Noche de calor
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About this ebook
Erin Mahoney no podía permitirse perder su empleo, pero trabajar día... y noche con Brady O'Keefe la estaba distrayendo demasiado. ¿Cómo podría concentrarse en las ruedas de prensa cuando lo único que podía hacer era fantasear con cálidos encuentros? ¿Qué daño podría hacer si le ofreciera una sola noche de sexo que los ayudara a quitarse todas aquellas fantasías de la cabeza sin ningún compromiso? Pero no podía imaginar lo atrayente que acabaría resultándole la idea de comprometerse con Brady...
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Book preview
Noche de calor - Donna Kauffman
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Donna Jean
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Noche de calor, n.º 1114 - octubre 2017
Título original: Heat of the Night
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises
Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-497-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciseis
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Capítulo Uno
Las esposas y la máscara de cuero se podían explicar de muchas maneras.
Bill Henley giró su silla y miró por la ventana. La niebla todavía envolvía las calles de Filadelfia, pero el alcalde Henley probablemente no pensaba en los atascos de tráfico y tampoco en si la niebla desaparecería antes de que dieran las nueve.
El detective Brady O´Keefe esperaba impacientemente a que Henley entendiera el asunto. El alcalde tenía razón sobre las esposas y la máscara de cuero. Pero el tutú rosa y el corpiño de satén que su amigo llevaba eran ya otro asunto. Por no mencionar el látigo de plumas. Brady pensó una vez más que era una lástima que el comisario estuviera en cama con gripe. Era él quien debería estar echando una mano a Henley con ese asunto para que Brady pudiera volver a ocuparse del último asesinato cometido en la ciudad.
Pasó un minuto antes de que Brady diera un suspiro y comenzara a hablar lentamente.
–Señor, hice lo que pude para evitar a la prensa, pero Sanderson es alguien muy conocido y…
Se detuvo, consciente de que no tenía por qué explicar detalladamente al alcalde el escándalo que iba a formarse cuando saliera en los periódicos. Y claro que iba a salir en los periódicos. Morton Sanderson era un importante empresario de Filadelfia y el principal apoyo de Henley para ser reelegido. También era una persona muy conservadora, que criticaba con dureza a los que no seguían su estricto código moral.
Eso hacía que el tutú rosa fuera algo bastante difícil de explicar.
–Bien, creo que ni usted ni nadie puede hacer que esto se olvide o quede tapado –concluyó Brady.
No era una persona a la que le gustara dar rodeos ni dar falsas esperanzas a nadie. Su oficio consistía precisamente en averiguar la verdad.
–Si le soy sincero, señor, tengo que volver a la comisaría. Tengo toda la mañana ocupada con entrevistas y no puedo perder el tiempo en quién va a escribir o en qué va a salir en los periódicos.
El alcalde volvió a girar la silla, con aspecto enfadado por la insubordinación del detective, pero pareció pensárselo mejor y su rostro adquirió una expresión extraña. Fue la tristeza sincera que apareció en sus ojos lo que hizo que Brady se controlara.
–Usted descubra quién está detrás de todo esto, O’Keefe. Yo me ocuparé de la prensa.
–Señor, no hay ningún indicio de que haya sido un complot. Por lo menos todavía.
–Sé que Mort trataba a mucha gente de manera equivocada, pero lo conoz… conocía mejor que la mayoría y sé que es imposible que muriera participando en una especie de escándalo sexual. Aquí hay algo más. Descubra la verdad, detective O´Keefe, y hágalo rápidamente.
–Sí, señor.
Henley se puso a hablar por teléfono antes de que a Brady le diera tiempo a salir por la puerta.
–Pero si le gusta o no lo que averigüe, no es asunto mío –murmuró para sí, ya en el vestíbulo.
Brady dejó la taza de café, ya fría, sobre la mesa. Sabía que era hora de irse a descansar. Cerró la carpeta donde había estado escribiendo y echó hacia atrás la silla.
–Me voy –dijo para sí.
Su compañero se había ido hacía bastante tiempo y el detective del turno de noche estaba ocupado y no le prestaba la más mínima atención. Por eso se quedaba hasta tarde con bastante frecuencia. Nadie lo presionaba, el teléfono no sonaba y podía trabajar a gusto. Además, cuando estaba ocupado con un caso, le gustaba trabajar en ello. Y en esa ciudad, siempre había algún caso por resolver.
–¿Está el detective O´Keefe?
Brady se volvió hacia la entrada.
–¿Quién quiere verlo?
El sargento Ross le hizo una seña.
–Una tal señora Mahoney está fuera. Dice que la envía el alcalde.
–No he recibido ninguna llamada de Henley.
A pesar de la respuesta, buscó en su mesa la libreta de mensajes que la secretaria le había llevado la última vez que había entrado. Había estado tan ocupado, que ni siquiera los había mirado. El de Henley era el sexto.
–Sí, tiene razón. Dígale que salgo en un minuto.
Se puso la chaqueta del traje, pero no se molestó en ponerse la corbata. Era tarde; estaba cansado y hambriento. Volvió a echar una ojeada al mensaje. Erin Mahoney. Esbozó una sonrisa extraña. Ese nombre le traía recuerdos. Y no buenos precisamente. Había conocido tiempo atrás a una Erin Mahoney, una mujer dos años más joven que él, pero que había hecho de su vida un infierno hasta el día en que se fue de la ciudad, al terminar el cuarto curso.
