Discover millions of ebooks, audiobooks, and so much more with a free trial

Only $11.99/month after trial. Cancel anytime.

Krummville 50
Krummville 50
Krummville 50
Ebook168 pages2 hours

Krummville 50

Rating: 0 out of 5 stars

()

Read preview

About this ebook

Publicado recientemente por la Universidad Veracruzana en su colección Ficción, Krummville 50 es un libro salvaje, una crónica conmovedora que ofrece un guiño natural y franco a la profundidad y el misterio del sino humano.
Con su prosa espontánea, Jorge Córdova Monares logra interesar desde el principio al lector en una historia de ritmo impetuoso donde las drogas, el alcohol, el sexo homosexual y heterosexual, la soledad, el dolor y el caos existencial son los principales ingredientes, durante un recorrido vertiginoso por los laberintos de la locura y la miseria, tomando como modelo la novela norteamericana de carretera inaugurada por el estadounidense Jack Kerouac, paradigma de la generación "beat".
LanguageEspañol
Release dateNov 8, 2017
ISBN9786077605867
Krummville 50

Related to Krummville 50

Related ebooks

Literary Fiction For You

View More

Related articles

Reviews for Krummville 50

Rating: 0 out of 5 stars
0 ratings

0 ratings0 reviews

What did you think?

Tap to rate

Review must be at least 10 words

    Book preview

    Krummville 50 - Jorge Córdova Monares

    perfecto

    Agradecimientos

    César Sánchez, Diana Luz Sánchez, Evelia Arteaga, Patricia Maldonado, Arturo Morales, Lázaro Vergara, Arturo Ramírez, Francisco Núñez, Iván Hernández, Brenda Salcedo, Arturo Hernández, Guillermo Quintero, Omar Hernández, Gustavo Salas, Alfredo Alatorre, Catalina Córdova y Guadalupe Córdova. Porque cada uno, de algún modo, me ha ayudado a olvidarme de mí.

    …V iajaba en coche con mi padre y mi madre, íbamos por una carretera que se proyectaba furiosamente hacia adelante, hacia el horizonte, era una línea recta que partía en dos el atardecer en el desierto. El sol descendía como un inmenso globo rojo al lado derecho del camino… mi padre usaba unos guantes de piel con los dedos recortados y su determinación al volante me recordaba el perfil de un halcón. Los tres callábamos concentrados en un profundo no hacer, en una nitidez extraordinaria. Estábamos ligados en una misma respiración: ir …

    Era un momento en el que podía pasar cualquier cosa, como sufrir un accidente en el que perdiéramos la vida, pero no tenía importancia, por un momento nos pertenecíamos porque viajábamos así, callados. Una alegría silenciosa comenzó a crecer en mí y en el mismo instante alcancé a leer un viejo señalamiento de lámina, entonces desperté y pronuncié involuntariamente: Krummville 50

    Salgo del hotel a media tarde, cansado, sediento, no hay nada que pueda hacer, Sony, finalmente murió. Dejo las llaves en la recepción como si sólo fuera a dar un paseo, pero la verdad es que no voy a volver. Tarde o temprano alguien lo encontrará tumbado en la cama con sus ojos abiertos taladrando el techo. Cruzo las calles del centro sin darme cuenta, moviéndome en una extraña ausencia, puedo ver a las personas hablando entre sí, deteniéndose frente a los aparadores, comprando helados y galletitas, haciendo planes. Llego a rozar algún brazo por accidente, pero esto no me hace sentir incluido. Tengo la sospecha de que tras esta normalidad, cada una de estas personas, en silencio, en su interior, tiene miedo.

    Me siento lejos, me siento perdido. El reloj de la catedral marca las seis en punto y las campanas comienzan a gritar. Percibo orgánicamente el cambio que se está gestando en la tarde, soy como un animal que olfatea en el aire lo que se avecina. De pronto, un ligero dolor me recorre la nuca y enseguida sufro la sensación en mi estómago de una caída libre. Todo mi cuerpo se convierte en una onda de terror, un pánico injustificado y sin nombre que quebranta todo lo que es una certeza para mí. A partir de ese momento no existe comunicación posible con el entorno, no hay nada que me sostenga y todo, absolutamente todo, carece de valor. Empiezo a caminar más rápido y coloco las manos cubriéndome el esternón, camino y camino con la única idea de caer muerto de cansancio y así dormir hasta el amanecer, fuera de época, de lugar, de especie… Me dejo caer, cierro los ojos para llorar por dentro, para llorar en Venus y, estando ahí, pienso en mi amigo muriendo en la cama de un maldito hotel y veo claramente que algo ha comenzado a cambiar en mí.

