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Relatos improbables
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Relatos improbables

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Parece improbable descubrir la semblanza de un hombre sobre la piel de madera de una niña.
Visitar una casa de tejado rojo donde los espíritus moran.
O que en precario equilibrio sigan queriendo a Elvira.

Pero todo esto no es más que el juego de palabras que se puede descubrir en el interior de esta recopilación de historias; aventuras y viajes con la colorida variedad que otorga la explosión de la primavera.

Semblanza de un hombre improbable [Jilguero]
El círculo de plata [Miguel Ángel Maroto Vivo]
El botón del Apocalipsis [Elías Saavedra]
Te sigo queriendo, Elvira [Elísabeth Ortiz Moreno]
Donde moran los espíritus [Ángela Piñar]
Castigo divino [Acliamanta]
Bronco [Iliria]
Coleccionistas [Luz Armillas]
La huella del minutero [Jesús Carrasco]
Bolas de batería [Sabino Fernández Alonso (Ciro)]
La niña de madera [El fenicio Valentín]
Equilibrio precario [Ana Belén Ortiz Moreno]
Sabor a hiel [David Debén]
Ése será el día [Yolanda Galve]
Aquel último sábado [Javier Yuste]
Ascensión [Alfredo Ferrero Yanini]
La mujer del pelo rojo [Mario Meroño]
Love Me Tender [Ayala]
Manitú [Yolanda Boada Queralt]
Edén VII [Gisso]
La casa de tejas rojas [Ángel Cruz]
Juno es mi hijo [Ismael Manzanares]
¿Corre, dormutador, corre! [David Pascual González]
Ciclovía [Cristian G. González del Castillo]
El nombramiento [P. J. Martínez]
Cuando H encontró a O [Nelly]
Ábrete libro en primavera [Frigg]

LanguageEspañol
Release dateOct 19, 2017
ISBN9781370352654
Relatos improbables
Author

¡¡Ábrete libro

¡¡Ábrete libro!! es un foro en el que escribir sobre todo lo que se os ocurra referente a los libros que hayáis leído y sus autores.

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    Relatos improbables - ¡¡Ábrete libro

    Semblanza de un hombre improbable

    Jilguero

    (Extraído del libro Vidas de algunos escritores desaparecidos, de Lara Ripdek, ed. Lucerna, 2024)

    Sereno Williams, de nombre completo Sereno Canneo Williams Luna, nació en Ojo de Agua, México, el 13 de julio de 1954. Extraordinario polímata —yerbero, literato y librepensador—, autor del texto autobiográfico Diario de un hombre improbable y del tratado filosófico Cojera fingida de un animal desvalido, además de artífice de la teoría de las casualidades necesarias.

    Aunque resulte inverosímil, Sereno Williams nació con los ojos abiertos y una ramita de aguacate en la boca. Hechos fortuitos para la inmensa mayoría de la gente, casualidades necesarias para Sereno y los escasos seguidores de su fascinante pensamiento.

    Con nueve años recién cumplidos Sereno se preguntaba ya por las leyes que, disfrazadas de sucesos azarosos, rigen el destino de los hombres. Opinaba que haber nacido con los ojos abiertos y una rama de aguacate en la boca no había sido fruto del azar; o al menos, no fruto de lo que la gente común entiende por azar. Con la condescendencia que siempre lo caracterizó, en su diario nos saca de dudas narrando cómo estando ya su madre de parto, en una de las contracciones, un barquito de papel encalló en su mejilla derecha. Después de maldecir en verso, el pequeño trovador que lo tripulaba le pidió que abriera los ojos porque navegar en aquella mar revuelta a oscuras era una temeridad. La naturaleza intrínsecamente buena de Sereno le hizo abrir los ojos para evitar nuevos naufragios y, aunque la oscuridad se prolongó aún unas horas, sus ojos debieron actuar como eficaces faros: en el suelo del temazcal, al término del parto solo había un velero de papel arrugado al lado de la placenta. Un testimonio en apariencia apócrifo; una parábola de una hondura insospechada —incluso por el propio autor— cuando se conoce su singular vida y la fineza de su pensamiento.

