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Ayotzinapa: Horas eternas
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Ayotzinapa: Horas eternas

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Ayotzinapa, horas eternas es una ventana para asomarse al trágico y turbio caso de la desaparición forzada de 43 estudiantes de una escuela normal rural de México. Con las voces de los sobrevivientes, este libro reconstruye lo ocurrido en Iguala los días 26 y 27 de septiembre de 2014, cuando también otros tres alumnos fueron asesinados y varios resultaron heridos de gravedad. Con palabras de familiares y normalistas, es también una crónica de lo que siguió para ellos: un año de vida suspendida por la espera interminable en debate con el tiempo imposible de frenar; el gesto de los estudiantes congelado en una imagen mientras sus padres envejecen buscándolos y sus hijos crecen esperándolos de regreso. Elaborado a partir de más de cien entrevistas, Ayotzinapa, horas eternas lleva al lector a conocer el caso de primera mano y lo interpela con reflexiones personales de la autora, hija de desaparecidos durante la última dictadura militar argentina. Un relato íntimo de dolor, amor y supervivencia. Un ladrillo de memoria.
 
LanguageEspañol
Release dateJun 21, 2017
ISBN9789876994040
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    Ayotzinapa - Paula Mónaco Felipe

    Ayotzinapa

    Horas eternas

    Paula Mónaco Felipe

    Índice

    PAULA MÓNACO, UNA NIÑA MITAD COCODRILO

    APUNTE

    UNO CACERÍA

    AYOTZINAPA,

    26 DE SEPTIEMBRE DE 2014

    IGUALA, 21:30 HORAS

    22:00 HORAS

    23:00 HORAS

    27 DE SEPTIEMBRE DE 2014, 00:00 HORAS

    O1: OO HORAS

    02:00 HORAS

    05:30 HORAS

    MAÑANA Y TARDE DEL 27 DE SEPTIEMBRE

    DOS HORAS ETERNAS

    ¡DESAPARECIERON A NUESTROS HIJOS!

    TODO PASÓ, NADA PASA

    SOMOS PUEBLO

    MARCHAR, GRITAR, ESPERAR Y VOLVER A MARCHAR

    IGUALA, ENTRADA AL INFIERNO

    MISERIAS

    NORMAL RURAL

    TRES BUSCARTE

    LA COMANDANTA

    CLEMENTE

    EMILIANO

    CUATRO SEGUIR0

    LO MÁS ALTO

    LA MECHA

    ENFRIAR

    SOLIDARIDAD

    DUDAS Y CERTEZAS

    LAS FIESTAS

    LA RABIA

    VERDAD HISTÓRICA

    EL OLVIDO

    GOLPES

    SEGUIR

    VIDAS

    LOS CAÍDOS

    Daniel SOLÍS GALLARDO

    Julio César MONDRAGÓN FONTES

    Julio César RAMÍREZ NAVA

    LOS HERIDOS

    Édgar ANDRÉS VARGAS

    Aldo GUTIÉRREZ SOLANO

    IMÁGENES

    ANEXO

    2014

    SEPTIEMBRE

    OCTUBRE

    NOVIEMBRE

    DICIEMBRE

    2015

    ENERO

    FEBRERO

    MARZO

    ABRIL

    MAYO

    JUNIO

    JULIO

    AGOSTO

    SEPTIEMBRE

    AGRADECIMIENTOS

    PAULA MÓNACO,

    UNA NIÑA MITAD COCODRILO

    Era previsible que Paula Mónaco se apasionara por el caso de Ayotzinapa y sus 43 normalistas desaparecidos que ahora todos queremos encontrar. Era previsible porque a lo largo de 37 años ella nunca dejó de pensar en sus padres, ya que la Junta Militar argentina se los llevó cuando sólo tenía 25 días de nacida.

    Era previsible el fervoroso interés de Paula en el caso no sólo de su desaparición el 26 de septiembre de 2014 sino el asesinato de tres de sus compañeros, porque tiene que ver con su propia historia.