    Necesito robar un auto. Camino con las manos en los bolsillos de la chaqueta y tengo la sensación de estar desconectado de todas las cosas que hacen funcionar a las personas. Soy un enfermo terminal ligado a la vida por una sonda fragilísima, un solo deseo, una inmóvil meseta apenas tocada por el viento. El caso es que haciéndome el listo como tantas otras veces, no me reconozco…

    En 1992 o 1993, los muchachos y yo concebimos la idea del terrible Museo Viviente, una suerte de laboratorio de síntesis de la experiencia, un espacio desde el que observábamos procesos, creábamos hipótesis y, finalmente, las comparábamos con los hechos. Se trataba de reunir acontecimientos que dieran cuenta del extrañísimo signo humano, la cosa es que pasábamos el tiempo buscando y relatando estas historias:

    Sony aparece después de dos días, tarde o temprano volvemos a los mismos caminos, El café de Otoño, el parque, el puente… son nuestros lugares. Sofía y yo estamos en el puente mirando la puesta de sol, el silencio es tan grande y conmovedor que creo estar muerto.

    —Cada día y cada noche alguien nace para la noche eterna.

    Las palabras de Sofía quedan ardiendo como brasas y mi cuerpo se estremece quemado por el poder que encierran. Entonces vemos a Sony subiendo las escaleras con las manos en los bolsillos de la chaqueta de piel y las gafas de sol escondiendo sus ojos pachecos; me siento espléndidamente, me siento bien porque una misteriosa noche está por comenzar. Nos saluda con un gesto y se recarga en el barandal a mirar el sol, el tráfico como un potente río, el conglomerado de edificios… nuestro mundo salvaje.

    —¿Qué hacemos? –pregunto, todavía ensimismado por el delicado momento que Sofía ha creado.

    —¿Qué quieren hacer? –dice Sony tamborileando con sus dedos en el tubo del pasamano.

    —No sé, algo –contesto.

    Sony voltea hacia Sofía y le pide las llaves de su auto.

    —¿Adónde vamos? –dice ella buscándolas en el bolsillo trasero de sus jeans. Nadie contesta, sólo se escucha el golpeteo metálico cuando se las entrega. Sony camina rumbo a las escaleras haciendo sonar las llaves entre sus manos, nosotros permanecemos quietos mirándonos sin saber si hemos sido invitados. Unos pasos antes de bajar se detiene y nos grita:

    —¿Vienen? –y vamos.

    Recorremos lentamente las calles de la colonia, fumando mota y sintiéndonos poca madre. Cómo me gustaría explicar… pensando, pensando que somos flores, pensando que somos un manantial primigenio del que emana todo, preguntas y respuestas, placeres, todo lo que no quiero ser, lo que no quiero vivir. Abro la ventana y el interior del auto se ventila con el sonido del mundo. Me doy cuenta que llevo años tratando de expresar lo que pasa en ese viento nocturno, en la multitud de lugares que puedo reinventar con su aroma, las palabras perdidas que transporta. Sé que algo grande está ocurriendo, dentro de mí, de mis amigos drogados, hermosos y extraviados.

    En la esquina toca el alto, nos detenemos. Algunas personas esperan de pie en la parada del camión. La publicidad en ambas vitrinas consiste en un gran cartel de un tipo pelado a rape con unas gafas redondas en las que se refleja una imagen indefinida que quizá sea el rostro de una chica. El tipo sonríe y estoy seguro de que tras los lentes su mirada cae directamente en mí. Unas letras amarillas y fuertes atraviesan el cartel de lado a lado: Asesinos por naturaleza. El mensaje me da vueltas en la mente y pienso si será posible que esté ahí para mí, para decirme algo. Después de verlo bien entiendo que se trata de una película de estreno. Sofía pone de nuevo el coche en marcha, nos dirigimos al garaje del Treblus para conseguir algo de mota en préstamo, y varios minutos después compruebo que sigo pensando en el posible significado de las palabras del cartel. Doblamos en la esquina de Monte Albán y Cumbres sin detenernos y un viejo Fermond nos alcanza en la defensa. Sofía recupera el control del coche con facilidad y continúa como si nada. El conductor del Fermond nos sigue por dos calles, nos empareja y grita:

    —¡Párate culera! –Sofía sonríe y pisa el acelerador, el tipo decide ligar su destino al nuestro y nos persigue a toda velocidad. Adelante, el semáforo cambia a rojo y veo el momento preciso en el que Sofía decide ganarle, hunde el pie hasta el fondo del acelerador y sujeta el volante firmemente. A unos cuantos metros, los otros autos comienzan a avanzar sin darse cuenta de que vamos hacia ellos como un proyectil. Cuando me preparo para recibir la embestida de una Cheyene. Sofía da un volantazo y frena. El Fermond pasa de largo y mientras damos vueltas como un trompo se escucha un tremendo sonido, súbito, seco y brutal, amalgama de todos los sonidos de la tragedia. El auto se detiene por fin cuando nos estrellamos contra un poste, y luego el silencio, como un dragón que lo devora todo. El pensamiento de lo que pudo ser y no es. El tiempo se colapsa y somos nosotros en el puente mirando la puesta de sol. Cada día y cada noche alguien nace para la noche eterna. El conductor, loco de rabia con su pendeja determinación de hacernos daño, el sujeto del cartel mirándome tras sus lentes con algún tipo de secreto, y nuevamente la puesta de sol en el puente. Sofía enciende el auto y salimos de ahí lo suficientemente tranquilos para ver a los automovilistas inconscientes o muertos atrapados por sus interiores de lujo.

