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Rhett Murdock. Detective privado
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Rhett Murdock. Detective privado

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About this ebook

Los Ángeles, año 1955. Rhett Murdock, un detective privado, será contratado por una bella y rica mujer para buscar a una joven desaparecida. Lo que parecía un caso rutinario se convertirá para él en un rocambolesco infierno en el que tendrá que emplearse a fondo para hallar la verdad. Gánsteres, mujeres fatales, poderosos magnates y demás maleantes intentarán impedir que cumpla su objetivo. Sin embargo, Rhett Murdock se las verá con todos ellos, acuciado por un ridículo sentido del deber y una insensibilidad mayúscula a la hora de apretar el gatillo. Armado sólo con su astucia (además de un descomunal revólver), investigará hasta las últimas consecuencias y acabará con todo aquel insensato que se interponga en su camino.

'Rhett Murdock. Detective privado' es la quintaesencia del noir: una historia llena de misterio, acción y sexo, cuya trama sólo es una excusa para crear un ambiente lleno de humor negro y violencia gratuita. Una novela en la que todo es exactamente lo que parece.

LanguageEspañol
Release dateAug 29, 2017
ISBN9781370074761
Rhett Murdock. Detective privado
Author

D. D. Puche

D. D. Puche son dos autores, en realidad: los hermanos David y Daniel Puche. David es doctor en Filosofía por la UCM y profesor de dicha materia en la Escuela de Arte y Superior de Diseño de Mérida (EASDM), profesión que combina con la literatura. Daniel es licenciado en Filosofía y Teoría de la Literatura por la misma universidad, y se dedica en exclusiva a tareas literarias y editoriales.Juntos han publicado varias novelas, entre las que destacan 'Balada de los caídos', 'Sam Robinson y la Noche de terror en Hellstown' y 'Rhett Murdock. Detective privado'. También colecciones de relatos de terror, fantasía y ciencia-ficción como 'Galaxia errante' o 'El Evangelio digital'; y ensayos como 'Cristianismo sin Dios' o 'Vivir en el desarraigo'. Su obra está empapada de referencias filosóficas, pero pasadas por el tamiz de la ficción. Una mezcla perfecta de reflexión y amenidad narrativa.

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    Book preview

    Rhett Murdock. Detective privado - D. D. Puche

    Este libro puede provocar fuertes ataques de risa, potencialmente mortales.

    Absténgase de leerlo si tiene incontinencia urinaria o dentadura postiza.

    En caso contrario, prepárese para partirse el culo.

    ~ Dramatis Personae ~

    Incompleto.

    Estimado lector, rellene usted mismo los nombres que faltan cuando lea el libro.

    Rhett Murdock: el tipo duro

    Littleberry: su secretaria

    Grace Warburton: una mujer fatal

    Oscar Warburton: cabrón muchimillonario

    Mickey: mafioso irlandés

    McQuarrie: capitán de policía

    __________

    __________

    __________

    (A éstos añádanse Johnnies variados, un gigantón polaco, la hermana de la maciza, el chófer del ricachón, una cabaretera, una adolescente, un escritor, unos pervertidos, un periodista amarillo, gánsteres a tutiplén para que perezcan bajo los disparos del protagonista, y otros personajes que no aportan nada a la historia.)

    Prólogo

    Mi nombre es Rhett Murdock. Detective Rhett Murdock. Así es como me conoce la chusma como vosotros, la gentuza que infecta las calles de Los Ángeles. Es el año 1955, y la Dama está en peligro. Sólo la policía y los tipos como yo pueden combatir la delincuencia y la corrupción que hace degenerar a esta ciudad, la única mujer que amo. Pero la policía no puede luchar contra el crimen, debido a su debilidad, y a todos los jueces, abogados y chupatintas que devuelven a los delincuentes a la calle para que convivan con los niños. Por eso sólo los tipos como yo, y sólo yo soy como yo, podemos parar esta jodida plaga bíblica.

