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Crónicas de Imaginadantia y otros relatos
Crónicas de Imaginadantia y otros relatos
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Crónicas de Imaginadantia y otros relatos

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About this ebook

¿Te imaginas una puerta flotando en el aire que te condujera a un lugar donde todo lo que evocas es real? Ese lugar se llama Imaginadantia. Y sí, existe gracias a ti.

En estas páginas encontrarás veinte historias de fantasía que cobrarán vida mediante tu imaginación. Extrañas criaturas y viajes a universos insospechados, brujos, hechizos, seres mitológicos y hasta guerreros pixelados. ¡Cualquier cosa será posible si cruzas la puerta de Imaginadantia!

Contiene los siguientes relatos:
Crónicas de Imaginadantia: la puerta [David Pascual González]
Apoteleo [Iliria]
Seikurd, el último gursmichk [Elísabeth Ortiz Moreno]
Una era de lobos [Berlín]
Nostalgia [Yolanda Galve]
Tras la ciudad de hierro [Nieves Muñoz de Lucas]
El jilguero de Sierva María [Jilguero]
Yo, preternatural [Yolanda Boada Queralt]
El ángel de piedra [Encarnita Fernández Pérez]
Los que andan por la tierra [Ana Belén Ortiz Moreno]
Argenis Prímula [Gavalia]
Marioneta de blanco [Alfredo Ferrero Yanini]
Rancojo y el castillo del no retorno [Elías Saavedra]
Nadie puede escapar de la muerte [P. J. Martínez]
La isla [Desierto (Alejandro Diego)]
Las flores del Lupanar de los Sueños [Gisso]
Martina y el roble [Cortés del Monte]
Cuento de hadas tradicional [Prisca Nerín]
El guerrero pixelado [Ismael Manzanares]
La sepulturera de la inocencia [Miguel Ángel Maroto]

LanguageEspañol
Release dateNov 15, 2017
ISBN9781370643141
Crónicas de Imaginadantia y otros relatos
Author

¡¡Ábrete libro

¡¡Ábrete libro!! es un foro en el que escribir sobre todo lo que se os ocurra referente a los libros que hayáis leído y sus autores.

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    Crónicas de Imaginadantia y otros relatos - ¡¡Ábrete libro

    Crónicas de Imaginadantia y otros relatos

    ¡¡Ábrete libro!!

    Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada, copiada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, óptico, informático, reprográfico, de grabación o de fotocopia, o cualquier medio por aparecer, sin el permiso expreso, escrito y previo del autor.

    Todos los derechos reservados.

    Copyright 2017 ©los respectivos autores

    Primera edición: 2017

    Diseño y foto de portada: Yolanda Galve © 2017

    Ilustración de portada: Yolanda Galve © 2017

    Edición a cargo de: Lucía Bartolomé

    Índice

    Crónicas de Imaginadantia: la puerta [David Pascual González]

    Apoteleo [Iliria]

    Seikurd, el último gursmichk [Elísabeth Ortiz Moreno]

    Una era de lobos [Berlín]

    Nostalgia [Yolanda Galve]

    Tras la ciudad de hierro [Nieves Muñoz de Lucas]

    El jilguero de Sierva María [Jilguero]

    Yo, preternatural [Yolanda Boada Queralt]

    El ángel de piedra [Encarnita Fernández Pérez]

    Los que andan por la tierra [Ana Belén Ortiz Moreno]

    Argenis Prímula [Gavalia]

    Marioneta de blanco [Alfredo Ferrero Yanini]

    Rancojo y el castillo del no retorno [Elías Saavedra]

    Nadie puede escapar de la muerte [P. J. Martínez]

    La isla [Desierto (Alejandro Diego)]

    Las flores del Lupanar de los Sueños [Gisso]

    Martina y el roble [Cortés del Monte]

    Cuento de hadas tradicional [Prisca Nerín]

    El guerrero pixelado [Ismael Manzanares]

    La sepulturera de la inocencia [Miguel Ángel Maroto]

