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Fiyi: Una novela
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Fiyi: Una novela

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About this ebook

Mientras los faraones del antiguo Egipto construyen sus poderosas pirámides y la civilización china evoluciona bajo la dinastía Shang, los aventureros marinos del sudeste asiático comienzan a establecerse en las lejanas islas del Pacífico Sur. El exótico archipiélago de Fiyi es uno de los últimos grupos insulares descubiertos y permanecerá oculto del mundo exterior durante muchos siglos. A mediados del siglo XIX, Fiyi se ha convertido en un crisol de caníbales, guerras entre tribus nativas, marineros, comerciantes, prostitutas, convictos fugados y todo tipo de extranjeros indeseables. Es en este ambiente hostil donde se encuentran una joven inglesa inocente y un aventurero mundano estadounidense. Susannah Drake, una misionera, cuestiona su llamado a difundir la Palabra de Dios cuando se debate entre su yo espiritual y sexual. A medida que sus deseos prohibidos se intensifican, recurre a las escrituras y la oración para anular los pensamientos pecaminosos, sin éxito. Nathan Johnson llega a intercambiar mosquetes con los fiyianos y de inmediato se encuentra en desacuerdo con Susannah. Ella lo desprecia por haberle presentado las armas del hombre blanco a la misma gente que está tratando de convertir y se compadece de ella por su ingenuidad. A pesar de sus diferencias, hay una química innegable entre ellos. Cuando sus vidas se ven amenazadas de repente por caníbales merodeadores, Susannah y Nathan se ven obligados a depender el uno del otro para su supervivencia.

LanguageEspañol
Release dateJan 30, 2018
ISBN9781547513031
Fiyi: Una novela

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    Fiyi - Lance Morcan

    Dedicado a la Amada Memoria de:

    Bernard George Morcan

    y

    Herbert George Fletcher

    Parte Uno

    ORILLAS DE CONFLICTO

    Prólogo

    Una doncella fiyiana se detuvo para recoger una concha mientras caminaba por la playa de arena blanca en Momi Bay, en el lado oeste de la isla principal de Fiyi de Viti Levu. Sina tenía una belleza natural isleña. Ágil y graciosa, su oscura piel brillaba en el sol tropical. Vestía una falda tradicional de hierba y un chal hecho de tapa, o tela de corteza.

    La playa estaba bordeada por una arboleda de palmeras y las aguas turquesas de la bahía. Aves tropicales llenaban el cielo, junto a ellos los martín pescadores que se zambullían en el mar, competían por pescado.

    A un extremo de la playa, un distintivo promontorio sobresalía hacia el Pacífico. Alojaba una aldea cuya entrada estaba marcada por fortificaciones defensivas en la forma de empalizadas de bambú. La aldea era hogar para los qopa, el mataqali o clan predominante de la región.

    Fuera de la bahía, pescadores qopas arponeaban peces y lanzaban redes desde sus canoas. Más allá de ellos, la espuma de oleaje marcaba el arrecife que rodeaba gran parte de Viti Levu. El constante sonido de olas rompiendo contra el arrecife era como el estallido de un trueno a la distancia. 

    Varios kilómetros más allá del arrecife, un barco navegaba, sus velas ondulaban mientras era empujado en dirección a la luz meridional. Sina y los otros aldeanos ponían poca atención a la embarcación; se habían acostumbrado a las llegadas y partidas de los barcos del hombre blanco.

    La doncella notó que las sombras se estaban alargando. Era momento de pensar en regresar a la aldea. Sonrió mientras niños ruidosos de la aldea jugaban en la orilla del agua salpicándose unos a otros, las blancas dentaduras brillaban contras su oscura piel. Como todos los niños fiyianos, parecía que vestían sonrisas permanentes.

