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Brújula y murciélago
Brújula y murciélago
Brújula y murciélago
Ebook157 pages2 hours

Brújula y murciélago

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About this ebook

Primavera del 87. Verbena, de acampada con su novio y amigos junto al Lago Verdura, se despierta cubierta de caracoles. Horrorizada, se lanza al agua para desprenderse de ellos. A pesar de la aparente calma del lugar, no están solos. No son los únicos que pasan allí sus vacaciones. En el bosque adyacente un grupo de poetas lleva a cabo un retiro literario, en parte saboteado por la desaparición en las aguas del lago de una de sus integrantes. Mientras un grupo de buzos busca a la mujer ahogada, Verbena acusará un severo deterioro mental. Alguien pone una brújula en su mano y le aconseja que siempre se dirija hacia el norte. No el norte magnético. Su propio norte.

LanguageEspañol
Release dateMay 24, 2017
ISBN9781386426035
Brújula y murciélago

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    Brújula y murciélago - Tamara Romero

    Brújula y murciélago

    Edición digital: Abril 2017

    Publicado por Sociedad Júpiter

    Copyright © Tamara Romero, 2017

    Barcelona // www.tamararomero.com

    Diseño de cubierta: CL Smith

    Corrección: Lucía Adam

    ISBN de la edición impresa:  978-1544163765

    Todos los derechos reservados. Quedan prohibidos, sin la autorización escrita del titular del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra. Si necesita reproducir algún fragmento de esta obra, póngase en contacto con la autora.

    Brújula y murciélago

    Tamara Romero

    1. Vacaciones

    Las cosas empezaron a torcerse a la mañana siguiente de la llegada al Lago Verdura, cuando Orestes descubrió que Verbena, que dormía a su lado en la tienda de campaña, estaba cubierta de caracoles. Se arrastraban en procesión a lo largo de sus extremidades desnudas, impregnándolas de una inevitable humedad. Las vacaciones no habían hecho más que empezar y ya estaban deterioradas, saboteadas con la primera mala noticia.

    A pesar de que durante la noche había refrescado, de alguna manera la inconsciente Verbena se había deshecho del saco de dormir, que había quedado arrinconado en la tienda. Pasado el susto buscarían, sin éxito, algún resquicio por el que hubieran podido entrar. Todos los caracoles acudieron a la llamada hipnótica de la piel de Verbena, ignorando por completo el cuerpo de su novio, Orestes, a solo unos centímetros.

    Al despertar, exactamente en el mismo instante, el grito de ambos fue de terror puro, y no tanto por la visión de docenas de moluscos trepando por el torso de la joven, sino por creerse encerrados en una jaula de tela. No lo comentaron en aquel momento por razones obvias, pero el primer pensamiento de Orestes y Verbena, al despertarse en aquella situación, fue de intensa claustrofobia. Creyeron que estaban atrapados y que jamás conseguirían salir de la tienda de campaña.

    Mientras Verbena propinaba torpes manotazos sobre los caparazones que la cubrían, Orestes buscó con los dedos temblorosos la cremallera que con tanto cuidado había cerrado la noche anterior. La encontró y la llevó hasta el suelo. Verbena salió corriendo hacia la orilla y se lanzó de cabeza al agua verdosa. Todos los niños de la región lo llamaban el Lago Verdura debido a la alta concentración de microorganismos que proferían a las aguas un tono esmeralda casi sobrenatural. Los caracoles se desprendieron de su piel al instante y se precipitaron hacia el fondo turbio del lago. Verbena pensó que de regreso a la orilla pisaría muchos de ellos. Era tal el asco que sentía que ni siquiera se inmutó por la baja temperatura del agua. No podrían bañarse mucho durante aquella semana de acampada. Eran los últimos días de la primavera.

    El desgarrador grito que había lanzado al abrir los ojos y notar que algo viscoso recorría su cuerpo despertó a sus amigos, que dormían en una tienda contigua. Olivia, Máximo y Camila salieron al instante para ver qué sucedía, solo para contemplar cómo Verbena quebrantaba la paz del lago para desprenderse de los caracoles. Dirigieron su mirada interrogante hacia Orestes, quien, aunque jamás lo hubiera reconocido, después de aquel suceso contemplaría a su novia con ojos distintos. La piel que había recorrido con su lengua la noche anterior tendría otro sabor a partir de aquella mañana.

