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Una mujer en casa
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Ebook172 pages2 hours

Una mujer en casa

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About this ebook

Cuando Clint Whittfield volvió a su casa de Texas después de dos años de ausencia, no esperaba encontrar una bella pelirroja en su cocina.
Después de sufrir una tragedia, Clint solo deseaba un poco de soledad, pero lo que encontró fue a Regina Flynn, una mujer llena de carácter que se había encargado, por propia voluntad, de cuidar la casa de Whittfield. Clint se veía incapaz de dejarla marchar; Regina era la primera mujer que conseguía volver a despertar su alma. Regina no había previsto el regreso de Whittfield y, mucho menos, la atracción que iba a surgir entre ellos. ¿Podría esperar de él algo más que pasión?
LanguageEspañol
Release dateFeb 1, 2018
ISBN9788491707530
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    Una mujer en casa - Ashley Summers

    Editado por Harlequin Ibérica.

    Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    © 2001 Faye Ashley

    © 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Una mujer en casa, n.º 1108 - febrero 2018

    Título original: Beauty in His Bedroom

    Publicada originalmente por Silhouette® Books.

    Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

    ® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

    ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

    I.S.B.N.: 978-84-9170-753-0

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Portadilla

    Créditos

    Índice

    Capítulo Uno

    Capítulo Dos

    Capítulo Tres

    Capítulo Cuatro

    Capítulo Cinco

    Capítulo Seis

    Capítulo Siete

    Capítulo Ocho

    Capítulo Nueve

    Capítulo Diez

    Capítulo Once

    Capítulo Doce

    Si te ha gustado este libro…

    Capítulo Uno

    Regina Flynn puso el pie en el elegante vestíbulo de la casa con algo absurdamente parecido al miedo. Como empleada de la Agencia Lamar de servicios de seguridad y mantenimiento domésticos, estaba plenamente justificada su presencia en aquella casa deshabitada. Pero lo que su razón le decía no convencía a sus oídos, sobresaltados por el repiqueteo de los tacones en el suelo ajedrezado de mármol blanco y negro, ni a su corazón, que latía aceleradamente.

    Regina no dio un solo paso más. Se detuvo, estrechando la pequeña maceta de violeta africana que traía contra el pecho, como si fuera su talismán. Tenía frío, en pleno mes de agosto texano. Cerró la puerta y se recostó contra ella. Dio un hondo suspiro.

    –Lo he hecho –murmuró–. He robado una casa.

    De inmediato sacudió la cabeza, rechazando tan ridícula versión de los hechos. ¡La subdirectora regional de Lamar no robaba casas! Su área de responsabilidad era precisamente la zona norte de la ciudad de Houston y la magnífica casa en la que se encontraba, propiedad de un cliente, un tal Clint Whitfield, formaba parte de su cartera profesional.

    –Lo único que has hecho –se corrigió con suma precisión– es asignarle un cuidador residente a la casa. Estás autorizada para hacerlo. Lo único que sucede es que tú eres la cuidadora.

    Molesta consigo misma por aquella hiperactividad de su conciencia, Regina buscó a tientas el interruptor. En la penumbra del crepúsculo, las cajas que contenían sus escasas pertenencias formaban un montoncito penoso, pero, una vez encendida la magnífica araña, aún parecían más deplorables. Seis cajas de cartón no demasiado grandes. No era gran cosa para veintinueve años de existencia.

    Al verse la cara de desolación en un espejo de la pared, Regina se apartó los rizos de la cara.

    –Flynn, eres un desastre –le dijo al reflejo de ojos verdes y pelo cobrizo. Y su voz resonó por toda la casa.

    Enarcó las cajas y avanzó entre los muebles enfundados. El aire acondicionado funcionaba durante los meses de calor, para combatir la humedad de Houston, incluso con la casa vacía. Regina se amonestó por pusilánime: esa corriente helada y silenciosa, en contraste con el calor del pleno verano, era la que le había puesto la carne de gallina, y no los espíritus tutelares de la casa.

    Se detuvo bajo un elevado arco, que daba acceso al mayor espacio de la casa, amplio y luminoso, que comprendía las zonas de almacenamiento, cocina, comedor de diario y comedor de invitados, separado del cuarto de estar y el invernadero por una pared de cristal. Aun sintiéndose un poco ridícula al traer una cosita tan modesta a un entorno tan opulento, Regina avanzó hasta la ventana de la cocina y, con mucho cuidado, colocó el pequeño tiesto azul centrado con toda exactitud y, ¡oh, magia!, la plantita se fundió con el emplazamiento.