    A pesar de que la tradición aconseje «hojear» a las futuras madres con el follaje del capulín, la comadrona que asistió a Trinidad Luna durante el parto tenía la costumbre de guiar el vapor hacia las parturientas agitando unas ramas de aguacate. Sereno comprendió que ese cambio había sido una eventualidad necesaria, pero no pudo evitar lamentarlo: «Haber nacido con una ramita de cerezo en la boca hubiera sido más poético y acorde con mi naturaleza», anota en el diario. Precisa además que, cuando estaba a punto de sacar la cabeza, la partera aceleró el ritmo y la intensidad de las sacudidas del aventador. Conducta que propició que un brote se desgajara y, por una de esas reglas aún ignotas del azar, se quedara atravesado en la entrada de la vagina. Una contingencia necesaria para que, en el momento de la expulsión, la ramita de aguacate se encajara entre los labios del neonato como si fuera el bocado de un caballo. Eso motivó, por otro lado, que Sereno naciera con un regustillo amargo a savia en la boca que le impediría luego adaptarse al sabor más suave del chupete convencional. De hecho, Sereno niño cogió la costumbre de calmar la inquietud de sus encías desdentadas mordisqueando los renuevos de una cualquiera de las muchas plantas a su alcance. Costumbre que desembocó en que se convirtiera en yerbero siguiendo los pasos de Guadalupe Luna y de su hija Trinidad Luna —madres solteras, ambas, que habían sacado adelante a sus respectivos retoños con las exiguas ganancias obtenidas del ejercicio de la curandería—. Aprovecho la irrupción no prevista de la abuela Guadalupe en esta semblanza para precisar que la anteposición del apellido Williams, al mucho más previsible de Luna, se lo debe Sereno a otro hecho en apariencia fortuito. La abuela afirmaba que, cuando cogió al recién nacido en brazos a la salida del temazcal, no necesitó mirarle la entrepierna para saber que era un varoncito porque olía a loción after shave Aqua Velva de Williams. Una insólita apreciación olfativa de la veterana yerbera que acabaría siendo profética, puesto que Sereno Williams Luna no perdió jamás su condición de imberbe.

    Además de con los ojos abiertos y una ramita de aguacate en la boca, Sereno nació con la sombra equivocada. Aunque eso lo descubriría pasados unos años, en la época en la que era ya un chamaco solitario y, corriendo un día detrás de su propia sombra, observó que esta era retaca y renqueaba —él era más bien larguirucho y caminaba a la perfección—. Concluir que aquella sombra no podía ser la suya fue algo inmediato, pero encontrarle una explicación le llevó más de una década. Una demora que terminó siendo providencial para el desarrollo de su teoría, pues la curiosidad y su profesión —como yerbero hacía a menudo excursiones campestres para recolectar plantas— le llevaron entretanto a hacer numerosas observaciones sobre el comportamiento de los animales con taras locomotrices. Descubrió, por ejemplo, que entre los especímenes con cojera algunos fingían: «Un engaño muy extendido entre las madres para desviar la atención de las crías y entre los machos jóvenes para calmar la cólera de los congéneres dominantes», anotaría Sereno. El resultado de sus pesquisas lo compendió de manera muy sui generis, al mismo tiempo que ilustrativa, creando un ser quimérico: un perro que simulaba ser cojo pero cuya sombra no cojeaba —embrión de su emblemática máxima «la sombra nunca miente»—. Lo llamó Babel para simbolizar la falta de entendimiento que a veces se produce entre un cuerpo y su sombra, discordancia de la que el propio autor se sabía un ejemplo paradigmático. Y con esa sagacidad tan suya, Sereno convirtió a ese farsante canino en el protagonista de un magno tratado sobre la inconsistencia de la sombra, titulado Cojera fingida de un animal desvalido. Por desgracia, esa obra, que podemos intuir revolucionaria y esclarecedora, a fecha de hoy sigue —al igual que su autor— en paradero desconocido.

    Durante esa «travesía por el desierto» —locución con la que Sereno Williams designa a esa etapa de su vida en la que aún ignora la causa de la cortedad y de la cojera de su sombra—, se gana la vida como yerbero. Su inquietud intelectual le lleva a leer los textos de Carl Gustav Jung, en los que aprende que el estudio de la «sombra» de la psique forma parte del proceso terapéutico de un psiquiatra. Sereno concluye que un yerbero puede hacer lo mismo con la sombra corporal y, pasado un tiempo, adquiere cierto renombre por los innovadores y certeros diagnósticos que realiza mediante el análisis de la sombra de sus pacientes. Sus tratamientos continúan siendo, en cambio, los clásicos basados en el uso de las plantas medicinales. Muchas de las anotaciones del diario son, por tanto, pragmáticas obleas sobre la calidad y virtudes sanadoras de las plantas que recolecta. Pero intercaladas entre ellas figuran anécdotas, ocurridas en sus escapadas botánicas, que ponen en evidencia su perspicacia. A modo de ejemplo, el encuentro ocurrido entre Sereno y un peregrino oriundo de Guanajuato que se dirigía a Roma con un guajalote a cuestas. Durante el trecho en que compartieron camino, el pavero le contó que se había enterado de la muerte del padrecito —en clara alusión al Papa Juan Pablo II— y llevaba su carga a Roma como prueba irrefutable de su santidad. Mantenía que su acompañante había nacido del huevo de una pava virgen gracias a que este había sido tocado por el Santo Padre. Afirmación que, según Sereno, tenía visos de ser cierta porque «la sombra nunca miente y la del guajalote era demasiado tenue».

