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VIII Premio Internacional Relatos Mujeres Viajeras 2016
VIII Premio Internacional Relatos Mujeres Viajeras 2016
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VIII Premio Internacional Relatos Mujeres Viajeras 2016

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Los mejores relatos del "VIII Premio Internacional de Relatos de Mujeres Viajeras 2016", celebrado por la editorial de libros Ediciones Casiopea y la red social Mujeres Viajeras. Una iniciativa premiada con el "International Latino Books Awards" como mejor libro de viajes.
Este año ampliamos a 80 relatos que dan voz a autoras anónimas que comparten con nosotros sus aventuras viajeras, sus soledades, desventuras, anécdotas, descubrimientos y sorpresas. Viajarás con este libro de relatos, a muchos, muchos espacios geográficos y también mentales. Esperamos que abráis vuestros poros para contagiaros de las emociones que contienen y os dejéis transportar, directamente a los vividos por mujeres abiertas al mundo que han sabido volcar en papel lo que les pasó, lo que sintieron, o lo que aprendieron.
Si después de leerlos, te inspiran y tienes tú también algo que contar, coge tu lápiz, pluma o teclado y empieza a escribir. Sigue nuestras redes sociales y apúntate a nuestra newsletter y te avisaremos de cómo participar en la próxima convocatoria de los premios de "Relatos Cortos de Mujeres Viajeras" organizado por la editorial de libros Ediciones Casiopea y la red social Mujeres Viajeras.
"Ochenta voces os esperan, para enseñaros su visión del mundo, de las personas que conocieron en el camino, de la familia, de lo que les enseñó un extraño. No me canso de decir que hay personas que miran el mundo con la atención y nos ayudan a través de sus palabras a ver cosas que no habríamos visto nunca, o verlas con ojos nuevos. Gracias a todas esas mujeres por invitarnos a compartir su mundo interior. Gracias a los lectores ayudarnos con su contribución, a seguir insuflando vida a este premio." 
Pilar Tejera.
LanguageEspañol
PublisherCasiopea
Release dateMar 20, 2017
ISBN9788494689482
VIII Premio Internacional Relatos Mujeres Viajeras 2016

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    VIII Premio Internacional Relatos Mujeres Viajeras 2016 - VV. AA

    premio.

    GANADORES

    RENDIJAS

    Empar Isabel Bosch

    PRIMER PREMIO

    ¿Has leído a Tanizaki? Un amante de un día me regaló «el Elogio de las sombras». Fue una noche de destierro de la que, al día siguiente, solamente quedaron las risas y el libro que me llevé en el bolso.

    Este hombre no prometió nada, no hacía falta. En su casa, los libros y las revistas culturales estaban apilados en el suelo, como a mí me gusta. Horas antes había sido soez y maleducado y yo lo llamé gilipollas.

    Lo había conocido esa misma noche en un bar. No me interesaba la conversación. Fui despiadada con su corazón y él muy generoso con mi carne. Tanizaki destacaba en amarillo y negro como lectura junto a la cama y mis ojos quedaron prendados del título que hacía solamente unos días me había recomendado mi librera, cuando le dije que iba a viajar a Japón.

    Me acompañó desnudo a la puerta. ¿Ya te vas?, preguntó y me pareció desconcertado. Yo no quería conversación ni conocer el corazón de aquel hombre. Quería salir de allí.

    Le pedí el libro prestado y él me lo regaló. Sentí un alivio inmenso. Volví a mi casa sola, con los tacones de palmo bien calzados en los pies y el refugio de la noche.

    Tanizaki me introdujo en su belleza y desde entonces no hago más que buscarme en mis sombras.

    He escrito algo odioso y una tormenta de guasaps y comentarios me ha azotado en vena. Que es indigno de mí, me dicen. Bórralo. Me sé indigna y lo disfrazo de vergüenza como un pirata que oculta la vileza de su botín. Impropia, vil, porfiada, maldita, me reconozco en todos los pecados. Palpo en mi propia sombra toda la oscuridad de la que soy capaz y resuelvo que es en la noche más oscura donde podemos observar más estrellas. Donde hay sombra, ha de haber luz. Es en las rendijas donde hallamos consuelo. Ante una puerta cerrada, la luz que apenas nos roza los pies, parece un milagro de esperanza.

