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La educación sentimental
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La educación sentimental

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En La educación sentimental es todo una floración del arte por más que el autor solo pinte lo real. Con habilidad inmensa, y desde el suelo, imprime a todas las palabras que emplea una vibración tal que parecen caer desde una trompeta celestial. Émile Zola

Frédéric Moreau, un joven de dieciocho años que acaba de obtener el título de bachiller, vuelve a su casa en Nogent-sur-Seine, una pequeña ciudad a unos 100 kilómetros de París. Ha pasado antes unos días en El Havre, donde su madre lo ha enviado, «con el dinero justo», a visitar a un tío rico que espera que lo nombre heredero. En el barco conoce a una mujer que lo deslumbra, la señora Arnoux, casada con un marchante de arte y madre de una hija. Este encuentro determinará «la historia de un joven», como dice el subtítulo de la novela, en un lapso que cubre la monarquía de Luis Felipe, la revolución de 1848, la instauración de la Segunda República y el golpe de Estado de Luis Napoleón que llevará al Segundo Imperio. Habrá otras mujeres: conocerá el «alegre desorden» de las mantenidas tanto como «el mundo superior de los adulterios patricios». Tendrá amigos, que le salvarán o traicionarán. Y, aunque de hecho indiferente a todo menos al amor por la señora Arnoux, Frédéric es «hombre de los que caen en todas las debilidades» y se imaginará gran poeta o historiador, consejero de Estado, especulador financiero, rentista, diputado.

La educación sentimental (1869), que aquí presentamos en una nueva traducción de María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego, distó mucho, en su día, de alcanzar el éxito de La señora Bovary, pese a ser elogiada por George Sand, Émile Zola y Guy de Maupassant. De hecho, habría que esperar a la revalorización que hizo Marcel Proust para que entrara en el canon de lecturas flaubertianas. Hoy se considera una de las obras maestras de su autor, y una de las más autobiográficas.

LanguageEspañol
Release dateFeb 21, 2018
ISBN9788490654064
La educación sentimental
Author

Gustave Flaubert

Gustave Flaubert was born in Rouen in 1821. He initially studied to become a lawyer, but gave it up after a bout of ill-health, and devoted himself to writing. After travelling extensively, and working on many unpublished projects, he completed Madame Bovary in 1856. This was published to great scandal and acclaim, and Flaubert became a celebrated literary figure. His reputation was cemented with Salammbô (1862) and Sentimental Education (1869). He died in 1880, probably of a stroke, leaving his last work, Bouvard et Pécuchet, unfinished.

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    La educación sentimental - Mª Teresa Gallego Urrutia

    Gustave Flaubert

    La educación sentimental

    Historia de un joven

    Traducción:

    María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego

    ALBA 

    Nota al texto

    La crítica recibió La educación sentimental en noviembre de 1869 (Michel Lévy Frères, París) con gran frialdad, prefiriendo en muchos casos no hablar de la novela por deferencia al autor de La señora Bovary, que no vivió lo suficiente para presenciar la posterior consideración que alcanzó medio siglo después su novela, de la que el escritor André Billy alabó, ya en el siglo xx, «la riqueza y la variedad del contenido y el poder de encantamiento de la prosa». Aunque sí supo de la defensa y la reivindicación que de ella hicieron los jóvenes escritores que iban a reunirse en torno a Zola poco después para fundar la escuela naturalista y proclamaban en público que aquel libro era su biblia y la obra maestra de la novela francesa.

    Para la presente traducción se ha utilizado el volumen de La Pléiade de 1963 en edición de A. Thibaudet y R. Dumesnil.

    Primera parte

    I

    El 15 de septiembre de 1840, a eso de las seis de la mañana, el Ville de Montereau, a punto de zarpar, soltaba grandes torbellinos de humo delante del muelle Saint-Bernard.

    Llegaba gente sin resuello; barriles, cables y cestas de ropa estorbaban el paso; los marineros no contestaban a nadie; las personas tropezaban entre sí; los fardos subían entre los dos tambores y el barullo se fundía con el zumbido del vapor que, escapando por las junturas de las chapas, lo envolvía todo en una nube blanquecina mientras la campana de proa repicaba sin parar.

    Por fin, zarpó el barco; y las dos orillas, pobladas de almacenes, de astilleros y de fábricas, fueron pasando como dos cintas anchas que se desenroscan.

    Un joven de dieciocho años y pelo largo, con un álbum bajo el brazo, estaba, inmóvil, junto al timón. Miraba, entre la niebla, campanarios y edificios cuyos nombres no sabía; luego, abarcó, con una última mirada, la isla de Saint-Louis, la isla de La Cité y Notre-Dame; París no tardó en desaparecer y él lanzó un hondo suspiro.

    Frédéric Moreau, recién obtenido el título de bachiller, regresaba a Nogent-sur-Seine, donde iba a pasar dos meses tediosos, antes de empezar Derecho. Su madre, con el dinero justo, lo había enviado a El Havre a visitar a un tío cuya herencia esperaba que recayera en Frédéric; acababa de volver el día anterior, y se resarcía de no poder pasar una temporada en la capital yendo a provincias por el camino más largo.

    El barullo iba mermando; todo el mundo había ocupado ya su sitio; había quienes, de pie, buscaban entrar en calor en torno a la máquina, y la chimenea escupía con un estertor lento un penacho de humo negro; unas gotitas de rocío corrían por los cobres; el puente se estremecía con una leve vibración interior y las dos ruedas, girando velozmente, azotaban el agua.

    Unos arenales orillaban el río. El barco se cruzaba con almadías, que ondulaban con los remolinos de las olas, o con alguna barca sin velas en la que pescaba un hombre sentado; luego se disiparon las brumas flotantes, asomó el sol, la colina que iba siguiendo por la derecha el curso del Sena fue perdiendo altura poco a poco y apareció otra, más próxima, en la orilla de enfrente.

    La coronaban unos árboles entre casas de poca altura con tejados a la italiana. Tenían jardines en cuesta separados por unas tapias nuevas, verjas de hierro, césped, invernaderos y jarrones con geranios a intervalos regulares en terrazas donde podía uno asomarse de codos. A más de uno, al divisar esas viviendas tan coquetonas, tan apacibles, le daba envidia no ser dueño de alguna para vivir en ella hasta el final de sus días, con una buena mesa de billar, una lancha, una mujer o cualquier otro sueño. El placer recién descubierto de una excursión marítima facilitaba las efusiones. Los bromistas ya estaban empezando con sus chanzas. Muchos cantaban. Reinaba el buen humor. Corría el vino, en copitas.