    Me conocen como un tipo duro. Yo siempre digo que depende. ¿Acaso una piedra es dura cuando rompe el cráneo de algún desgraciado? ¿O cuando un toro voltea a alguien lo suficientemente insensato como para ponerse delante de él? No, sólo hacen lo que deben: su puto trabajo. Cuando mis nudillos parten mandíbulas no es porque sea duro, que lo soy; es porque estoy del lado de la Ley. Y la Ley me protege, me da fuerzas. Me inspira cuando no sé cuál es la decisión correcta. Pero cuando está demasiado ocupada para decírmelo, es mi enorme pistolón el que habla. Y os diré algo, amigos: no queréis oírlo hablar. Porque eso significa que estáis muertos. Ésa es mi Ley. Y lo que los pocos que han sobrevivido dicen por ahí, es que si ni mis puños ni mi arma están a punto, basta mi gélida mirada para meter al crimen en cintura. Dicen que mi mirada podría matar un caballo a dos leguas de distancia. Pero exageran, yo nunca le haría eso a un animal tan bello.

    Y hablando de animales bellos: me gustan los buenos cigarros, los whiskies solos, y las mujeres con curvas. Pienso que un día sin acostarse con una buena mujer es un día desaprovechado. Y yo nunca desaprovecho el tiempo. No importa lo ocupado que me tenga mi lucha contra el crimen, siempre puedo reservar un hueco para hacerle un favor a una mujer. Y cuando digo una mujer, quiero decir una distinta cada día. Yo nunca repito, aunque ellas siempre quieren repetir. Ése es el estilo Murdock: darles lo que quieren y dejarlas con ganas de más.

    Pero mi única esposa es L.A. Tengo mi despacho en el Sunset Strip. No es gran cosa, pero tampoco es un tugurio infecto. No me van las delicadezas, pero es un sitio decente donde recibir a los clientes, guardar la munición y el whisky, y qué demonios, hacerle el amor a alguna mujer necesitada de mi hombría. El amor… eso es lo que les digo. Trabajo solo, porque no soporto la compañía de pusilánimes, y los humanos lo son. Allí sólo está mi secretaria, Littleberry. Es la única mujer que respeto, por cuestiones de trabajo, aunque no tanto como a mi madre. Soy un profesional, y por supuesto que me la he tirado. A ella y a tantas otras. Todo el mundo lo sabe. Por eso yo las atraigo. Pero mi corazón es de L.A. Mi corazón frío como la muerte.

    A menudo tengo que vérmelas con el capitán McQuarrie del Departamento de Policía de Los Ángeles. No me cae mal; alguna vez juego al póker con él, y le humillo. Pero él y sus hombres siempre intentan cortarme las alas con sus métodos desfasados. Por eso tengo que hacer las cosas a mi manera, para demostrarles qué es un hombre de verdad, y a quién tienen que admirar. Se cagan en mi presencia. Ése es el efecto que tengo sobre policías y criminales por igual. Por eso siempre gano.

    Lo que os voy a narrar, gentuza, pues si estáis leyendo esto es que sois gentuza, es la que fue mi misión más difícil. Uso un eufemismo, es cierto, porque para mí no hay nada difícil, pero digamos que fue mi misión menos fácil. Los cimientos de L.A. estuvieron a punto de colapsar como el antiguo Imperio Romano. Por suerte nunca duermo, y estuve atento a todo cuanto sucedía, atando cabos y haciendo pagar pena y retribución a aquellos lo suficientemente locos o ignorantes como para intentar joderme. Sólo los supervivientes pueden recordar mi nombre. Por eso sólo los que no me conocen se interponen en mi camino.

    1. El caso

    −Oh, Rhett, por favor… Hazme el amor otra vez

    La mujer sin nombre (es decir, tenía nombre, pero yo no lo recordaba), tumbada a mi lado, golosa como una gatita, acariciaba mi pecho, zalamera, en busca de más de lo que ya le había dado. Yo simplemente alargué la mano para coger el tabaco y el mechero, y me encendí un cigarrillo. No buscaba relajarme con ello. Rhett Murdock nunca se relaja. Simplemente quería dejar patente que la fiesta había terminado. Así es Rhett Murdock: sutil con las mujeres, brutal con los delincuentes.