    Sina se detuvo y recogió otra cocha, metiéndola en una bolsa de lino tejido que pendía de su hombro. Tarareando una tradicional canción de cuna, no notó a un alto y musculoso guerrero que la estaba observando impasiblemente desde las sombras de las palmeras. Inmóvil, el siniestro guerrero sostenía un mosquete en una mano. Solo sus ojos negros como el carbón se movían. Su rostro muy tatuado y con cicatrices de batalla aumentaba su aire de amenaza silente.

    Este era Rambuka, también conocido como el Marginado, el carismático líder de una tribu de caníbales temidos por los aldeanos de arriba debajo de la costa. Los ojos de Rambuka subconscientemente se ensanchaban mientras observaba a Sina. Le gustó lo que vio. Finalmente, se movió, deslizándose silenciosamente entre las palmeras como un espíritu mientras acechaba a su presa.

    Todavía cantando, Sina de inclinó para observar una concha inusual. Un repentino movimiento hacia ella llamó su atención y levantó la vista para ver a Rambuka corriendo hacia ella, con mosquete en mano. Ella lo reconoció inmediatamente. Gritando, giró para huir, pero apenas había dado un paso antes de que su agresor estuviera sobre ella, arrastrándola a los árboles. Sorprendidos por sus gritos, los niños corrieron hacia la aldea, gritando.

    Aterrada, Sina arremetió y se retorció, tratando de morder a su atacante. Rambuka la golpeó fuerte, momentáneamente aturdiéndola. Todo empezó a girar y Sina sintió como si fuera a desmayarse. Levantándola sin esfuerzo sobre su hombro, el Marginado empezó a correr tierra adentro.

    Detrás de ellos, guerreros qopa venían corriendo desde la aldea cercana, alertados por los gritos de los niños. La mayoría traía palos y lanzas, mientras que algunos tenían tomahawks que habían adquirido de los comerciantes blancos. Casi todos estaban tatuados de los brazos, piernas y torso. Los guerreros eran liderados por Joeli, hijo del jefe o ratu de la aldea.

    Un grande y poderoso hombre, los ojos orgullosos e inteligentes de Joeli eran pistas de su linaje real. Zarcillos de hueso pendiendo de sus orejas y un enorme e intricadamente tallado garrote de hueso de ballena colgaba de un cordón alrededor de su cintura, una docena de dientes humanos incrustados alrededor de su cabeza testimonio de cuantos hombres había matado en la batalla. Sin embargo, lo más llamativo era su enorme peinado. Casi medio metro de alto e incluso más ancho, estaba teñido de azul con rayas amarillas a través de él. El previo tratamiento con jugo de lima quemado aseguraría que permaneciera rígido en su lugar por unos cuantos días más, al menos.

    Algunos de los guerreros de Joeli usaban peinados igualmente llamativos, muchos teñidos con un brillante color y algunos incluso multicolores; varios los llevaban en formas geométricas mientras que el cabello teñido de anaranjado encima de un orgulloso guerrero era toda una circunferencia de casi dos metros. Tales extraños y maravillosos peinados podían ser vistos en los hombres a lo largo y ancho de Fiyi y eran usados como un símbolo de masculinidad y posición social.

    Los aterrorizados niños hablaban todos a la vez y señalaban hacia la playa. Joeli dirigió a sus guerreros hacia el lugar que lo niños habían indicado y había dos juegos de huellas que eran inmediatamente visibles en la arena. Volteó, su rostro adusto, hacia sus guerreros.

    —Solo pudo ser el Marginado, —él decretó.

    Un joven guerrero bien parecido con una distintiva marca de nacimiento en su frente y un estrafalario y geométrico peinado preguntó.

    —¿A quién se ha llevado? —Éste era Waisale, un amigo cercano de Joeli. Este último miró hacia abajo, evitando los ojos de su amigo. Sospechó que Rambuka había raptado a Sina, pero no quería decir mucho hasta que estuviera confirmado. Era conocimiento común que Waisale y Sina eran amantes. Un presentimiento vino repentinamente sobre Waisale mientras estudiaba las huellas que Rambuka y su prisionera habían dejado—. ¡Sina! —él murmuró. Sin otra palabra, Waisale corrió a toda velocidad hacia los cocoteros, siguiendo las huellas en el bosque tropical más allá. Los demás lo siguieron. 