    Frédéric pensaba en la habitación que iba a ocupar al llegar, en el esquema de una obra dramática, en temas para cuadros, en futuras pasiones. Le parecía que la dicha que se merecía la excelsitud de su alma tardaba en llegar. Se recitó a sí mismo versos melancólicos; andaba por el puente con pasos rápidos; llegó hasta el final, junto a la campana; y, en un corro de pasajeros y marineros, vio a un caballero que galanteaba a una campesina, al tiempo que sobaba la cruz de oro que llevaba esta en el pecho. Era un hombretón de unos cuarenta años con el pelo muy ensortijado. Su complexión robusta iba enfundada en una chaqueta entallada de terciopelo negro; dos esmeraldas le brillaban en la camisa de batista y el ancho pantalón blanco caía encima de unas curiosas botas rojas, de cuero de Rusia, adornadas con dibujos azules.

    La presencia de Frédéric no lo alteró. Se volvió hacia él en varias ocasiones, reclamando su atención con guiños; luego, convidó a puros a cuantos tenía alrededor. Pero aquella compañía debió de aburrirlo y se fue algo más allá. Frédéric lo siguió.

    La conversación versó de entrada sobre las diversas clases de tabaco y luego, con toda naturalidad, sobre las mujeres. El caballero de las botas rojas le dio consejos al joven: exponía teorías, refería anécdotas, se citaba a sí mismo a título de ejemplo y lo despachaba todo con tono condescendiente y una perversión ingenua muy graciosa.

    Era republicano; había corrido mundo, conocía las interioridades de los teatros, de los restaurantes, de los periódicos, y a todos los artistas famosos, a los que llamaba, tomándose confianzas, por el nombre de pila; Frédéric no tardó en ponerlo al tanto de sus proyectos y él lo animó a llevarlos a cabo.

    Pero se interrumpió para fijarse en el cañón de la chimenea; luego masculló a toda prisa unas cuentas muy largas para saber «cuánto, a tantos movimientos por minuto, cada pistón debía de…». Y, tras dar con la cantidad, admiró mucho el paisaje. Decía que estaba encantado de haberse liberado de los negocios.

    Frédéric sentía cierto respeto por él y no se resistió al deseo de preguntarle cómo se llamaba. El desconocido respondió de un tirón:

    –Jacques Arnoux, propietario de El Arte Industrial, en el bulevar de Montmartre.

    Un criado con un galón de oro en la gorra vino a decirle:

    –¿Tendría a bien bajar el señor? La señorita está llorando.

    El caballero hizo mutis.

    El Arte Industrial era un establecimiento híbrido que incluía una revista sobre pintura y una tienda de cuadros. Frédéric había visto ese nombre en varias ocasiones en el escaparate de la librería de su comarca natal, en unos folletos gigantescos donde el nombre de Jacques Arnoux tenía una presentación magistral.

    El sol caía a plomo y con su luz brillaban las cabillas de hierro que rodeaban los mástiles, las chapas de la borda y la superficie del agua; esta se hendía a proa en dos surcos que se iban extendiendo hasta el filo de los prados. En cada revuelta del río, volvía a verse la misma cortina de álamos pálidos. El campo estaba completamente vacío. Había en el cielo unas nubecillas blancas y quietas; y ese aburrimiento inconcreto, al propagarse, parecía prestar languidez al avance del barco y volver el aspecto de los viajeros aún más insignificante.

    Estos, aparte de unos cuantos miembros de la burguesía en primera clase, eran obreros y tenderos con mujer e hijos. Como lo que se llevaba por entonces era vestirse con sordidez para viajar, casi todos llevaban bonetes griegos viejos o sombreros desteñidos, fracs de paño negro de poco cuerpo, tazados por el roce del escritorio, o levitas cuyos botones se salían de los ojales de tanto ponérselas en los comercios; acá y allá, por algún chaleco de solapa asomaba una camisa de percal manchada de café; corbatas hechas jirones llevaban alfileres de crisocal; trabillas cosidas a los bajos del pantalón sujetaban zapatillas de orillo; dos o tres bribones que llevaban bastones de bambú con cordoncillos de cuero miraban de reojo; y padres de familia hacían preguntas poniendo ojos como platos. Hablaban de pie o sentados en los equipajes; otros dormían en los rincones; unos cuantos comían. Cáscaras de nuez, colillas de puros, mondaduras de pera, restos de fiambre que habían traído envueltos en un papel ensuciaban el puente; tres ebanistas con guardapolvos estaban de pie delante de la cantina; un tañedor de arpa andrajoso descansaba apoyado en su instrumento; a ratos, se oía el ruido del carbón de roca en la caldera, voces, alguna risa; y el capitán, en la pasarela, iba de un tambor a otro, sin parar. Frédéric, para llegar a su sitio, empujó la verja de primera clase, molestando a unos cazadores que iban con sus perros.

    Fue como una aparición.

    Estaba sentada en el centro de un banco, sola; o, al menos, Frédéric no fue capaz de ver a nadie, porque los ojos de ella lo cegaron. Según pasaba, ella alzó la cabeza y él flexionó los hombros sin querer; y, cuando se acomodó más allá, del mismo lado, la miró.

    Llevaba un sombrero de paja de alas anchas con cintas de color de rosa que latían al viento por detrás de ella. Los bandós negros, rodeando el extremo de las largas cejas, bajaban mucho y parecían ceñir amorosamente el óvalo del rostro. El vestido de muselina clara, salpicado de lunares, se derramaba en numerosos pliegues. Estaba bordando algo; y la nariz recta, la barbilla y el cuerpo entero se recortaban sobre el fondo del aire azul.

    Como no cambiaba de postura, Frédéric dio varias vueltas a derecha e izquierda para disimular la maniobra; luego, se situó muy cerca de su sombrilla, apoyada en el banco, mientras fingía que estaba mirando una barca en el río.

