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Últimos días con Fernando: El mayor rey de las Españas
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Últimos días con Fernando: El mayor rey de las Españas

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Ambientada en la España del siglo XVI, en pleno Renacimiento, la novela narra en primera persona la vida y hechos del reinado de Fernando el Católico en una trama repleta de coraje, intrigas, amores, superstición y luchas intestinas.
Un Fernando II de Aragón y V de Castilla achacoso y viejo, llega a Extremadura para vivir una temporada por recomendación de sus médicos. Y se dispone a escribir sus memorias en la que desmitifica la imagen que cronistas y biógrafos han escrito sobre su primera esposa.
En estas tierras extremeñas continúa ejerciendo como gobernante, atendiendo todos sus asuntos, proyectando nuevas empresas y manteniendo a raya a la nobleza.
Mejorado de sus achaques e impaciente, emprende camino por la geografía extremeña. Su estancia en varias ciudades le hace rememorar los diferentes episodios de su vida desde su infancia en Aragón y Cataluña, la educación e impronta de su madre, su afán por emular las gestas de su héroe que formará parte de su vida como guerrero y como rey, su matrimonio con Isabel de Castilla, las dificultades y logros de su largo reinado, desencuentros, amores clandestinos, hijos bastardos, guerras, descubrimientos, atentados, traiciones, luchas por el poder, su obsesión por tener un heredero con su segunda mujer, por ensanchar las fronteras de sus reinos, las artimañas que empleó para atraer a los nobles, su idea de la diplomacia internacional y dotes diplomáticas, etc.
Su enfermedad se agrava y, huyendo de una predicción, va a morir en una pequeña aldea de Extremadura después de haber cambiado su testamento una vez más.
La novela narra con respeto y fidelidad la figura de este rey, uno de los más brillantes de la historia de España, iniciador de una forma moderna de gobernar.
LanguageEspañol
Release dateJun 19, 2017
ISBN9788416809332
Últimos días con Fernando: El mayor rey de las Españas

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    Últimos días con Fernando - Rosa López Casero

    SINOPSIS

    Ambientada en la España del siglo XVI, en pleno Renacimiento, la novela narra en primera persona la vida y hechos del reinado de Fernando el Católico en una trama repleta de coraje, intrigas, amores, superstición y luchas intestinas.  

    Un Fernando II de Aragón y V de Castilla achacoso y viejo, llega a Extremadura para vivir una temporada por recomendación de sus médicos. Y se dispone a escribir sus memorias en la que desmitifica la imagen que cronistas y biógrafos han escrito sobre su primera esposa.

    En estas tierras extremeñas continúa ejerciendo como gobernante, atendiendo todos sus asuntos, proyectando nuevas empresas y manteniendo a raya a la nobleza.

    Mejorado de sus achaques e impaciente, emprende camino por la geografía extremeña. Su estancia en varias ciudades le hace rememorar los diferentes episodios de su vida desde su infancia en Aragón y Cataluña, la educación e impronta de su madre, su afán por emular las gestas de su héroe que formará parte de su vida como guerrero y como rey, su matrimonio con Isabel de Castilla, las dificultades y logros de su largo reinado, desencuentros, amores clandestinos, hijos bastardos, guerras, descubrimientos, atentados, traiciones, luchas por el poder, su obsesión por tener un heredero con su segunda mujer, por ensanchar las fronteras de sus reinos, las artimañas que empleó para atraer a los nobles, su idea de la diplomacia internacional y dotes diplomáticas, etc.

    Su enfermedad se agrava y, huyendo de una predicción, va a morir en una pequeña aldea de Extremadura después de haber cambiado su testamento una vez más.

    La novela narra con respeto y fidelidad la figura de este rey, uno de los más brillantes de la historia de España, iniciador de una forma moderna de gobernar.

    Fállase por profecía

    de antiguos libros sacada

    que Fernando se diría

    aquel que conquistaría

    Jherusalem y Granada.

    El nombre vuestro tal es,

    y el camino bien demuestra

    que vos lo conquistarés;

    carrera vays, no dudés,

    sirviendo a Dios, que os adiestra.

    (Cancionero de Pero Marcuello. Ed. Blecua)

    NOTA DE LA AUTORA

    A Fernando II de Aragón muchas veces se le ha tratado injustamente y relegado como mero rey consorte de Isabel; su figura ha sido, a menudo, ensombrecida por la de su esposa, quizá por el halo de romanticismo que llevó a poetas, cronistas y escritores a ensalzar su imagen en grado extremo y considerar a Fernando un mero colaborador suyo.

    Los defensores de Isabel han pretendido opacar su papel de gran estadista y difundir, en cambio, la opinión de mezquino y envidioso cuando en realidad es uno de los personajes que debería figurar como modelo notable de la Historia. Prueba de ello es que a la muerte de la reina siguió haciéndose cargo del gobierno de Castilla en situaciones complicadas y lo engrandeció anexionando Navarra y numerosas plazas del norte de África.

    Su influencia política se acrecentó en sus sucesores y su nieto Felipe II declaró que su abuelo, Fernando II, sentó las bases del imperio español y que a él le debían todo.

    Fernando no fue ni un villano ni un santo, ni un iluminado ni un tortuoso político, sino un hombre hábil y cauto, un pragmático innovador de la política y de la sociedad, con una vigorosa personalidad que antepuso siempre su deber a sus intereses personales.

    Comenzando de la nada, sin medios, forjó un gran imperio sin fallos, con método y habilidad.

    Trató de modernizar el ejército, de crear nuevas instituciones; comprendió el poder de la diplomacia y la política de alianzas y, junto con su esposa, modificaron la realidad social y económica que se encontraron al comienzo de su matrimonio.

    Fernando e Isabel llevaron a cabo una revolución política. A pesar de su matrimonio, nunca se fusionaron Castilla y Aragón, siempre conservaron sus instituciones políticas, características, cortes, leyes, administraciones públicas y monedas, aunque se unificó la política exterior, el ejército y la hacienda real.

    Viajeros infatigables, sin la Corte en un lugar fijo, itineraban en función de las necesidades, estableciéndose durante meses en Trujillo, Cáceres, Valencia de Alcántara cuando la guerra con Portugal, en Santa Fe, Córdoba y Granada, además de en Castilla la Vieja.

    Fernando vivió en una época de intrigas y traiciones, tratando de domeñar el poder de la nobleza y aumentar la superioridad de la Corona.

    Como censura, cabría reprocharle la expulsión de los judíos y la instauración de la Inquisición, aunque en Aragón se implantó más tarde que en Castilla y nunca tuvo tanta virulencia.