    Agradecimientos

    A los foreros,

    por hacerlo posible

    Crónicas de Imaginadantia: la puerta

    David Pascual González

    Oscuridad. El Sol aparece por el horizonte y lo tiñe todo de naranja intenso. Luego tenderá al amarillo. Toca una ventana y la persiana de esta salta como un resorte. Luz. Un hombre se despereza bajo las sábanas. Se levanta. Es muy alto y muy arrugado. Su cabeza es desproporcionadamente grande y su cuello casi inexistente. Da la impresión de que aquella le salga de los hombros. Camina ligeramente encorvado. Es muy veloz para la fragilidad que transmite su aspecto. Se asea y se viste con un traje de rayas blancas y negras. Las rayas son curvas y desiguales, no siguen un patrón determinado. Además, se mueven, resultan hipnóticas. Desayuna. Sale al exterior y se despereza de nuevo. Mira hacia arriba y se extraña al no encontrar lo que busca. Otea los alrededores con ansiedad hasta que se detiene en un punto. Resopla aliviado. Entra en la casa y activa varios interruptores de palanca bastante voluminosos. Unos mecanismos en las vigas escupen vapor a presión y silban con violencia. Las vigas crujen y salen de la tierra despacio liberando la casa, que flota en el aire a medio metro del suelo. El hombre sale de nuevo al exterior, mira en la dirección en la que antes encontró lo que buscaba y rodea la casa para empujarla hacia allí.

    La profesora de matemáticas se pasea entre los pupitres dejando los exámenes encima de éstos. Algunas notas las dice en voz alta. Las más destacadas, no siempre por buenas.

    —Un dos con cuatro, Francisco. Hay que esforzarse más. Muy bien Noemí, un diez. Otra vez —dice.

    Noemí se sonroja y esconde la mirada. La profesora le pone la mano en el hombro, no es su intención incomodarla, pero cree que es bueno que sus compañeros vean en ella un ejemplo en el que fijarse.

    Terminan las clases. Noemí vive a un par de kilómetros de la escuela campo a través. Le gusta recorrer esos caminos. Algunos de ellos lo son porque ella pasa por allí todos los días, si no, serían más trigo, o más margaritas, o más amapolas. Camina casi con los ojos cerrados, mirando con la nariz, como los perros. Le gusta mirar así, puede ver cosas que los ojos no conocen, como la vanidad de las flores o el petricor, arrogancia de la lluvia que anuncia su llegada porque se sabe inexorable. También puede ver que algo no encaja. Se detiene, abre los ojos y mira alrededor por su derecha y luego por su izquierda. Ahí está. Pero no puede distinguir de qué se trata a tanta distancia, así que camina hacia allí, taciturna, moviendo la nariz. Parece una casa en medio de la nada. «¿De dónde habrá salido?», se pregunta. «¿Quién vivirá en ella?».

    El hombre deja de empujar la casa. Se asoma por el lateral y mira hacia arriba. Resopla. «Pensaba que no pararía nunca», piensa. Da unos pequeños empujones más hasta que está a su gusto y entra para activar los interruptores de nuevo. Las vigas penetran en el suelo anclándola. Coge una silla plegable y sale al exterior, la abre y se sienta. Se levanta, cierra la silla y entra en la casa. Al rato sale con un sillón que coloca en el mismo sitio. Se sienta. Se levanta de nuevo, coge el sillón y entra en la casa. Vuelve a salir con un tablón de madera de unos dos metros de largo que deja en el suelo. Mira a su alrededor buscando algo que no encuentra. Entra otra vez en la casa. Sale con unos ladrillos, hace cuatro columnas y pone la tabla encima a modo de mesa. Regresa al interior de la casa y sale con un colchón que acomoda encima de la tabla. Se tumba y se relaja. «Ahora, sí», piensa.

    —Hola —dice una voz.

    —¡¿Qué?! ¡¿Quién anda ahí?! —grita sobresaltado.

    —Me llamo Noemí. Su casa huele a coco. Se puede oler desde el camino —dice señalando.

    —Está hecha con cáscara de coco. Ahora lárgate de aquí, niña —dice el hombre con desdén tumbándose de nuevo.

    —Tengo quince años, ya no soy una niña.

    —Pues lárgate de aquí, mujer. Déjame descansar. Llevo horas empujando la casa, estoy exhausto.

    —¿Empujando la casa? ¿Así la ha traído hasta aquí? ¿Por qué?

    —Porque sí. ¿Te vas a ir?

    —Qué gracioso es usted —dice Noemí con una sonrisa inocente.

    —Gracioso. Soy gracioso —Gruñe el hombre entre dientes.

    —¿Y por qué no descansa dentro?

    —Porque tengo que vigilar la puerta. —La chica mira la puerta de la casa extrañada—. Esa puerta no. ¡Esa puerta! —sentencia el hombre señalando hacia arriba.

    Noemí mira sorprendida. Una puerta de madera muy vieja se suspende en el aire a diez metros del suelo. No tiene bisagras ni pomo.

    —¡Hala! —exclama maravillada—. ¿Adónde va?

    —Si prometes que después te vas a ir, te lo digo. —Ella asiente—. A Imaginadantia. Adiós.

    —¿Imaginadantia? ¿Qué lugar es ese?