    Nunca había visto una piel morena de tanto esplendor, una cintura tan seductora, ni unos dedos tan finos, a través de los que pasaba la luz. Se fijaba en la cesta de labor estupefacto, como si fuera algo del otro mundo. ¿Cuáles eran su nombre, su residencia, su vida, su pasado? Quería conocer los muebles de su cuarto, todos los vestidos que se había puesto, a las personas con las que se trataba; e incluso el deseo de la posesión física desaparecía tras un deseo más hondo, una curiosidad dolorosa que no tenía límites.

    Una negra, tocada con un pañuelo, se presentó llevando de la mano a una niña ya crecida. La chiquilla, a la que se le caían las lágrimas, acababa de despertarse. Ella se la puso en las rodillas. «La señorita se portaba muy mal, aunque ya tuviera casi siete años; su madre iba a dejar de quererla; le consentían demasiados caprichos.» Y Frédéric se regocijaba al oír aquellas cosas, como si acabase de descubrir algo, de conseguir algo.

    Suponía que era de origen andaluz; o quizá criolla; ¿se habría traído de las Antillas a aquella negra?

    En esos momentos, tenía tras de sí, colocado en la borda de cobre, un chal largo con anchas listas violeta. ¡Cuántas veces, en alta mar, en los atardeceres húmedos, lo habría usado para rodearse la cintura, taparse los pies, dormir arropada en él! Pero, con el peso de los flecos, iba escurriéndose despacio y estaba a punto de caer al agua. Frédéric dio un brinco y lo agarró. Ella le dijo:

    –Muchas gracias, caballero.

    Cruzaron una mirada.

    –¿Está ya lista esta mujer mía? –dijo a voces el señor Arnoux, apareciendo en la cámara de la escalera.

    La señorita Marthe corrió hacia él y, agarrándosele al cuello, le tiraba de los bigotes. Sonó un arpa y la niña quiso ver la música; no tardó el tañedor del instrumento en entrar en primera clase en pos de la negra. Arnoux reconoció en él a un antiguo modelo; lo llamó de tú, cosa que sorprendió a los presentes. Finalmente, el arpista se echó por detrás de los hombros la larga melena, estiró los brazos y empezó a tocar.

    Era una romanza oriental donde salían puñales, flores y estrellas. El hombre andrajoso cantaba con voz vibrante; las pulsaciones de la máquina interrumpían la melodía a contratiempo; él pellizcaba las cuerdas con mayor fuerza y estas vibraban; y sus sonidos metálicos parecían lanzar sollozos y como una queja de amor orgulloso y vencido. A ambos lados del río, iban bajando unos bosques hasta la orilla del agua; pasaba una corriente de aire fresco; la señora Arnoux miraba a lo lejos sin fijar la vista. Cuando se detuvo la música, parpadeó varias veces, como si saliera de un sueño.

    El arpista se les acercó humildemente. Mientras Arnoux buscaba calderilla, Frédéric alargó la mano cerrada hacia la gorra y, abriéndola pudorosamente, dejó en ella un luis de oro. No lo movía la vanidad al dar aquella limosna en presencia de ella, sino una idea de bendición a la que asociaba esa presencia, un impulso del corazón casi religioso.

    Arnoux, indicándole el camino, lo animó cordialmente a bajar. Frédéric aseguró que acababa de almorzar; aunque, antes bien, se estaba muriendo de hambre; y no le quedaba ya un céntimo en la bolsa.

    Pensó, luego, que le asistía con toda seguridad, lo mismo que a cualquier otra persona, el derecho a estar en el comedor.

    En torno a las mesas redondas, comían personas acomodadas y un camarero iba de un lado a otro; los señores Arnoux estaban al fondo, a la derecha; Frédéric se sentó en el largo asiento corrido de terciopelo, después de coger el periódico que allí había.

    Iban a Montereau para coger la diligencia de Châlons. El viaje a Suiza iba a durar un mes. La señora Arnoux le reprochaba a su marido que se lo consintiera todo a la niña. Él le cuchicheó algo al oído, algo agradable seguramente, porque ella sonrió. Luego, el señor Arnoux se movió para correrle, por detrás de la nuca, la cortina de la ventana.

    El techo, bajo y del todo blanco, proyectaba una luz cruda. Frédéric, enfrente, le veía la sombra de las pestañas. Humedecía los labios en la copa, partía un trozo de corteza de pan entre los dedos; el medallón de lapislázuli que llevaba en la muñeca, colgando de una cadenilla de oro, chocaba a veces con el plato. Y, sin embargo, los presentes no parecían fijarse en ella.

    A veces, por los ojos de buey, se veía resbalar el costado de una barca que abordaba para recoger o dejar a algunos viajeros. Los comensales se asomaban por los vanos y ponían nombre a las comarcas de las orillas.

    Arnoux se quejaba de la comida: puso el grito en el cielo al ver la nota e hizo que le cobrasen menos. Luego se llevó al joven a proa para tomar unos grogs. Pero Frédéric no tardó en regresar bajo el toldo al que había vuelto la señora Arnoux. Estaba leyendo un libro delgado de tapas grises. Alzaba a veces ambas comisuras de la boca y un relámpago de satisfacción le iluminaba la frente. Frédéric sintió celos de quien hubiera ideado aquellas cosas que la tenían interesada. Cuanto más la miraba, más notaba que entre los dos se ahondaban abismos. ¡Pensaba que al cabo de un rato iba a tener que separarse irrevocablemente de ella sin haberle sacado una palabra, sin dejarle ni tan siquiera un recuerdo!

    Una llanura se extendía a la derecha; a la izquierda, unos pastos llegaban suavemente hasta una colina donde se divisaban viñedos y nogales, un molino entre las frondas y, más allá, unos caminitos que hacían eses por el suelo de roca blanca que tocaba el filo del cielo. ¡Qué felicidad subir juntos por allí, con el brazo de él en la cintura de ella, que barría con el vestido las hojas amarillentas, oyendo su voz y en el resplandor de sus ojos! El barco podía detenerse y bastaría con que se bajasen. Y, sin embargo, ¡aquello tan sencillo no resultaba más fácil que mover el sol!

    Un poco más allá, surgió un castillo de tejado puntiagudo y torrecillas cuadradas. Delante de la fachada había un parterre de flores y unas avenidas se internaban, como bóvedas negras, bajo los elevados tilos. Frédéric se la imaginó pasando junto a los setos de ojaranzos. En ese preciso momento una joven y un muchacho aparecieron en la escalinata de la fachada, entre los cajones de naranjos. Luego todo desapareció.