    En Ayotzinapa tomó entre sus brazos a la recién nacida Melanny, hija del normalista Israel Caballero Sánchez y de Rocío Lorena, ambos de veinte años, y ese solo gesto la devolvió a su propia historia.

    A Paula la criaron sus abuelos en medio de una familia numerosa. Sus tías Liliana Felipe y Jesusa Rodríguez, según cuenta esta última, cuando vacacionaban en Villa María, en Córdoba, paseaban en las playas de arena fina en el Río Tercero y fingían ser cocodrilos dentro del agua que les llegaba al tobillo. La niña lo disfrutaba —su alegría siempre ha sido sonora— y luego se perdía entre una ronda de chiquillos de la misma edad que reían felices y tomaban la vida a manos llenas como si fuera una gran fiesta. Para Jesusa, Paula es, todavía hoy, una niña mitad cocodrilo.

    Era previsible que Paula Mónaco se indignara con la desaparición de los 43 normalistas —algunos casi de su edad— y abrazara a los padres de familia de los ayotzis como a ella la abrazaron sus abuelos Esther y Gregorio, que tomaron el lugar de sus padres.

    Era previsible que Paula buscara a los estudiantes vivos, examinara sus fotos, y volviera a hacerlo sentada al lado de los padres y los hermanos en Ayotzinapa y preguntara una y otra vez si José Ángel era alto o tenía buen carácter y si Leonel recordaba con gusto la Costa Chica. Era previsible que quisiera pasar el Año Nuevo con ellos, llevándoles de comer y repartiéndoles platos de guisado y arroz con una generosidad y una determinación muy poco comunes. Tiene que comer, no se deje ir, vamos a encontrarlos. Paula, en Argentina, militó en h.i.j.o.s., y desde muy joven ayudó a los familiares a sobrevivir al dolor.

    Era previsible porque apenas tuvo uso de razón, a la hora en que los adolescentes se encierran sobre sí mismos y se preocupan por el largo de su cabello o por su acné, Paula encontró a otros jóvenes iguales a ella y se integró a h.i.j.o.s., una asociación de todas las víctimas que se propusieron quitarle el sueño a la Junta Militar argentina y a sus colaboradores, parapetados tras los muros de sus casas en Buenos Aires, Mendoza, Córdoba, Santa Fe, Salta y otras grandes ciudades de Argentina.

    En cambio, en México los asesinos siguen libres, y a escasos días de que se cumpla un año de la desaparición de los normalistas, los peritos revelan para nuestro escándalo que las verdades históricas no son lo que nos quieren hacer creer. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos determinó que los normalistas no fueron quemados en el basurero de Cocula. Resulta imposible que se redujeran a cenizas en trece o quince horas de cremación: se habría producido un incendio imposible de no ver. A esto hay que sumarle la larga lista de errores, omisiones y ocultamiento de evidencias de procuradurías y policías involucradas en la investigación.

    Entre todos, los hijos inventaron el escrache, palabra que viene del lunfardo, el habla popular de los barrios rioplatenses. En Argentina, en Uruguay y en España, muchos activistas escogieron el escrache para marcar la casa del militar o del funcionario y responsabilizarlo ante la opinión pública. Desde 1995, h.i.j.o.s. decidió actuar a la vista de todos y marcar con pintura roja el domicilio de quienes habían cometido acciones en contra de hombres y mujeres pensantes, como la joven y bella Esther Felipe y su esposo Luis Mónaco, que el régimen decidió desaparecer, torturar y matar. Así como los militares ejercieron una acción directa y persiguieron y asesinaron a argentinos por sus ideas políticas, así también los hijos se abocaron a exhibir a los militares ante la opinión pública. Asesino a dos cuadras, ponían sobre el nombre de la calle.

    Paula resultó una pieza clave en el grupo de h.i.j.o.s. porque, como lo cuenta Jesusa, "ya a los cuatro años sabía todo de la desaparición de sus padres y manejaba el archivo mejor que nadie. Cuando el abuelo Gregorio le pedía, por ejemplo, un habeas corpus, sin vacilar un segundo lo encontraba, ante el asombro de todos".