    −No puedo, muñeca. El deber me llama.

    Ella gimoteó en señal de disgusto y se arremolinó aún más en mi pecho.

    −Pero Rhett… es noche cerrada y has estado trabajando todo el día… ¿cómo es posible que tengas que volver a trabajar?

    −He de sacar mi culo a la calle. El mal está al acecho, y no duerme. Como yo.

    −Rhett… hasta los policías necesitan dormir, descansar. Al acabar su jornada van a casa con su mujer, a vivir su propia vida.

    −Por eso el crimen no muere, porque esos débiles de voluntad, esos cobardes, van a casa a descansar con sus mujercitas.

    −El crimen seguirá ahí mañana, esperándote… ¿Qué cambia una sola noche?

    −Eres demasiado inocente para comprenderlo.

    Ella se levantó de la cama, tapándose con las sábanas, enfadada. Siempre se tapan cuando están enfadadas, como si minutos antes no las hubiera visto como Dios las trajo al mundo.

    −Si prefieres ir a trabajar de noche a las sucias calles, en vez de estar conmigo, es que eres un cretino. Todos los hombres de la ciudad se cortarían una mano por pasar una sola noche en mi cama.

    −En eso tienes razón, mujer −dije, incorporándome y poniéndome mi ropa.

    −Entonces quizás deberías irte de mi casa −sugirió, señalándome con el dedo en dirección a la puerta.

    −Eso pensaba hacer −dije, calzándome.

    −No te entiendo. Primero resuelves mi caso, me ayudas, me consuelas, me seduces, te acuestas conmigo… y ahora, ¿ya está? ¿Dices que tienes que volver al trabajo tras estar conmigo y punto?

    −Te equivocas, muñeca: en ningún momento he dejado de trabajar. Por cierto, arregla esto un poco. Cuando tu marido salga del trullo por la mañana querrá encontrar su casa y a su mujercita en buenas condiciones.

    −¡Eres un cerdo, Rhett Murdock! −y, presa de los nervios, agarró un cenicero de cristal que había sobre la mesilla y me lo arrojó a la cabeza, fallando por pocos centímetros. El cenicero se hizo añicos contra la pared. Por supuesto, no me aparté ni un milímetro. Rhett Murdock no se sobresalta por esas nimiedades. Ni por nada.

    Yo tomé mi arma y mi sombrero.

    −Mi secretaria hará efectivo el cheque mañana, en el banco. Ha sido un placer trabajar para usted… y cobrar por ello.

    Entonces, cuando abrí la puerta, dispuesto a marcharme, ella corrió tras de mí a cerrar, para no dejarme marchar. Sus emociones primarias la delataron, y pasó del enfado al deseo tan rápido como segundos antes lo había hecho al revés.

    −Oh Rhett, por favor… no te marches. No quería decir lo que dije. Discúlpame. Me hiciste enfadar. Pero por favor, no te vayas, Rhett −dijo agarrándome las solapas con ambas manos y apretando su rostro lloroso contra mi pecho−. Estoy enamorada de ti. Sí, lo sé… sólo te conozco desde hace dos días, pero ya estoy enamorada. Y sé que eres el hombre de mi vida. De la vida de cualquier mujer… Oh Rhett, no te vayas, dime que me amas como yo a ti…

    −Yo nunca miento, nena.

    Y me marché. Así dejé a aquella mujer, la señora Bryson, mi cliente, a cuyo marido investigué y descubrí pegándosela con una bailarina de variedades. A cuyo marido seguí y fotografié, y al cual tuve que romperle dos costillas cuando se encaró contra mí para hacerse el duro delante de su amiguita. Pero no debía de conocerme. No conocía a Rhett Murdock. Suerte que no le dejé lisiado de por vida. No sería el primero. Debería dar gracias al cielo porque sólo le detuviera y le hiciera pasar la noche en el talego. No creo que su amiguita le espere a la salida.