    La niña jugaba a su alrededor. Frédéric quiso darle un beso. Se escondió detrás de la niñera; su madre la riñó por ser antipática con el señor que había salvado su chal. ¿Se trataba de una invitación indirecta?

    «¿Va a hablarme por fin?», se preguntaba Frédéric.

    El tiempo apremiaba. ¿Cómo conseguir que lo invitasen a casa de los Arnoux? No se le ocurrió nada mejor que comentar los colores del otoño y añadir:

    –¡Ya falta poco para el invierno, la temporada de los bailes y de las cenas!

    Pero Arnoux estaba pendiente del equipaje. Apareció la cuesta de Surville, los dos puentes se aproximaban, pasaron por delante de una soguería y luego por una hilera de casas bajas; más allá, había calderos de alquitrán y astillas; y unos chiquillos brincaban por la arena haciendo molinetes. Frédéric reconoció a un hombre que llevaba una chaqueta de punto. Le dijo a voces:

    –Date prisa.

    Ya llegaban. Buscó trabajosamente a Arnoux entre la muchedumbre de pasajeros; y él le respondió, estrechándole la mano:

    –Que usted lo pase bien, mi querido señor.

    Ya en el muelle, Frédéric se volvió. Ella estaba cerca del timón, de pie. Le envió una mirada donde había intentado poner el alma entera; como si no hubiera hecho nada de eso, ella siguió quieta. Luego, le dijo a su criado, haciendo caso omiso de sus saludos:

    –¿Por qué no has traído el coche hasta aquí?

    El buen hombre se disculpaba.

    –¡Estás hecho un torpe! ¡Dame dinero!

    Y se metió en una fonda para almorzar.

    Un cuarto de hora después, sintió deseos de entrar como por casualidad en el patio de las diligencias. A lo mejor volvía a verla.

    «¿Para qué?», se dijo.

    Y el faetón echó a andar. Los dos caballos no eran de su madre. Le había pedido prestado el suyo al señor Chambrion, el recaudador, para engancharlo con el de ellos. Isidore había salido la víspera, había parado en Brey hasta última hora de la tarde y había dormido en Montereau, así que los caballos, bien descansados, trotaban ligeros.

    Los campos segados se extendían hasta perderse de vista. Dos hileras de árboles bordeaban la carretera; iban sucediéndose piedras amontonadas; y, poco a poco, Villeneuve-Saint-Georges, Ablon, Châtillon, Corbeil y las demás zonas; el viaje entero le volvió a la memoria de forma tan clara que ahora se fijaba en detalles nuevos, en peculiaridades más íntimas; bajo el último volante de la falda, le asomaba el pie calzado con una delgada botina de seda, de color marrón; el toldo de dril le formaba un amplio dosel encima de la cabeza y las borlitas rojas del borde se estremecían continuamente con la brisa.

    Se parecía a las mujeres de los libros románticos. No habría querido añadir nada a su persona, ni quitarle nada. El universo acababa de ensancharse de repente. Ella era el punto luminoso donde convergían las cosas en su conjunto; y, meciéndolo el movimiento del coche, con los párpados entornados y la mirada en las nubes, cedía a un júbilo ensoñador e infinito.

    En Bray, no esperó a que dieran de comer a los caballos, se adelantó, solo, por la carretera. Arnoux la había llamado «¡Marie!». Gritó muy alto: «¡Marie!». La voz se perdió en el aire.

    Un dilatado tono púrpura encendía el cielo por occidente. Grandes almiares de trigo, que se erguían entre los rastrojos, proyectaban unas sombras gigantescas. Un perro empezó a ladrar en una casa de labor, a lo lejos. Frédéric tuvo un escalofrío, presa de un desasosiego inmotivado.

    Cuando Isidore lo alcanzó, se subió al pescante para conducir. Se le había pasado el desfallecimiento. Estaba completamente resuelto a introducirse como fuera en casa de los Arnoux y trabar amistad con ellos. Debían de tener una casa muy amena; además, Arnoux le agradaba; y, más adelante, ¿quién sabe? Entonces le subió a la cara una oleada de sangre; le zumbaban las sientes, restalló el látigo, sacudió las riendas y llevaba los caballos a tal velocidad que el viejo cochero repetía:

    –¡Despacio! ¡Despacio, caramba! Que los va a dejar sin resuello.

    Frédéric se fue calmando poco a poco y atendió a lo que le decía el criado.

    Estaban esperando al señorito con mucha impaciencia. La señorita Louise había llorado para que la dejasen ir en el coche.

    –¿Quién es la señorita Louise?

    –La hija del señor Roque, ya sabe.

    –¡Ah, no me acordaba! –contestó Frédéric sin darle importancia.

    A todo esto, los dos caballos no podían ya con su alma; cojeaban los dos; y estaban dando las nueve en Saint-Laurent cuando llegaron a la plaza de Armes, delante de la casa de su madre. Aquella casa, espaciosa y con un jardín que daba al campo, hacía mayor la consideración que le tenían a la señora Moreau, que era la persona más respetada de la comarca.

    Venía de una antigua familia noble ya extinguida. Su marido, un plebeyo con quien sus padres la obligaron a casarse, había muerto de una estocada mientras ella estaba encinta, dejándole una fortuna comprometida. Recibía tres veces por semana y daba de vez en cuando una cena por todo lo alto. Pero la cantidad de velas estaba calculada de antemano y esperaba con impaciencia a que llegase el pago de los arrendamientos. Aquella situación apurada, que ocultaba como un vicio, hacía de ella una mujer seria. Sin embargo, era virtuosa sin gazmoñería ni acritud. Sus mínimos actos caritativos parecían grandes limosnas. La consultaban para elegir a los criados, educar a las jóvenes y el arte de hacer mermeladas; y su ilustrísima paraba en su casa cuando estaba de gira episcopal.

    La señora Moreau albergaba grandes ambiciones para su hijo. No le gustaba que hablasen mal del Gobierno delante de ella por algo así como una prudencia anticipada. Al principio, necesitaría protectores; luego, como contaban con medios, llegaría a consejero de Estado, a embajador, a ministro. Sus éxitos en el internado de Sens legitimaban ese orgullo; le habían dado el premio de honor.