    Bajo el lema de Si no hay justicia, hay escrache, h.i.j.o.s. se preparó durante meses para denunciar al torturador en el barrio, seguirlo, conocer su rutina y por fin acusarlo y exponerlo ante la comunidad. Antes del escrache una banda callejera repartía volantes y folletos que advertían que un sujeto indeseable contaminaba el entorno, ya que entre ellos vivía un torturador criminal. Lo denunciaban en las casas, en las tienditas cercanas, en los parques públicos. Muchas veces, gracias al escrache el torturador se iba del barrio.

    Hasta el día de hoy esta organización horizontal sigue en pie y en gran medida son ellos, los hijos de los desaparecidos y los asesinados, quienes han logrado que se enjuicie a los torturadores. Gracias a h.i.j.o.s., los verdugos hoy purgan sentencias a perpetuidad en cárceles para delincuentes comunes.

    Que Paula Mónaco decidiera formar su propia familia el día que el responsable de la muerte de sus padres fuera condenado a prisión perpetua resulta significativo.

    En la Ciudad de México, doña Rosario Ibarra de Piedra, los h.i.j.o.s. y Jesusa Rodríguez adoptaron el escrache y marcaron la puerta de madera de la casa en San Jerónimo Lídice del ex presidente Luis Echeverría Álvarez, a quien Raúl Álvarez Garín y Félix Hernández Gamundi lograron sentar en el banquillo de los acusados por la masacre del 2 de octubre de 1968.

    ¿Qué tienen en común Córdoba, Argentina, y Ayotzinapa, Guerrero? Paula, periodista y luchadora contra la desaparición forzada en nuestro país, se inclinó muy pronto hacia la crónica de tragedias como el tifón en Filipinas y el encarcelamiento del profesor Patishtán en Chiapas. ¿Qué tienen que ver los normalistas desaparecidos y heridos en Iguala, hijos de campesinos, migrantes, albañiles, vendedores ambulantes, con jóvenes argentinos víctimas de la dictadura militar? ¿Qué sueños comparten? ¿Qué fotografías de infancia? De Paula Mónaco se podría decir que tiene muchos amigos, que le gusta el teatro, que disfruta ir al cine, tomar mate, bailar, que adora a los perros, le encanta manejar su coche, ríe a carcajadas, come milanesas, empanadas y alfajores, y es súper amorosa. Al joven normalista Abel García Hernández le gustaba jugar a las canicas tanto como Abelardo Vázquez Peniten disfrutó estudiar, hacer la mezcla, acomodar los ladrillos y preparar los castillos de una construcción al lado de su papá albañil. Adán Abraján de la Cruz es, al igual que Paula, buen bailador, y Alexander Mora Venancio tenía pasión por el fútbol. Antonio Santana Maestro gritaba apasionado al ver partidos por televisión y Benjamín Ascencio Bautista hacía reír a todos con sus ocurrencias. Bernardo Flores Alcaraz recogía a animales heridos y se las ingeniaba para curarlos, tal como hace Paula en Coyoacán, donde habita feliz. Carlos Iván Ramírez Villareal trabajaba en el campo arreando vacas mientras Carlos Lorenzo Hernández Muñoz, portero de un equipo de fútbol, disfrutaba bailar los sábados y César Manuel González Hernández regresaba a casa sin chamarra porque la regalaba y a todos trataba de usted. Christian Alfonso Rodríguez Telumbre zapateaba canciones tradicionales como El zopilotito o La iguana y Christian Tomás Colón Garnica, muy aplicado para el estudio, se tapaba los oídos para seguir concentrándose en su lectura. Paula canta los tangos de Julio Sosa y la Lunita tucumana al igual que el Nos tienen miedo porque no tenemos miedo y Elotitos tiernos de su tía Liliana Felipe. Cutberto Ortiz Ramos hacía reír a todos y Doriam González Parral se la vivía con un lápiz en la mano. Jorge Luis González Parral, peluquero, un día les cortó el cabello a todos y Everardo Rodríguez Bello a los diez años estudió música. Paula Mónaco también sabe mucho de música y ha organizado con maestría los conciertos de su tía Liliana Felipe, la hermana de su madre Esther, en varias ciudades de Argentina. Podríamos seguir así ad infinitum, pero ahora sólo nos queda presentar este libro de una chava que sabe cuidar a los demás, jugársela con los que menos tienen, indignarse por la injusticia y tener dentro del pecho algo que a todos nos beneficia: un gran corazón.