    #

    La noche estaba aproximándose y Sina estaba cerca del cansancio cuando el Marginado finalmente dejó de correr, permitiéndole descansar brevemente y beber de una corriente poco profunda. Su trayectoria los había llevado a las colinas cubiertas de bosque por encima de Momi Bay.

    Raspones y moretones cubrían el rostro y cuerpo de Sina y hacía gestos de dolor mientras salpicaba agua sobre su rostro. Consciente de la reputación de Rambuka y sabiendo lo que el destino le deparaba, miró alrededor frenéticamente, su mente corría, desesperada por encontrar una manera de salir de su situación.

    Rambuka la tomó por el brazo. Sina se retrajo, pensó que sería violada. En lugar de ello, ella fue arrastrada al agua. Su corazón se hundió mientras el Marginado empezó a jalarla río arriba, sin dejar rastros para que nadie los siguiera. Se estaba dando cuenta que Rambuka no estaba simplemente intentando violarla, él la estaba secuestrando. Su piel se erizó ante el pensamiento.

    Medio kilómetro atrás, Joeli y sus guerreros siguieron sus huellas. Con la noche aproximándose, sabían que se les estaba acabando el tiempo. Waisale dirigía la persecución, desesperado por salvar a Sina. Sin embargo, como Rambuka lo había planeado, las huellas terminaban en el arroyo. En la luz que se desvanecía, Waisale corrió de arriba a abajo en la orilla, frustrado ante la escasez de señales a seguir.

    Joeli negó con su cabeza.

    —El Marginado está llevándola a la Tierra de la Lluvia Roja, —simplemente dijo. Su tono sugirió que la suerte estaba echada; ahora no había salvación para Sina. Joeli y los demás giraron y, renuentemente, empezaron a retirarse de regreso a la aldea.

    Waisale se quedó de pie detrás, mirando al este hacia las tierras altas en el interior. Sabía que la tierra que Joeli había referido yacía más allá de aquellas mismas tierras altas. No se sabía exactamente donde se escondían los marginados. Se movían constantemente, utilizando varias guaridas. En el pasado muchos grupos asaltados habían salido de Momi Bay para tratar de encontrar a sus enemigos, pero la tierra era accidentada y los marginados escondían bien sus rastros.

    El dolor y la ira se elevaban como la bilis en la garganta de Waisale. Juró que iría a la Tierra de la Lluvia Roja y rescataría a Sina. 

    1

    Tres meses después del rapto de Sina, los primeros rayos del sol tajaban las nubes, sirviendo de anuncio para el comienzo de un nuevo día para los ocupantes del asentamiento fiyiano de Levuka, en la pintoresca Ovalau Island, al este de la isla principal de Viti Levu. Las nubes y la opresiva humedad servían como recordatorio a los residentes de la isla de que la estación húmeda se acercaba.

    La capital de Fiyi de esos días estaba construida alrededor de un ocupado puerto que acomodaba naves marinas y artesanía indígena de todo tipo de descripción. A pesar de la temprana hora, el nivel de actividad en y fuera del agua inmediatamente significaba a los recién llegados que este era un asentamiento vivo y bullicioso.

    Varios carruajes llenos de visitantes europeos y sus equipajes ya estaban avanzando camino arriba, en medio de árboles alineados desde el muelle de Levuca hasta el pueblo. Los visitantes eran comerciantes de las dos naves recién llegadas a la orilla. A su paso, los pescadores serpenteaban hasta el paseo marítimo donde sus canoas los esperaban para llevarlos a las abundantes zonas de pesca más allá del arrecife que rodeaba su isla. Los pescadores saludaban a los visitantes con amplias sonrisas mientras los carruajes avanzaban.