    Cuando entró en el salón, todos se pusieron de pie con gran barullo; lo abrazaron; y con los sillones y las sillas, hicieron un amplio semicírculo alrededor de la chimenea. El señor Gamblin le preguntó en el acto por la señora Lafarge¹. Aquel juicio, que hacía furor por entonces, trajo por supuesto consigo una discusión violenta; la señora Moreau la interrumpió, cosa que contrarió al señor Gamblin; le parecía útil para el joven, ya que era un futuro jurisconsulto; y salió del salón, muy ofendido.

    ¡Nada podía sorprender en un amigo del señor Roque! Y, a propósito de Roque, salió a colación el señor Dambreuse, que acababa de comprar la quinta de La Fortelle. Pero el recaudador se había llevado a Frédéric aparte para saber qué le parecía la última obra del señor Guizot². Todos querían saber cosas suyas; y la señora Benoît se dio mucha maña al preguntarle por su tío. ¿Cómo estaba aquel bondadoso pariente? Ya no daba noticias. ¿No tenía acaso un nieto, primo de Frédéric, en América?

    La cocinera anunció que el señorito tenía servida la sopa. Todo el mundo se retiró por discreción. A continuación, en cuanto se quedaron solos, su madre le dijo en voz baja:

    –Y ¿qué?

    El anciano lo había recibido con gran cordialidad, pero sin dejar traslucir sus intenciones.

    La señora Moreau suspiró.

    «¿Dónde estará ahora?», pensaba Frédéric.

    La diligencia rodaba y, envuelta en el chal seguramente, apoyaba en el paño del cupé la hermosa cabeza dormida.

    Subían ya a sus habitaciones cuando un mozo de El Cisne de la Cruz trajo una notita.

    –¿De qué se trata?

    –Es Deslauriers que me necesita –dijo él.

    –¡Ay, ese amigo tuyo! –dijo la señora Moreau con una risita despectiva–. Vaya horas que elige, desde luego.

    Frédéric titubeaba. Pero pudo más la amistad. Cogió el sombrero.

    –Por lo menos, no tardes mucho –le dijo su madre.

    II

    El padre de Charles Deslauriers, antiguo capitán de infantería, dimisionario en 1818, regresó a Nogent para casarse y, con el dinero de la dote, compró un cargo de ujier judicial que apenas si le daba para vivir. Como lo tenían agriado prolongadas injusticias, lo hacían padecer las antiguas heridas y echaba de menos constantemente al emperador, descargaba la ira que lo asfixiaba en quienes tenía alrededor. Pocos niños recibieron más palizas que su hijo. El chiquillo no se achicaba, pese a los golpes. A la madre, cuando intentaba interponerse, también la maltrataba. El capitán acabó por colocar al hijo en su oficina y lo tenía todo el día inclinado en el pupitre copiando actas, lo que le desarrolló más, visiblemente, el hombro derecho que el otro.

    En 1833, por indicación del señor presidente, el capitán vendió el cargo. Luego, su mujer se murió de cáncer y él se fue a vivir a Dijon; después, se estableció en Troyes como proveedor de sustitutos para la redención del servicio militar; y, tras conseguir media beca para Charles, lo metió en el internado de Sens, donde Frédéric lo reconoció. Pero él tenía doce años y el otro quince; por lo demás, los separaban mil diferencias de carácter y de orígenes.

    Frédéric tenía en la cómoda toda clase de provisiones, objetos refinados, un neceser de aseo, por ejemplo. Le gustaba levantarse tarde por las mañanas, mirar las golondrinas, leer obras de teatro y echaba de menos los placeres de su casa; la vida del internado le parecía dura.

    Al hijo del ujier judicial le parecía buena. Estudiaba tanto que, al acabar el segundo año, ya estaba en cuarto curso. Sin embargo, porque era pobre, o de genio pendenciero, lo rodeaba una sorda malevolencia. Pero al llamarlo un día un criado «hijo de pordioseros» en medio del patio de los Medianos, se le fue a la yugular y lo habría matado si no hubieran intervenido tres vigilantes del estudio. Frédéric, en un arrebato de admiración, lo estrechó en sus brazos. A partir de ese día fueron íntimos. El afecto de un mayor no cabe duda de que halagó al pequeño; y Frédéric aceptó como un feliz acontecimiento esa devoción que se le brindaba.

    Durante las vacaciones, el padre de Charles lo dejaba en el internado. Una traducción de Platón, abierta al azar, lo entusiasmó. Se prendó entonces de los estudios metafísicos; y progresó deprisa porque los abordaba con bríos juveniles y el orgullo de una inteligencia que se estaba emancipando; Jouffroy, Cousin, Laromiguière, Malebranche, la escuela escocesa, acabó con cuanto había en la biblioteca. Había tenido que robar la llave para hacerse con libros.

    Las distracciones de Frédéric eran menos sesudas. Dibujó la genealogía de Cristo tallada en un pilar de la calle de Les Trois-Rois y, luego, el pórtico de la catedral. Después de las obras teatrales de la Edad Media, empezó con las memorias: Froissart, Comines, Pierre de l’Estoile, Brantôme.

    Las imágenes que le traían a la imaginación esas lecturas lo tenían tan obsesionado que sentía la necesidad de reproducirlas. Su ambición era convertirse un día en el Walter Scott de Francia. Deslauriers cavilaba un extenso sistema filosófico que tuviera las aplicaciones más remotas.

    Hablaban de todo ello en los recreos, en el patio, enfrente de la máxima moral pintada bajo el reloj; cuchicheaban en la capilla, en las barbas de san Luis; soñaban con ello en el dormitorio, desde donde se dominaba el cementerio. Los días de paseo, se colocaban detrás de los otros y hablaban interminablemente.

    Hablaban de lo que iban a hacer más adelante, cuando salieran del internado. Para empezar, emprenderían un largo viaje con el dinero que tomase Frédéric de su fortuna cuando fuera mayor de edad. Luego, regresarían a París, trabajarían juntos, no se separarían; y, para descansar, tendrían amores principescos en gabinetes de satén o, si no, orgías fulgurantes con cortesanas famosas. Después de aquellos arrebatos de esperanza, llegaban las dudas. Después de ataques de júbilo charlatán, caían en hondos silencios.