Se detuvo unos instantes, especulando sobre lo que habría sido de ella. Probablemente tendría un marido vendedor al que torturaría al tiempo que haría estragos en la asociación de padres de alumnos del colegio de sus hijos. Esa idea lo hizo sentirse mejor. Por lo menos, él tenía que tratar solo con asesinos y testigos poco generosos.
Todavía sonriendo, salió y se detuvo en seco. La mujer estaba de espaldas, pero tenía un aspecto espectacular. Alta, sensual y con el cabello de color castaño oscuro, llevaba un traje tan maravillosamente confeccionado, que deseó haber aceptado el trabajo que su tío Mike le había ofrecido en su sastrería en vez de haberse metido a policía once años antes. Una cinta métrica nunca habría sido tan bien aprovechada.
Pero su sonrisa desapareció cuando la mujer dejó de hablar con la recepcionista y lo miró.
–Terror Mahoney –murmuró para sí.
Pero el brillo que apareció en los ojos verdes de la mujer pareció indicar que había oído lo que él acababa de decir.
–¡Pero si es O´Keefe, el llorón! –exclamó ella, al ver que él fruncía el ceño–. Gracias, sargento Ross –se despidió, agachándose para agarrar su maletín.
A pesar de su sorpresa, o quizá por ella, el detective la siguió con la mirada y pensó en lo bien que sentaban unas medias negras sobre un par de buenas piernas.
La muchacha de las piernas bonitas se acercó a Brady y abrió la puerta por la que él había salido.
–¿Hay algún sitio donde podamos hablar a solas?
Su sonrisa dejó bien claro que sabía exactamente lo que él estaba mirando y que ella lo había planeado para que fuera así. Era como si la interrupción de aquellos veinte años no hubiera ocurrido nunca. Llevaba un minuto con él y Brady ya se había puesto a la defensiva. Sus armas habían cambiado un poco… bueno, mucho, pero seguían siendo igual de efectivas.
«Bueno», se dijo a sí mismo, ya no soy un enclenque de diez años». Y tampoco se creía ya el código de honor que decía que un hombre no podía ser duro con una mujer. Lo había dejado de creer la primera vez que una mujer lo había disparado. El arma de Erin, sin embargo, había sido siempre su boca.
–Me imagino que daría igual que le pidiera que aplazáramos esta conversación hasta mañana –dijo Brady–. Ya ha terminado mi jornada de trabajo –consultó el reloj.
–Ya sé que es tarde, pero he estado todo el día con el alcalde. Henley quiere que empiece a trabajar para él mañana por la mañana y necesito hablar con usted cuanto antes.
Brady dio un suspiro resignado y la condujo hacia su escritorio.
–Segunda mesa de la derecha.
–¿No hay nada más privado? Le tengo que hablar de algo… delicado.
La mujer olía bien. Demasiado bien. Por supuesto, no era una colonia de flores ligera, no. Terror Mahoney atrapaba a los hombres desde el principio con un aroma a canela y especias. Aunque cualquier cosa podría oler bien a Brady después de catorce horas aspirando el olor de café malo.
–Ha venido por el asesinato de Sanderson, ¿verdad?
–Sí. ¿Podemos hablar en algún lugar privado?
–Aquí todos conocen los detalles, señorita Mahoney.
–¿Primero soy Terror y ahora me llama señorita?
Brady esbozó una sonrisa fingida.
–Cuando la vi, me recordó a aquella chica que solía atormentarme de jovencito. Ahora, ya me he dado cuenta de que va a seguir atormentándome, pero he madurado –hizo un gesto–. Tome asiento.
La chica no frunció el ceño, sino que soltó una carcajada y lo miró de arriba abajo.
–Sí, ha madurado –miró su pecho y su rostro–. Y bastante bien, debo admitir. Además, es cierto, soy una señorita.
Brady maldijo para sus adentros. Estaba más fatigado de lo que suponía. Aunque pensó que había hecho un excelente trabajo al disimular que él también pensaba que ella había madurado bastante bien. Porque, por supuesto, se había dado cuenta de ello; solo un ciego no lo habría hecho. Pero por lo menos no se había delatado.
–Usted tampoco lo ha hecho muy mal.
Ella volvió a echarse a reír mientras se sentaba en la silla de metal. Cruzó una pierna sobre la otra y Brady habría tenido que ser un hombre mucho mejor de lo que era para no darse cuenta de que aquellas piernas no terminaban nunca.
Brady apartó la vista del traje verde de ella e hizo un esfuerzo para evitar ponerse a pensar en cómo se pegaba a su cuerpo. Él normalmente no se preocupaba por cómo le quedaba la ropa ni si le sentaba bien, pero de repente ella lo hizo sentirse mal vestido.
Se pasó la mano por la nunca y se sentó detrás de la mesa. Estaba ocupándose del asesinato más increíble de los últimos años, así que era el peor momento para que sus hormonas se pusieran rebeldes.
–¿Qué quiere saber el alcalde? –preguntó finalmente.
Trabajo, se dijo. Aquello no era nada más que trabajo. Debía ser breve, no