    —Si contestas a una pregunta te lo digo: ¿Qué comen los perros?

    —¿Los perros?, pienso, supongo.

    —¿Quieres saber qué pienso? —La chica asiente con la cabeza—. Pues pienso que deberías irte... ¡y dejarme tranquilo! —grita el hombre. La cabeza le adquiere un tono rojo fuerte, parece que le vaya a estallar.

    Noemí se queda paralizada unos instantes hasta que estalla en carcajadas. Cuando para de reírse, mira al hombre con ternura y se marcha. La esperan en casa y ya se ha entretenido demasiado.

    Terminan las clases. Noemí coge un par de libros que utilizará para hacer un trabajo de redacción, una caja de metal con dulces caseros y se apresura a salir de allí.

    La casa de cáscara de coco se tambalea de un lado a otro. Se oyen ruidos de golpes que salen del interior. También se oye un motor. Y un martillo neumático. Y un grito de dolor. Y esparadrapo. Y más golpes. Algunas paredes se comban violentamente hacia el exterior dejando escapar chorros de humo y luego vuelven a su sitio. Poco a poco cambia de forma. Más ruidos. Más contorsiones. Una casa completamente distinta. De cáscaras de coco.

    El hombre sale al exterior jadeando. Tiene la ropa empapada en sudor. También la cabeza. Se desnuda en un lateral de la casa y acciona una manivela. Varios tubos con una ligera curvatura en la punta salen de la pared y giran sobre sí mismos repartiendo agua en espiral. Acciona otra manivela y el agua se convierte en espuma jabonosa. Se frota bien. De nuevo agua sola para aclararse. Cierra el agua y acciona una tercera manivela. Ahora soplan aire. El hombre abre los brazos y da vueltas sobre sí mismo. Cuando está seco, desconecta los tubos, se viste con un traje limpio igual que la anterior y se tumba en la cama visiblemente cansado.

    —Hola.

    —¡¿Pero qué...?! —exclama sobresaltado—. ¿Tú otra vez? ¿Se puede saber qué es lo que quieres?

    —Le he traído unos dulces —dice Noemí. Extiende los brazos con la caja.

    —¿Por qué no...? ¿Por qué...? —balbucea el hombre sin apartar la vista de la caja que la chica le ofrece—. ¿Unos dulces, dices?

    —De avellanas, vainilla y miel. Los he hecho yo.

    —¿Tú? Seguro que están malos —dice con desdén. La chica abre la caja, coge un dulce y lo muerde. El hombre retira la mirada—. ¡Quiero que te vayas! —refunfuña.

    —Bueno, si es lo que quiere... —dice ella con la boca llena. Apenas se la entiende.

    —Puedes dejar la caja si quieres —dice él de espaldas a la chica.

    —Podría dejarla —contesta ella con los carrillos. Habla como puede—. Si no los hubiese probado.

    El hombre mira por encima del hombro y farfulla de mala gana:

    —Está bien, puedes quedarte —dice. Se incorpora, se sienta en el borde de la cama y extiende los brazos—. Dámelos.

    —Se los doy si me contesta a una pregunta.

    —No, me los das porque dejo que te quedes —protesta—. Dámelos te digo.

    Noemí le da un buen bocado al dulce y lo saborea. El hombre aparta la mirada. Ella hace ruidos de placer. Él se tapa los oídos. Ella acerca la caja a su nariz y él intenta arrebatársela, pero Noemí es más rápida. El hombre la mira con el morro arrugado.

    —Está bien —refunfuña con resignación—. Una pregunta.

    —¿Qué es imaginadantia? —dice ella. El hombre se hace el remolón y Noemí introduce la mano en la caja—. Creo que cogeré otro.

    —¡¿Qué haces?! ¡Te los vas a comer todos!

    —Si no los quiere —dice ella masticando. Apenas se la entiende.

    —¡Vale, vale! Pero dame uno, por favor.

    Noemí le da un dulce, se sienta a su lado en la cama y durante un rato mastican sin hablar. Solo se miran. El hombre coge otro. Y otro. Y otro más.

    —Pues... sí que... están ricos —dice a carrillos llenos—. ¿Y dices... que... los has... hecho tú?

    —¿Le gustan?

    —Deliciosos. Deliciosos.

    —¿Se los va a comer todos? —dice Noemí.

    —Creía que los habías traído para mí. —Ella asiente—. Entonces yo decido cuando me los como. —Noemí sonríe con ternura—. Imaginadantia —dice el hombre limpiándose la boca con la manga. Coge otro dulce de la caja y lo sostiene frente a la chica—. Imagina que este dulce tiene ojos. —Noemí asiente con entusiasmo—. Ahora imagina que tiene brazos. Y piernas. Imagina también que te habla. ¿Lo has hecho? ¿Lo has imaginado? —Ella asiente de nuevo—. Si lo has imaginado, ya existe.