    Su vida y reinado se insertan en un cambio de época y de mentalidad. Es el fin de la Edad Media y el comienzo del Renacimiento. Nos adentramos en los usos y costumbres de la sociedad, la política y la religión en esta época de la segunda mitad del siglo XV y dos primeras décadas del XVI, y debemos juzgar los hechos teniendo en cuenta la mentalidad de entonces, tan diferente a la del siglo XXI.

    Se han escrito muchas biografías y estudios sobre Fernando el Católico. Su vida y obra han generado multitud de ensayos, biografías y obras generales. También novelas. Con esta he querido rendirle un homenaje con motivo del V centenario de su muerte.

    Tomar una vida tan conocida, terminada, y sellada por la Historia es un reto si se trata de abarcar su curva existencial completa y que el protagonista examine su existencia y sea capaz de juzgarla al evaluar sus propias decisiones.

    He intentado compaginar la imaginación y el rigor histórico basado en la biografía de Fernando II de Aragón y V de Castilla, con un estilo ameno y claro. Cuando los datos son escasos, he cubierto las lagunas de la historia recurriendo a la ficción; si los hechos no ocurrieron realmente así, es probable que se desarrollaran de manera similar.

    Este libro muestra los rasgos humanos del monarca teniendo en cuenta las etapas de una vida y, aunque acaba cuando su aliento termina, no así su figura y su obra que adquirió reconocimiento universal.

    El libro se divide en tres partes: la primera, El comienzo, narra los primeros años, su infancia y juventud hasta su boda con Isabel a los dieciséis años; asistimos al desarrollo de su formación y personalidad y los hechos luctuosos a que tuvo que enfrentarse. Aunque no estaba llamado a gobernar por no ser el primogénito, por carambolas del destino (como le ocurrió a Isabel) llegó a ser rey de Sicilia, Cerdeña, Aragón, Valencia, Mallorca, Navarra, conde de Barcelona, y rey de Castilla por su matrimonio con Isabel.

    La segunda parte, El apogeo, donde asistimos al desarrollo de su personalidad, inicio del fuerte dominio de la Corona sobre la nobleza y las grandes gestas que tuvieron lugar durante su reinado: Granada, América, Nápoles. Su reino se extendía desde las Indias a Sicilia.

    Durante su reinado ocurrieron importantes acontecimientos: fin de la reconquista, anexión de Navarra, se recuperó el Rosellón y la Cerdaña, se conquistó el reino de Nápoles y numerosas plazas en el norte de África y se descubrió el nuevo continente americano.

    Gracias a la política matrimonial con sus hijos (junto con Isabel) y al sistema de alianzas, Fernando llegó a ser considerado árbitro de la diplomacia europea por su política de alianzas y, sobre todo, por sus dotes políticas y diplomáticas.

    Parece que Nicolás Maquiavelo se inspiró en él para su obra El príncipe.

    Veremos un Fernando apasionado, vital, valiente y decidido, que duda a veces, tiene miedo, recela de muchos, sensato y sensual, reflexivo, que va paso a paso para lograr sus propósitos: la unión de los reinos de España primero y la expansión por Europa, África y América, después.

    En la tercera parte, El declive, asistimos a la muerte de Isabel y las rivalidades con su yerno Felipe el Hermoso, sufre el desprecio de la nobleza castellana, su vida en Nápoles, segunda regencia de Castilla y muerte en una pequeña aldea de Extremadura: Madrigalejo.

    Para contar esta historia novelada sobre Fernando el Católico y recrear la época en que vivió, he recurrido al saber y al concienzudo trabajo de investigadores e historiadores de la talla de: Jaime Vicens Vives en su Historia crítica de la vida y reinado de Fernando II de Aragón; Moreno Echevarría: Fernando el Católico; Luis Suárez: Fernando el Católico; Manuel Ayllón: Yo, Fernando de Aragón, el único rey de las Españas y Fernando el Católico; J.M: Doussinague: Fernando el Católico y Germana de Foix. Un matrimonio por razón de estado; W.H.Prescott: Historia del reino de los Reyes Católicos; Tarsicio Azcona: Isabel la Católica, vida y reinado; Lorenzo Rodríguez Amores: Crónicas lugareñas: Madrigalejo; M.A, Ladero Quesada: Los últimos años de Fernando el Católico; más artículos de investigación sobre el sindicato remensa, el Gran Capitán, Cristóbal Colón y el descubrimiento de América, y obras de los cronistas Jerónimo Zurita en sus varios volúmenes de Anales de la Corona de Aragón y en Historia del rey don Hernando el Católico; Baltasar Gracián en El político don Fernando el Católico le pone como modelo de gobernantes; Galíndez de Carvajal en su Crónica de los reyes de Castilla y Anales breves del reinado de los Reyes Católicos; Alonso de Palencia: Crónica de Enrique IV; Hernando del Pulgar: Crónica de los señores Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel de Castilla y Aragón; Andrés Bernáldez: Historia de los Reyes Católicos.Tomo II.

    A todos ellos les expreso mi agradecimiento.

    PRÓLOGO

    El infante don Fernando, hijo de don Felipe el Hermoso y de doña Juana de Castilla, era el nieto preferido del rey don Fernando V de Castilla y II de Aragón. Quizá porque había nacido y se había educado en España y conocía sus costumbres, el rey le había moldeado a su modo y ambos mantuvieron siempre muy buenas relaciones; el infante le demostró durante toda su vida su afecto y lealtad, y el rey le nombró su sucesor.

    En Madrigalejo, momentos antes de expirar, el rey don Fernando cambió su testamento a favor de su nieto Carlos. Luego entregó a su nieto bastardo, Hernando de Aragón, el manuscrito con las memorias: confiaba en que el muchacho lo daría a conocer al mundo tal como se escribió, sin adulteraciones.

    El joven Hernando de Aragón acompañó al féretro con los restos de su abuelo hasta Granada. Después de depositarlo en la catedral junto a su primera esposa, doña Isabel I de Castilla, marchó a Zaragoza y entregó el manuscrito a su padre, don Alfonso de Aragón, arzobispo de Zaragoza, virrey de Aragón, lugarteniente general del rey en Nápoles e hijo natural de don Fernando II de Aragón y de Aldonza Roig de Ivorra.

    Cuando don Alfonso lo leyó, juró solemnemente ante la Corte de Aragón que los venideros siglos conocerían la vida, hechos y pensamiento de su insigne padre, «el más sabio, el mayor estratega, el más valiente soldado y el mejor político del reino de las Españas».