    En cuanto a su mujer, mi empleadora, en ningún momento tuvo alternativa. Tenía que caer presa de mi encanto, del encanto Murdock. Pasó lo que tenía que pasar, y como todas las demás, creyó que habría una historia tras ello. Ése es el efecto Murdock. Pero todas se equivocan. No soy amigo de historias. Rhett Murdock no fabula. No hay amor en mí, salvo para L.A. ¿Si me dio un poco de pena? Rhett Murdock no llora por nadie, ni mira nunca atrás. Debería felicitarse por haber pasado la noche conmigo. Seguro que hacía tiempo que no pasaba por su cama un hombre de verdad… si alguna vez lo había hecho.

    Tomé mi coche y circulé por las calles de L.A. Esas calles que tanto amaba, tan tranquilas a esas horas, cerca del amanecer. Esas calles llenas de glamour, de innovación y emprendimiento, de fortuna y gloria. Pero también llenas de ratas y detritus, de traficantes y ladrones, de auténticas miserias humanas. Aquellas calles que me vieran llegar a la ciudad, largos años atrás, para combatir por ellas, tan sólo armado con mi ingenio y mis puños. Y mi descomunal pistolón, por supuesto. Pero a mi fiel amigo de acero sólo lo saco a pasear cuando es realmente necesario. Normalmente duerme y sólo preciso de mi hombría. Dicen que el perro es el mejor amigo del hombre; pero se equivocan: el mejor amigo del hombre es una buena arma. Por lo menos para un hombre como yo. Y eso es un auténtico hombre.

    Llegué a la oficina cuando el sol asomaba ya por el horizonte. Aparqué, miré el buzón, donde sólo había tres o cuatro cartas, facturas seguramente, y subí las escaleras hasta el primer piso, donde se hallaba mi oficina. El letrero lo dejaba bien claro para quien quisiera entender: Rhett Murdock. Detective privado. Así, sin ambigüedades. Ése es el estilo Rhett Murdock.

    No había nadie a esas horas. Era demasiado temprano para que mi secretaria, Littleberry, hubiera aparecido moviendo su culo para contestar el correo y atender el teléfono o mecanografiar algún informe. De modo que yo mismo me hice el café, como me gusta: largo, negro, bien cargado, sin azúcar. Los hombres de verdad lo tomamos así. Nada de leche, crema, y esas chorradas. Me asomé a la ventana que daba a la avenida, levanté levemente la cortina veneciana y me encendí un cigarrillo. Desde allí podía contemplar, hasta el horizonte, la silueta de mi amada ciudad. L.A., ciudad de pecado y de redención. Donde diariamente viven y mueren miles… más de uno bajo mi sombra. Sorbí el amargo café y reflexioné un poco sobre aquella infeliz mascarada… No mucho, pues los tipos como yo no reflexionan demasiado, actúan. Pero sí un poco, pues eso nos diferencia de los animales, y de aquellos que no tienen moral.

    ¡Oh, L.A.! Por ti vivo, por ti muero. Sólo a ti debo amor eterno. Y ya está. Adoraba esos momentos de quietud. No porque no me guste la tensión, o la acción, pues eso es lo que les gusta a los hombres de verdad. Pero me gustaba ese particular momento de intimidad con mi chica, L.A., donde sentía que podía contarle todos mis secretos, mis pecados, mis anhelos, y ella en paridad me contaría los suyos. Sí… sabía que L.A. confiaba en mí. Yo era su fiel amante. Su sabueso. Sí, incluso eso diría: su perro. Un feroz perro guardián al que no quieres molestar, si lo que no quieres es morder el polvo, o recibir dentelladas de acero en forma de balas. Pero yo sabía también contenerme, y sabía también cuándo L.A. me acariciaba el lomo en señal de satisfacción, cuándo me dejaba dormir a su lado y soñar en su seno. Así era la relación entre L.A. y yo, pura fascinación mutua.