    Atendieron, incrédulos, a las explicaciones de su amigo y se asomaron a la tienda de campaña de la pareja solo para comprobar que allí no había ningún caracol. Todos, las decenas que Orestes les aseguraba haber visto, habían quedado adheridos a la piel de la chica.

    Nadie se tomó en serio aquella primera advertencia.

    Verbena habló menos de lo habitual durante el resto de la mañana. La idea de la acampada había surgido solo unos días antes, justo cuando el grupo se reunía en el bar de la facultad después del último examen del curso. Tuvieron que convencerse mutuamente de que se trataba de un buen plan. Solo hacía unos meses que Verbena salía con Orestes, el capitán del equipo de baloncesto de la Universidad Libre de Dorcas, y la idea inicial había sido hacer un viaje en pareja para apuntalar la incipiente relación.

    La mejor amiga de Verbena, Olivia, era una aspirante a modelo que simultaneaba trabajos puntuales como maniquí con la sobredimensionada idea de que aprobaría los exámenes de Derecho sin haber abierto un libro ni pisado las aulas en más de la mitad del semestre. Además de todo lo acontecido en el último año, Olivia capeaba con relativo éxito las oleadas depresivas que le sobrevenían de vez en cuando y empezaba a hacerse a la idea de que no lograría contentar a su árbol genealógico y cumplir con la tradición familiar de obtener una decorativa licenciatura en Derecho.

    Verbena se apiadó de su amiga y la invitó a viajar con ellos. Al enterarse Máximo, pívot del equipo de baloncesto de Orestes y candidato a mejor amigo, de que la bella Olivia padecía mal de espíritu y de estudios derivado de su contundente fracaso en los exámenes, acudiría a la acampada y solicitó su ingreso en la expedición al Lago Verdura.

    —Necesito unas vacaciones. Además, no querrás ir solo con dos mujeres —le había dicho. Lo que Máximo necesitaba en realidad era un buen puñado de horas sin ninguna otra cosa que hacer que intentar acercarse a la modelo abogada.

    Al enterarse Camila, la prima de diecisiete años de Verbena, de que Máximo (su amor platónico desde los trece) estaría en la acampada, desempeñó sus buenas dotes dramáticas ante su madre y su tía para que convencieran a Verbena de que debía llevarla con ellos. Camila era una entomóloga aficionada. Le aseguró a su madre que su colección de insectos crecería de manera notable si pasaba unos días en el Lago Verdura. No había ningún sitio en el mundo donde pudiera encontrar las especies que aquel ecosistema generaba. Sabiendo lo importante que eran los insectos para su hija, la madre de Camila asintió concediendo su permiso, ajena a la idea de que la joven pretendía, además de incorporar nuevos ejemplares a su exhaustiva colección, desprenderse de su incómoda virginidad.

    En esa época todos y cada uno de los habitantes de Dorcas sentían que necesitaban unas vacaciones. El año anterior, por aquellas fechas, la situación había sido completamente diferente. Habían vivido en un país libre. Y, sin embargo, a pesar de todo lo que habían temido y de la amenaza de décadas de oscuridad, nada podía ir mejor. El Buen Dictador estaba haciendo un trabajo impecable e incuestionable.

    El barón Celeste, con su uniforme de color azul amable y sus movimientos elegantes encabezó un golpe de Estado en Dorcas la madrugada del veintiuno de junio del mil novecientos ochenta y seis, justo hacía diez meses, mientras la población se entregaba con desenfreno a los actos de celebración del solsticio de verano. Hogueras inofensivas se desplegaban por todo el país sin que la gente sospechara que hubieran necesitado ese fuego para las antorchas.

    La población vivió aterrorizada los primeros diez días, al confirmarse que el Ejército mostraba su conformidad ante la situación. El hasta entonces desconocido barón Celeste ocupó el palacio presidencial en el tiempo que dura una pesadilla, con una sonrisa transparente en su perfecto rostro.

    Cuarenta y seis años, esbelto y espigado. Intensamente rubio. Manos huesudas y suaves, incompatibles con cualquier maniobra militar. El rostro cincelado como el de una estatua renacentista, diseñado por los dioses para desprender empatía, a pesar de lo cuestionable de sus actos.