    I PARTE: EL COMIENZO

    Capítulo 1

    En busca de salud

    Plasencia, diciembre de 1515

    Mi amado nieto:

    Imagino ya el momento en que leas estas palabras, que son el fruto de los recuerdos de toda mi vida como rey y como hombre. Quisiera que las dieras a conocer y se publicasen tal como yo las escribo, para que puedan servirte de algún provecho en la vida en el tratar con las gentes, y dejar constancia a la posteridad y a quien le interesare.

    Deseo contar mi historia ahora que aún estoy cuerdo, no solo porque la vejez es imprevisible sino porque a saber lo que dirán de mí los cronistas cuando muera, sobre todo aquellos a los que no he favorecido. Y quiero reflejar por escrito los hechos memorables de mi reinado tal como los he vivido y recordar los nombres de los que me han sido fieles… y también los de los traidores.

    Haciendo repaso de mi existencia, he llegado a la conclusión de que, bien por la suerte o por el designio divino, no he sido todo lo dichoso que me hubiese gustado. Solo en algunos pequeños momentos he rozado la felicidad.

    La vejez viene inexorablemente a mí, acompañada por el deterioro del cuerpo y el agotamiento del alma. Pero a pesar de que mis fuerzas disminuyen, la memoria es más serena, y más libre la mirada.

    Los médicos de la Corte, dados los males que me aquejan –hidropesía del corazón y dificultades respiratorias–, me han recomendado venir a Plasencia, ya que es el lugar del reino más saludable para vivir. Aquí espero mejorar mi salud, quebrantada desde hace tres años. Es buena tierra esta de Extremadura, recia aunque acogedora.

    Pero no es mi salud el único motivo que me trae por Plasencia. Vengo también a domeñar a los nobles levantiscos que no siempre han sido fieles a la Corona, y dejarles claro que el que manda es el rey.

    Por eso salí de Madrid pasados doce días del mes de noviembre de 1515. Tras numerosas paradas y vicisitudes, caminos tortuosos y tiempo inclemente, por fin hoy, día de San Andrés, he llegado a esta hermosa ciudad, cercana al Valle del Jerte.

    En estos bellos parajes de Extremadura, tantas veces visitados con Isabel, he decidido empezar a escribir estas memorias. Ordenaré mis pensamientos y contaré episodios que solo yo conozco.

    Muchos envidiarán la vida de un rey, pero desconocen las luchas, sacrificios, renuncias, intrigas y reveses por los que he tenido que pasar. Mi existencia ha sido tan rica en acontecimientos, que daría para llenar decenas de pergaminos: he participado en cientos de batallas, en Castilla, Navarra, Cataluña, Nápoles, Francia; he conquistado y anexionado reinos, expulsado a moros y judíos; y también he presenciado muchas traiciones de los nobles que nos rodeaban y servían, o de reyes que se llamaban aliados y amigos. Asimismo, no ignoro que en los entresijos de la Corte castellana se han fraguado oportunas órdenes de asesinatos y envenenamientos de gente que estorbaba a los intereses de unos o de otros. Y también he vivido amores clandestinos, revocado sentencias, incumplido tratados por el bien de mis reinos y por evitar males mayores.

    Así como durante mis años jóvenes me he entregado a la milicia, en la madurez y en la senectud, cuando no se tienen las mismas fuerzas, me he dedicado de lleno a hacer política. Si de joven traté de ganar muchos reinos y defender a la cristiandad de sus enemigos, de viejo he dictado numerosas leyes y sentencias favorables a los humildes, y en todas las ocasiones me he decantado por el pueblo, porque el pueblo, al contrario que la nobleza, siempre ha estado a nuestro lado; también he sabido perdonar y recompensar a mis súbditos leales.

    A algunos les pareceré un rey sibilino y ensombrecido por mi primera esposa, Isabel, pero me gustaría que la posteridad conozca por mí las decisiones que tomé y que me enjuicie justamente. He primado siempre el bienestar de mi pueblo antes que el personal. Por eso me sacrifiqué en mi primer casamiento cuando a la que amaba era a Aldonza. Por eso cambié mi testamento en favor de mi nieto Carlos, cuando mis afectos eran otros.

    Al principio de mi gobierno tuve grandes contrarios, principalmente entre los nobles de Castilla y los reyes vecinos. Y en mis relaciones con ellos debí sopesar el riesgo de errar al tomar uno u otro camino, pues del acierto o del error en la elección dependía el éxito o el fracaso de la empresa, tanto con las personas como con las cosas. El tiempo me ha enseñado que toda prudencia, toda atención y toda sagacidad no son suficientes para el buen gobierno, sino que hay que ser sensato y no perseguir quimeras.

    Me miro al espejo y compruebo lo poco que queda de aquel doncel de miembros bien proporcionados, tez blanca, cabellos color castaño claro y ojos chispeantes que saliera de Aragón con dieciséis años para casarse con Isabel; ahora mis cabellos han encanecido y luzco media cabeza calva, mis hombros están cargados, la piel curtida y los ojos han perdido aquel brillo de mi juventud. Sin embargo, la lengua sigue desenvuelta; conservo el ingenio claro, el buen juicio y los andares de gran señor. Que estoy viejo es evidente, pero aquellos que me critican no saben que el árbol viejo da los mejores frutos. Puedo aplicar a mi gobierno la experiencia que he acumulado durante mi vida y lo nuevo que aprendo cada día. Uno es anciano cuando pierde el interés por existir. En ese sentido, me siento joven.

    Amo mi desgastado cuerpo y no he de privarlo de los cuidados necesarios para que aún me soporte los años que Dios quiera.

    Del árbol de mi vida van cayendo las hojas de los días y no está muy lejano aquel en que se desprenda la última. Por muy rey o papa que seas, la muerte nos llega a todos por igual, aunque siempre nos queda la incertidumbre de desconocer el cómo, el cuándo y el dónde. A estas alturas no creo que vaya a morir en una batalla o en una competición o ahogado en un río, pero ni siquiera hoy no puedo descartar perder la vida en un atentado o por envenenamiento. Lo cierto y seguro es que hacia ese lugar definitivo avanzamos sin tregua y que cada vez me hallo más cerca de abandonar este mundo.

    La vejez, el cansancio y mi salud me obligan a darme prisa en despachar los asuntos pendientes: escribir mis memorias, redactar mis últimas voluntades, ver hundida definitivamente a la flota turca y vencido al rey francés. Debo dejar todo en orden para cuando me falten las fuerzas. Aún me siento con energías para llevar sobre mis hombros la unidad de España y mantener a raya a sus enemigos. Nada consigue más la estimación de un rey que las grandes empresas y las gestas increíbles y extraordinarias. Y todavía queda mucho por hacer.

    Y, aunque envejezco, no pierdo la esperanza de que mi actual esposa, doña Germana, me dé un heredero.