    –Como nacida en el propio castillo –bromeó, dándole unos toquecitos a las velludas hojas–. Tú eres lo que le estaba haciendo falta a esta casa.

    Pulsó un nuevo interruptor y se quedó sin aliento ante la belleza revelada por la suave iluminación. Clint Whitfield había creado algo fuera de lo corriente. ¿Por qué lo habría dejado luego abandonado tanto tiempo? No tenía forma de responder a esa pregunta, que ya se había planteado más de una vez. No conocía al señor Whitfield, porque ella trabajaba en otro departamento cuando él se puso en contacto con la agencia. Al ascender, se hizo cargo de ese cliente, entre otros muchos, y había hecho varias visitas a la encantadora casa de las columnas blancas, cumpliendo su obligación de supervisar las intervenciones de los jardineros y las limpiadoras.

    Con el paso de los meses y después de los años, Regina experimentó un fuerte sentimiento de desaprobación por la situación de abandono de la casa, con el dueño permanentemente fuera del país. Naturalmente, se guardó su opinión y siguió cumpliendo sus obligaciones.

    Hasta que se quemó su casa.

    El único hogar que Regina había conocido, donde habían vivido siempre su hermanita y ella, primero con su madre y luego solas, ardió, con todo lo que poseían. Hacía ya tres meses y su corazón seguía oprimiéndose cada vez que lo recordaba. El único consuelo era que la niña no había visto nada: estaba en el colegio, interna. El colegio para niños con necesidades especiales, que se llevaba una parte tan considerable de los ingresos de Regina, le había ahorrado a Katie un buen disgusto, aunque, al enterarse la chiquilla, tan impresionable a sus quince años como un niño de seis, había llorado por su pérdida. Y Regina había llorado con ella. Después, como siempre, se secó las lágrimas y, con ánimo firme, empezó a reconstruir sus vidas.

    No era fácil, a pesar del excelente sueldo que Lamar le pagaba. Seguir pagando la mensualidad del colegio no le dejaba a Regina más que dinero suficiente para alquilar un estudio más bien sórdido, si quería ahorrar algo.

    Y, entre tanto, ahí seguía la bellísima casa de Clint Whitfield, completamente equipada, echándose a perder poco a poco, mientras él zascandileaba por África.

    Regina suspiró. Antes del incendio, la indiferencia del señor Whitfield era irritante, pero, después, se había convertido en una injuria. ¡Ser dueño de semejante tesoro y no cuidar de él lo más mínimo!

    Se dijo que seguramente habría circunstancias que lo explicaran. Pero, por esas fechas, el cliente envió a la agencia la orden de renovación del contrato por un año más y Regina, tras breve pero intensa deliberación, tomó una decisión. Dada la prolongada ausencia del señor Whitfield, estaba claro que su casa necesitaba un cuidador residente. Y, si ella se ofrecía a desempeñar esa tarea, los dos verían resueltas sus respectivas dificultades.

    Hizo las cosas como es debido. Le comunicó por escrito la medida que la agencia iba a adoptar, pero transcurrieron dos semanas sin recibir noticias de él, que era lo habitual, por otra parte. Lo único que se realizaba a fecha fija y con diligencia era la renovación anual, con el consiguiente pago por talón. Las demás comunicaciones eran escasas e imprevisibles.

    «Así que decidiste acallar tus últimos escrúpulos y mudarte».

    No quería hacerse reproches, así que se dedicó a observar a placer su nueva residencia. Lo sorprendente de la casa era que, estando totalmente amueblada y decorada, no había en ella ni un cuadro ni una fotografía. El señor Whitfield era una persona rara, de la que Regina no disponía de más datos que los que figuraban en su ficha de cliente. La verdad, tampoco era el único lo bastante adinerado como para cambiar de mansión como quien cambia de sábanas.

    Seguro que de mujeres, también. Regina se encogió de hombros. Sabía que no estaba casado, porque eso era lo que figuraba en la ficha, pero lo principal acerca del señor Whitfield era su planificación anual. Y él acababa de renovar el contrato con Lamar por un año.

    Resuelta al fin a sentirse lo más cómoda posible, Regina se quitó las horquillas y se pasó los dedos por el cabello, ahuecando sus rizos. Ya estaba bien de agobiarse. En cuanto Whitfield notificara a la agencia que pensaba volver a ocupar su casa, ella empaquetaría sus seis cajas de nuevo y saldría disparada de allí. Entre tanto, se consideraría…

    –En casa –dijo, en un susurro, que se convirtió a continuación en un tono alto y claro–. Estoy en casa.