    Las tardes de verano, cuando habían andado mucho rato por los senderos pedregosos que corrían al filo de los viñedos, o por el camino real, en pleno campo, y las mieses ondulaban al sol mientras pasaban por el aire aromas de angélica, les entraba algo así como un ahogo, y se tumbaban de espaldas, aturdidos, ebrios. Los otros, en mangas de camisa, jugaban al rescate o volaban cometas. El vigilante los llamaba. Volvían, pasando por delante de los jardines por los que cruzaban riachuelos, y luego por los bulevares a los que daban sombra las paredes viejas; las calles desiertas retumbaban con sus pasos; se abría la verja, subían las escaleras; y estaban tristes como después de una orgía desenfrenada.

    El jefe de estudios aseguraba que se exaltaban mutuamente. Pero si Frédéric se aplicó en los cursos avanzados fue porque lo exhortaba su amigo; y, en las vacaciones de 1837, se lo llevó a casa de su madre.

    El joven no agradó a la señora Moreau. Comió una barbaridad, se negó a asistir a los oficios dominicales, echaba discursos republicanos; y, finalmente, la madre creyó entender que había llevado a su hijo a sitios indecorosos. Vigilaron su relación. Con lo cual ellos se quisieron más; y la despedida fue dolorosa cuando Deslauriers, al año siguiente, dejó el internado para ir a París a estudiar Derecho.

    Frédéric tenía, desde luego, intención de ir a reunirse con él. Llevaban dos años sin verse; y, tras los abrazos, se fueron a los puentes para conversar más a gusto.

    El capitán, que regentaba ahora un billar en Villenauxe, se había indignado muchísimo cuando su hijo le reclamó las cuentas de la tutela, y llegó incluso a cerrarle por completo el grifo. Pero, como quería presentarse más adelante a una cátedra en la Escuela y no tenía dinero, Deslauriers había aceptado en Troyes un trabajo de pasante con un procurador. A fuerza de privaciones, contaba con ahorrar cuatro mil francos; y, si no conseguía cobrar la herencia materna, al menos tendría con qué pasar tres años trabajando por su cuenta mientras esperaba a hacerse una posición. Tenían, pues, que abandonar el antiguo proyecto de vivir juntos en la capital, al menos por ahora.

    Frédéric agachó la cabeza. Era el primero de sus sueños que se venía abajo.

    –Consuélate –le dijo el hijo del capitán–, la vida es larga, somos jóvenes. ¡Ya me reuniré contigo! ¡No te preocupes!

    Lo sacudía cogiéndole las manos; y, para distraerlo, le preguntó por el viaje.

    Frédéric no tenía gran cosa que referir. Pero, al acordarse de la señora Arnoux, se le disipó esa pena. No la mencionó; lo refrenaba un pudor. En cambió se explayó sobre Arnoux, contando sus peroratas, sus modales y sus relaciones; y Deslauriers lo animó rotundamente a cultivar esa relación.

    Frédéric no había escrito nada en los últimos tiempos; sus opiniones literarias habían cambiado: valoraba por encima de todo la pasión; Werther, René, Frank, Lara, Lélia³ y otros más mediocres lo entusiasmaban casi por igual. A veces le parecía que solo la música era capaz de expresar sus turbaciones íntimas; entonces, soñaba con sinfonías; o se adueñaba de él la superficie de las cosas y quería pintar. Había escrito versos, no obstante; a Deslauriers le parecieron muy hermosos, pero no le pidió que le leyera otra composición.

    En lo que a él se refería, ya no sentía interés por la metafísica. Lo preocupaban la economía social y la Revolución francesa. Era ahora un joven muy alto y flaco de veintidós años, de boca grande y expresión resuelta; llevaba aquella noche una mala levita de sempiterna y los zapatos blancos de polvo porque había ido a pie desde Villenauxe ex profeso para ver a Frédéric.

    Se les acercó Isidore. La señora rogaba al señorito que volviera y, temiendo que tuviera frío, le enviaba el gabán.

    –¡Quédate! –dijo Deslauriers.

    Y siguieron paseando de punta a punta de los dos puentes que se asientan en la estrecha isla que forman el canal y el río.

    De camino hacia Nogent, tenían enfrente una manzana de casas un tanto inclinadas; a la derecha se veía la iglesia por detrás de los molinos de madera que tenían las compuertas cerradas; y, a la izquierda, los setos de arbustos, a lo largo de la orilla, cerraban unos jardines que apenas se divisaban. Pero, en dirección a París, el camino real iba cuesta abajo en línea recta y unos prados se perdían de vista a lo lejos entre los vapores de la noche. Era esta silenciosa y de claridad blanquecina. Les llegaban olores de frondas húmedas; la cascada de la toma de agua, cien pasos más allá, susurraba con ese ruido denso y suave que hacen las olitas en las tinieblas.

    Deslauriers se detuvo y dijo:

    –¡Tiene gracia lo tranquila que duerme esta buena gente! ¡Paciencia! ¡Se está preparando otro 1789⁴! ¡Ya estamos hartos de constituciones, de Cartas, de sutilezas, de mentiras! ¡Ay, si tuviera yo un periódico, o una tribuna, qué tantarantán le iba a dar a todo esto! Pero ¡para emprender cualquier cosa hace falta dinero! ¡Qué maldición ser hijo de un tabernero y perder la juventud en buscarse el pan!

    Agachó la cabeza, se mordió los labios y tiritaba con aquella ropa tan fina.

    Frédéric le echó por los hombros la mitad de su gabán. Se arroparon los dos en él; y, agarrados de la cintura, andaban juntos así tapados.

    –¿Cómo quieres que viva allí sin ti? –decía Frédéric. La amargura de su amigo le había devuelto la tristeza–. Habría podido hacer algo con una mujer que me quisiera… ¿De qué te ríes? El amor es el alimento y, como quien dice, la atmósfera de la genialidad. Las emociones extraordinarias producen obras sublimes. Pero, si hay que buscar a la que necesitaría, ¡renuncio! Por lo demás, si alguna vez la encuentro, me rechazará. Soy de la raza de los desheredados, y dejaré de existir con un tesoro que era o de bisutería o de brillantes, no lo sé.