    Capítulo 2

    Mi vuelta a Plasencia

    Plasencia, diciembre de 1515

    Al vislumbrar la majestuosa ciudad encumbrada en un cerro y rodeada por el río Jerte, vestido de alamedas y florestas, supe, fehacientemente, que había llegado a Plasencia.

    Rodeado de mi séquito, entré por la puerta del Sol y nos dirigimos hasta la plaza Mayor para cumplimentar a los miembros del Concejo. El corregidor, un hombre tan alto que sobresalía de entre todos los presentes, con cara de vinagre y vestido completamente de negro, nos saludó ceremonioso y comenzó a echar lisonjas hacia mi persona, como medida previa para pasar a las peticiones. Con la cara contrita, el charlatán dijo:

    –Majestad, sabréis que la casa del Ayuntamiento, donde además se aloja la cárcel, se nos está quedando pequeña y no tiene cabida para meter más de diez presos; necesitamos ampliarla más que el comer, para dotar a la ciudad de un mejor servicio donde reunirse el Concejo e impartir justicia. Pero carecemos de medios. Apelamos a vuestra generosidad.

    −Tengo entendido –le respondí lo más amable posible− que Plasencia cuenta con un amplio alfoz y que sus tierras sirven de abastecimiento de la ciudad y que, además, poseéis muchas dehesas comunales de las que se aprovechan maderas, leña y pastos.

    −Majestad –me respondió−, sabed que debemos atender a las muchas necesidades de esta ciudad, que, no sé si sabéis, está bendecida por el número mágico, pues cuenta con siete puertas, siete plazas, siete calles que entran a la plaza, siete fuentes, siete parroquias, siete conventos, siete ermitas... Contamos con grandes palacios y casas y la mejor de todas es la iglesia catedral. Pero los nobles no pagan tributos, vos lo sabéis.

    Tanta palabrería me molestaba, sin embargo, hice esfuerzos por no perder las formas.

    −Esta ciudad es rica, sin duda −dije−; al pasar hemos visto centenarios olivares, viñas, praderías y tierras de pan llevar. No obstante, estudiaré vuestra petición y trataré de proveeros de los montos necesarios para la construcción de un nuevo Concejo.

    El corregidor comenzó a darme las gracias con otro empalagoso discurso. Hice un ademán a mis gentes, me levanté y salimos de allí aprisa.

    −Pero, Alteza –me dijo mi tesorero en un aparte−, si no tenemos un real.

    −No os preocupéis –le respondí con el mismo susurro−, las promesas solo son eso: promesas.

    Con la perorata del corregidor aún en mis oídos, me monté en la carroza y, escoltado por mi séquito, avanzamos despacio por la plaza, sorteando los numerosos puestos del mercado que se celebraban todos los martes.

    Luego enfilamos por la calle del Rey entre palacios magníficos y blasonados, hasta llegar a la parte alta de la ciudad. Nos hallamos frente al alcázar, donde pensaba alojarme.

    Atravesamos el puente levadizo. La fortaleza, adornada de vistosos y fuertes cubos, baluartes y torres y cercada de tres muros, nos ofrecía gran seguridad, necesaria porque aún dudaba de la fidelidad de algunos nobles locales.

    Al ver que el alcázar se hallaba en obras, volví sobre mis pasos. Unos criados me ayudaron a subir a la carroza y enfilamos cuesta abajo hasta la casa de mi amigo Lorenzo Galíndez de Carvajal.

    El carruaje se detuvo a la puerta del palacio, en el centro de Plasencia. Un lacayo me abrió la portezuela y, antes de descender, Galíndez con algunos de sus hijos, aguardaban mi llegada. Nos saludamos con un abrazo, pues eran muchos los lazos que me unían a aquella familia.

    Galíndez de Carvajal siempre me había mostrado una lealtad inquebrantable, luchó a nuestro lado durante años y nos prestó excelentes servicios. Y en los momentos más importantes de nuestra vida, incluso en el lecho de muerte de Isabel, estuvo a mi lado. Por eso, ante la contrariedad de las obras del alcázar, elegí su casa para alojarme.

    Tras los saludos y conversaciones, expuso su deseo de obsequiarme dando una fiesta de bienvenida al día siguiente, pues esa noche me hallaba cansado por el viaje. No obstante, después de la frugal cena, brindé con mi anfitrión por los viejos buenos tiempos.

    Y al momento de irme a descansar, en la tranquilidad de mi estancia, aprovechando que el sueño cada vez llegaba a mí con menos diligencia, traté de revivir algunos de los episodios que hicieron grande mi amistad con Lorenzo y su familia:

    Me vi nuevamente en Plasencia, veintisiete años antes, cuando entré para tomar posesión de la ciudad. Entonces yo era un hombre vital −aunque muchos digan lo contrario−, y con mis treinta y seis años miraba al mundo con ojos desafiantes. Ahora que de aquel hombre va quedando solo la sombra, ahora que los años me han bendecido llenándome de prudencia y sabiduría, no deja de asombrarme el valor con que enfrenté a mis adversarios.

    De los dos bandos en que se dividieron los castellanos a la muerte de don Enrique IV por la posesión del trono –el de mi esposa Isabel y el de su sobrina Juana−, la mayoría de las familias nobles de Plasencia, encabezada por los Zúñiga, habían tomado partido por el bando enemigo, el de la princesa Juana. De ella decían que no podía ser hija de su padre, mi cuñado el rey don Enrique IV, porque él era impotente. En las plazas de todo el reino se cantaban coplas insidiosas, en las que la paternidad se la atribuían a don Beltrán de la Cueva, y en las que apodaban a Juana como la Beltraneja. Esos mismos que le habían adosado mote tan deshonroso ahora luchaban a su lado y la consideraban legítima reina de Castilla, y a Isabel, una usurpadora.

    Los cabecillas de la rebelión eran don Alonso de Monroy y don Álvaro de Zúñiga. Esperaban vencernos con la ayuda de las tropas portuguesas. Claro que menospreciaron mi valor y mi astucia en el campo de batalla, y el carisma de Isabel, que fascinaba a los castellanos.

    La poderosa familia Zúñiga había llevado a esta ciudad, mediante intrigas, a la princesa, la pobre niña Juana, como al cordero que se inmola, para maridar con don Alfonso V de Portugal.