    En la época en la que ya había dado con el quid de las anomalías de su sombra —detalle que, ya sea por olvido u omisión voluntaria, no figura en el diario—, anota dos citas que evidencian hasta qué punto le seguía turbando la incoherencia entre su cuerpo y su sombra. Una, del escritor Roberto Bolaño, la titula «Lucidez inmanente» y dice así: «No se puede vivir desesperado toda una vida, el cuerpo termina doblegándose, el dolor se vuelve insoportable y la lucidez se escapa a grandes chorros...». La otra, «Vértigo existencial», del científico y filósofo Blaise Pascal con un añadido suyo alusivo a la sombra, dice: «Cuando considero la corta duración de mi vida, absorbida en la eternidad precedente y siguiente, el pequeño espacio que ocupo e incluso que veo, abismado en la infinita inmensidad de los espacios que ignoro y que me ignoran, me espanto y me asombro de verme aquí y no allí..., y me espanto y me asombro de verme con esta sombra y no con la otra, con la mía.». Aunque de carácter retraído y solitario, Sereno Williams siempre fue una mente abierta al uso de cualquier medio nuevo de obtener información. No es extraño, pues, que después de las dos citas mencionadas Sereno comente un hallazgo efectuado en un foro literario de internautas. Un texto firmado casualmente con el seudónimo de Sereno Williams y en el que se narran las vicisitudes de un joven que se enamora de un cerezo —recordemos que una de sus frustraciones era no haber nacido con una rama de cerezo en la boca, árbol que consideraba más acorde a su naturaleza—. Sereno interpretó ambas coincidencias como nuevas casualidades necesarias que le marcaban el camino a seguir. De hecho, el nombre verdadero del autor del relato y su lugar de residencia figuran en la última anotación de su diario.

    Fruto de uno de esos sucesos mal llamados fortuitos, a finales de febrero de 2016 tuve la fortuna de encontrarme con Sereno Williams en el aeropuerto internacional de la Ciudad de México. Ambos nos disponíamos a viajar a España en el mismo vuelo y por razones que guardaban cierta semejanza. Él cruzaba el océano en busca del escritor aficionado que había utilizado su nombre como seudónimo. Yo volvía del estado de Sonora por ser allí donde se perdía el rastro del escritor Benno von Archimboldi. Estaba convencida de que detrás de ese personaje de Roberto Bolaño se ocultaba una persona de carne y hueso y pretendía encontrarlo para escribir «La» semblanza que por fin me sacara del anonimato. Regresaba con las manos vacías, o al menos eso era lo que pensaba hasta que en los paneles anunciaron el retraso del vuelo y, ante la necesidad de desahogar mi frustración con alguien, entablé conversación con mi compañero de asiento. Un hombre ya maduro, pero de rostro todavía imberbe, cuya altura y delgadez habían llamado mi atención. Para más inri, estaba hojeando un ejemplar de Algunos animales y plantas del litoral europeo que, como es sabido, fue el libro de cabecera de Benno niño.

    Entablamos conversación y, aunque al principio fui yo quien llevó las riendas de la charla, pasado un tiempo Sereno se volvió algo más locuaz. Tuve, con todo, la impresión de que no me hablaba a mí, sino que más bien mantenía un soliloquio. En cierto momento pareció entrar en un bucle, afirmando varias veces seguidas que la sombra nunca miente. Al escucharlo no pude evitar mirar mi propia sombra, tan alargada, tan de ciprés o de alga marina, tan ajena a mí misma... Cuando levanté la vista, descubrí que ahora era él quien observaba con extrañeza mi sombra. Luego ambos nos miramos a los ojos y sospecho que nos reconocimos. Digo sospecho porque lo que ocurrió a partir de ese instante no logro recordarlo. La última imagen que guardo de ese encuentro es la de Sereno Williams marchándose del aeropuerto —su viaje a España ya no tenía sentido— en compañía de una sombra más acorde con su estilizada figura y que caminaba sin dificultad. Este último detalle cobró especial relevancia cuando leí el cuaderno manuscrito que hallé en el bolsillo de mi maletín —por suerte, la editorial para la que trabajo aceptó su publicación bajo el título Diario de un hombre improbable—. Recuerdo también que noté por primera vez en mi boca ese saborcillo amargo que desde entonces me acompaña. Luego los altavoces anunciaron la pronta salida de mi vuelo y, al encaminarme hacia la puerta de embarque, me llevé la sorpresa de que mi sombra era mucho más menuda y además renqueaba.