    —No lo entiendo.

    El hombre señala la puerta arriba, en el aire. Noemí se maravilla.

    —Cualquier cosa que hayas imaginado está ahí. Y lo que imagines, estará.

    Durante un buen rato, Noemí no deja de mirar la puerta con anhelo. El hombre come dulces sin parar.

    —¿Ha ido usted alguna vez? —dice ella.

    —Muchas.

    —¿Puedo ir yo?

    —No.

    —¿Por qué?

    —Porque no.

    —Eso no es una respuesta —dice Noemí indignada.

    —Pues yo creo que lo es. Y no puedes ir.

    —Pero usted va.

    —Cuando es necesario. Es mi trabajo —dice el hombre sin parar de comer.

    —¿Y cuándo es necesario? Creía que su trabajo era vigilar la puerta.

    —Haces muchas preguntas, jovencita. ¿Sabes contar? Porque yo sé contar y hace tiempo que has sobrepasado el límite de una.

    —No es justo. Usted sigue comiendo.

    —Los términos del acuerdo los has establecido tú. Y yo he cumplido mi parte. Tú, sin embargo, sigues aquí. Y sigues haciendo preguntas —dice el hombre. Ladea la caja de los dulces, ya vacía, le da unos golpecitos para despegar las migas de las paredes, las amontona en un rincón y se la lleva a la boca. Hecha la cabeza hacia atrás y deja caer las migas—. No hay más, puedes irte —gruñe con desdén dejando la caja en el regazo de la chica.

    —¿Por qué está ahí arriba?

    —Las puertas están donde están. Saber por qué está ahí arriba no te ayudará a cruzarla. ¿Tienes hora?

    —Sí —contesta ella confundida.

    —Pues yo no y sin embargo sé qué hora es. ¿Quieres saber qué hora es? —La chica se encoge de hombros y hace ademán de mirar el reloj en su muñeca—. Ese reloj no te lo dirá.

    —¿Por qué?

    —¡Porque es hora de que te vayas! —exclama con energía. Se tumba en la cama y se gira hacia el otro lado.

    Noemí está desconcertada. Pero en seguida se recompone y ríe a carcajadas. El hombre mueve la cabeza para mirarla.

    —¿Aún sigues aquí? —dice.

    —Es usted muy gracioso.

    —Pues no quiero ser «un hombre gracioso», quiero ser «un hombre solo». ¿Me ayudas?

    —¿Tampoco quiere ser «un hombre comiendo más dulces»?

    —¿De qué hablas?, se han acabado —dice él con desdén.

    —He imaginado una caja llena de los dulces que se acaba de comer. Ahora estará allí —dice señalando la puerta arriba.

    —Cualquiera puede imaginarlo —refunfuña.

    —Sí, cualquiera puede imaginar unos dulces con el aspecto que tenían los míos, pero solo yo conozco los ingredientes y la proporción de cada uno —dice Noemí. Mira de reojo al hombre—. La caja que he imaginado es de color marrón con lunares blancos. Podríamos ir a buscarla.

    —Podrías irte a tu casa.

    Después de una pausa, Noemí se levanta.

    —Pues si no quiere que vayamos a buscarlos, me marcho.

    El hombre se incorpora y se gira para comprobarlo. La sorpresa de su rostro da paso a la oportunidad. Ella, de espaldas a él, sonríe.

    Noemí cree que es suficiente, da media vuelta y regresa. Se oculta en la distancia para no ser descubierta. El hombre no está en la cama. La puerta de la casa se abre y sale de ella con una escalera de madera sencilla de un metro de altura. La apoya en el suelo debajo de la puerta de Imaginadantia y los largueros crecen y los peldaños se reproducen hasta alcanzarla. Sube por ella y cruza al otro lado. Noemí se acerca a la escalera, la agarra con firmeza y duda. Mira hacia arriba y sin darse cuenta tiene un pie en el primer escalón. El segundo pie sube al segundo escalón. El primer pie avanza al tercero... Está arriba. Empuja la puerta. Entra.

    Color. Rojo, naranja, amarillo, verde, azul, añil, violeta, rosa. Camina. El intenso aroma le hace entornar los ojos y respirar profundamente. Pero no los cierra, no esta vez. No quiere perder detalle de todo lo que ve. Nota un tirón en la muñeca izquierda, alguien intenta arrancarle el reloj.

    —¿Qué haces? —dice Noemí mientras retira el brazo en un acto reflejo. Se sorprende al ver quién quiere robarle—. ¿Eres un violín?