    La sombra de alguien se estiró por los adoquines al tiempo que oían las siguientes palabras:

    –Servidor de ustedes, caballeros.

    Quien las pronunciaba era un hombre de corta estatura que vestía una amplia levita parda y se tocaba con una gorra bajo cuya visera asomaba una nariz puntiaguda.

    –¿El señor Roque? –dijo Frédéric.

    –El mismo –respondió la voz.

    El vecino de Nogent justificó su presencia contando que venía de revisar las trampas para lobos de su jardín a la orilla del agua.

    –¿Así que ya de vuelta por estos lares? ¡Muy bien! Me he enterado por mi chiquilla. De salud bien, espero. ¿Todavía no se marcha?

    Y se fue, desanimado seguramente por la acogida de Frédéric.

    La señora Moreau, efectivamente, no lo trataba; Roque vivía en concubinato con su criada y se le tenía muy poca consideración aunque fuera el agente electoral y el administrador del señor Dambreuse.

    –¿El banquero que vive en la calle de Anjou? –dijo Deslauriers–. ¿Sabes lo que tendrías que hacer, muchacho?

    Isidore volvió a interrumpirlos. Tenía órdenes tajantes de llevarse a Frédéric a casa. La señora estaba preocupada por su ausencia.

    –¡Bueno, bueno, ya vamos! –dijo Deslauriers–. No va a pasar la noche fuera.

    Y añadió, cuando se marchó el criado:

    –Tendrías que pedirle a ese viejo que te presentara en casa de los Dambreuse. ¡No hay nada tan útil como frecuentar una casa rica! Ya que tienes un frac negro y unos guantes blancos, ¡aprovecha! ¡Tienes que entrar en ese mundo! Y luego me llevarás a mí. ¡Un hombre con millones, imagínate! Apáñatelas para agradarle, y a su mujer también. ¡Hazte amante suyo!

    Frédéric protestaba.

    –Pero si te estoy diciendo cosas clásicas. ¿O no? ¡Acuérdate de Rastignac en La comedia humana!⁵ ¡Triunfarás, estoy seguro!

    Frédéric se fiaba tanto de Deslauriers que flaqueó y, olvidándose de la señora Arnoux, o incluyéndola en la predicción referida a otra, no pudo por menos de sonreír.

    El pasante añadió:

    –Último consejo: ¡aprueba los exámenes! Un título siempre es bueno; y, de verdad, deja a esos poetas tuyos católicos y satánicos, de filosofía tan avanzada como la del siglo XII. Esa desesperación es una bobada. Ha habido individuos muy grandes que tuvieron comienzos más difíciles, empezando por Mirabeau. Además, no vamos a estar separados tanto tiempo. Ya le haré soltar lo que me ha robado al granuja de mi padre. Tengo que irme. ¡Adiós! ¿Tienes cinco francos para que pague la cena?

    Frédéric le dio diez francos, lo que le quedaba de la cantidad que le había dado por la mañana Isidore.

    Una luz brillaba en esos momentos en la orilla izquierda, a pocos metros de los puentes, en el tragaluz de una casa baja.

    Deslauriers la vio. Y dijo entonces enfáticamente mientras se quitaba el sombrero.

    –¡Mis respetos, Venus, reina de los cielos! Pero la Penuria es la madre de la Formalidad. ¡Con lo que nos han calumniado por cosas así, socorro!

    Esta alusión a una aventura común los regocijó. Iban por la calle riéndose a voces.

    Luego, tras pagar el gasto de la fonda, Deslauriers acompañó a Frédéric hasta el cruce del hospital; y, después de un prolongado abrazo, los dos amigos se separaron.

    III

    Dos meses después, Frédéric llegó una mañana a la calle de Coq-Héron y pensó en el acto en hacer la trascendental visita.

    La casualidad se había puesto de su parte. El propio Roque había ido a llevarle un rollo de papeles, rogándole que se los entregase personalmente al señor Dambreuse; y acompañaba la entrega con una nota sin lacrar donde presentaba a su joven paisano.

    A la señora Moreau pareció sorprenderla aquella gestión. Frédéric disimuló cuánto le agradaba.

    El señor Dambreuse se llamaba en realidad conde de Ambreuse; pero, ya en 1825, fue dando de lado poco a poco su condición hidalga y a su partido y se orientó hacia la industria; y, con el oído en todos los despachos y la mano en todas las empresas, al acecho de buenas oportunidades, sutil como un griego y laborioso como un nativo de Auvernia, había amasado una fortuna de la que se decía que era considerable; era además oficial de la Legión de Honor, miembro del consejo general de Aube, diputado, y estaba a punto de ser senador; era, por lo demás, amigo de hacer favores, tenía aburrido al ministro con sus continuas peticiones de ayudas, condecoraciones y estancos; y, cuando se enfurruñaba con el poder, tendía al centro izquierda. Su mujer, la bonita señora Dambreuse, que citaban las revistas de moda, presidía las reuniones de caridad. Bailando el agua a las duquesas apaciguaba los rencores del aristocrático Faubourg Saint-Germain y dejaba que creyera que el señor Dambreuse estaba aún a tiempo de arrepentirse y de prestar algunos servicios.

    El joven estaba algo alterado al ir a visitarlos.

    «Más me valdría haberme puesto el frac. ¿Me invitarán, probablemente, al baile de la semana que viene? ¿Qué me irán a decir?»

    Le volvió el aplomo al pensar que el señor Dambreuse no era más que un miembro de la burguesía y se bajó del cabriolé de un salto, muy animoso, en la acera de la calle de Anjou.

    Tras abrir una de las dos puertas cocheras, cruzó el patio, subió por la escalinata de la fachada y entró en un vestíbulo con baldosas de mármol de color.

    Una escalera recta doble, que cubría una alfombra roja con varillas de cobre, se apoyaba en las altas paredes de estuco reluciente. Abajo, al final de los peldaños, había un plátano de anchas hojas que caían sobre el terciopelo de la barandilla. Dos candelabros de bronce sostenían unos globos de porcelana colgados de cadenillas; por los respiraderos de los caloríferos, abiertos, salía un aire cargado; y solo se oía el tictac de un reloj grande que se erguía al otro lado del vestíbulo, bajo una panoplia.