    Agoté el negro líquido, que, afortunado, resbaló por mi gaznate para calentar mi estómago, y acabé a lentas caladas el cigarro. Normalmente solía comenzar un nuevo día con un buen desayuno, de modo que me faltaba una copa de whisky. Acudí al mueble bar, siempre dispuesto para mí, tomé un vaso y una botella de triple destilado, y me serví generosamente el broncíneo líquido. Pero era muy tempano y el día podía hacerse largo… así que me serví otro. Puro reconstituyente.

    Poco después oí por la escalera y el descansillo los zapatos de tacón de mi secretaria, que al momento aparecía por la puerta. Como siempre, vestía falda de tubo, el pelo recogido, y un generoso escote. Tras unas graciosas gafas se ocultaban sus miopes ojos, con los que nunca hubiera acertado a redactar bien un informe a máquina. La despediría si no fuera porque a mí eso me importaba un bledo. No estábamos allí para hacer literatura.

    −Buenos días, jefe. Ha madrugado mucho hoy, ¿verdad? Espere un minuto, en seguida pongo la cafetera.

    −Buenas días. No se preocupe, ya la puse yo. Tómese un café tranquila, antes de ordenar todo. Es muy temprano para que llegue trabajo.

    −De acuerdo, gracias −dijo, quitándose el abrigo y colgándolo en el perchero. Acudió a la mesita donde estaba la cafetera y se sirvió uno largo, con leche y dos azucarillos. Lo removió rápidamente, con ese nervio que tan bien la definía−. Dígame, jefe… ¿una noche movidita? −insinuó, sonriendo, guiñando un ojo y con un tono de graciosilla que yo conocía muy bien.

    −Sólo otra noche de trabajo, ya me conoce.

    −¿Y ese trabajo tenía nombre, o era como todas las demás?

    −Sí… la Señora Bryson… no recuerdo su nombre de pila.

    −Caroline, se llama Caroline −recordó.

    −Bien por Caroline. Otro caso cerrado para mí.

    −Ah, jefe… Algún día tendrá que sentar la cabeza, ¿no le parece?

    −¿Sentar la cabeza?

    −Sí, ya sabe cómo va eso… Una linda esposa, una casita con jardín, una valla blanca, niños… Una vida normal.

    −No sea ridícula. Eso sólo son fantasías de novela rosa.

    −Jefe… Más de una y de dos querrían compartir esa vida con usted…

    −Ésas son las vidas de la gente que investigo a menudo. Y créame, no es todo tan bonito como lo pintan. No hay tanta felicidad tras esas apariencias.

    −¿Cómo lo sabe, si nunca lo ha probado?

    −¿No tiene trabajo, señorita Littleberry? −demasiado bien sabía yo por dónde iba.

    −Sí, jefe… −dijo resoplando y sentándose a su mesa, colocando sobres y papeles ante su máquina de escribir, y disponiéndose a comenzar la jornada−. Un nuevo día en la oficina del detective más canalla −añadió, socarrona.

    −No sea impertinente, señorita −dije, caminado hacia la puerta de mi despacho. Ya iba a cerrar la puerta, cuando me llamó de nuevo.

    −¡Jefe, espere! El correo.

    −No se preocupe, ya lo he cogido yo.

    −No, no, hay algo más aquí −dijo levantándose y acercándome un sobre marrón cerrado−. Lo metieron por debajo de la puerta anoche, justo antes de que me fuera. Sólo lleva su nombre.

    En efecto, en el sobre sólo estaba escrita la palabra Murdock. No era algo tan inusual, en mi oficina.

    −¿No vio quién lo dejó?

    −No, lo siento. Cuando abrí la puerta, quien fuera ya se había esfumado.

    −Está bien. Gracias, señorita. Vuelva al trabajo.