    Los europeos eran casi tan numerosos en Levuka como los nativos locales. Incluían colonos, marineros, balleneros, aventureros, convictos fugitivos y una variedad de personajes coloridos, como era el caso de cualquier sitio en las islas del Pacífico Sur. Además, Levuka no sería un destino final. Más bien, serviría como base temporal para sus comercios o cualquier otra actividad hasta que las ganancias comenzaran a aparecer; inevitablemente lo harían.

    Pero el último día de octubre del año de 1848 las ganancias eran lo último en la mente de Susannah Drake de veintidós años. La joven inglesa, recién llegada a Levuka luego de un memorable viaje de seis meses desde Londres, había estado despierta casi toda la noche. Algo la hizo estar inquieta, pero no estaba segura de lo que se trataba.

    El sonido de los ronquidos de su padre a través de la delgada cortina de papel que separaba su habitación de la suya le recordaban dónde estaba: en una habitación doble de la cabaña situada en los espaciosos terrenos de la Estación Misionera Metodista Wesley de Levuka. La cabaña se encontraba en una elevación por encima del pueblo.

    Susannah hizo a un lado las cortinas y miró hacia afuera de la ventana de su habitación. Podía ver a los residentes del pueblo. Los mercaderes se preparaban para abrir sus tiendas; alistándose para otro día de comercio, y los juerguistas de la noche anterior se abrían camino de regreso a sus alojamientos, luciendo de alguna manera maltrechos.

    La joven se alejó de la ventana y sacó sus cansados miembros fuera de la cama. Se estiró, caminó hacia el tocador, se sentó y comenzó a cepillar su largo y rojo cabello. En la suave luz matinal, su cabello brillaba como oro, y enmarcaba un rostro que era angelical y determinado al mismo tiempo, e innegablemente hermoso; la modesta bata de noche que usaba no podía esconder su esculpida figura, pero su rasgo más sorprendente eran sus ojos color avellana, moteados y brillantes como diamantes.

    Mientras miraba su reflejo, Susannah se maravillaba de la cadena de eventos que la habían llevado hasta ese punto en su vida. Ella y su padre, el Reverendo Brian Drake, habían llegado a Fiyi como misioneros. Estaban en camino a Momi Bay, un asentamiento aislado en la costa oeste de Viti Levu, donde dirigirían una estación misionera.

    Sin una razón aparente, como siempre hacía, Susannah pensó de pronto en su difunta madre. Jeanette Drake había muerto cuando su hija tenía doce años, sin embargo, parecía que había sido el día anterior. Mientras que su muerte había sido dura para Susannah, sabía que había sido peor para su padre. Drake Padre había sido como un alma muerta desde la muerte de su querida esposa.

    Cuando el buen reverendo había anunciado a sus parroquianos hacía un año que había sido llamado a esparcir la palabra de Dios a los nativos de Fiyi, Susannah no había dudado en ofrecerse como voluntaria para acompañarlo. Mientras que ella, también, quería hacer un poco por la iglesia, no podía soportar el pensamiento de dejar a su padre viajar solo hasta la otra orilla del mundo. Él se había opuesto, al principio, pero Susannah finalmente lo consiguió, como siempre hacía.

    Susannah terminó de cepillar su cabello cuando tomó su copia de la Biblia King James y se dejó caer sobre la cama. Esta versión particular de escrituras había sido publicada en 1683. Estaba usada, habiendo llegado a ella desde su madre; quien la había recibido de su madre también.

    Como hacía a menudo, Susannah abrió la Biblia al azar y comenzó a leer en un punto cualquiera. En esta ocasión, se abrió en el Libro de los Jueces, capítulo 16, que describía el tumultuoso amor entre Sansón y Dalila.

