¡Guácala!
3.5/5
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About this ebook
Acompaña a Federico en esta asombrosa aventura, donde la magia, el terror y las cochinadas harán que te diviertas como nunca.
Óscar Martínez
ÓSCAR MARTÍNEZ es doctor en Bellas Artes por la Politécnica de Valencia y licenciado en Historia del Arte por la universidad de la misma ciudad. Desde hace más de diez años es profesor de historia del arte, arquitectura, fotografía y diseño en la Escuela de Arte de Albacete. Tras una etapa dedicándose al mundo del arte, como pintor, dibujante y grabador realizando diversas exposiciones individuales y colectivas tanto en España como en el extranjero, en los últimos años desarrolla sus inquietudes artísticas desde un punto de vista literario.
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Reviews for ¡Guácala!
9 ratings1 review
- Rating: 5 out of 5 stars5/5Si quieren leer un libro con sus hijos se los recomiendo mucho, mi hijo y yo lo disfrutamos muchísimo:)
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¡Guácala! - Óscar Martínez
M37
QUE NO LO TOQUEN NI LAS MOSCAS
AHORA QUE ESTOY VIEJO debo confesarlo: yo fui un niño insoportable.
Sí, consentido, grosero y llorón. De esos que escupen, pican los ojos y muerden. Que le levantan la falda a sus compañeras del salón. Que rompen los juguetes ajenos (y también los propios si ya están aburridos). Que se meten los dedos a la nariz y hacen la tarea cuando les da la gana. De esos que se introducen a la boca doce barras de chicle para después pegarlos en la cola de un gato o en el pelo de un niño gordo.
—¡Federico me pegó un chicle en la cabeza! —solían acusarme señalando las pecas de mi nariz.
—¿Yo? No es cierto.
Me encantaba tocar los timbres del vecindario y salir corriendo. Romper vidrios con la resortera. Y si se trataba de jugar con niñas les metía unos buenos pellizcotes, aplastaba sus pastelillos de tierra o pisaba sus muñecas. No era raro que alguien le fuera con el chisme a mi mamá, pero al poco tiempo dejaron de hacerlo porque ella siempre contestaba lo mismo.
—Creo que usted está diciendo una mentira, mi angelito no sería capaz de hacer eso.
Y cuando se alejaba quien me había tratado de acusar, yo lo alcanzaba, le sacaba la lengua y le hacía una sonora trompetilla.
Yo era el rey de la casa. Me compraban lo que quería, tenía un cuarto lleno de juguetes donde había desde bicicletas, balones y rifles de diábolos, hasta yoyos de todos los colores. Solo comía lo que se me antojaba y, aunque era un glotón de lo peor, estaba tan flaco como una lombriz pues mi dieta era a base de pastelillos, dulces y refrescos de cola. Si a la hora de la comida me ponían un plato con sopa de verduras, yo decía:
—¡Guácala!
De hígado encebollado.
—¡Guácala!
De pollo.
—¡Guácala!
Siempre contestaba lo mismo. Por si esto fuera poco, mis papás me cuidaban igual que a un tesoro: me traían arropado con un suéter, aunque hiciera calor, y desinfectaban cualquier cosa que tocara mi piel. No dejaban que se me arrimara ningún perro, a menos que estuviera vacunado, y estaban atentos de matar cualquier araña, cucaracha o mosca que se me acercara.
Este libro es la historia de cómo cambió mi vida y me convertí en un niño diferente.
¡GUÁCALA!
TODO COMENZÓ cuando yo iba a cumplir diez años, fecha que mi papá planeaba festejar por una semana entera.
—Ya verás, Federico, iremos a un lugar distinto todos los días y para tu cumpleaños haremos una gran fiesta con muchos globos, dulces y payasos.
—¡Guácala! —Como ya saben, esa era mi contestación a todo.
Me atiborraron de juguetes: un trenecito eléctrico, un disfraz de piel roja, dos cajas de soldaditos, un avión a control remoto, una pistola espacial y un montón de cosas más. De todo eso algo que no me gustó, que me pareció lo más aburrido, fue un regalo que no era juguete pero después pasó a ser una cosa muy importante en esta historia. Venía envuelto en un papel dorado y cuando lo abrí me dieron ganas de tirarlo.
—¿Qué es esto, papá?
—Es una agenda electrónica.
Aquello era como una pequeña televisión con un teclado.
—¿Y para qué la quiero?
—Ahí puedes apuntar los teléfonos de tus amiguitos.
—No tengo amigos.
—Déjame buscar algún número para que la estrenes. —Abrió su agenda, que era un cuadernillo viejísimo—. Aquí hay dos, son de tus padrinos.
—No los conozco.