    Sonó un timbre; apareció un valet e hizo pasar a Frédéric a una habitacioncita donde podían verse dos cajas fuertes y unos archivadores llenos de carpetas. Entre todo ello estaba el señor Dambreuse, que escribía en un buró de persiana.

    Recorrió con la vista la carta de Roque, abrió con una navaja el tejido que envolvía los papeles y les pasó revista.

    De lejos, porque era esbelto, podía parecer joven aún. Pero el pelo blanco y ralo, los miembros débiles y, sobre todo, la extraordinaria palidez del rostro revelaban un organismo deteriorado. En los ojos glaucos, más fríos que unos ojos de cristal, residía una energía despiadada. Tenía los pómulos salientes y, en las manos, articulaciones nudosas.

    Por fin se puso de pie, le hizo al joven unas cuantas preguntas sobre personas que ambos conocían, sobre Nogent y sobre sus estudios; luego lo despidió con una inclinación. Frédéric salió por otro pasillo y se encontró en la parte de abajo del patio, junto a las cocheras.

    Una berlina azul de la que tiraba un caballo negro estaba parada delante de la escalinata. Se abrió la portezuela, se subió una señora y el coche, con un ruido sordo, empezó a rodar por la arena.

    Frédéric llegó, desde el extremo opuesto, al mismo tiempo que ella a la puerta cochera. Como no había bastante sitio, tuvo que esperar. La joven, asomada al montante, le hablaba en voz baja al portero. Frédéric solo le veía la espalda, cubierta con una capa violeta. Pero sí podía hundir la mirada en el interior del coche, tapizado de reps azul con pasamanería y flecos. Lo llenaba la ropa de la dama; de aquella cajita acolchada brotaba un perfume de iris y un inconcreto aroma a elegancias femeninas. El cochero aflojó las riendas, el caballo rozó el guardacantón con brusquedad y todo desapareció.

    Frédéric se volvió a pie, siguiendo los bulevares.

    Lamentaba no haber podido ver bien a la señora Dambreuse.

    Pasada la calle de Montmartre, un atasco de coches le hizo volver la cabeza; y, enfrente, en la otra acera, leyó en una placa de mármol:

    Jacques Arnoux

    ¿Cómo no se había acordado de ella antes? La culpa la tenía Deslauriers; y se acercó a la tienda, pero no entró; esperó a que apareciera Ella.

    Las altas lunas transparentes brindaban a la mirada, hábilmente dispuestas, estatuillas, dibujos, grabados, catálogos, números de El Arte Industrial; y los precios de la suscripción se repetían en la puerta, decorada en el centro con las iniciales del editor. Colgados de la pared se veían cuadros grandes de reluciente barniz y, al fondo, dos aparadores cargados de porcelanas, de bronces, de curiosidades tentadoras; entre ambos había una escalerita que cerraba, en la parte de arriba, un portier de moqueta; y una araña antigua de porcelana de Sajonia y una alfombra verde en el suelo de tarima, junto con una mesa de marquetería, daban a aquel local más apariencia de salón que de comercio.

    Frédéric hacía como que miraba los dibujos. Después de pensárselo mucho, entró.

    Un empleado levantó el portier y contestó que el señor no estaría «en la tienda» antes de las cinco. Pero si quería dejar un recado…

    –¡No! Ya volveré –contestó Frédéric sin alzar la voz.

    Los siguientes días los dedicó a buscar alojamiento; y se decidió por una habitación en el segundo piso de una pensión de la calle de Saint-Hyacinthe.

    Con un cartapacio sin estrenar debajo del brazo fue a la apertura de curso. Trescientos jóvenes, con la cabeza destocada, llenaban un anfiteatro en que un anciano con toga roja disertaba con voz monótona; las plumas chirriaban en el papel. ¡Volvía a encontrar en aquella aula el olor a polvo de las anteriores, una tribuna con la misma forma y el mismo aburrimiento! Siguió yendo durante quince días. Pero aún no habían llegado al artículo 3 cuando él ya había dado de lado el Código Civil; y las Instituta⁶ se quedaron en la Summa divisio personarum.

    Las alegrías que se había prometido no llegaban; y, cuando hubo agotado las existencias de un gabinete de lectura, recorrido las colecciones del Louvre e ido al teatro varias veces, cayó en una ociosidad insondable.

    Mil cosas nuevas se sumaban a esa tristeza. Tenía que contar las prendas de ropa blanca y aguantar al portero, un patán con pintas de enfermero que venía por las mañanas a arreglarle la cama, refunfuñando y apestando a alcohol. La habitación, que adornaba un reloj de sobremesa de alabastro, no le gustaba. Los tabiques eran muy delgados; oía a los estudiantes preparar ponches, reírse y cantar.

    Cansado de tanta soledad buscó a uno de sus antiguos compañeros, que se llamaba Baptiste Martinon; y dio con él en una casa de huéspedes de la calle de Saint-Jacques, empollando Derecho Procesal delante de un fuego de carbón de roca.

    Frente a él, una mujer con un vestido de indiana remendaba calcetines.

    Martinon era eso que se llama un buen mozo: alto, mofletudo, de rasgos regulares y ojos azulencos y saltones; su padre, un agricultor acaudalado, lo destinaba a la magistratura y, como quería parecer ya una persona seria, llevaba barba en collar.

    Como los problemas de Frédéric no tenían causa razonable y no podía alegar ninguna desgracia, Martinon no entendió nada de aquellas lamentaciones suyas acerca de la existencia. Él iba todas las mañanas a la Escuela, paseaba luego por los jardines de Le Luxembourg, se tomaba por la noche su tacita de café y con quinientos francos al año y el amor de aquella operaria se sentía completamente dichoso.

    «¡Qué felicidad!», exclamó Frédéric para sus adentros.

    Había conocido a alguien más en la Escuela, al señor de Cisy, hijo de una familia de alcurnia y que tenía unos modales tan afables que parecía una señorita.

    El señor de Cisy se dedicaba al dibujo y le gustaba el gótico. En varias ocasiones fueron juntos a admirar la Sainte-Chapelle y Notre-Dame. Pero bajo la distinción del joven patricio había una inteligencia de lo más pobre. Todo lo sorprendía; se reía mucho con el mínimo chiste y hacía gala de una ingenuidad tan absoluta que Frédéric lo tomó al principio por un bromista

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