    Según me contó mi amigo Galíndez, el enlace y las firmas tuvieron lugar en la Casa-palacio de las Argollas; claro que el matrimonio fue por poderes y no pudo consumarse por la corta edad de la novia. Días después, los placentinos se concentraron en la plaza para presenciar de cerca la coronación de doña Juana la Beltraneja y don Alfonso V de Portugal como nuevos soberanos de Castilla. Don Alfonso había entrado en Plasencia acompañado de gran séquito a caballo, en total unas quinientas lanzas, y se aposentó en el alcázar para desposarse con su sobrina Juana. El matrimonio subió a la tribuna montada en la plaza. Seguro que los placentinos se hacían cruces al ver a una niña de la mano de un hombre casi anciano que le cuadruplicaba la edad. Los esposos lucían ricas vestiduras de terciopelo y oro, bajo un baldaquín dorado con flecos de seda en los bordes. Sin duda deseaban mostrar a la población el poder y riquezas de los nuevos reyes.

    Después que el obispo les impusiera las coronas y que la niña Juana leyera el memorial alegando su legitimidad como heredera, los flamantes esposos repartieron maravedís y alimentos entre los pobres de la ciudad. Juana tuvo la osadía de anunciar a todas las villas y ciudades en un manifiesto, su casamiento y sus derechos al trono. Cuando se enteró Isabel, montó en cólera ante tanta osadía, pues estaba convencida de que los derechos al trono de Castilla le correspondían a ella.

    Isabel y yo sentamos la corte en Trujillo, y Alfonso V de Portugal y su esposa Juana lo hicieron en Plasencia.

    Después de la batalla de Toro, el astuto don Álvaro de Zúñiga pasó a ser partidario de Isabel. Quizá influyó el desarrollo de los acontecimientos y que venciéramos a los portugueses.

    No podíamos negarnos dado su poder, y por ello le perdonamos. Para tenerlo contento, le recompensamos con el título de duque de Plasencia; al fin y al cabo, al unirse a nuestra causa había traicionado a la Beltraneja, y su ejemplo podía cundir ante la nobleza rebelde.

    Dos años después, los vecinos de Plasencia se levantaron con la noticia de que don Álvaro de Zúñiga, duque de Plasencia, había muerto. El heredero del duque era su nieto, el doncel Álvaro de Zúñiga y Pérez de Guzmán, un muchacho blando y sin la experiencia y bravura del abuelo.

    Los placentinos fueron avisándose de boca en boca, con sigilo, temerosos de ser descubiertos, y se reunieron en la casa del Concejo. Se presentaba la ocasión propicia para librarse del yugo de los Zúñiga, señores de la ciudad y dueños de la mayoría de las tierras y rentas de la comarca. El pueblo llano se sublevó como una sola voz y trató de emanciparse; eran muchos años de servir de sol a sol a cambio de nada a no ser hambre y miseria y sin ningún derecho. También se agregaron algunos nobles placentinos enemigos de don Álvaro, entre ellos, la familia de los Carvajal. Todos unidos, nobleza y pueblo llano, determinaron apoderarse de Plasencia por las armas.

    Una mañana, para sorpresa de Isabel y mía, Hernando de Carvajal se presentó en Valladolid como embajador de los placentinos para ofrecernos la ciudad de Plasencia en su nombre. Consternado, relató lo difícil que les resultaría arrancársela a los Zúñiga y zafarse de su dominio, pero que estaban dispuestos a intentarlo si contaban con nuestra aprobación.

    Isabel y yo nos alegramos con la noticia. Por si los placentinos llegaban a necesitar socorro, despaché correos a las principales ciudades extremeñas para que apostaran sus tropas en los alrededores de la ciudad. Yo llegué por la posta con el pretexto de poner paz en aquellos alborotos. Los Carvajal, junto con gente de otros lugares, armaron a deudos y amigos, al tiempo que muchos labradores, empuñando hoces, hachas y segurones, rompían la puerta de Truxillo y penetraban en el recinto. Unidos a otros muchos conjurados que los esperaban, recorrieron las calles gritando: «¡Plasencia por nuestros reyes don Fernando y doña Isabel! ¡Larga vida a nuestros reyes!».

    Los Zúñiga lanzaron sus tropas a la calle. Ambos bandos se enfrentaron con saña. Las luchas se prolongaron durante tres días sangrientos. La primera noche, los nuestros se apoderaron de la mitad de las calles hasta la plaza. La segunda, tomaron a los del alcázar, ya que muchos guardias estaban de parte de la Corona. Al fin, los Zúñiga admitieron su derrota y se rindieron.

    Me plugó sobremanera que Plasencia adquiriera de nuevo el carácter realengo y les arrebatásemos el señorío a los Zúñiga por luchar en la guerra civil en el bando de la Beltraneja.

    ¿Que por qué no mandé prender a los Zúñiga? ¿Por qué no le arrebaté todos sus títulos? ¿Por qué obré como obré luego? La culpa la tuvieron unos ojos y unos labios de mujer.

    Cuando iba en mi caballo hacia el alcázar, una bella dama se arrodilló a mi paso y me suplicó audiencia. No podía negarme, así que la cité para el día siguiente en mi residencia. Di orden a los escuderos de llevarla a mi presencia en cuanto apareciese.

    Llegó arrebolada y, al inclinarse ante mí, un torrente de cabellos ondulados de un negro azabache cayó hasta besar el suelo. La alcé y, al mirarla, su rictus de tristeza me conmovió. Era una espléndida mujer, de unos veintitantos años, y por sus ropajes parecía una dama de alcurnia.

    −Tranquilizaos –le dije− y contadme qué os trae ante mí.

    −Majestad –respondió poniéndose en pie y sosteniendo la mirada−: soy María de Zúñiga y Pimentel, hija del primer duque de Plasencia. Ya sé que estaréis enojado con mi familia, pero vengo a suplicaros que os mostréis benévolo, principalmente con mis hermanos y con mi futuro esposo.

    −¿Y quién tendrá la dicha de ser vuestro esposo?

    −Don Álvaro II de Zúñiga y Guzmán, que acaba de heredar todos los títulos y posesiones de su abuelo, que, a su vez, es mi padre.

    −Sois, por tanto, familia de vuestro futuro marido.

    −Mi padre es también padre de su padre. Aunque somos de distinta madre. Pero debo deciros que ya el papa nos ha concedido la dispensa de parentesco para nuestro desposorio.

    −¿Dónde se halla el futuro esposo ahora?

    −En Valladolid, en litigio con su tío por la herencia que le ha dejado su abuelo, mi padre.

    −¿Y qué puedo hacer yo?

    −Se dice que vos y la reina doña Isabel deseáis que esta ciudad pase a la Corona Real. Y que habéis alentado a varias familias placentinas a que se levanten en armas contra mi familia. Os pido clemencia y que obréis a nuestro favor.

    −Mucho pedís vos. ¿Qué estáis dispuesta a ofrecer?