    Eran las ocho de una hermosa tarde de septiembre cuando Clint Whitfield llegaba de vuelta a casa. No estaba haciendo precisamente lo que le pedía el cuerpo, pero no iba a pasar más que una noche en la ciudad y le parecía absurdo ir a un hotel. Aparcó el coche de alquiler que conducía en la parte enlosada del jardín, pero no se bajó de él.

    Era justamente la hora de uno de los extraordinarios atardeceres que de vez en cuando ofrece la ciudad de Houston. La luz era exquisita, tierna y dorada, y el césped, perfectamente cuidado, parecía de terciopelo. La belleza le dolía, más que complacerlo. En otra vida, ese era el momento que prefería del día. En su actual existencia, lo odiaba. Como odiaba septiembre. La razón de su vida había desaparecido para siempre una oscura noche de septiembre.

    Aún siguió sentado un rato más en el coche, contemplando la mansión que se recortaba contra el alto cielo texano. La casa que construyó para el amor de su vida.

    Le hacían falta esos momentos, para reunir fuerzas ante todo lo que tenía que hacer frente. Sentía ira ante la tensión que se había apoderado de todo su cuerpo, ganas de maldecir. ¿Por qué tenía que costarle tanto entrar en su propia casa, al cabo de casi tres años de abandonarla? Deseó salir huyendo, para ser preciso, aunque no fuera más que consigo mismo. Claro que de la propia memoria no se puede huir.

    Y, donde se encontraba, la vista se sumaba a la memoria. Vio la rosaleda plantada a la derecha de la casa. Las rosas de Barbara. Le pareció casi una inmoralidad que las rosas siguieran resplandecientes de belleza cuando la mujer que las plantó ya estaba muerta.

    Cómo le habría gustado a Barbara poder hacer ese trabajo físico personalmente. Pero se había acostumbrado a tener un cuidado extremo con sus manos. La esposa de Clint era una magnífica cirujana pediatra. Alguien que le hacía falta al mundo, se dijo con amargura, no como él, que no era más que un veterinario del montón. Pero ella había muerto y él seguía vivo.

    Ya había vuelto a darse contra el muro de piedra de siempre. Con fatiga, Clint se decidió a salir del coche que, dada su estatura y corpulencia, le resultaba bastante incómodo.

    –¡Vaya cacharro canijo! –exclamó, dando un portazo. Cómo echaba de menos su monovolumen.

    Pero, al instante, tuvo que volver a abrir la puerta, para rescatar su sombrero vaquero del asiento del copiloto. El sombrero, de cuero natural que se había quedado casi blanco, decolorado por el sol de las selvas y las sabanas, había dado con él la vuelta al mundo y era una especie de talismán para Clint. Se lo encasquetó sobre el cabello oscuro, más largo de lo que nunca lo hubiese lucido en Texas y le dio una inclinación jactanciosa, para animarse, porque sentía absurdamente débiles sus largas piernas.

    Dio un nuevo portazo, preguntándose por qué había regresado. Allí no quedaba nada que él pudiera reconocer como suyo. Desde luego, esa no era su casa. Por él, como si la partía el rayo. Y, con una rigidez cada vez mayor, se puso en marcha hacia la puerta principal. Con cada paso se iba consolidando la decisión de no volver a ver aquella casa. La pondría en venta. Subastaría hasta el último objeto. Se liberaría de todo. No podía aspirar a volver a ser feliz, pero, al menos, quizá pudiera hallar un poco de paz para su espíritu.

    El ruido de sus pasos era desproporcionado en la quietud del atardecer. También en la casa despertarían ecos, se dijo, mientras abría. No le cabía duda de que el interior estaría tan bien conservado como el jardín, pero lo espantaba recorrer las habitaciones desiertas, con olor a humedad. Allí estarían todos los muebles, en sus fundas. Pero no por eso dejaría de estar la casa vacía. Tan vacía como su corazón, concretó Clint. Empujó la puerta y dio unos pasos. No muchos, antes de detenerse en seco.

    Por unos instantes su visión se volvió borrosa y le pareció que su corazón se detenía también. Había flores frescas y plantas y, ante todo, aromas fantásticos procedentes de la cocina que flotaban en un aire que no olía para nada a humedad. ¡Había algo al fuego!

    Algo, precisó olfateando, italiano. Aceite, tomate,

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