    Recibo en mi correo el itinerario del viaje que, sin duda alguna, apruebo: Tokio, Nikko, Hakone vía Kamakura, Miyajima, Kumno Kodo, Kumano Hongu Taisham, Sanzan, cascadas de Nachi, gargantas de Dorokyo, Tanabe, Kawayu, Yunomize, Wataze, Isumo. Leo el nombre de todos los lugares que vamos a visitar y, en el calendario, trazo el perfil de una serpiente que me conduce de un templo a un hotel, a una cabaña en mitad de un arrozal imponente donde pasar la noche más noble. Solamente digo: no voy a dormir en un hotel cápsula. Imposible. Es como estar muerta. De niña me daba miedo estar viva y que me creyesen muerta. Mi peor pesadilla era estar presa en una nevera, viva pero muerta, el pálpito de una sombra oculta a la luz.

    Soy codiciosa y pido dos noches en el Hyatt de Tokio, quizás porque ya antes de partir me siento lost in translation. Si tengo que perderme, definitivamente, que sea en el lujo y con vistas.

    Observo el rojo círculo de la bandera de mi destino impreso en papel de arroz y me pregunto cuántos imperios caben en uno solo, cuántas sombras en una sola persona. ¿Puede contener tanto aliento un sol rojo? ¿Puedo ser ese blanco inmaculado acunado por un folio impecable sobre el que escribir de nuevo todas las miserias que dejo atrás? ¿Es este el viaje de mi vida o es uno más de los tantos viajes de mi vida?

    Me dicen que no hay otro alojamiento en Koyasan que no sea un templo y casi doy un salto de alegría: los monjes tienen wi-fi, televisión con pantalla plana y, sobre todo, tienen un onsen y clases de escritura antigua. Puede que escriba mi nombre en una superficie distinta. Si no me muero ahora, lo hago luego. Digo que qué bien, que pernoctar en el templo me parece más que bien aunque sea para probar, o sobre todo por probar, el onsen del templo.

    Busco en internet imágenes y estoy que me desmayo imaginándome en esos sitios: extensiones de verde infinito, cumbres de nieve en primavera perpetua, lagos de sólida intensidad azul, caminos donde el polvo se acumula desde hace mil años y huellas pequeñas, tan pequeñas como los pies humanos, en la inmediata negritud de la roca nunca hoyada.

    He recuperado del interior de una caja polvorienta una guía del viaje a Japón que nunca pude hacer hace veinte años. En los tiempos de la velocidad y la inmediatez que todo lo cambia cuando no miras, me sorprende que el monte Fuji siga en el mismo sitio, según el mapa.

    En la pantalla veo que los cerezos en flor son todavía reclamo turístico y me pregunto qué es lo que permanece y qué lo que cambia, dónde anidan las respuestas a las preguntas, cuándo nuestras preguntas cambian.

    A veces tengo certezas que el tiempo y la razón modifican. A veces tengo miedos que ni las horas ni la conversación contestan. El itinerario de nuestro viaje me parece un consuelo: sé dónde voy a estar qué día, cuándo volver, cómo llegar a todos mis destinos y qué calzar.

    En casa, los almendros florecen antes de que Japón alumbre las cerezas y, todos los días, el sol se alza en Japón antes que en España. ¿Es el tiempo un recurso o es una excusa?

    Una vez abierta la caja de los truenos a ver quién los mete otra vez dentro, me digo. Este juego en el que me he embarcado empieza a antojárseme una suerte de aventura. Las primeras sombras del día, apenas se yerguen sobre las cosas, describen siluetas limpias y redondas que proporcionan alivio, sin embargo, a medida que avanzan las horas, las sombras se estiran, modifican su recorrido, se retuercen y deforman. No estoy segura de querer mirarme tan adentro.

    Apago la luz y me voy a la cama, ahíta de miedos que se saldan cuando pongo varias alarmas para asegurarme de que mi sueño intranquilo no me impedirá llegar a tiempo al aeropuerto.

