No temblar ni aunque te corten la cabeza: De Inglaterra, el Brexit y todo lo demás
By Luis Ventoso
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Luis Ventoso, columnista y director adjunto de ABC y apasionado de lo inglés, ha estudiado a los ingleses y a su país con una mirada que mezcla ironía y conocimiento profundo. El resultado de su exploración durante años de residencia en Londres es este libro, un encantador recorrido por todos los recovecos del alma británica, con afecto, pero también con mordacidad y siempre con inteligencia. Uno de sus amigos solía decirle que "el mayor pecado de un escritor es aburrir al lector". Podemos garantizar que si es así Luis Ventoso no peca.
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No temblar ni aunque te corten la cabeza - Luis Ventoso
Inglaterra.
PARTE I
INGLATERRA: HISTORIA, COSTUMBRES
Y TODO LO DEMÁS
NO TEMBLAR NI AUNQUE TE CORTEN LA CABEZA
El llamado «labio superior rígido», la frialdad emocional distintiva del carácter inglés, se evaporó súbitamente con el desparrame sentimental que siguió a la dramática muerte de Lady Di.
En 1648, el rey inglés Carlos I perdió la Guerra Civil contra el integrista protestante Oliver Cromwell, que acabó rebanándole el pescuezo (un solo hachazo seco del verdugo que impactó entre la tercera y la cuarta vértebra). Para algunos aquel ajusticiamiento supuso un mojón en una larga singladura por la libertad. Para otros fue un regicidio cruel e innecesario, preludio de la dictadura puritana de Cromwell. Cierto que Charles Stuart no puso mucho de su parte para salvar el gaznate. Durante el juicio no reconoció al tribunal, insistió en que su poder emanaba directamente de Dios, se mostró altivo y por supuesto se negó a reconocer culpa alguna o pedir clemencia.
Todavía hoy disponemos de una puerta que nos permite acceder con facilidad a la psicología de aquel soberano. Es una obra de arte que se conserva en el Castillo de Windsor, el extraordinario retrato tríptico con que lo radiografió en 1635 el maestro flamenco sir Anthony van Dyck, su retratista de corte predilecto. El cuadro muestra tres perfiles de Carlos I presentado de medio cuerpo. Fue compuesto así por un motivo práctico: debía de servir de modelo en Roma para un busto del Rey que iba a esculpir el divino Bernini (al final la escultura acabó perdiéndose). Estudiando ese cuadro calamos al instante qué tipo de persona era. La mirada es distante. No llega a altiva ni a desdeñosa, simplemente refleja una olímpica diferencia por cuanto lo rodea, que parece estimar menor, una derivada casi lógica en quien concebía su propia existencia como un diálogo privado entre él y Dios. La melena caoba y los bigotes rubios lucen atildados, pero con un toque romántico. Las puntillas de los cuellos de la camisa son de las más nobles hilaturas y aparece engalanado con la banda azul de la Orden de la Jarretera, que todavía hoy Isabel II concede con cuentagotas (en julio de 2017 se la entregó a Felipe VI, el Rey de España). Carlos parece frío, inalcanzable, fuera del tiempo. Se diría que lo aleja de nosotros una espiritualidad etérea y un poco espectral, que los españoles añosos atribuiríamos al Greco.
La ejecución de Carlos I se llevó a cabo en Whitehall, el útero del poder inglés, el 30 de enero de 1649. Era una mañana de una gelidez hiriente. El Támesis, cuyo caudal no discurría al modo actual, presentaba su superficie helada. Carlos I hizo un solo ruego previo a sus captores: vestirse con dos camisas superpuestas. Temía que el frío lo hiciese temblar y que el vulgo que asistía al insólito espectáculo de la decapitación de un rey confundiese tiritona con miedo. El monarca, de 48 años, un hombre muy pío, encaró el hacha con un valor seco que admiró incluso a sus enemigos.
El rey tenía un motivo familiar para temer muy especialmente la caída del hacha. En 1587, la ejecución de su abuela escocesa María Estuardo, Mary Queen of Scots, resultó un crudelísimo tormento. El verdugo necesitó golpear tres veces para seccionar el cuello por completo. Ciertas leyendas sostienen que durante quince minutos los labios de la Reina, de 45 años, continuaban moviéndose mientras el torpe ejecutor remataba su trabajo a trompicones.
Al ver la poca altura del yunque donde debía aposentar su cuello, el Rey pidió uno más alto, demanda que fue rechazada. Acto seguido se dirigió a la multitud que se apelotonaba en Whitehall para ver lo nunca visto: el ajusticiamiento de un monarca. El público estaba a cierta distancia del cadalso y la voz de Carlos no podía llegar a sus oídos. Aun así quiso hablar, para que se visualizase que estaba disconforme con la pena y para que sus palabras quedasen consignadas para la historia. «Soy un hombre inocente», proclamó, y se mostró indulgente con quienes estaban acabando con su vida: «He perdonado a todo el mundo y en particular a aquellos que han ordenado mi muerte. Quienes sean, y Dios sabe que no quiero saberlo, que Dios los