    A modo de recapitulación mencionaré los sucesos más relevantes de esta semblanza, pero permitiéndome la licencia de rellenar ciertas lagunas con suposiciones mías. Según el diario que recibí a hurtadillas, Sereno Williams había nacido con los ojos abiertos, una ramita de aguacate en la boca y la sombra equivocada. Después de haber pasado unas horas con fuertes contracciones en el interior del temazcal, su madre lo parió la madrugada del 13 de julio de 1954. A pocos kilómetros de allí, en Coyoacán, ese mismo día y cabe suponer que a la misma hora, moría la pintora Frida Kahlo. Dicen los rumores que su muerte no fue del todo por causa natural y el amargor de mi boca me hace ser de la misma opinión. Cuando regresaba del desierto de Sonora coincidí en el aeropuerto con Sereno Williams. Me inclino a pensar que el encuentro fue una casualidad necesaria para que por fin él se pudiera liberar del vértigo de vivir con una sombra equivocada. Pero conseguir el mismo equilibrio que mi «hermano de natalicio» —yo nací también aquel 13 de julio— será en mi caso un afán mucho más improbable. La última frase del diario de la pintora mexicana, «Espero alegre la salida, y espero no volver jamás», me hace sospechar que mi espanto y mi asombro de verme aquí y no allí, con esta sombra y no con la otra —la mía—, no dejará de turbarme nunca. El azar propicia a veces confusiones fronterizas entre las sombras de quienes nacen y mueren a un mismo tiempo. Sereno Williams tuvo la suerte de que una casualidad necesaria posterior —nuestro encuentro en el aeropuerto— lograra devolverle la paz. Pero eso no bastará esta vez porque, mientras las sombras no sean capaces de traspasar por completo la frontera entre la vida y la muerte, lo que realmente yo necesito es una casualidad imposible.

    Nota de la autora: A pesar de mi amplia experiencia como biógrafa de escritores desaparecidos, reconozco mi perplejidad ante la singularidad de la vida y de la obra de Sereno Williams. No tengo ninguna duda de que nuestro encuentro en el aeropuerto no fue fortuito. En cambio, la autenticidad de los datos biográficos —tanto los extraídos del texto Diario de un hombre improbable como los obtenidos de nuestra charla— continúa siendo un interrogante abierto. Deseo, pues, disculparme por haber osado rellenar ciertas lagunas de esta biografía con suposiciones mías que me arrogan un protagonismo inmerecido e impropio. En mi defensa solo puedo alegar que lo he hecho con la única intención de darles a conocer un retrato lo más completo posible de este fascinante literato y librepensador mexicano.

    El círculo de plata

    Miguel Ángel Maroto Vivo

    «La tierra es redonda como una Esfera,

    y las aguas se adhieren a ella y se mantienen así

    merced a un equilibrio natural que no sufre variación alguna.»

    Muhammad al-Idrīsī, siglo XII

    Por fin, tras varios meses de sondeos infructuosos, lo habían detectado, o al menos así lo esperaba Jacob. Se había despertado al alba, nervioso, pensando que aquella mañana culminaría la empresa que había iniciado tantos años atrás. Sin embargo, aún permanecía tumbado sobre la cama, sin que se decidiera a levantarse, mientras contemplaba el grácil movimiento del visillo con cada ráfaga de brisa marina que penetraba por el balcón. La empresa fue ardua y aún recordaba, como si hubiera sido ayer, llamadas a cientos de puertas para recaudar fondos, cruzar otras tantas para reunirse con autoridades tediosas e ineptas, numerosos sobres cerrados entregados bajo mesas y los interminables impresos burocráticos rellenados. Pero todo aquello ya pasó y, en apenas una semana, a lo sumo dos, los trabajos de excavación terminarían, junto a las largas noches de insomnio y las reiteradas jaquecas. Entonces hallarían la pieza que tanto había anhelado, aquel círculo de plata que los historiadores daban por perdido tras la toma del palacio de los normandos por los rebeldes diez siglos atrás, el 9 de marzo de 1161.