    Cerré tras de mí, me serví otro whisky para entonar, y me senté en mi sillón de piel, ante mi escritorio. Abrí uno a uno los sobres: notificación del Departamento de Policía, factura de la luz, carta de agradecimiento de una clienta satisfecha… lo de siempre. Finalmente, corté con mi abrecartas la solapa cerrada del sobre marrón y volqué el contenido sobre la mesa. Apenas había una foto de una muchacha, apenas una niña, tamaño cartera. Rebusqué en el sobre abierto para ver si algún folio o nota había quedado pegado dentro, pero nada. Entonces miré la foto más detenidamente.

    Era la foto de una cría de unos trece, quizá quince años, no más. Tenía el cabello castaño oscuro, casi negro, y lucía dos coletas a ambos lados de la cabeza, además de una dulce sonrisa de oreja a oreja. La foto no mostraba más de su cuerpo, pero por lo poco que se podía ver vestía una especie de mono azul marino, como los que a menudo llevan los niños, sujeto por tirantes. Tras ella apenas se veía nada, excepto un borroso salón con lo que parecía una chimenea. No parecía ser alguien que estuviera en peligro, o atrapada de algún modo. Sólo era una niña feliz en su casa, seguramente.

    Sin embargo, me di cuenta de una cosa que en un primer momento no vi: la foto estaba recortada. Algo o alguien había sido fotografiado junto a ella, y quien fuera lo había eliminado para que no se viera. Otra cosa más: en la parte de atrás de la foto, escrito en bella caligrafía de letras redondas, propias de una chica, se leía: Búsqueme.

    Salí de nuevo a la recepción en busca de mi secretaria, quien ya trabajaba con su gran y ruidosa máquina, pulsando las teclas con poca maña, oculta tras sus gafas de pasta.

    −Señorita… ¿seguro que no vio a nadie anoche, cuando dejaron el sobre? ¿No vio al menos si quien lo dejó era hombre o mujer?

    −No, jefe; no vi absolutamente a nadie.

    −¿No estarían aún los de la oficina de abajo, para que pudieran decirnos si vieron a alguien?

    −No, recuerdo que cuando me fui ellos ya se habían marchado y estaba oscuro. Pero si quiere bajo a preguntarles.

    −No… no se moleste. No será nada.

    −¿De qué se trata, jefe? ¿Qué había en el sobre?

    −Sólo esto −dije, mostrándole la foto.

    −Oh, vaya… es muy guapa. ¿quién es?

    −No tengo ni idea.

    −¿Será otro caso de desaparición? ¿Otra niña fugada de casa con algún chico malo?

    −Tampoco lo sé. Ni siquiera dice su nombre, o por dónde empezar a buscarla. Pero si fuera otro caso más de encontrar a la adolescente perdida hubieran venido aquí sus padres, a dar sus datos y contratar el caso, como siempre.

    −Cierto… ¿Quién será? Parece tan feliz en la foto…

    −Siempre lo parecen, señorita. Siempre lo parecen…

    −¿Y qué va a hacer, jefe?

    −Nada. Nada en absoluto. Yo trabajo por dinero, y aquí no hay ni siquiera un caso. Sólo una foto de alguien que no sé quién es, y sin que nadie nos haya pedido buscarla. Probablemente sólo se trate de una broma.

    −¿Una broma?

    −Puede ser. O alguna niñata haciendo de las suyas. En cualquier caso, no es asunto mío −dije, regresando a mi despacho−. Siga con lo suyo, señorita. No piense más en ello.

    Ya en mi despacho, acabando el whisky, seguí mirando detenidamente la foto, en busca de algún detalle que se me hubiera pasado por alto. Algo en el fondo de la imagen, alguna marca en la piel de la muchacha, algo en la escritura… Admito que aquello me había intrigado. Pero no sería la primera vez que algo de este tipo apareciera por mi oficina sin mayor explicación. Una vez incluso aparecieron dos zapatos en la puerta de la oficina, con el cartel adivine dónde estoy. La señorita Littleberry se asustó con aquello, pensó que era alguna clase de amenaza. Sin embargo, yo sabía muy bien que sólo debía de ser algún desgraciado en busca de cinco segundos de mi atención. También, por supuesto, llegaban por correo abundantes piezas de lencería con notas de agradecimiento y de amor de mis admiradoras. La señorita Littleberry, algo celosa, metía todo aquello en un cajón del archivador donde no viera más la luz.