    Al leer sobre los eventos que sucedieron a los amantes malditos, otras imágenes comenzaron a invadir la mente de Susannah. Pensó en el joven aparejador de cabellos dorados que había llamado su atención a bordo del barco en el viaje desde Inglaterra. Ágil y guapo, había intentado todo truco conocido por el hombre para llevarla a la cama. Ella se resistió, siendo una buena chica cristiana, pero ahora se preguntaba si había tomado la decisión adecuada. Por mucho que ella se esforzara, no podía olvidarlo, ni a él ni a su esculpido cuerpo.

    Eróticas imágenes venían a la mente de Susannah haciéndola entender lo que Dalila debió sentir al ser robada por Sansón; él la estaba llevando y ella no ponía resistencia.

    Susannah, inmediatamente se sintió culpable. En un intento por racionalizar sus sentimientos, llegó a la conclusión de que era la arrolladora masculinidad de hombres como Sansón y el rubio aparejador lo que la excitaban. Sin embargo, estaba aterrada por la intensidad de lo que sentía.

    En la rectoría de su padre en Londres, Susannah había tenido pretendientes por años. Todos eran buenos hombres temerosos de Dios y la mayoría habría sido un buen esposo y padre. El problema era que todos eran predecibles y aburridos. Ninguno de los pretendientes que habían gozado de la aprobación de Drake Padre tenían esa personalidad peligrosa que la atraía. Por mucho que odiara admitirlo, estaba atraída a hombres que eran la antítesis de su padre.

    Mientras Susannah continuaba leyendo, los pensamientos prohibidos regresaron. Esta vez eran más intensos y excitantes. Su pulso se aceleró y le costaba respirar mientras imaginaba fuertes manos acariciando su cuerpo. Sacudió su cabeza e intentó disipar la fantasía, pero ella estaba demasiado excitada para anularla.

    Sintiéndose más culpable que nunca, rezó a Dios para expulsar los pensamientos pecaminosos de su mente, en vano, fue inútil. Lo que sea que intentara, fallaba.

    Antes de que lo supiera, la fantasía se apoderó completamente de su mente. Susannah se imaginó acostada desnuda con Samson, o quizá era el mecánico, y lo sintió explorar su cuerpo desnudo. La fantasía era tan vívida que podía casi sentir sus labios sobre sus pechos y sus dedos entre sus piernas.

    Un repentino golpe en la puerta de su dormitorio sacudió a Susannah de su ensueño. Ella dejó caer su Biblia al suelo.

    —¿Estás vestida?

    Era su padre. Susannah había estado tan absorta que no se había dado cuenta que él había aparecido. Levantó su Biblia del suelo.

    —Si, Papá. Pasa.

    Drake Senior entró a la habitación. El clérigo convertido en misionero era de aspecto severo e intimidante como su hija encantadora. Alto y angular, parecía más un empresario fúnebre que un misionero. Sus penetrantes ojos se suavizaron al ver a su única hija leyendo la Biblia. Tan femenina y radiante era, que Susannah le recordaba a su esposa fallecida la cual también tenía una apariencia angelical.

    —Buenos días, querida, —él dijo afectuosamente.

    Suprimir su propia sexualidad y regresando a la mujer joven y formal que sabía que su padre esperaba que ella fuera, respondió brillantemente,

    —Buenos días, Papá.

    El buen Reverendo dio una rápida mirada por la ventana luego volteó hacia su hija.

    —Deberíamos dar gracias al Señor por este espléndido día.

    —Sí, Papá.

    Ambos se arrodillaron junto a la cama y empezaron a recitar el Padre Nuestro.

    —Padre Nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.

    Mientras ella rezaba, los pensamientos de Susannah empezaban a extraviarse una vez más. Las imágenes sexuales que la habían invadido minutos antes regresaron y empezaron a librar una batalla contra su yo espiritual. Temió que estuviera peleando una batalla perdida.

    #

    A menos de 500 metros de ahí, mientras Susannah y su padre rezaban, un joven estadounidense emergía de uno de los numerosos burdeles en la polvosa calle principal de Levuka.