    —Sí, lo soy. ¿Por qué? ¿Acaso eres linonofóbica? —Ella frunce el ceño y niega con la cabeza—. ¿Xilofóbica? ¿Melofóbica? —Noemí se encoge de hombros—. ¿Me lo das? —dice. Forcejea con la chica para quitárselo de la muñeca.

    —No —contesta ella. Retira la mano y la correa se desprende de la caja—. ¡Me lo has roto!

    —¿Entonces ya no lo quieres? —dice el violín con tono suave.

    —¡Claro que sí! —contesta Noemí.

    —Lo necesito. ¿Por qué no me lo das?

    —Porque es mío.

    —Eso no es un motivo, si me lo das dejará de ser tuyo. Anda, dámelo.

    —No. ¿Por qué necesitas mi reloj?

    —Porque no tengo sentido del tiempo —Noemí se extraña—. Te haré una demostración. Interpretaré un tema que me gusta mucho: November, de Max Richter.

    El arco ataca con violencia las cuerdas y un ruido atronador de tan solo unos segundos obliga a Noemí a taparse los oídos.

    —¿Qué ha sido eso? —pregunta.

    —Te lo he dicho: November, de Max Richter. De principio a fin.

    —¿La has tocado entera?

    —Enterita. ¿Ves lo que te digo? Necesito tu reloj.

    —No es un reloj lo que necesitas —dice Noemí. Cierra los ojos, extiende una mano, se concentra y un metrónomo de madera aparece en ella—. Toma —dice. Pone el metrónomo en el suelo y lo hace funcionar—. Prueba con esto. Interprétala otra vez.

    El violín desconfía, nunca ha visto algo así y no sabe lo que es, pero alza el arco y este se desliza con suavidad por las cuerdas al ritmo marcado por el metrónomo. El violín se sorprende y se deja llevar. Las notas se abren paso por los oídos. Noemí tuerce la cabeza, le gusta lo que oye. Otros violines, violas y chelos se acercan y lo acompañan en la interpretación. Noemí se emociona. Guarda el reloj roto en el bolsillo, se despide con la mano y se marcha con la música de fondo. El violín sonríe agradecido. Y sigue interpretando.

    Noemí ve un río que serpentea a metro y medio del suelo. Se acerca, mete una mano en el agua y se la lleva a la boca. Está fresca. Y dulce. Se agacha para cruzar al otro lado por debajo. Puede ver martillos con ojos nadando corriente arriba. Un diminuto submarino va tras ellos disparando clavos. Al otro lado, una manada de elefantes de patas extraordinariamente largas y delgadas cruza delante de ella. Llevan edificaciones en sus lomos. Sigue caminando, el hombre no debe estar lejos. Cruza un camino de baldosas amarillas para llegar a una construcción, tal vez el hombre esté dentro. Una especie de oso erguido con aspecto de simio peludo, de un metro de altura, vigila una puerta. Sostiene un palo un poco más alto que él con una punta de lanza atada a un extremo. Le niega el paso. Ella intenta preguntar, pero no se entienden. El centinela se pone agresivo y Noemí retrocede y cae al suelo.

    —¿Necesitas ayuda? —dice una voz a su espalda.

    Noemí gira la cabeza con recelo. Un hombre joven le tiende una mano. Su aspecto es agradable. Viste un traje de dos piezas de color azul y beis, pero de patrón indefinido, cambiante: El pantalón es azul y se va tiñendo de beis de abajo arriba, mientras que la chaqueta es beis y se va tiñendo de azul de arriba abajo, ambos sincronizados. Cuando el proceso termina, el pantalón se vuelve azul de repente, la chaqueta beis, y comienza de nuevo.

    —Estoy buscando a un hombre —dice ella. Coge su mano y se levanta.

    —Pues no lo encontrarás ahí dentro, te lo aseguro. Vayámonos de aquí.

    —¿Cómo te llamas? —pregunta Noemí. Se sacude la ropa y caminan.

    —Onai. Eres nueva por aquí, ¿verdad?

    —Yo me llamo Noemí. Sí, soy nueva.

    —Encantado, Noemí. ¿Y cómo es ese hombre que buscas?

    Noemí le describe al hombre y le cuenta lo de la caja de dulces.

    —¿Una caja de dulces, dices? ¿La imaginaste en algún sitio en concreto, o solo la imaginaste?

    —Solo la imaginé —dice la chica.

    —Entonces debe estar en Dulceria. Aquí las cosas funcionan con cierta coherencia, ¿sabes? Si imaginas un pastel en tu mano, aparecerá ahí,

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