    Pero aquella foto… Aquella palabra… Búsqueme. No parecía la clase de chiquilla, por la foto, que pareciera meterse en líos, o que pudiera estar en peligro. Pero los niños son algo especial, casi diría que son lo más valioso en una ciudad como L.A. Aún inocentes, siempre cuentan con mi ayuda si algo malo les pasa. No sé cuántas veces habría yo partido brazos, costillas, y cabezas, por no decir que reventado los huevos, a algún hijo de perra al que hubiera visto agrediendo, abusando, o propasándose con algún crío o cría, incluso aunque fuera su padre. Siempre se creen muy poderosos, hasta que yo me cruzo en su camino y les rompo los cojones; entonces aprenden humildad de forma instantánea, y a respetar lo más puro de una ciudad corrompida.

    Aunque lo más habitual en mi oficina, cuando me contrataban en casos relacionados con menores, era lo que había insinuado Littleberry: chicos huidos de casa por algún conflicto con sus padres, chicas en alguna escapada de amor con algún chico mayor que ellas. Solían ser casos fáciles; aparecían en dos días como mucho, y los padres, satisfechos, soltaban la pasta. Dinero fácil para mí. Pero aquella chica… era extraño, desde luego.

    Guardé la foto en mi cartera, por si luego me apetecía echarle otro vistazo, y me puse a revisar unas notas de la semana pasada sobre un caso aún en marcha, acerca de un tipo que había estado acosando a las vecinas de un barrio residencial cercano, asomándose por las ventanas de noche y ese tipo de cosas. Aquel caso lo haría gratis, por ser casi vecinas mías las implicadas, camareras en la cafetería cercana donde solía pasarme a media mañana, y porque siempre disfruto poniendo a esos putos pervertidos en su sitio. Apretarle las tuercas ya sería suficiente pago para mí, cuando lo cogiera in fraganti. Y no tardaría mucho. Prepárate, cabrón: tu némesis se acerca.

    Así fue pasando la mañana, más calurosa de lo habitual. Con mi ventilador de techo y la ventana abierta conseguía no romper a sudar. Y el whisky corriendo por mis venas, auténtica sangre de investigador, me hacía estar en sintonía con el medio. Ya se acercaba la hora de la comida, momento del descanso de la señorita Littleberry (que bajaba a la cafetería que mencioné antes), cuando sonó el interfono con su característico zumbido.

    −Señor Murdock −decía la voz de mi secretaria al otro lado del aparato−, una mujer quiere verle.

    −Hágala pasar −contesté.

    Segundos después Littleberry abrió la puerta, y acto seguido apareció el Diablo en persona. Una mujer, la más bella que yo hubiera visto (al menos ese mes, y estábamos a día ocho), con un despampanante vestido rojo de satén, unos larguísimos tacones, unas aún más largas piernas, un pequeño bolso negro y un elegante sombrero a juego, con una rejilla que le cubría parcialmente la cara, emergió por el umbral de la puerta, cruzando los límites del Cielo y el Infierno… y confundiendo mis sentidos.

    −Señorita. Váyase a comer −dije−. Puede dejarnos solos.

    −Como mande −contestó ella, esbozando una leve sonrisa de complicidad y cerrando la puerta tras de sí.

    Yo me levanté y me desplacé hasta la mitad de la habitación, donde aquella Venus se había detenido teatralmente, esperando a que yo, servicial, me acercara a darle la mano. No era la primera vez que bregaba yo con aquellas mujeres hieráticas y altivas, aunque ella creyera que era la primera.