    Nunca imaginé que aquella dama fuese a obrar así. Se aproximó a mí, me tomó la mano y dijo seductora:

    −Os ofrezco mi persona.

    Aquello me excitó. Sin tiempo que perder la introduje en uno de los aposentos y gozamos durante unas horas; no podía desperdiciar la oportunidad que se me brindaba.

    Desde entonces, durante los días que pasé en Plasencia, aprovechamos los ratos libres para vernos. Aunque María lo diera por hecho, yo, con palabras, nunca le prometí nada a cambio.

    Capítulo 3

    Toma de la ciudad

    Plasencia, octubre de 1488

    Fueron pasados veinte días de octubre de 1488 cuando entré triunfador a tomar posesión de la ciudad de Plasencia. Me seguían un gran número de nobles caballeros, campesinos de los alrededores y la gente del pueblo.

    Una semana más tarde tendría lugar la ceremonia oficial de entrega de la ciudad.

    El motivo de esta ceremonia era prestar solemne juramento de no enajenar la ciudad ni separarla de la Corona Real; debía garantizarles todos los fueros y privilegios, libertades y mercedes. Además, estarían exentos de pechos, tributos y levas; así me lo habían pedido los placentinos.

    En aquellos momentos me sentí molesto por esas exigencias, que me parecían excesivas, pero la cesión de Plasencia a la Corona bien lo merecía.

    Una vez todo organizado, me llevaron en procesión hasta la santa iglesia catedral de Santa María la Mayor. El palacio de Mirabel abrió sus puertas e, instantes después, salió María acompañada de su familia y, con pasos rápidos, se dirigieron hacia el templo.

    Cuando yo entré, todos, sin excepción, se inclinaron a mi paso. El escribano Ruy González me mostró los Evangelios y leyó en voz alta:

    −En la ciudad de Plasencia, en veinte días del mes de octubre, año del nacimiento de Nuestro Salvador Jesucristo, de mil y cuatrocientos y ochenta y ocho, estando en la catedral Iglesia de Santa María la Mayor de esta ciudad, el muy alto y muy esclarecido príncipe, el rey don Fernando, nuestro Señor, ante mí, Ruy González, escribano, por los regidores, caballeros y beneficiados de la dicha Iglesia le pedimos a Su Alteza que haga el siguiente juramento: ¿Jura Su Majestad a Dios y a Santa María y a los santos Evangelios guardar, defender y amparar al Concejo, regidores, caballeros, escuderos, escribanos, común, vecinos y moradores de la ciudad de Plasencia en sus fueros y privilegios, mercedes, libertades y franquezas que esta dicha ciudad y personas de ella y su término tiene, ahora y en otro tiempo?

    −Sí, juro –respondí.

    −Si así lo hiciereis −continuó−, Dios Padre Todopoderoso os ayude en este mundo al cuerpo y en el otro al alma, con acrecentamiento de muchos más reinos y señoríos, y si no lo cumplierais, os lo demande.

    −Amén –dije.

    Firmaron varios testigos, nobles, notarios, vecinos y muchos caballeros que conmigo venían.

    A continuación, el escribano Ruy González signó en testimonio de la verdad.

    El personal que abarrotaba el templo contuvo la respiración cuando me levanté y me coloqué junto al atril para dirigirles unas palabras. No dejaba de ser un hecho memorable que, en este día, la ciudad se emancipaba del poder de su señor.

    Cuando comencé mi discurso, no me pasó desapercibido el murmullo y los gestos de algunos (seguro que se reían de mi voz aflautada, que, dicho sea de paso, me avergonzó toda la vida). Mi primer impulso fue revolverme contra ellos. Yo solo sería capaz de acabar con un puñado de nobles y aún me sobrarían manos.

    Recordé lo que solía decirme Isabel en estas ocasiones, con aquel tono de autoridad tan frecuente en ella: «A veces es mejor echar medio paso atrás para coger impulso y dar luego dos pasos adelante».

    Respiré hondo. Al punto mandé llamar a don Álvaro II de Zúñiga y Guzmán y, cuando se postró ante mí, le dije:

    −Desde hoy quedaréis como Señor de Béjar y su tierra, y marqués de Mirabel, y recibiréis sus rentas y derechos; seréis pues duque de Béjar, pero no de Plasencia. Esta ciudad vuelve a ser de realengo.

    Don Álvaro me miró arrogante y dijo:

    −Alteza, ya le quitasteis a mi abuelo la posibilidad de convertirse en señor de Arévalo. ¿También vais a desposeerme de esta ciudad?

    −No soy yo quien os despoja de este privilegio sino el pueblo de Plasencia. Y cuando uno es reducido por las armas, debe aceptar sin replicar las condiciones del vencedor. Contentaos con los que aún conserváis.

    −Pero vuestro suegro, don Juan II –dijo poniéndose de pie−, le dio esta ciudad a mi bisabuelo…

    −Pues ahora habéis oído que pasa a ser ciudad de realengo y deja de ser señorío de los Zúñiga. Os contentaréis con la villa de Béjar y dejaréis esta ciudad. He dicho.

    Don Álvaro agachó la cabeza, besó mi mano, recogió los papeles que le entregó el escribano y volvió a sentarse en su sitio.

    Eché una mirada a la primera fila de reclinatorios. Entre los asistentes descubrí, arrodillada y con las manos unidas en actitud de orar, a la bella María; sus ojos garzos se clavaron en mí, inundados de odio. Sentí un reproche vibrante de decepción, a la vez que mil insultos sordos. Sin esperar a que acabara la ceremonia, se levantó altiva y, con pasos rápidos, abandonó la iglesia mientras la muchedumbre prorrumpía en vivas y ovaciones hacia mi persona, que no cesaron hasta que abandoné la catedral.

    Plasencia, diciembre de 1515

    Mi viaje de ahora a esta ciudad es muy diferente de aquel. Me respetan, pero ya no tengo en Castilla el poder de antaño, en tiempos de Isabel. Ahora la reina es mi hija Juana, y yo, un regente enfermo y desencantado.

    Al día siguiente de mi llegada, Lorenzo Galíndez de Carvajal, regidor de Plasencia, mandó una misiva a todos los nobles de las comarcas del Ambroz, del Jerte y del Alagón, invitándoles a la recepción con que había prometido agasajarme. Más de una veintena de las más relevantes familias acudieron al palacio de Galíndez, incluidos los Zúñiga –con los que yo iba a emparentar pronto por el enlace de mi nieta–, y otros venidos de fuera, como el duque de Alba. Sabedor de mi afición a la caza, el duque me invitó a sus tierras de Abadía donde iba a organizar una gran montería en mi honor.

