunos años Ferriday fue poco más que una terminal de ferrocarril. Pero en el momento en que llegaron Elmo y Mamie Lewis, ya se había convertido en una comunidad de unos dos mil quinientos habitantes, la mayoría de los cuales eran negros. (El distrito de Concordia siempre había sido predominantemente negro. Durante los primeros años que siguieron a la emancipación de los esclavos, en el distrito hubo casi diez mil habitantes negros frente a apenas setecientos blancos. Hacia 1929, los blancos habían regresado hasta cierto punto, pero el distrito seguía siendo negro en más de sus dos terceras partes.) Pese a que las calles seguían sin pavimentar, en Ferriday había un banco, un colegio de ladrillo, gas, electricidad y cuatro iglesias. También estaba el maravilloso King Hotel, donde forasteros de manos suaves y cuello almidonado escupían y departían con los hombres de negocios locales sobre la Compañía Minera Anaconda, los judíos de Nueva York, los arados de cuatro surcos, y sus malditas esposas. El alcalde P. H. Corbett era aficionado a decir que a ningún hombre honrado podía llegar a faltarle trabajo en Ferriday. Además de las granjas de algodón, había una empresa de aros, una tonelería, una maderería y otras industrias. El pueblo estaba atravesado por tres vías férreas: la de Nueva Orleans & Northwestern, la de Texas & Pacific y la de Memphis-Helena & Luisiana. Los bosques de los alrededores de Ferriday seguían rebosantes de caza: codornices y agachadizas, patos y palomas, ciervos y mapaches, y hasta algún que otro oso. Salvo por los negros y los armadillos, era igualito que Sión, le dijo Mamie a Elmo.

Elmo y Mamie se establecieron en una granja propiedad de Joseph Lee Calhoun situada en las afueras del oeste del pueblo, cerca de Turtle Lake. A veces resultaba difícil ir a cualquier parte del distrito de Concordia sin pisar tierras de Calhoun. Como el viejo juez Lewis, a cuyos retoños sin tierras y venidos a menos llegó a conocer, Lee Calhoun era un hombre hecho para la tierra. Era de aspecto poco llamativo, un hombre del campo de complexión media, barriga abultada, piel curtida y pelo encanecido; ahora bien, todos los que lo conocían le consideraban un hombre imponente. Sus antepasados habían sido colonos en Arkansas, y después habían seguido el curso del río Ouachita en dirección sur hasta Luisiana, más allá de Monroe, olvidándose de Lewiston y continuando rumbo al sur, donde el Ouachita desembocaba en el Black. Allí había nacido él, el 20 de febrero de 1887, en el distrito de Concordia, en la localidad de Eva, entre el agua dulce del río Black y los pantanos de Cocodrie. Allí, en el distrito de Concordia, el joven Lee compró un poco de tierra. La vendió y compró más. Y continuó haciendo lo mismo, asegurándose siempre de vender su tierra a un precio mayor del que había pagado por ella. Con el nuevo dinero que así quedaba disponible, compraba más tierra. Para cuando se hubo mudado a Ferriday, poco antes de su trigésimo cumpleaños, poseía tierras no solo en el distrito de Concordia, sino también en Catahoula. En algunas de esas tierras puso casas de alquiler, para que los granjeros arrendatarios le pagasen por usar su tierra; en otras crio ganado, y en algunas mandó construir pozos petrolíferos. Llegó a ser tan poderoso como rico. Nunca se presentó personalmente a ningún cargo público, al igual que nunca cosechó el algodón de sus tierras con sus propias manos; pero ¡ay de aquellos que se presentasen a cargos en los pagos de Concordia que le pertenecían sin obtener antes su beneplácito!, pues alcaldes, congresistas y demás desempeñaban para Lee Calhoun una función bastante semejante a la de sus granjeros arrendatarios. Puede que tuvieran permiso para trabajar sus tierras en beneficio de todos, pero jamás debían olvidar a quién pertenecían. Rara vez viajaba más allá de Luisiana, pero acudían a hacer negocios con él hombres de tantos países lejanos como distritos había en su estado natal; y jamás engañaba a nadie que fuera demasiado tonto como para darse cuenta de que lo estaban engañando. Ya estuviera arrendándole derechos de explotación mineral al multimillonario tejano del petróleo H. L. Hunt o vendiéndole una mula hecha polvo a un aparcero más hecho polvo aún, trataba a cada hombre con el debido respeto. Rico o pobre, negro o blanco, lo trataba de manera justa, siempre y cuando no violase sus tierras, pues así tenía que ser, decía el señor Calhoun. En virtud de su matrimonio con Stella Herron, llegó a ser patriarca y benefactor de otras dos familias además de la suya propia. Eran una gente un tanto extraña, pero cultivaban bien y no codiciaban demasiado sus tierras.

El 11 de noviembre de 1929, poco después de las primeras heladas, Mamie y Elmo Lewis tuvieron un bebé varón, al que también bautizaron con el nombre de Elmo. Mamie dijo que se sentía muy afortunada de ser la única mujer del distrito que tenía dos Elmos. Lo dijo unas diez o doce veces.

Aquel fue un invierno feliz. La cosecha de algodón fue buena, y recabó un buen precio, casi dieciséis centavos por libra. Con algo del dinero que había obtenido por el algodón, Elmo compró una Victrola de segunda mano, de esas que funcionaban dándole a la manivela. Solía sentarse junto al hogar contemplando a su hermosa esposa de diecisiete años y a su hermoso hijo varón mientras escuchaba a Jimmie Rodgers cantar sobre cómo iba a pegarle un tiro a la pobre Thelma solo para ver cómo saltaba y caía. La vida era mejor en Ferriday, pensó Elmo, de lo que había sido en Snake Ridge. La casa de alquiler de madera en la que vivían él y su familia era tosca, fría y húmeda. No tenía electricidad ni agua corriente, ni gas para la calefacción o para cocinar. No obstante, aquel nuevo hogar, así como el bosque y el pueblo, se le antojó a Elmo un lugar muy prometedor, con más luces que sombras, sin el embrujo de cantos de aves invisibles ni los prolongados y solitarios estertores del siglo anterior, que se resistía a desaparecer.

Llegó el buen tiempo y Elmo trabajó duro en el campo de algodón, como había hecho siempre. Lee Calhoun solía pasar por delante del campo a lomos de su gran alazán y se fijaba en él: era más alto, se agachaba más y sudaba más que los demás. «Menudo lerdo laborioso», solía decirle al caballo antes de espolearlo y seguir su camino. El propio Elmo nunca logró desentrañar lo suyo con el trabajo, del

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