    El aventurero Nathan Johnson era uno de los más interesantes personajes que pasaban por Levuka. Recién llegado después de tres meses de viaje desde su casa en el puerto de San Francisco, el joven estaba aquí para intercambiar mosquetes por los altamente preciados beche-de-mer o pepinos de mar de los fiyianos. Luego intentaría enviarlos a China donde los vendería a precios exorbitantes, para así aumentar su nada despreciable riqueza.

    Nathan se sentía considerablemente más viejo que sus 26 años. No era de extrañarse, se reprendió a sí mismo, pues acababa de pasar la noche apostando y bebiendo antes de dormirse en los brazos de una prostituta. Ahora de pie fuera del prostíbulo estudiando su reflejo en una ventana, no le gustaba lo que veía. Ojos rojos lo miraban y su largo y negro cabello enmarcaba su rostro, el cual, aunque innegablemente guapo, era paradójicamente joven y cansado del mundo al mismo tiempo.

    La juventud, él sabía, venía de su hermosa madre que había muerto a su nacimiento y cuyo rostro solo había visto en un retrato pintado; su cansancio del mundo venia de haber huido de su casa mientras era niño para escapar de un padre violento. Desde entonces, en el curso de viajar por el mundo, él ya había visto y hecho más que la mayoría de hombres en dos vidas.

    Sacudiendo su cabeza como para disipar los recuerdos dolorosos, Nathan empezó a caminar por la calle hacia la casa de huéspedes en donde se estaba quedando. Caminando, se encontró con que incluso este ligero esfuerzo lo hacía sudar profusamente, tal era la humedad. Alto y atlético, tenía el aspecto de alguien que sabía cuidarse a su mismo, y su ropa fina, aunque de alguna manera arrugada después de una noche en la ciudad, no dejaba duda que era un hombre de medios.

    Su corto viaje lo llevó a través de una variada colección de edificios destartalados que constituían el centro de la ciudad. Muchos eran establecimientos de bebida mientras otros servían como burdeles. Ahora estaban tranquilos, pero Nathan sabía que mientras el día progresaba ellos estarían haciendo un negocio alborotador.

    Acercándose a su casa de huéspedes, fue confrontado por dos marineros borrachos tambaleándose brazo a brazo hacia él. Ellos inmediatamente se hicieron a un lado para abrirle camino al imponente y de anchos hombros desconocido. Había algo acerca de él que les dijo que no dudaría en utilizar el cuchillo Bowie que descansaba en su funda sobre su cadera. Nathan los pasó sin interrumpir su zancada.

    La buena apariencia libertina de Nathan atrajo miradas de admiración de un grupo de tímidas chicas fiyianas sentadas a la sombra de un grupo de palmeras. Se reían y susurraban emocionadamente entre ellas. Ignorándolas, Nathan se detuvo para admirar el trabajo manual de un anciano fiyiano sentado con las piernas cruzadas, grabando un intrincado diseño en un trozo de kauri fiyiano.

    El anciano sonrió, revelando varios dientes perdidos.   

    —Bula, —él dijo, ofreciendo el tradicional saludo isleño.

    —Bula, —Nathan respondió fríamente. El joven estadounidense tenía poco tiempo para gente indígena y no tenía reparo en mostrar su desdén por ellos. En su experiencia, los nativos de cada tierra que había visitados eran malagradecidos con la prosperidad económica y las costumbres civilizadas que los europeos traían a sus costas. Era lo mismo con los nativos americanos en su tierra natal y estaba seguro de que los nativos de Fiyi no eran diferentes. Detrás de sus sonrisas acogedoras, él sentía resentimiento.

    A pesar de su inclinación, Nathan era lo suficientemente astuto para reconocer a los fiyianos, como a todos los isleños del Pacífico, era gente extremadamente ingeniosa. Colectivamente, habían explorado y asentado en gran parte del vasto Pacífico.