    Elena Poniatowska Amor

    APUNTE

    Siempre he querido saber por qué me llamo Paula.

    Mis padres, Luis Mónaco y Ester Felipe, nunca pudieron aclarármelo. El 11 de enero de 1978, cuando tenía 25 días de nacida, fueron secuestrados y desaparecidos por militares argentinos, integrantes del III Cuerpo de Ejército al mando de Luciano Benjamín Menéndez. Soy hija de desaparecidos y este libro no pretende objetividad pues mi propia historia condiciona la que relato.

    No hay aquí entrevistas a funcionarios, victimarios ni representantes del Estado. Decidí incluir solo las voces de víctimas como un intento por aportar sus testimonios a la construcción de una historia plural que las integre en lugar de silenciarlas, como suele ocurrir en las versiones oficiales.

    Un año después de los ataques, los estudiantes continúan desaparecidos y el caso sigue impune. Tampoco han sido juzgados los responsables del asesinato de Daniel Solís Gallardo, Julio César Mondragón Fontes y Julio César Ramírez Nava, ni quienes hirieron de gravedad a Edgar Andrés Vargas y Aldo Gutiérrez Solano, aún inconsciente.

    Un año después siguen faltando miles de personas desaparecidas en México desde 1969 y se suman nuevas masacres a la lista del dolor.

    Pienso que Ayotzinapa es un espejo. Ojalá nos atrevamos a mirarnos en él.

    P. M. F.

    México, septiembre de 2015

    UNO

    CACERÍA

    AYOTZINAPA,

    26 DE SEPTIEMBRE DE 2014

    Hoy los pelones tuvieron su primera clase formal, Aritmética. Por fin entraron al aula: ya no son aspirantes sino alumnos de Licenciatura en Educación Primaria, en castellano y lenguas indígenas.

    Son felices porque superaron el rudo ingreso, más de 300 jóvenes se inscribieron pero sólo hay cupo para 140. Pasaron examen socioeconómico, pruebas académicas y la inolvidable semana de adaptación con exigentes pruebas físicas, una sola comida al día y gritos que espantaban. ¡Arriba, paisas! ¡A correr!, los sacaban de sus cuartos a las 3 de la mañana con golpes en la puerta. Esto sí que es difícil, mamá. Ahora valoro todo lo que ustedes me daban en casa. Los extraño, decían cuando alcanzaban a llamar a sus padres. Muchos dudaban si podrían seguir adelante.

    Pero eso ya quedó atrás y la prueba es su cabeza rapada, ritual que marca a los novatos de la emblemática escuela de Ayotzinapa, famosa por ser de izquierda y crítica con los gobiernos. Se sienten orgullosos, triunfales, afortunados. Van a ser maestros cuando muy pocos en sus familias de campesinos, migrantes y albañiles han tenido acceso a una carrera profesional.

    Varios cambiaron de mentalidad después de recibir cursos que llaman de inducción política. Los muchachos que ahora estudian en este internado para hombres crecieron en el campo, trabajaron junto a sus padres desde que eran niños, no tuvieron comodidades y ahora piensan lo que nunca antes: ¿Por qué el gobierno oprime a los campesinos? ¡Los muertos siempre son pobres, la sangre siempre corre de este lado! Vamos a ser maestros para sembrar conciencia. Leen textos, discuten y reflexionan.