    Jacob decidió levantarse cuando el sol ya se encontraba a medio camino de su cenit. Caminó hasta el escritorio, situado a la diestra de la cama, y se sentó frente a él. Después sacó el manuscrito del cajón, lo abrió con suma delicadeza y respiró hondo, permitiendo que el aroma que desprendía embriagara sus pulmones. Luego inició la lectura, abstrayéndose del mundo, como siempre le ocurría cuando lo tenía entre sus manos.

    El escrito de Rakin ibn al-Akadhib situaba el yacimiento en lo más alto de Yabal al-Mina, el monte que abrigaba Madīnat Sabtal. Jacob se desanimó la primera vez que lo leyó, hacía ya una década, pues la referencia era vaga, además de situar la ubicación del círculo de plata en una zona militar y, por tanto, restringida a los civiles. Aunque, si era cierto y conseguía encontrarlo, no solo hallaría una de las piezas más importantes de la cartografía universal, elevando a al-Idrisi al lugar que le correspondía, sino que, además, le daría esa fama que tanto necesitaba para conseguir con más facilidad esfuerzo patrocinadores para las siguientes excavaciones que iniciara.

    De repente, un golpe seco interrumpió la quietud de la habitación, sobresaltando a Jacob. El arqueólogo dirigió de inmediato la vista hacia el suelo y allí encontró el Libro de Roger abierto por su página central. Sin darse cuenta lo había deslizado con el codo hasta la esquina y, tras varios segundos suspendido, se había precipitado al vació. Jacob se inclinó, extendió el brazo y lo asió, colocándolo de nuevo en su sitio. Entonces, antes de continuar leyendo el manuscrito, sin saber muy bien por qué, cerró los ojos y deslizó las yemas de los dedos sobre la tapa, sintiendo las letras grabadas del título.

    Al-Idrisi abrió los ojos. Solo los había cerrado un instante. Solo uno. Mientras tomaba una bocanada de aire antes de entrar en la sala del trono. Siempre había sido un hombre tranquilo, sosegado, sin embargo, en el preciso momento que abrieron las puertas y resonó su nombre en aquella sala, un leve temblor recorrió su cuerpo. Calmó los nervios y comenzó a caminar sobre las majestuosas alfombras que cubrían el suelo de mármol. La corte lo observaba en silencio hasta que el joven y esbelto rey de Sicilia, Roger II, engalanado al estilo bizantino, se levantó de su trono para ir al encuentro de su invitado. De súbito, la serenidad que había reinado hasta entonces en la sala se desvaneció ante el tintineo de las perlas que colgaban sobre los hombros del monarca y el creciente murmullo de la corte.

    Salam aleikum, amigo mío —le saludo, mientras alzaba los brazos y le mostraba su sonrisa más afable.

    El ceutí tragó saliva, inclinó la cabeza y musitó un saludo cortes. Así permaneció unos segundos, sin saber muy bien cómo reaccionar ante el gesto del monarca, ya que no era propio de un rey ir al encuentro de su invitado. No obstante, ahí no finalizó la gesta, pues, acto seguido, el rey normando le aferró la mano con efusividad y le invitó a tomar asiento junto a él en el trono, una acción que avivó aún más los murmullos de la corte.  

    —Cuando tuvo a bien contestar mi misiva, debo confesarle, amigo mío, que mi alma se hinchó de júbilo. He leído sus escritos y conozco la gran reputación que han alcanzado entre los más reconocidos maestros musulmanes. Por ello, no creo que haya un hombre más capacitado para dirigir el proyecto que con tanta urgencia deseo emprender, pues sé bien que responderá con acierto a las dudas que surjan una vez iniciado el camino.  

    Su invitado asintió con humildad, dado que nunca había sido amigo de los halagos. Después, tras comprobar que el monarca deseaba una respuesta, dijo:

    —Vuestra majestad es generoso con mi persona, pero debo ser sincero ante vos, pues solo soy un hombre que describe sin dar repuesta a lo que ve.

    —Lo sé, amigo mío, y por esa razón se halla ante mí.  

    El monarca sabía bien lo que decía, ya que conocía a la perfección los tratados que el ceutí había redactado de joven describiendo con gran detalle la geografía física, económica y política de las tierras musulmanas

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