    Al mirar los ojos del anciano fiyiano, Nathan se recordó a sí mismo que estaba mirando el resultado final de miles de generaciones anteriores. Se preguntó que declaraba para ser famosos los antepasados que el viejo tenía.

    Mientras continuaba su camino, Nathan recordó lo que sabía acerca de Fiyi y sus vecinos del Mar del Sur. Durante el viaje fuera de San Francisco, él había tenido mucho tiempo para estudiar la historia de la región. Había aprendido que como los faraones del antiguo Egipto habían construido sus pirámides, y la civilización china se desarrolló bajo la Dinastía Shang, marineros aventureros del sureste de Asia empezaron a asentarse en las remotas islas del Pacífico Sur. Luego, varios siglos después, el archipiélago de Fiyi había sido descubierto y poblado. Compuesto por unas 300 islas extendidas a casi 16 kilómetros cuadrados de océano entre el Ecuador y el trópico de capricornio. Fiyi permaneció escondido del mundo exterior por siglos. Las sucesivas invasiones, primero por otros isleños y más recientemente por europeos habían cambiado todo eso.

    Nathan entendió que el descubrimiento del archipiélago por parte del explorador holandés Abel Tasman en 1643 había anunciado el principio del fin para Fiyi como los fiyianos lo sabían. Comerciantes y misioneros pronto lo siguieron y ahora los colonos estaban arribando.  Todo lo que había escuchado le dijo que el Fiyi del siglo XIX era un crisol de tribus en guerra, europeos aventureros, amotinados, convictos prófugos y toda clase de indeseables.

    El joven estadounidense era muy consciente de la reputación de Fiyi por ser un paraíso del Mar del Sur y un lugar donde un bonito centavo puede ser hecho. Ahora era el centro comercial del Pacífico Sur. Referidas varias veces como las Islas Feejee, las Islas Amigables y las Islas Caníbales, supuso que la última descripción era la más meritoria. Le habían contado que el canibalismo no era solo practicado por los feroces fiyianos, era común, como muchos hombres blancos y una ocasional mujer habían encontrado en su costa. No le había sorprendido descubrir que los fiyianos constantemente en guerra y derrotando enemigos, invariablemente terminara consignado a una olla, o en el mejor de los casos, a una vida entera de esclavitud.

    Comprender la sangrienta historia de Fiyi había convencido a Nathan de que su última empresa comercial no podía tener sino éxito. Sabía que estos nativos, como aquellos de Norteamérica, deseaban mosquetes. Había leído que cuando el mosquete fue introducido, no hace mucho tiempo, la naturaleza bélica en Fiyi había cambiado casi en una noche, como lo hizo en las cercanías de Nueva Zelanda y, de hecho, en su tierra natal. Rencores de siglos entre tribus que estaban siendo resueltas de una vez por todas, ya que aquellos que tenían mosquetes cobraron venganza sobre aquellos que no los tenían; escaramuzas en las que murieron unos cuantos guerreros murieron estaban siendo remplazadas por batallas a gran escala donde miles fueron asesinados.

    Al llegar a la bien presentada casa de huéspedes de la calle principal que servía como su hogar temporal, Nathan se apresuró a entrar ansioso por tomar una ducha y ponerse al día con algo de sueño necesario.

    2

    Al anochecer, Nathan salió de su casa de huéspedes sintiéndose de alguna manera refrescado. Lucía elegante en su atuendo, el cual incluía una camisa de muselina blanca metida en pantalones de algodón. El atuendo estaba complementado por botas de vestir a la moda que había adquirido en San Francisco.

    Deteniéndose fuera de su alojamiento, Nathan examinó sus alrededores. Sus asombrosos ojos azules, ya no rojos, no se perdieron nada. Notó que Levuka estaba empezando a cobrar vida, como lo hacía cada noche. Los bares y tabernas estaban ya llenas, y los hombres estaban empezando a hacer fila desvergonzadamente afuera de los burdeles. Levuka está en su mejor momento, reflexionó.