    Dan rienda suelta a sus sueños, los dejan crecer adentro, mientras hacen nuevos amigos y estrenan uniformes relucientes, porque en la normal les dan pants, chamarra, camiseta y tenis para Educación Física, además de otra muda más formal con pantalón de vestir, camisa y zapatos. Tienen tres comidas aseguradas, una beca de 45 pesos diarios y un espacio propio para dormir en cuartos compartidos, aunque sea en el piso y sin colchón... la vida austera de un internado de educación pública donde las paredes se descascaran.

    Son más de las 4 de la tarde. Se divierten mientras trabajan en los módulos de producción, las parcelas para siembra dentro de la escuela. Cantan, escuchan música y se avientan trozos de tierra mientras arrancan pajón de la milpa, siembran maíz y cuidan las flores de cempasúchil y cresta de gallo, un campo deslumbrante de tan amarillo y morado.

    ¡Actividad! ¡Actividad! ¡Paisas, hay que salir! Quienes dan la instrucción son integrantes del comité estudiantil, elegidos por sus compañeros para tomar decisiones que van desde acciones políticas a tareas de limpieza.

    Esta vez, actividad significa tomar autobuses de empresas privadas para usarlos temporalmente. A pesar de los riesgos, lo hacen con frecuencia desde hace varios años porque sólo así pueden transportarse a prácticas y protestas, ya que la Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de 560 alumnos, sólo tiene un camión de cuarenta asientos que carece de placas y por tanto no puede circular.

    También los estudiantes de las demás normales rurales de México retienen autobuses: es su manera de resolver la movilidad. Hay peligro, pero los estudiantes no tienen armas: interceptan a los choferes y los convencen de seguir con ellos después de dejar a los pasajeros en su destino. La decisión no reside en los conductores: forma parte de una dinámica que se ha naturalizado desde hace algunos años porque hay una especie de acuerdo tácito entre normalistas y empresas de transporte. Los estudiantes usan los vehículos por algunas semanas, los cuidan, proveen la gasolina y pagan un sueldo extra a los trabajadores, a quienes también dan comida y alojamiento.

    Aunque gobierno y prensa muestran la toma de camiones como un acto vandálico, lo cierto es que los normalistas dialogan a menudo con los responsables de las empresas Costa Line, Estrella de Oro y otras. Existe una paradójica pero ya normalizada relación. 1

    ¡Actividad! ¡Actividad!, se avisan. Nadie se espanta; corren eufóricos a cambiarse de ropa, a ponerse jeans y una playera limpia.

    Se reúnen al pie del camión dispuesto para el viaje. Suben casi ochenta estudiantes de primer año pero los mayores los bajan porque no caben en los asientos. La salida se demora en lo que alistan otro camión y Cochiloco, uno de los alumnos del comité, recorre la escuela buscando a más estudiantes porque necesitan tomar varios camiones.

    En la semana anterior reunieron ocho vehículos pero aún les faltan 17 de los 25 solicitados por la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México, de la cual son parte. Los quieren para transportar a todas las normales rurales del país a la marcha que cada 2 de octubre se lleva a cabo en la Ciudad de México en recuerdo de los estudiantes asesinados en 1968 en la masacre de Tlatelolco.

    —¡Ándale! ¡Acompáñame, que casi no hay nadie en la base, hay pocos chavos! —Cochiloco insiste hasta convencer a Uriel2 Busca a los mayores porque varios de primer año no pueden viajar: ensayan en los clubes culturales de danza, rondalla y banda de guerra.

    —¡Préstame a algunos activistas! —llama a Omar, encargado del comité de orientación política.

    —Pregúntales si quieren ir —responde Omar, y después se suman los veinte de la llamada casa del activista, la pequeña construcción en donde duermen los estudiantes más interesados en recibir formación política.

    Coyuco es el primero en terminar las tareas de la banda de guerra. Aplicado, rápido limpia su tambor y por eso alcanza a su primo Daniel para sumarse a la actividad.

    Por fin están listos los dos autobuses de la línea Estrella de Oro. Suben cerca de cien muchachos: cinco estudiantes de segundo año, dos de tercero y el resto de primero. Son las cinco y media de la tarde, con el sol todavía alto; salen de la normal rural en los autobuses con los números 1531 y 1568.