    Poco se sabía de su existencia antes del golpe de Estado en Dorcas, a pesar de que la prensa había removido cielo y tierra para descubrir cómo había conseguido semejante apoyo militar en tan poco tiempo y sin levantar la más mínima sospecha. Vestía un uniforme azul celeste, se cubría con una capa del mismo color y se hacía acompañar por dos perros dóberman que le aportaban un inquietante contrapunto. Poseía una mansión, de herencia familiar, a orillas del Lago Verdura.

    Y a pesar de todo, al cabo de unos meses todo lo que funcionaba mal en Dorcas se enderezó. El crimen decreció hasta volverse residual, igual que el desempleo y las enfermedades mentales. El barón Celeste, asomado a su balcón en el palacio presidencial, exudando carisma, proclamó el Fin de los Problemas. Inyectó un capital hasta entonces inexistente en las arcas públicas. Bajo su mandato no habría nada que temer. Todo estaría bien. Ni una sombra de terror se instalaría en el callejón más oscuro de Dorcas. Lo que podían parecer palabras vacías para contrarrestar la doctrina del shock se convirtieron en sentencias reales. Al cabo de unos meses, al barón Celeste ya lo llamaban el Buen Dictador, a pesar de que él levantaba la ceja cada vez que leía esa expresión.

    Durante décadas, el Lago Verdura había sido el lugar que incontables grupos de amigos y familias frecuentaban en sus vacaciones. Había una playa de arena fina y las olas que llegaban hasta ella arrastraban hermosas piedras de colores desconocidos. Contaba con un merendero, una zona habilitada para la acampada, un frondoso bosque que desprendía un olor verde que sanaba los pulmones. El lago tenía unos ocho kilómetros de diámetro y era de forma casi ovalada. En el centro había un islote al que muchos nadadores intentaban llegar, solo para darse media vuelta a medio camino, conscientes de la imposibilidad de la hazaña. Las corrientes del lago al nadar hacia la isla se fortalecían y obligaban a cualquiera que se acercarse a regresar a la orilla.

    A la izquierda, desde la posición de la playa, quedaba la imponente mansión blanca del barón Celeste, rodeada por una valla. Tan solo se podía llegar a ella cruzando la verja de hierro que la coronaba, o bien en barca, remando hasta su cala privada. La casa se erigía de espaldas al lago, como si evitara a toda costa las aguas verdes, que al atardecer se tornaban metálicas.

    Durante décadas, todos los veraneantes se habían preguntado a quién pertenecía aquel edificio palaciego. «De un militar retirado que se pasea por la casa desnudo. Se niega a llevar ropa», decían los lugareños de Llave Oxidada, el pueblo más cercano al lago. En otros tiempos, los habitantes de Llave basaban sus actividades comerciales en vender provisiones y souvenirs a los excursionistas que se acercaban al lago. Otra gente del pueblo tenía teorías diferentes: «Es de una vieja que fabrica redes con su saliva, como una araña. Las vende a los pescadores. No hay ninguna red en el mundo tan resistente como la suya y se las quitan de las manos. ¡Está podrida de dinero!».

    ¿Quién sabía qué era cierto y qué no? En casi todos los pueblos hay una casa singular de la que nadie sabe nada con certeza. Está vallada o cerrada a cal y canto, y el movimiento que se aprecia a su alrededor es ínfimo. Cualquier barbaridad dicha alrededor de una hoguera en el lago es una bola de nieve que deriva en historias inverosímiles y desbocadas. Todas y cada una de ellas quedaron desactivadas cuando se supo que el Buen Dictador, por herencia familiar, era el propietario de la casa junto al Lago Verdura.

    Cuando algunos reporteros llegaron a Llave Oxidada, sus ínclitos habitantes armaron sesudas descripciones (falsas) de cómo el barón Celeste siempre había sido «prácticamente uno más del pueblo».

    La actividad de la localidad se animó durante unas semanas, pero el hecho fue que la gente dejó de acudir al lago durante aquel verano, confundidos ante la perspectiva de vivir en una sociedad totalitaria y, sin embargo, percibir que todos sus problemas estaban desapareciendo.

    Mientras todo parecía ir bien en Dorcas (el «País del Arco Iris», lo llamaban con sorna los estados colindantes), en el lago la negatividad y la desidia, expulsadas del resto del Estado, flotaba sobre el agua verde. Solo que como no había prácticamente nadie que lo visitara en la temporada de

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