    Cuando me avisaron de que los invitados se hallaban conversando en la sala principal del palacio, bajé para unirme a la recepción. Un toque de trompetas anunció mi entrada. Las gargantas enmudecieron y el grupo de nobles se colocó formando dos filas y dejando el centro libre. Galíndez leyó con voz solemne:

    –Ante nos, su majestad don Fernando II de Aragón y V de Castilla, rey de Aragón, Sicilia, Nápoles, Navarra, Castilla, Valencia, Mallorca, León, Toledo, Sevilla, Córdoba, Murcia, Jaén, Los Algarbes, Algeciras, los condados de Cataluña y Baleares, los dominios de Sicilia y Cerdeña, Gibraltar, las Indias.

    Yo avanzaba con paso solemne, vestido de gala según la ocasión requería. La mayoría se inclinó a mi paso, pero algunos continuaron de pie. Les eché una mirada tan severa que bajaron la vista e hincaron la rodilla en tierra. Sabían que era implacable con los rebeldes. Y tenía presente que muchos en Plasencia habían combatido en el bando de la Beltraneja.

    Entre las damas me costó reconocer a la bella María. Se hallaba sentada junto a su esposo y otros familiares, un poco alejada de mí. La encontré muy cambiada, sin un ápice del atractivo que había desplegado cuando la conocí. Lo mismo le ocurriría a ella respecto a mí. Habían pasado veintisiete años, y yo ya no era el gallardo rey de antaño sino un viejo enfermo. Pregunté a mi anfitrión sobre ella y me dijo que se había casado con don Álvaro de Zúñiga, su prometido de entonces, que pasaban largas temporadas lejos de Plasencia y que no habían tenido hijos. María no había significado nada en mi vida. Fue un simple encuentro de escasos días, una ocasión propicia como tantas otras, pero que no había dejado huella alguna en mi alma.

    Yo presidía la mesa, con Galíndez y el duque de Alba, uno a cada lado. Tras mi discurso, en el que dejé claro que todos los vasallos, sin excepción, debían obediencia a su rey, el clima se suavizó. Los caballeros formaron varios corros y nos enzarzamos en conversas sobre temas livianos mientras los criados nos servían vino y otras bebidas que yo tomé con moderación, pues siempre he sido templado en comer y beber.

    El marqués de Monroy cuchicheaba con el conde de Torrejón, jugaba con la empuñadura de su espada y nos echaba una mirada aviesa que yo procuré ignorar.

    La velada transcurrió con normalidad hasta que el marqués de Monroy, alzando la voz, dijo, en tono sarcástico:

    −Poco lustre se da el rey don Fernando alojándose en la casa de un bastardo.

    Galíndez de Carvajal le miró; la cara se le tornó lívida.

    −¿Acaso me acusáis a mí de bastardo? –le replicó.

    −El que se pica ajos come, señor mío –dijo el marqués de Monroy.

    Galíndez abrió exageradamente los ojos y, por un momento, pareció que se le iba a tirar al cuello o que sacaría su espada. Siempre había querido negar que, efectivamente, era hijo natural del arcediano de Coria y canónigo de Plasencia, don Diego de Carvajal, allí presente.

    −Retirad vuestras palabras o…

    −¿O qué? No solo no las retiro sino que os acuso de embustes respecto a la procedencia de vuestra madre.

    −Callad, por Dios −intervino el arcediano de Coria, muy molesto.

    −No calléis, proseguid, señor –dijo el conde de Torrejón−. ¿Acaso no es hijo de una doncella de los Galíndez de Cáceres?

    −Por supuesto que no –dijo el marqués de Monroy−. Se avergüenza de confesar que es hijo de una moza de partido que ofrecía sus servicios en una posada cerca de Logrosán.

    El regidor desenvainó la espada y se dirigió hacia él. Le habría traspasado de no haber mediado yo, que me acerqué al marqués de Monroy y le espeté que le movían los celos y la envidia, y le obligué a darle una satisfacción al de Carvajal. Cuando ambos contendientes iban a enfrentarse, dos de los hijos de Galíndez de Carvajal detuvieron al marqués de Monroy y le iban a quitar la espada. Yo hice un movimiento de cabeza y dos de mis guardias le desarmaron. Se revolvió furioso, pero los guardias consiguieron inmovilizarlo.

    −Estáis ante el rey −le gritaron−. Pedid perdón o iréis al calabozo.

    El marqués de Monroy agachó la cabeza, pidió disculpas al regidor, me solicitó permiso para retirarse y desapareció seguido del señor de Torrejón. Lo cierto es que yo sabía que esa historia sobre su madre era cierta, pero un hijo no elige a su madre, y el regidor siempre había sido un caballero fiel y valiente. Por eso había dado órdenes para que se legalizase su situación.

    Antes de retirarme a mis aposentos dejé claro que la Corona era agradecida con los fieles a ella, pero mi brazo sería implacable con los traidores.

    Mis palabras surtieron efecto porque todos, sin excepción, me rindieron pleitesía al despedirse y prometieron estar a mi servicio en cualquier situación que los requiriera.

    Pienso que fueron los celos los que movieron a aquellos caballeros a hablar así, porque no dejaba de ser un honor que el rey eligiese la casa de un noble para alojarse, y yo había preferido la de Lorenzo Galíndez en vez de ninguna de las suyas. Lo mismo que el marqués de Monroy sentirían otros, pero no se manifestaron.

    Mi anfitrión, Galíndez, tenía organizado un programa de actos en mi honor que durarían una semana. Yo se lo agradecí pero, de la mejor manera posible, le indiqué que antes de abandonar Madrid, mi buen amigo el duque de Alba me había invitado a una montería en sus tierras, por lo que prefería salir de caza al día siguiente. Que ya habría tiempo para agasajos más adelante.

    Capítulo 4

    Juana Enríquez y Juan II de Aragón

    Plasencia, diciembre de 1515

    Los cortos días del invierno contrastan con la larga paz que me transmite esta tierra y la tranquilidad de mi ánimo. Por esto, de seguro que avanzaré en mis memorias a buen ritmo.

    Quiero contar las cosas desde el principio, es decir, desde mi nacimiento, y dejar constancia de los hechos más importantes, porque solo de ese modo el mundo podrá tener una idea fidedigna de cómo ha sido mi vida. No hace falta recurrir a un sabio para comprender que lo que somos de hombres, el modo en que nos comportamos, depende, en gran parte, de lo vivido en nuestros primeros años, cuando nuestro carácter queda enquistado en lo más profundo de nuestro ser como un poso indeleble, y explica nuestras decisiones posteriores.