—Aunque últimamente no los hayamos visto, debes saber que tienes dos padrinos.
Lo que en ese momento no me dijo mi papá, es que mis padrinos eran los personajes más extraños que se puedan imaginar; gente rarísima que, aún hoy, me pregunto dónde la pudo haber conocido.
Esos días estuvieron llenos de paseos, fuimos al zoológico, al circo, a la casa de los espantos, al museo de cera y a remar al lago. Y precisamente una noche antes del gran día, o sea el de mi cumpleaños, papá dijo:
—Hoy vamos a ir a un lugar mejor que el de ayer.
—¡Guácala!
—Ya lo verás... es mejor que el de ayer.
—¿Vamos a ir a una juguetería?
—No.
—¿Al cine?
—No.
—Ya dime, papá, por favor.
—Vamos a ir a ver al Gran Morlesín.
—¿Y quién es ese señor, papá? Eso suena medio guácala.
—Es el mejor mago del mundo.
—Platícame de él.
—Dicen que es capaz de adivinar cualquier cosa, los pensamientos de la gente, el futuro y el pasado. Que puede hacer levitar a un elefante o a un camión de mudanzas sin importar su tamaño. Ve a través de las paredes aunque estas sean muy gruesas. Y ha desaparecido de todo, desde hormigas y lombrices hasta locomotoras y ballenas.
—¡Guauuuuuu! —dijo mi mamá, que siempre trataba de animarme—. ¡Eso suena sensacional!
—A mí no me parece tanto.
En ese tiempo todo lo veía muy aburrido.
—Y no solo eso, también es capaz de comer cualquier cosa —mi papá siguió.
—¿De verdad?
Aquello no me convencía.
—Sí, desde chinches y moscas hasta clavos y herraduras.
—Habrá que verlo.
—Tenemos que irnos ya, la función está por empezar.
Acompañados hasta por el Pirata, mi perro, y yo con mi cara de guácala, nos montamos en el coche y nos fuimos al teatro.
EL GRAN MORLESÍN
AQUELLA NOCHE CAÍA UNA tormenta que parecía el diluvio universal. Mis papás y yo tuvimos que caminar, protegidos por un paraguas y saltando entre los charcos, desde donde habíamos dejado el coche hasta la entrada del teatro.
—Cuidado con el niño, que no se moje —dijo mi mamá—. Que no le caiga ni una gotita.
—Aquí lo traigo cubierto con mi abrigo —le contestó mi papá.
Afuera había un letrero grandísimo y lleno de foquitos que decía:
SI NO LE TEME A LO DESCONOCIDO
Venga a ver a
EL GRAN MORLESÍN
MENTALISTA, ESCAPISTA Y PRESTIDIGITADOR
—Estoy segura que esto le encantará al bebé.
Mi mamá siempre quería que yo estuviera contento.
De una bocina salía una música como de circo.
¡Guarff... guarff...!
Todavía recuerdo que el Pirata ladraba de emoción. No era para menos, arriba estaba pintada una tenebrosa cara de más de dos metros: era el rostro del mago centrado en un marco de relámpagos amarillos, con esa nariz semejante al pico de un cuervo, con esa barba de chivo que le llegaba hasta el pecho, con ese turbante que tenía una piedra verde en el centro y esos ojos de mirada severa bajo unas cejas peludas como gusanos azotadores.
Yo no supe si eso me emocionaba o me daba miedo. Hubiera querido verlo por más tiempo, pero la lluvia hizo que nos metiéramos corriendo bajo la marquesina.
—Vente, muñequito lindo, está lloviendo y además todavía tenemos que comprar los boletos —dijo mi mamá. Se veía preocupada porque en la taquilla había una cola que casi llegaba hasta la esquina.
—No hay problema —le contestó mi papá—, nosotros ya tenemos lugares.
Y de la bolsa de su gabardina sacó tres boletos, eran dorados y en el centro estaba impresa la cara del mago rodeada de estrellitas.
—¡Viva! —grité.
Cuando entramos al teatro lo primero que hicimos fue correr a la tienda de golosinas.
—¿Qué vas a querer, bebé?
Pedí unos bombones cubiertos de chocolate.
Y mi papá, que en verdad quería agasajarme, además de eso me compró dos mazapanes, un paquete de chicles, tres chupirules, unos cacahuates garapiñados, dos muéganos, tres chiclosos de cajeta y un refresco de uva. Mamá me ayudó a cargar todo aquello hasta nuestros lugares en la primera fila.
—Fíjate bien por donde pisas, no te vayas a tropezar.
El telón de terciopelo estaba frente a nosotros. Había un murmullo en las butacas que fue roto por un ladrido de emoción del Pirata.
¡Guarff!
—Pirata, si la función no