    Arriba de los camiones todo es relajo. Algunos bromean con el radio de los choferes. Otros escuchan música en sus teléfonos celulares y de cada fila sale un sonido distinto porque cada quien pone al máximo el volumen de su corrido favorito.

    Uriel está serio.

    —¡Oye! —le reclama un chofer—, ¿por qué tienes esa cara?

    Es bromista pero hoy no está de buen humor. No le entusiasma sumarse a la toma de autobuses porque le parece que son demasiados los que les toca conseguir. Aceptó el pedido de Cochiloco porque es un muchacho participativo, entrón.

    —¿Adónde vamos, güey? —pregunta a otro compañero.

    —A Huitzuco —responde.

    Los integrantes del comité estudiantil buscan disminuir riesgos de represión. Quieren alejarse de Chilpancingo, capital del estado, porque han tenido varios problemas en días recientes. Allí les quitaron dos camiones y ahora la zona está blindada, con muchos policías federales y militares que también buscan controlar las protestas de otros estudiantes, los del Frente Único de Normales Públicas del Estado de Guerrero. No pueden enfilar hacia la costa porque días atrás tuvieron un incidente en Copala; entonces eligen Huitzuco porque ya conocen ese lugar, generalmente tranquilo.

    Septiembre es un mes difícil para los normalistas. El gobierno del estado de Guerrero aumenta su asedio contra la nueva camada de alumnos que ingresa en esta época. Los estudiantes no lo saben pero el sistema de vigilancia C-4, comando que distribuye información entre todas las fuerzas policiales del país e incluso a la Secretaría de Gobernación, comenzó a monitorear sus acciones desde la 17:59:13, es decir, apenas media hora después de que salieran de la escuela. 3

    —Está bien lento este pinche camino —se quejan.

    La carretera que une a Tixtla con Iguala es angosta y varios tramos están en reparación. Tardan más de dos horas en atravesar 140 kilómetros entre sierras. Para cuando llegan al cruce conocido como Parada del Cura, ya son las ocho. Descienden para tomar autobuses pero los novatos fallan.

    —¡Paisas, ya se les pasó el primero! ¿Así cuándo van a completar? ¡Abusados! —regañan los mayores y mientras hablan pasa demasiado rápido un segundo camión.

    Por fin logran detener al tercero, un bus de la empresa Costa Line. El chofer se niega a abrir la puerta y les reclama:

    —¡Se la pasan haciendo puro desmadre!

    Cede a la presión y suben cinco normalistas.

    —No se preocupen, los vamos a dejar adonde iban —dice  Uriel para calmar a los pasajeros.

    Los ánimos se tranquilizan cuando un pasajero informa:

    —Yo los conozco.

    El camión arranca hacia Iguala. Lleva a cinco normalistas: Uriel y cuatro de primer año, uno de ellos Jorge Aníbal Cruz Mendoza, el Chivo. Los demás se desaniman en la carretera. Aquí está cabrón, pasan pocos y no paran.

    Comienza a oscurecer; con un solo un camión tomado, deciden dividirse y un grupo arranca hacia la caseta de Iguala, donde una semana antes estuvieron pidiendo donativos de dinero —boteando— y todo transcurrió en calma.

    Después de 30 kilómetros de camino, llegan al peaje. Bajan todos y ven pasar a un muchacho que vuelve a cruzar dos veces más.

    —Cochiloco, ¿ya viste a ése? —alerta Carlos—; ya pasó muchas veces. Pongamos cuidado —dice preocupado. Son campesinos pero conocen lo que es el narcotráfico, un negocio de larga historia en su estado. Saben que el primer eslabón de la cadena son los halcones, personas que se dedican a mirar lo que ocurre para informar luego al narco que domina la zona.

    Enseguida llegan dos patrullas de la Policía Federal.

    —¡Apenas vamos llegando y ya nos tienen checados! —se sorprenden, aún sin saber que también hay personal de inteligencia del Ejército, con ropa de civil, siguiendo sus movimientos en ese lugar. 4 Los federales los observan sin disimulo y se instalan al

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