    Aragón, 1464

    Encontrándome yo en edad de doce años en el palacio de Zaragoza, una mañana en que buscaba a mi madre para contarle mis cuitas entré en sus aposentos; no estaba allí. Pregunté y me informaron de que había tenido que salir inesperadamente hacia Calatayud, donde pasaría dos días en representación de mi padre. No había tenido tiempo de despedirse de mí porque, al parecer, yo dormía. Era la primera vez que me hallaba a solas en su estancia. La luz de la mañana se colaba por las celosías; la estancia transmitía sosiego y olía a jazmines. Mi vista brincaba de acá para allá y se detenía en detalles en los que jamás reparaba yo cuando ella estaba cerca; manoseé los afeites colocados encima de los muebles y otros objetos que la adornaban. En su presencia no me dejó tocarlos jamás. Mis ojos quedaron fijos en su diario, olvidado sobre un escabel. Lo conocía bien porque, desde muy pequeño, recuerdo haberlo visto en sus manos mientras escribía sobre sus páginas blancas. Los tenía con pastas de todos los colores: rojas, amarillas, marrones, negras… La portada, de terciopelo verde con incrustaciones de plata, llevaba sus iniciales: J. E. (Juana Enríquez), y un broche dorado como cierre.

    Picado por la curiosidad, lo abrí. Mi madre había escrito sobre su infancia, su juventud y la boda con mi padre. Me lo aprendí de memoria, tanto que, más tarde, pude reconstruir todo lo leído en mi mente.

    A sus dieciséis años, Juana Enríquez, hija del todopoderoso y rígido almirante de Castilla don Fadrique Enríquez fue prometida a mi padre, por entonces Juan I, rey consorte, viudo de doña Blanca de Navarra.

    Como Juana Enríquez y mi padre eran primos segundos, se pidió la dispensa al papa que consiguieron largo tiempo después debido a numerosas contrariedades.

    Por fin, meses más tarde, firmaron los esponsales por los que se prometieron.

    No fue hasta tres años después de su compromiso matrimonial, cuando, superados todos los obstáculos, Juana y su familia partieron hacia el reino de Aragón. La ceremonia de la boda se celebró en Calatayud, con ruido de guerra en la cercana Navarra. Juana, ajena a todo lo que no fuese su circunstancia personal, apareció en el templo como la princesa más bella, radiante y feliz.

    Aunque fueron razones políticas las que propiciaron el enlace, Juan amó realmente a Juana y fue correspondido.

    Una mañana de comienzos de verano, Juana le comunicó que se hallaba encinta. Mi padre, aunque ya tenía tres hijos de su primera esposa, sintió una gran alegría, la cogió en volandas y la abrumó con mil besos. Para celebrar tal acontecimiento, le regaló un valioso collar de esmeraldas, de herencia familiar, que mi madre siempre lució con orgullo.

    Recuerdo numerosos días plácidos vividos con mi madre durante la infancia. Ella me enseñó los primeros juegos, las primeras palabras. Solía decirme que algún día ceñiría sobre mis sienes una corona y dominaría el mundo, que así lo habían predestinado los astros el día de mi nacimiento y que ella se encargaría de que eso ocurriera. Yo entonces no entendía bien el alcance de sus palabras. Luego comprendí que puso todos los medios, desplegó todo el poder de seducción con mi padre para que me nombrara heredero del reino de Aragón.

    Siempre estuve muy unido a mi madre. De niño me sentía protegido y seguro junto a ella, continuamente estaba a mi lado, y de joven la tuve de confidente y amiga. Nunca me reprochó mi conducta y podía consultarle cualquier cuestión sin que se escandalizase o me amonestase por mi proceder, no siempre ejemplar, sobre todo con las mujeres.

    De entre todas sus virtudes sobresalía la de ser una gran diplomática. Eso, unido a su encanto personal y a su manera de tratar los asuntos, hacía que nada se le resistiera. Así, en vez de ordenar una tarea a sus doncellas, capitanes o nobles, se lo sugería de tal guisa, que la obedecían de buena gana porque pareciera que le estaban haciendo un favor que solo ellos eran capaces de realizar. Esta habilidad pude contrastarla años más tarde en los sitios de Barcelona y Gerona.

    Era tan joven y bella como sencilla y modesta, voluntariosa y valiente. Los hombres se rendían a sus encantos, sin remedio, como si ella los atrajese con un imán. Así ocurrió con mi hermano Carlos, que no veía más que por sus ojos y acataba cuanto ella le decía. Y, más tarde, con Verntallat.

    Con mi padre, Juan I de Navarra y, años más tarde, coronado Juan II de Aragón, siempre tuve una magnífica relación. Parece que lo estoy viendo: más bien grueso, de mediana estatura tirando a alto, piel muy blanca, los cabellos castaños y la nariz pequeña. Solía decir que yo podía ser su nieto, pues me tuvo a la edad de cincuenta y cuatro años, quizá por eso fue más tierno conmigo de lo que lo fue con ninguno de mis hermanos mayores, concebidos con doña Blanca de Navarra. En el momento de mi nacimiento él era infante castellano-aragonés por ser hijo del rey de Aragón don Fernando I de Antequera y de Leonor de Alburquerque, y nieto de Juan I de Castilla, amén de rey consorte de Navarra y también lugarteniente general de los reinos de Aragón y Valencia, ya que el actual rey de Aragón, su hermano Alfonso V, apodado el Magnánimo, vivía en Nápoles y se desentendía de los asuntos de estos reinos.

    Me proporcionó un maestro de música y me inculcó el gusto por este bello arte, así como por la caza, la literatura y la historia. También fue mi primer maestro de armas, cuando yo apenas podía sostener una espada de madera. Me entrenaba en el patio de palacio, junto con los hijos de los nobles.

    Mi padre me enseñó todas las tretas y ardides referentes a tratados, diplomacia, acuerdos con enemigos, vencedores o vencidos. Era un viejo zorro que sabía más que nadie de su oficio, por los muchos años que llevaba en la brega. Siempre me decía: "En el amor y en la guerra todo vale". Reconozco que tuve un buen maestro.

    Capítulo 5

    Mi nacimiento

    Aragón, 1452

    Había leído sin pestañear los pormenores sobre la boda con mi padre. Incluso mi madre acompañaba el texto con diversas ilustraciones, pues no se le daba mal el dibujo. Pasé varias páginas y me detuve al ver que contaba con todo detalle mi nacimiento. Me senté en una silla y me dispuse a leer:

    […] Llevo varios meses de preñez y soy muy feliz en mi matrimonio. Ahora vivimos en Pamplona, pero por poco tiempo. Parece ser que la lucha en Navarra ha arreciado y Juan no quiere que

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