    En nuestro recorrido, que parece un video en blanco y negro, veo al sujeto del Fermond con la cara salpicada de destellos de los que brotan lágrimas de sangre, pero lo que sí es loco es su incredulidad al ver las nuevas posibilidades de su vida. En la Cheyene hay dos personas posiblemente muertas y ese hecho forma también una perla más añadida al rosario kármico de aquel pobre hombre. Hacía tan sólo un momento su cara era una pira al rojo vivo clamando venganza y ahora da pena verlo como un chiquillo temeroso ante el monstruo que acaba de crear.

    Seguimos nuestro plan inicial y aunque logramos ponernos pachecos en el lugar del Treblus, aquello nos ha afectado. Muy en contra de lo que creen algunas personas, la vida nos importa, nos importa tanto. Estamos en el garage del Treblus escuchando viejas piezas de rock progresivo de los ochenta, pachecos y silenciosos. El Treblus es un músico alcohólico y cocainómano de unos cuarenta y cinco años, que intenta ensayar todos los días y todos los días se topa con muy poca fe de sus amigos, incluso de sí mismo. Hace algún tiempo tenía una banda y un especial talento, ¿qué pasó? Una noche se acostó de veinte años y despertó tal y como lo conocemos, ¡fuuuu! Él sigue esperando su gran oportunidad, es un ejemplo de una situación insostenible perpetuada hasta la locura. Además de eso tiene algunas otras manías inofensivas:

    —¡Hermano, es una niña!, ¡por Dios!, ¿cuántos años tiene?, ¿once?, ¿quizá doce?

    —No te saques de onda –contesta el Treblus con sus mandíbulas trabadas de coca–, no les hago daño, nomás me excito con ellas.

    Pues ahí estamos escuchando una tremenda pieza de Yes, Turn of the century, cada quien afectado a su modo por lo del choque. Siento la energía del Treblus enfocada en el piso del garaje y percibo su turbación. Dirijo mi atención al punto exacto que él observa, una pequeña mancha negra comienza a vibrar en el suelo y de pronto se expande tragándose el mosaico de golpe. Doy un salto saliendo del carril de atención que hemos generado. Busco a mis amigos pero ellos siguen en sus asuntos, en cambio el Treblus está realmente asustado. Miro de nuevo al piso, nada, ni rastro del agujero negro.

    —¡Finalmente llegaron! –dice el Treblus con sus ojos dementes–. ¿Viste lo que pasó?, ¿lo viste?

    —¿Qué pasó, eh? –contesto tratando de entender.

    —¡¿Lo viste?! –silencio–. ¡¿Lo viste, chingada madre?!, ¡contéstame!

    —Sí, sí lo vi, pero ¿qué fue eso?

    —Han estado hablándome, me han dicho que vendrían por mí. Finalmente rompieron la barrera del tiempo y el espacio…

    —¿De qué hablas, güey?, ¿hace cuánto que no duermes?

    El Treblus hace un largo silencio mientras husmea en el ambiente. Su expresión es de verdad preocupante. De pronto se pone de pie y nos echa de su casa agitando los brazos y su cabeza y todo el cuerpo como un esqueleto.

    —No hay nada que decir, mejor sería que se fueran, ¡vamos, salgan de aquí!

    Nos cierra la puerta en la cara y nos quedamos ahí, en medio de la noche viendo cómo se van apagando una a una las luces en la casa del Treblus. Los muchachos me miran esperando que les explique lo que ha pasado, pero es cierto, no hay nada que decir, sólo me encojo de hombros. Nos encontramos con un auto que no enciende más, no importa. Bajamos por una calle solitaria, son poco más de las once de la noche. Algunas casas están en penumbra y sólo se refleja la luz azulosa oscilante de la televisión. Imagino a las familias dormitando frente al aparato, a algún niño desvelado que se niega a dormir y eso me envuelve en esta espiral mía que tanto me domina, tengo por un momento, la misma sensación que albergaba cuando de pequeño miraba la televisión. Los comerciales de Ron Castillo o de Brandy Veterano, los de Western Airlines que era la aerolínea del momento, la programación nocturna de policíacos que entendía a medias: Kojac, Canon, Las calles de San Francisco… un sentimiento-recuerdo confuso y tal vez alimentado con fantasías de mi vida posterior. Es muy extraño escucharse hablar en el interior de la cabecita y reconocer la misma voz, la misma línea de pensamiento, la misma persona que hablaba conmigo cuando era niño. Es increíble darse cuenta lo poco que uno cambia con el tiempo. A los cinco años, hice el cálculo de la edad que tendría para el año 2000… tendría veintinueve años.

    Amanece. Los colores del día son tan intensos que me imagino conduciendo en

    Enjoying the preview?
    Page 1 of 1