    Llego al embarque de madrugada, con el pasaporte en la mano y el corazón en la boca. Veo amanecer en el avión. Nubes naïf se extienden espesas como un círculo de yema cruda y me parece un cuento imposible, una fotografía hortera de enamorados sin experiencia. Pestañeo varias veces y aparto de mí todo aquello que no sea ese horizonte que despierta, pienso que, ángel o diablo, soy yo quien pone rumbo a su propio sol naciente.

    LA VIDA EN TRES RÍOS

    María José Rivera

    SEGUNDO PREMIO

    «¿Qué sabes hacer?», preguntó mirándome a los ojos. Fui muy flexible, o muy osada, no sé, y a la vez muy clara. «Casi todo. Quiero pasar a cobijo el invierno austral, y cuando llegue el buen tiempo me iré. No busco ni ataduras ni compromisos». Armin sonrió. «¡Qué bueno!». Miró hacia el puente que lleva a Isla Teja. «Sólo hay una pega: no vivo en Valdivia, sino en Punucapa». Me encogí de hombros. «Entonces vamos». Las barcazas del río Calle-Calle sólo dejan huecos para la luna y para los lobos marinos. Aquel brazo del río Valdivia que se mira en la Costanera Arturo Prat pertenece a los mercaderes. El otro no. En las dos orillas del río Cruces anidan colonias de cisnes de cuello negro, los monógamos más fieles del reino animal.

    Navegamos a contracorriente río Cruces arriba hasta que el bote se detuvo en el embarcadero de Punucapa. Armin, habitante único de aquella península fluvial, había plantado manzanos, ulmos, castaños y ciruelos. Y en verano todas las moras del camino eran suyas, ¿qué más podía pedir un sedentario? Me instaló junto a la cocina de hierro que además servía de estufa, pero no buscaba cocinera, ni limpiadora, ni siquiera alguien que cuidara sus árboles, algo imposible porque el invierno los iba sumiendo en un letargo profundo. Mi trabajo consistía en ayudarle a reconstruir la iglesuela de Punucapa, su tejado de madera de alerce en el que apenas quedaban restos de pintura azul, sus muros antaño amarillos, el uniforme de centurión de San Expedito, o las llagas del Cristo crucificado, tan borradas que apenas parecían acné.

    Cada día, a mitad de jornada, hacíamos un descanso y nos sentábamos bajo el ciprés. En la pradera de la iglesia de Punucapa había un ciprés de las Guaitecas, el más grande nunca visto en la Región de los Ríos y el más viejo. Marcaban su tronco de albura rojiza cinco brazos bien distinguidos, uno por cada medio siglo de vida, donde habitaban los duendes del lugar. En Valdivia corría el rumor de que una de esas criaturas feéricas a quien llamaban Anchimallén había otorgado poderes afrodisíacos a las sopas de invierno de Punucapa. Pero no fueron las leyendas quienes me llevaron a la cama de Armin sino él mismo, cuando habló por boca de la propia naturaleza y dijo que hasta los árboles de hoja caduca se tienen que quedar desnudos para que el ciclo de la vida continúe. Llegó la primavera y el campo empezó a florecer sin que se despertara en mí el trasgo burlón que empuja a las aves emigrantes. Me encontraba bien en Punucapa.

    Nunca se me olvidará aquel cálido 2 de febrero, día de La Candelaria, en que Armin propuso que navegáramos río Valdivia abajo hasta su desembocadura. La historia colonial de Chile emergía en el sistema defensivo que mandó construir allí Álvarez de Toledo para proteger el virreinato de Perú de los corsarios. Entramos en sus cinco Castillos, recorrimos sus dos fuertes, y sentados en una piedra, nuestra vista se perdió en el Océano Pacífico, el de Darwin, las antiguas batallas, los terremotos…, y el gran salto.