    Empezó a caminar por la calle, tuvo que rodear un gran cerdo enraizado en una pila de estiércol de caballo. Cerca de allí, los gallos se pavoneaban levantando pequeñas bocanadas de polvo mientras peleaban por los restos de comida que habían sido lanzados a la calle desde un establecimiento de comida.

    Nathan se detuvo brevemente para observar una pelea entre dos marineros que estaban tratando de golpearse a muerte uno contra otro. Estaban siendo animados por una pequeña multitud de hombres aullando por sangre. No había señal de ninguna aplicación de la ley. Nathan juzgo a Levuka para rivalizar con Kororareka, un asentamiento portuario en el extremo norte de Nueva Zelanda, como la mayoría de las ciudades sin ley que él había visitado. Como era su hábito, permitió que la palma de su mano derecha rozara el mango de su cuchillo Bowie. La sensación de esta contra su piel, junto con el conocimiento de que sabía cómo usarla para un efecto mortal, nunca dejó de traerle comodidad.

    El joven estadounidense estaba dirigiéndose al salón comunitario de Levuka, la sede de un baile muy comentado. Había escuchado que la noche sería la ocasión social del año. Sin rehuir a una buena fiesta, Nathan deseaba divertirse antes de dedicarse al serio y a menudo peligroso negocio del comercio de mosquetes.

    Aunque el sol casi había desaparecido, todavía estaba caliente y húmedo y Nathan estaba sudando en el momento en que llegó al salón. Situado en una ladera, tenía una espléndida vista de los mares. Música y risas venían del interior y un letrero de Bienvenidos colgaba sobre la entrada principal notificaba que Levuka y la isla de Ovalau daban la bienvenida a los comerciantes europeos, empresarios y colonos que habían empezado a llegar en multitud.

    Dentro, parejas bailando y músicos tocando una jiga irlandesa, mientras otros invitados estaban conversando y bebiendo en mesas de caballete colocadas alrededor de la pista de baile. Los invitados, que eran exclusivamente europeos, estaban siendo atendidos por sirvientes fiyianos. La iluminación era proporcionada por linternas colgando de las paredes y velas parpadeantes posadas en sus candelabros sobre cada mesa.

    Entre aquellos sentados, estaba Susannah Drake y su padre. En su inocencia, Susannah no era consciente de ello, como la mujer más hermosa del salón, estaba atrayendo miradas llenas de admiración de todos los solteros elegibles y también de algunos de los hombres casados.

    El Reverendo Drake, luciendo tan severo como siempre, no estaba muy impresionado por la atención que su hija estaba atrayendo de los hombres. Tampoco le impresionaba el baile, consideraba al pasatiempo demasiado promiscuo. Cuando una mesera fiyiana llegó a su mesa con una charola llena de bebidas alcohólicas, Drake Senior desdeñosamente le hizo señas para que se fuera, dejándola sin dudas de que consideraba los tragos un demonio. En lugar de ello, se inclinó y tomó dos vasos de jugo de piña de una mesa contigua, dándole uno a su hija.

    Susannah no compartía por completo las actitudes estrictas de su padre, pero lo amaba y lo respetaba, así que toleraba sus puritanas maneras. Siempre se sentía fuera de lugar en tales eventos y hubiera preferido una noche temprana, pero había acordado hacerle compañía a su padre. Él había insistido en que la salida le haría bien. La ironía estaba en que tampoco quería estar aquí; cada uno estaba aquí para complacer al otro.

    La joven mujer inglesa estaba sintiéndose aburrida. Inevitablemente, sus pensamientos perdidos, como lo hacía en momentos como este, en el rubio mecánico cuyas atenciones ella tenía, para su eterno arrepentimiento, desalentadas.

    Susannah

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