    −Señora, soy el detective Murdock −dije, estrechando su mano y fingiendo no darme cuenta de que sus generosos senos estaban algo demasiado embutidos en un aún más generoso escote. Después de todo, mis sentidos no estaban tan confundidos. Ella me devolvió apenas unos dedos, entre frágiles y escrupulosos, cubiertos con un guante negro a juego con lo demás. Quería dejarme claro que para ella yo sólo era un gusano, alguien a su servicio.

    −Buenos días. Espero que no será muy tarde para mí, ¿verdad? −dijo, recalcando las palabras, y dejando claro el inmenso ego que portaba tan grácilmente como su sombrero. Yo ya la estaba calando.

    −Desde luego que no. Mi secretaria siempre va a comer antes que yo. Por favor, tome asiento. ¿Quiere que le sirva una copa?

    −Whisky solo −pronunciaron sus labios rojo fuego, a la vez que se sentaba ante el escritorio y practicaba un perfecto cruce de piernas, las cuales quedaron a la vista gracias a la larga raja de la falda, que casi llegaba a la cintura. Le serví el whisky y me senté en mi butaca, frente a ella. Puse la botella sobre la mesa.

    −Dígame, ¿en qué puedo ayudarla?

    Tomó el vaso y lo mató de un trago. Desenrosqué el tapón de nuevo y le serví otro. Ni siquiera se dignaba a mirarme directamente.

    −Ante todo, debo asegurarme de su discreción −dijo.

    −No la hay mayor, señora. Protegida ante la ley. Ni aunque me arrancaran las uñas diría nada sobre usted o su caso.

    Tomó el segundo vaso de whisky entre sus manos.

    −Debo advertirle de que soy una mujer muy poderosa… Quiero decir… mi marido lo es. Se trata de Oscar Warburton; presupongo que sabrá quién es.

    −Desde luego.

    −Si no, me habría equivocado de hombre.

    −Nunca lo hacen, señora. ¿O la llamo por su nombre de pila?

    −Para usted, señora. No sea insolente.

    −Warburton. Estrecho amigo del alcalde, del gobernador, y de cualquier político que haya en cincuenta millas a la redonda. Está metido en varios negocios de servicios y hostelería, tiene contratos con el sector público, energía, residuos, aguas, alcantarillado… Se rumorea que literalmente en todo lo que da dinero.

    −El mismo. Por eso entenderá lo delicado del asunto.

    −Entiendo que sea delicado, pero aún no sé cuál es el asunto.

    Durante toda esta conversación seguía mirando a un lado, sin que su mirada se cruzara con la mía en ningún momento, aunque yo no le quitaba ojo de encima. El vaso seguía en su mano.

    −Porque aún no se lo he contado −prosiguió−. Ni sé si debo.

    −Confíe en mí. Para mujeres como usted, soy como un médico.

    −Seguro que ellas dicen lo mismo.

    −Siempre.

    −Entonces le diré que no sabe ni la mitad del mal que me aqueja.

    −Llamaré entonces a un cura.

    −No se reprima. Pero antes deje que le muestre esto.

    Sacó de su pequeño bolso negro, donde no debían de caber muchos más secretos, una foto que puso sobre mi mesa. La tomé, la miré durante unos segundos, y volví a dejarla sobre la mesa.

    −Es bonita, y rubia, como usted.

    −También es mucho más joven.

    −Si va a llorar le traeré un pañuelo.

    −No se moleste, nunca lloro cuando llevo sombra de ojos.

    −Lo hará sólo en la bañera, entonces.

    −Con un buen whisky.

    Acto seguido se metió en las entrañas la segunda copa, de un trago. Yo envidié al amargo whisky.

    −Tengo casos como el suyo cada semana −expliqué−. Mariditos que están haciendo lo que no deberían. No se preocupe, yo…

    −No quiero que investigue los líos de faldas de mi marido −me paró en seco−. Yo ya los conozco. Desde hace tiempo.

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