    Al norte de la Bahía de Corral había un pueblo y un puerto. Y en el puerto, las bodegas de un barco mercante se llenaban de contenedores con destino Japón. No me excusé ante Armin por haber solicitado trabajo en la oficina del capitán, era lo pactado, ni tampoco por el rubor que pintó mis mejillas al cruzarnos con un grupo de marineros que lanzaron sus gorras al cielo en señal de bienvenida. Y Armin pareció aceptar de buen grado que mis fantasías de trotamundos ya estaban surcando el océano. O algo más que de buen grado. Porque dos días después, tras dejar mi equipaje en el muelle de Puerto Corral, el guapo Armin volvió a su barca dando brincos con los brazos en alto. Parecía un delfín que escapa del parque temático de su cautiverio. Más que andar, bailaba. Y estoy segura de que la noche en que el buque me alejó para siempre de Armin, de Punucapa, de su iglesia menuda, de Anchimallén y del ciprés de la Guaitecas, en las dos orillas del río Cruces los cisnes de cuello negro dormían en paz.

    DESPLEGARÉ MIS ALAS

    Mercedes García Esteo

    TERCER PREMIO

    Aquel verano, mi padre me contaba que aquellos barcos que surcaban el horizonte eran barcos correo que iban desde Almería hasta el Norte de África. Nunca antes me había fijado en ellos, pero desde entonces, día tras día, entre las alegres tardes veraniegas, los buscaba y ciertamente, en aquella franja horaria, siempre los divisaba en la lejanía. Aquel sencillo hecho me recordaba a mi padre y lo echaba de menos cuando entre el bullicio de los bañistas vislumbraba los barcos, allá, a lo lejos. Mi fidelidad y mi recuerdo se apoyaban en ese sencillo gesto de seguimiento en el horizonte.

    Unas semanas más tarde, cuando estaba junto al ferry que en unas horas iniciaría el trayecto Santander-Plymouth-Portsmouth recordé de nuevo a mi padre, su sabiduría de navegante y quise saborear un poco más aquella emoción y aquella vitalidad que dan el viajar; el seguimiento del conocimiento milenario, la profunda reflexión de lo que uno espera de la vida y el reconocimiento en la distancia de aquellas personas a las que la vida nos ha unido y a las que queremos.

    Para mí, viajar consiste en desplegar unas alas que normalmente llevo ocultas, que me ayudan a recorrer kilómetros de emoción, me recuerdan quién soy y me adentran en la belleza del mundo. Hay tanta belleza esperando… Desde aquel pueblo de los Picos de Europa, en aquella pequeña localidad de piedra y flores, pude una vez más sentir la pureza de la montaña.

    De día, las cumbres me esperaban y me envolvían. Desde la cima de Fuente Dé, podía caminar durante horas entre los picos más altos, vislumbrar los caballos salvajes y otear el profundo valle con las aves que sobrevolaban aquellos majestuosos picos, rozando mi cabeza. Siempre he podido pensar mejor y agradecer lo que tengo desde las cimas más altas y en aquel generoso día de sol, pude encontrar una vez más mí recompensa.

    Por las tardes caminaba por las rutas cercanas al hotel rural en el que me alojaba. No solamente dejaba atrás ríos o monasterios, sino casas pintorescas y paisajes sublimes.

    Por la noche, miraba desde algún lugar tranquilo las estrellas.

    Desde cualquier lugar del mundo, el firmamento siempre me acompaña y tengo el privilegio de haber disfrutado también de noches estrelladas en el cono sur.

    Cuando llegué a aquella playa del norte, aquel atardecer de Agosto, en aquella hora en la que ya no había bañistas, y las gaviotas revoloteaban sobre el mar plateado, lancé una mirada de admiración al horizonte y supe por qué aquella playa era especial. Caminé y caminé sobre la arena dorada y mis pies no se hundían, y era fácil avanzar pese al cansancio. La belleza te sostiene aun cuando estás cansado. La ilusión de sentir aquel paisaje nuevo y desconocido antes de hoy como mío y la emoción de fotografiar aquel sentimiento para guardarlo siempre y quizá mostrarlo a alguien que lo quiera compartir, son el eje de cualquiera de las historias de viajes que pueda narrar.

    Creo que seguiré recorriendo el mundo, poco a poco, sin prisas, tal como me depare la vida y cuando vea un barco recorrer el horizonte de alguna playa de algún lugar, pensaré que puede ser un ferry, o un barco correo que une dos lugares lejanos o sencillamente un barco más en el que quizá algún día me encuentre y con el que pueda tener el privilegio

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